Todos se preguntaron nerviosos qué querría decir el Trueno con lo de las «pocas palabras».
Sin embargo, la intranquilidad no tenía fundamento. El Trueno se desabrochó la americana, eructó con una expresión de alivio, sacó el estómago y se dirigió a la tribuna, diciendo:
—Como ha dicho el fiscal, se cometen una enorme cantidad de atracos en este país. La gran publicidad que les rodea y las intervenciones a menudo espectaculares de la policía para evitarlos no sólo han contribuido a hacer del fiscal un hombre conocido y celebrado, cuyas corbatas incluso han encontrado un espacio en las columnas de los semanarios; no sólo eso, sino que se ha desatado una histeria colectiva que hace que, cuando una persona normal entra en un banco, se tienda a pensar que el recién llegado está allí para cometer un atraco o cometer cualquier otra inconveniencia.
El Trueno hizo una pausa, y estuvo un rato contemplando el suelo. Probablemente estaba intentando concentrarse.
—Rebecka Lind no ha recibido mucha ayuda ni muchas alegrías por parte de la sociedad. Ni la escuela ni sus propios padres ni la generación de los adultos le han dado su apoyo o su estímulo. El hecho de que no se haya integrado totalmente en el sistema social es algo de lo que no podemos culparla. Cuando ella, a diferencia de tantos otros jóvenes, intenta encontrar trabajo, se le dice simplemente que no hay. Sería revelador preguntarse por qué no hay trabajo para la gente que sube, pero vamos a dejarlo. Cuando por fin se ve en una situación de auténtico apuro decide dirigirse a un banco. No tiene la más leve idea de cómo funciona la banca y se le ocurre la errónea idea de que el banco PK iba a ser menos capitalista, o simplemente de propiedad popular. Cuando la cajera ve entrar a Rebecka se le antoja que entra a robar, en parte porque no se le ocurre que una persona como ella tenga algún motivo para entrar en un banco, y en parte porque vive alterada por las innumerables directrices con las que se bombardea a los empleados de banca en los últimos tiempos. En seguida conecta la alarma y empieza a meter billetes en la bolsa que la chica había colocado sobre el mostrador. ¿Qué pasa después? Pues que en lugar de aparecer los bien entrenados detectives del fiscal jefe, que no tienen tiempo para ocuparse de cosas tan banales como ésa, aterrizan dos policías de uniforme en un coche patrulla. Mientras uno de ellos, según propias palabras, se arroja como una pantera sobre la chica, el otro logra esparcir todo el dinero por el suelo. Aparte de esta aportación, encima interroga a la cajera. De dicho interrogatorio se desprende que Rebecka no amenazó a nadie dentro del banco y que no exigió el dinero. Todo, en resumen, puede llamarse un malentendido. Esta chica se condujo con cierta ingenuidad, pero eso, como todos saben, no constituye delito.
El Trueno se marchó cojeando hacia su mesa, estudió los informes con la espalda vuelta hacia el juez y los jurados, y dijo:
—Exijo que Rebecka Lind sea liberada y que se invalide la denuncia. Cualquier exigencia alternativa resulta irrisoria, pues cualquiera, en su sano juicio, ha de comprender que no tiene culpa alguna y que por consiguiente no ha lugar ninguna clase de castigo.
Las deliberaciones del tribunal fueron breves. La sentencia llegó en menos de media hora.
Rebecka Lind fue declarada inocente y puesta inmediatamente en libertad. Sin embargo, no fue retirada la denuncia, porque cinco de los miembros del tribunal habían votado a favor de retirarla, pero dos en contra, y el juez había recomendado sentencia condenatoria.
Cuando abandonaban la sala, Bulldozer Olsson se acercó a Martin Beck y le dijo:
—Ya lo ves, si hubieras sido un poco más listo, habrías ganado la botella de whisky.
—¿Piensas recurrir?
—No. ¿Te crees que no tengo nada mejor que hacer que pasarme un día entero en el tribunal supremo aguantando al Trueno? ¡Y por un caso así!
Y se marchó.
El Trueno también se acercó a ellos. Parecía cojear todavía más.
—Gracias por venir a declarar —dijo—; muchos no lo hubieran hecho.
—Creí entender tu pensamiento —explicó Martin Beck.
—Ése es el problema —dijo Braxén—: que muchos entienden el pensamiento de uno, pero luego no se presentan a declarar.
El Trueno observó agradecido a Rhea mientras apretaba su cigarro.
—He tenido una conversación muy interesante con la señorita, señora, con la dama... con esta dama, durante el descanso.
—Nielsen se llama —aclaró Martin Beck—, Rhea Nielsen.
—Gracias —dijo el Trueno cálidamente—; a veces me parece que pierdo algunos juicios justamente por eso de los nombres. En cualquier caso, lo que creo es que la señora Nilsson tendría que haberse dedicado a la abogacía. Ha analizado todo el caso en diez minutos y ha hecho una composición de lugar que al fiscal le hubiera costado varios meses desentrañar, suponiendo que fuera capaz de entenderlo.
