—O sección de asesinato infantil, como prefieren llamarla los padres jóvenes.
El Trueno, en plena distracción, encendió su cigarro, lo que le costó al juez once enfáticos aclaramientos de garganta para señalar el desacato; se llamó a un bedel y, por fin, las cosas volvieron a la normalidad.
—¿Hay alguien en esta sala que sepa dónde se encuentra en estos momentos la niña Camilla Lind-Cosgrave?
En la sala se hizo un silencio sepulcral.
—Alguien lo sabe —dijo el Trueno—, y soy yo.
—¡Camilla! ¿Dónde está? —sollozó Rebecka.
—Todo a su tiempo —dijo el Trueno.
—¿Me permiten que les recuerde que en estos momentos se está celebrando, o, más bien, debería estarse celebrando un juicio? —pidió el juez.
El Trueno puso cara de no entender nada de lo que acababa de oír, y el juez se lo aclaró:
—El abogado Braxén ha llamado a esta mujer como testigo.
—¡Ah! —exclamó el Trueno—. ¡Casi lo había olvidado por completo! La ignorancia del fiscal me ha llevado a pensar en cosas bien distintas.
Rebuscó entre sus papeles, encontró el que buscaba y dijo:
—Rebecka Lind era mala estudiante. Terminó noveno con unas notas muy por debajo de lo requerido para poder acceder al instituto, pero ¿era tan mala estudiante en todas las asignaturas?
—Iba bien en mi asignatura —contestó la testigo—; era una de las mejores alumnas que nunca he tenido. Rebecka tenía muchas ideas propias en lo referente a verduras y productos naturales. Era consciente de que nuestra alimentación, tal como está planteada hoy en día, es despreciable, y que la mayor parte de los alimentos que se encuentran en las tiendas a disposición del público están de una forma o de otra envenenados.
—¿Opina la testigo lo mismo al respecto?
—Sí, absolutamente.
—Esto querría decir que los bistecs con guarnición y las copas de whisky con los que, por ejemplo, yo y el propio fiscal entretenemos nuestras miserables vidas, son despreciables.
—Sí —dijo la testigo—, profundamente despreciables. Es un tipo de alimentación que no solamente daña el cuerpo, sino también la mente y la posibilidad de pensar con claridad. Del mismo modo, el uso del tabaco causa daños al cerebro. Uno se vuelve simplemente idiota a base de fumar. Por otro lado, Rebecka entendió en seguida la importancia de una alimentación saludable. Se hizo con un huerto y estaba siempre conforme con lo que la naturaleza le ofrecía. Por eso siempre llevaba un cuchillo de jardín en el cinto. Yo he charlado mucho con Rebecka.
—¿Sobre remolachas biodinámicas?
El Trueno bostezó.
—Entre otras cosas, pero lo que quiero resaltar es que Rebecka es una chica sana. Quizá su formación académica no sea muy amplia, pero esa circunstancia la tiene perfectamente asumida. Ella no es nada partidaria de sobrecargar su pensamiento con un montón de cosas irrelevantes. Lo único que realmente le interesa son cuestiones como, por ejemplo, cómo se las arreglará la naturaleza para salvarse bajo amenazas totales. No está interesada en política, es decir, lo está en la medida en que considera esta sociedad completamente incomprensible, y piensa que sus dirigentes no pueden ser otra cosa que delincuentes o locos.
—No hay más preguntas —dijo el Trueno.
Llegados a este punto, parecía más interesado en irse a casa que en seguir aburriéndose.
—Me interesa ese cuchillo —anunció Bulldozer dando un brinco y abandonando su sitio.
Se dirigió a la mesa, delante del juez, y cogió el cuchillo.
—Es un cuchillo de jardín normal y corriente —explicó Hedy-Marie Wirén—, es el mismo que ha tenido siempre. Como puede ver, el mango está gastado pero la hoja está en buen estado.
—No es menos cierto que puede resultar un arma peligrosa —dijo Bulldozer.
—Eso habría que verlo; yo no me atrevería a atacar ni a un gorrión con ese cuchillo. Aparte de eso, Rebecka tiene aversión a todo lo que signifique violencia. Ni siquiera la entiende cuando la ve con sus propios ojos, y es una persona incapaz de dar una simple bofetada.
—Yo insisto en que esto es un arma peligrosa y mortal —exclamó Bulldozer, agitando el cuchillo en el aire.
No parecía muy convencido, y a pesar de estarle dedicando su mejor sonrisa a la testigo, tuvo que hacer acopio de valor y de paciencia para resistir la pregunta que le hizo la mujer:
—Me da la impresión de que, una de dos: o usted es malo, o es usted simplemente tonto —dijo la testigo—. ¿Fuma usted o bebe alcohol?
—No hay más preguntas —dijo Bulldozer.
—Han terminado los interrogatorios a los testigos —anunció el juez. ¿Alguien tiene más preguntas antes de pasar a la investigación y a las alegaciones?