—Hmmm —dijo Martin Beck—, si Bulldozer quisiera recurrir al supremo, seguramente ganaría.
—Psé —hizo el Trueno—. Hay que tener en cuenta la psique del adversario. Si pierde en primera instancia, no recurre nunca.
—¿Por qué no?—preguntó Rhea.
—Porque perdería su imagen de hombre tan ocupado que apenas tiene tiempo para nada. Y si todos los fiscales fueran como Bulldozer, medio país estaría entre rejas.
Rhea hizo una mueca.
—Gracias de todos modos —dijo el Trueno, y se alejó cojeando.
Ante la puerta del Ayuntamiento se paró y encendió su cigarro. Dado que simultáneamente soltó un eructo imponente, el resultado fue que abandonó la sede judicial envuelto en una enorme nube de humo.
Martin Beck lo miró pensativo. Luego dijo:
—¿Adónde quieres ir?
—A casa.
—¿A la tuya o a la mía?
—A la tuya, pues ya hace tiempo que no vamos.
«Hace tiempo» eran escasamente cuatro días.
Lady Silenciosa
Martin Beck vivía en la calle Köpman, en la Ciudad Vieja, tan en medio de Estocolmo que no podía estar más céntrico. Era una casa bien puesta, y cualquiera hubiera dicho que se trataba de un apartamento de ensueño, excepto, naturalmente, los decadentes presumidos que vivían en Saltsjöbaden o en Djursholm, con sus villas, parques y piscinas. Había tenido suerte cuando encontró aquel apartamento. Lo más increíble era que lo había obtenido sin amenazas, sin extorsión ni a cambio de nada sucio, que era la forma habitual de los policías para obtener algo en la vida. Además, aquel apartamento era lo que le había dado fuerzas para la ruptura final de un matrimonio de dieciocho años, totalmente desgraciado.
Luego había tenido mala suerte de nuevo, cuando un loco le pegó un tiro en el pecho desde un tejado, y un año después, ya dado de alta del hospital, le pareció que volvía de otro mundo: harto del trabajo y asustado por la posibilidad de tener que pasarse el resto de su vida activa sentado en una butaca detrás de una mesa de jefe de oficina, rodeado de alfombras costosas y de cuadros de primeras firmas.
Ese riesgo había pasado ya. Los jefazos de la dirección general de la policía habían llegado a la conclusión de que, si bien no podía decirse que estuviera loco del todo, lo que sí era seguro era que resultaba totalmente imposible trabajar a su lado.
Martin Beck era, pues, comisario jefe del servicio nacional de homicidios, y continuaría siéndolo mientras existiese esa sección anticuada pero todavía eficaz.
Incluso se rumoreaba que dicha sección tenía un presupuesto excesivo, lo cual redundaba, desde luego, en un buen equipamiento del personal, y que tenía en realidad pocos casos en los que ocuparse y, por tanto, mucho tiempo disponible para dedicarlo a cada proceso de investigación.
También había personas de altos cargos que no simpatizaban en absoluto con Martin Beck en el terreno personal. Uno de ellos había hecho correr el rumor de que Martin Beck, valiéndose de malas artes, había sido el responsable directo de que Lennart Kollberg, uno de los mejores policías del país, abandonase el cuerpo para dedicarse a clasificar revólveres a tiempo parcial en el Museo del Ejército, consintiendo que su pobre mujer sucumbiera a las dificultades de llevar una casa adelante.
Martin Beck se soliviantaba raramente, pero cuando oyó este infundio le faltó poco para levantarse y sacudirle en los morros a quien se lo fue a contar.
La verdad había sido que todos contribuyeron un poco a que Kollberg se retirara; él mismo fue el primero, porque así conseguiría ver más a menudo a su familia, su mujer y sus hijos, que querían tenerle en casa más tiempo. Además, también lo hizo Benny Skacke, que obtuvo la plaza de Kollberg, con lo cual seguramente llegaría a almacenar los méritos suficientes en su imparable carrera hacia una meta que llevaba clavada entre ceja y ceja: ser jefe de policía. Por último, tuvieron parte en la decisión de Kollberg ciertos miembros de la dirección general de la policía, quienes, a pesar de tener que admitir que era un buen policía, jamás dejaron de considerar que «resultaba incómodo» y que «ocasionaba dificultades».
Al fin y al cabo, sólo había una persona en todo Västberga que echase de menos a Kollberg, sobre todo mientras pasaban los días vacíos y sin ningún acontecimiento digno de mención, y esa persona era Martin Beck.
Cuando salió del hospital dos años atrás, tuvo el mismo problema de índole personal. Se había sentido solo y aislado como nunca; el caso que le asignaron como terapia de recuperación parecía extraído de un manual para confeccionar novelas policíacas. Se trataba de una habitación cerrada; la investigación resultaba artificiosa y la solución nada satisfactoria. A menudo, tuvo la impresión de ser él quien se encontraba en dicha habitación cerrada, en lugar de un cadáver más o menos interesante.