El abogado Braxén se levantó chasqueando con la lengua y se dirigió cojeando hacia la tribuna. Dijo:
—Lo de la investigación suele ser un simple trámite rutinario que sirve para que el encargado de redactarla se gane cincuenta coronas, o lo que paguen ahora. Por eso quisiera, y lo mismo espero que hagan otras personas responsables, dirigir unas cuantas preguntas a Rebecka Lind.
Se dirigió por primera vez a la acusada:
—¿Cómo se llama el rey de Suecia?
Incluso Bulldozer pareció confundido.
—Eso no lo sé —dijo Rebecka Lind—, ¿es que hay que saberlo?
—No —admitió el Trueno—, no hay que saberlo. ¿Sabe cómo se llama el primer ministro?
—No, ¿quién es ese?
—Es el jefe del gobierno y el máximo responsable de la política del país.
—En ese caso es un bribón —dijo Rebecka Lind—. Yo sé que Suecia ha construido una central atómica en Barsebäck, en Escania, y eso queda a sólo veinticinco kilómetros del centro de Copenhague. Dicen que el gobierno es culpable de estropear la naturaleza.
—Rebecka —dijo Bulldozer Olsson amablemente—, ¿cómo puede saber estas cosas sobre centrales nucleares, cuando ni siquiera sabe el nombre del primer ministro?
—Mis amigos suelen hablar de cosas como ésta, pero no se meten en política.
El Trueno dejó que todo el mundo meditase sobre la frase. Luego dijo:
—Antes de ir a ver a ese director de banco, cuyo nombre he olvidado y espero que para siempre, ¿había estado alguna vez en un banco?
—No, nunca.
—¿Por qué no?
—¿Qué iba a hacer yo allí? Los bancos son para los ricos. Mis amigos y yo nunca vamos a lugares así.
—Sin embargo, un día fue —dijo el Trueno—. ¿Por qué?
—Porque necesitaba dinero. Uno de mis conocidos me dijo que se podía pedir prestado en los bancos. Luego, cuando ese director de banco imbécil me dijo que había bancos que eran propiedad del pueblo, pensé que allí me podrían prestar el dinero.
—¿Así que cuando entró en la oficina del banco PK creyó, en realidad, que le iban a prestar el dinero?
—Sí, pero me quedé asombrada al ver lo fácil que resultaba. Ni siquiera me dieron tiempo para decir cuánto necesitaba.
Bulldozer, que ya había comprendido en qué dirección pensaba actuar la defensa para derrumbar la acusación, se apresuró a intervenir.
—Rebecka —dijo sonriendo con toda la cara—, hay cosas que no acabo de comprender. ¿Cómo es posible que, con la cantidad de medios de comunicación que hay actualmente, alguien consiga desconocer las mínimas normas que rigen la sociedad?
—Su sociedad no es la mía —replicó Rebecka Lind.
—Esto no es cierto, Rebecka —protestó Bulldozer—; vivimos todos juntos en este país y tenemos una responsabilidad común para discernir lo que está bien de lo que está mal. Pero quiero preguntarle cómo se logra no oír lo que dice la televisión y la radio y no ver lo que explican los periódicos.
—Yo no tengo ni radio ni tele, y lo único que miro en los periódicos es el horóscopo.
—Pero usted ha ido nueve años a la escuela, ¿no?
—Allí sólo intentaban enseñarnos un montón de paja. Yo procuraba no escuchar.
—Pero el dinero... —dijo Bulldozer—, el dinero es algo que le interesa a todo el mundo.
—A mí no.
—¿De dónde sacaba el dinero para mantenerse?
—De la oficina social, pero yo necesitaba muy poco, al menos hasta ahora.
El juez resumió entonces el informe de las investigaciones con una voz monótona, y no resultó tan banal como había supuesto el abogado Braxén.
Rebecka Lind había nacido el 3 de enero de 1956 y se había criado en el seno de la clase media baja. El padre era oficinista de bajo rango en el ramo de la construcción. El ambiente familiar había sido bueno, pero Rebecka se había rebelado precozmente, y la oposición contra sus padres había culminado a sus dieciséis años. Había mostrado escasísimo interés por la escuela y la había dejado después de noveno. Sus profesores consideraban su bagaje intelectual muy poco consistente; a pesar de no carecer de inteligencia, ésta daba como resultado unas formulaciones escasamente reales y tangibles. No había podido encontrar ningún trabajo, pero tampoco mostró mayor preocupación por el asunto. A los dieciséis años la situación familiar atravesaba una época de especial pobreza y resolvió marcharse de casa. A la pregunta de los investigadores, el padre había respondido que aquello había sido lo mejor para todos, ya que tenían otros hijos que respondían mejor a sus desvelos. Primero había vivido en una habitación que había conseguido como préstamo más o menos permanente de un conocido, y que conservó incluso cuando consiguió un pequeñísimo apartamento en el Söder, en Estocolmo. A principios de 1973 había conocido a un desertor americano de la OTAN y se había ido a vivir con él. Se llamaba Jim Cosgrave. Rebecka Lind había quedado en seguida embarazada, cosa que además le apetecía, y en enero del setenta y cuatro había tenido una niña, Camilla. La pequeña familia había empezado entonces a pasar dificultades. Cosgrave quería trabajar, pero no encontró nada porque llevaba melenas y porque era extranjero. El único trabajo que consiguió durante años en Suecia fueron dos semanas de verano como lavaplatos en uno de los transbordadores que van a Finlandia. Además, añoraba los Estados Unidos. Tenía una buena formación, y pensaba que podría arreglárselas bastante bien cuando volviera a América con su familia. A principios de febrero había entrado en contacto con la embajada americana y se declaró dispuesto a regresar voluntariamente, siempre que le dieran un mínimo de garantías. Habría que repatriarlo y se le había prometido que sólo recibiría un castigo formal, aparte de que, por lo visto, estaba protegido por los pactos con el estado sueco. Había volado a Estados Unidos el 12 de febrero. Rebecka había calculado poder viajar hacia marzo, ya que los padres de su novio les habían prometido ayudarles con algo de dinero. Pero los meses pasaron y no se supo nada de los Cosgrave. Ella acudió a la oficina social, y se le dijo que no había nada que hacer, ya que Cosgrave era extranjero. Fue entonces cuando Rebecka Lind decidió viajar por su cuenta a Estados Unidos para averiguar qué había pasado. Para obtener el dinero se había dirigido a un banco, con el resultado de todos conocido. Las investigaciones eran en sí positivas. Revelaban que Rebecka había cuidado a su niña con mucho cariño, que nunca había sido un lastre para nadie, ni había mostrado inclinación a la violencia. Era sincera hasta el máximo; sólo que adoptaba una actitud ajena a este mundo y daba frecuentes pruebas de una exagerada buena fe. Cosgrave también fue brevemente enjuiciado. Según sus conocidos, se trataba de un joven decidido, que no intentaba soslayar sus responsabilidades y que creía sin reservas en un futuro para sí y para su familia en Estados Unidos.
Mientras se daba lectura a los resultados de las investigaciones personales Bulldozer Olsson se había estado entreteniendo en estudiar uno de sus informes, con periódicos y significativas consultas al reloj.
Se levantó para hacer las alegaciones y Rhea le miró guiñándole un ojo.
Dejando aparte su deplorable indumentaria, era un hombre del que emanaba una gran seguridad en sí mismo y un gran interés por todo lo que hacía.
Bulldozer había ojeado el planteamiento de la defensa del Trueno, pero se había propuesto no dejarse impresionar. En su lugar, optó por expresarse sencilla y brevemente, y conservando la línea de lo que había pensado de antemano. Sacó el pecho —en realidad fue más bien el estómago—, observó sus polvorientos zapatos marrones y dijo con una voz aterciopelada:
—Voy a presentar mis alegaciones dentro de la más estricta exposición de hechos. Rebecka Lind entró en la oficina del banco PK armada con un cuchillo y provista de una bolsa de mano vieja, en la que pensaba meter el botín. Mi larga experiencia en atracos sencillos a los bancos, —y se han perpetrado a miles en los últimos años— me lleva a la convicción de que Rebecka actuó siguiendo una pauta. Su inexperiencia hizo que fuera detenida en seguida. Personalmente, siento compasión por la acusada, que a su tierna edad ya se ha dejado arrastrar a la perpetración de un delito execrable, pero aun así me veo obligado, en nombre de la igualdad de todos ante la ley, a solicitar una pena carcelaria. Las pruebas son, como se ha demostrado en este largo juicio, irrefutables, y no hay argumentación que las pueda echar por tierra.
Bulldozer jugueteó con los dedos y su corbata, y añadió:
—Con esto doy por terminada mi alegación y dejo el veredicto en manos del jurado.
—¿Está el abogado Braxén preparado para las alegaciones finales de la defensa? —preguntó el juez.
El Trueno no parecía preparado en absoluto. Reunió de cualquier manera todos sus papeles en un montón, observó un instante su cigarro y se lo metió en el bolsillo. Después miró a su alrededor por toda la sala, como si no hubiera estado jamás allí. Observó minuciosamente a cada uno de los presentes, como si no hubiera visto a nadie en su vida.
Por fin se levantó y avanzó cojeando, para recorrer de arriba abajo la barandilla que le separaba del tribunal.
La mayor parte de los que conocían al Trueno estaban a la espera, porque sabían que tanto se le podía ocurrir estar hablando durante horas como liquidar las alegaciones en cinco minutos.
Bulldozer Olsson miró ostentosamente su reloj.
El Trueno contempló con reproche al juez, al portavoz y a los miembros del tribunal, mientras continuaba paseando. Su cojera, imperceptible al principio, se había ido haciendo más visible a media que avanzaba el juicio.
Por fin comenzó:
—Como ya dije en la presentación, esta señorita, que ha sido sentada en el banquillo de los acusados o, mejor dicho, en la silla, es inocente, y realmente sería innecesario hacer alegaciones en su defensa, a pesar de lo cual voy a decir algunas palabras.