Y luego volvió a tener suerte, pero no con las investigaciones, porque el asesino apareció por sí solo, y Bulldozer Olsson prefirió plantear el subsiguiente juicio culpando al acusado de un asesinato en conexión con el atraco a un banco, del cual el acusado ni siquiera era responsable. Era el mismo juicio al que el Trueno se había referido pocas horas antes. Desde aquella vez, Martin Beck había dejado de sentir aprecio por Bulldozer, en vista de sus maniobras inmorales y despreciables. Pero la cosa no era muy grave; Martin Beck no era rencoroso y charlaba sin reservas con Bulldozer, aunque no podía negar que le satisfacía enormemente tener ocasión de fastidiarle de vez en cuando, como había logrado aquel mismo día con su testimonio.
No, la suerte de Martin Beck no era otra que Rhea Nielsen. Había conocido a una mujer y al cabo de diez minutos se había dado cuenta de que le interesaba sobremanera; ella tampoco había disimulado su interés por él. Al principio, lo más significativo había sido descubrir a una persona capaz de comprender lo que él quería decir y cuyas opiniones tampoco resultaban complicadas, sin que surgieran malentendidos por ningún motivo.
Así había empezado. Se habían visto a menudo, pero sólo en casa de ella. Tenía una casa de alquiler en la calle Tule y la llevaba un poco como una comuna.
Pasaron bastantes semanas hasta que ella se decidió a ir al piso de la calle Köpman. Aquella vez había hecho la comida, pues era una entusiasta de la cocina. Durante la velada se había visto que además tenía otros intereses y que ambos coincidían en casi todo. Había sido una estupenda velada, quizá la mejor del mundo para Martin Beck.
Desayunaron juntos por la mañana, un desayuno que había preparado Martin Beck, y él se la quedó mirando mientras ella se vestía. La había visto desnuda muchas veces, antes, pero le daba la impresión de que tardaría bastantes años en terminar de mirar.
Rhea Nielsen era fuerte y estaba bien formada. Cabía decir que era un poco machucha, pero también que tenía un cuerpo muy bien proporcionado y armonioso. Y su cara tenía unos rasgos irregulares, muy pronunciados y que revelaban una fuerte personalidad.
Lo que más le gustaba a él eran cinco cosas distintas: su intransigente mirada azul, sus senos pequeños y redondos, sus pezones grandes y ligeramente tostados, su rubia zona entre las ingles, y sus pies.
Rhea Nielsen se rió roncamente.
—Sí, mira, hace gracia que la miren a una de vez en cuando —dijo, poniéndose las bragas.
Poco después estaban desayunando té y tostadas con mermelada. Ella parecía pensativa, y Martin Beck sabía por qué, porque también él estaba preocupado. Un par de minutos después, ella le dijo al marcharse:
—Gracias por esta noche tan estupenda.
—Igualmente.
—Te llamaré —dijo Rhea—, y, si te parece que tardo mucho, llama tú.
Parecía agradecida, pero todavía preocupada. Luego se calzó sus zuecos y dijo bruscamente:
—Bueno, adiós y gracias.
Martin Beck tenía el día libre. Cuando Rhea se hubo marchado se metió en el baño y se duchó, se frotó con la toalla y se tumbó en la cama después de ponerse el albornoz.
Estaba preocupado; se levantó y se miró al espejo. Había que reconocer que no parecía tener cuarenta y nueve años, pero también había que admitir que los tenía. Sus rasgos no habían cambiado durante bastantes años. Era vigoroso y alto, un hombre con la piel algo amarillenta y la barbilla ancha. El cabello no presentaba ni una sola cana, y no tenía tampoco entradas.
¿O eran todo ilusiones, sólo porque le parecía que tenía que ser así?
Martin Beck volvió a la cama, se tumbó de espaldas y se puso las manos detrás de la nuca. Había pasado las mejores horas de su vida. Al mismo tiempo había surgido un problema que le parecía insoluble. Era una delicia acostarse con Rhea, pero ¿cómo era ella? No estaba seguro de poderlo decir, porque no estaba seguro de nada. Todo eran conjeturas y sensaciones encontradas. Aquella noche había sido fantástica, sobre todo sexualmente, aunque Martin Beck no era un experto en estas lides.
¿Cómo era ella? No sabía qué contestar a eso, y habría que hacerlo antes de abordar la cuestión principal. Ella lo había pasado bien, se reía, y en algún momento le había parecido oírla llorar. Tan pronto le parecía que todo era perfecto, como de repente le parecía que todo era descabellado. No funcionaría, había demasiadas cosas en contra. Él era trece años mayor que ella, y ambos estaban divorciados y tenían hijos, aunque los suyos eran mayores, Rolf tenía diecinueve años, e Ingrid pronto cumpliría veintitrés; sin embargo, los de Rhea eran todavía pequeños. Por otro lado, cuando él cumpliera los sesenta, a punto de jubilarse, ella tendría todavía cuarenta y siete. No, no podía ser, aquello era una locura.