—Pues sí, me refiero a él —dijo Haviland Tuf—. Guardiana, me resulta francamente agotador verme obligado una y otra vez a proclamar lo obvio. Dada su insistencia les proporcioné krakens, mantas de aguijón y encaje sangriento, pero no han resultado eficaces. Por lo tanto, y después de haberlo meditado mucho, he clonado a Dax.
—Un gatito —dijo ella—. Piensa utilizar un gatito contra los acorazados, los globos de fuego y los caminantes. ¡Un minúsculo gatito!
—Ciertamente —dijo Haviland Tuf. La contempló durante unos segundos con el ceño fruncido, confinó nuevamente a Dax en el interior de su inmenso bolsillo y le dio la espalda, dirigiéndose hacia el Fénix que permanecía esperándole.
Kefyra Qay se estaba poniendo muy nerviosa. Los veinticinco jefes Guardianes que dirigían la defensa de todo Namor, estaban también empezando a inquietarse después de largas horas de espera en la Torre del Rompeolas, en Nueva Atlántida. De hecho, algunos llevaban ya todo el día en las estancias del consejo. La gran mesa de conferencias estaba atestada de listados, comunicadores personales y vasos de agua vacíos. Ya se habían servido dos comidas y luego se habían eliminado sus restos. El jefe Alis estaba hablando con voz apremiante y altiva al jefe Lysan, delgado y de expresión austera, junto a la gran ventana curva que dominaba el extremo más alejado de la estancia. Ambos comenzaron a mirar de vez en cuando a Kefyra Qay en forma bastante significativa. A su espalda el sol empezaba a ocultarse y la gran ensenada se teñía de escarlata. La escena era tan bella que resultaba difícil prestar atención a los puntitos brillantes, cada uno de los cuales correspondía a una de las naves de los Guardianes, que patrullaban incesantemente.
Ya casi era de noche, los miembros del consejo se removían con gruñidos de impaciencia en sus grandes sillones acolchados y Haviland Tuf no había hecho aún acto de presencia.
—¿Cuándo dijo que estaría aquí? —le preguntó por quinta vez el jefe Khem.
—No fue demasiado preciso al respecto, jefe de Guardianes —le replicó con cierta inquietud, también por quinta vez, Kefyra Qay.
Khem frunció el ceño y tosió levemente.
De pronto uno de los comunicadores empezó a zumbar y el jefe Lysan lo cogió sin perder ni un segundo.
—¿Sí? —dijo—. Entiendo. Muy bien. Escóltenle hasta aquí —dejó nuevamente el comunicador sobre la mesa y golpeó levemente el borde con la mano, pidiendo silencio. Los demás miembros del consejo ocuparon sus asientos, interrumpieron sus conversaciones y se irguieron para prestar atención. En la gran estancia reinó el silencio más completo—. Era la patrulla. La nave de Tuf ha sido divisada. Me alegra poder informarles de que ya viene —y, mirando a Kefyra Qay, añadió—: Por fin.
La Guardiana se sintió todavía más nerviosa. Ya resultaba bastante malo que Tuf les hubiera hecho esperar, pero empezaba a temer horrores al instante de su entrada en la sala con Dax asomando de su bolsillo. Qay no había logrado encontrar palabras con las que informar a sus superiores de que Tuf se proponía salvar Namor con un gatito negro. Se removió en su asiento, acariciándose con nerviosismo las prominentes aristas de su nariz. Tenía la impresión de que iba a pasar un mal rato.
La cosa fue mucho peor de lo que se había imaginado. Todos los jefes de Guardianes esperaban, rígidos y silenciosos, con la mirada fija en las puertas. Estas se abrieron y Haviland Tuf cruzó el umbral, escoltado por cuatro guardias armados que vestían monos dorados. Tenía un aspecto lamentable. Al caminar sus botas emitían húmedos ruidos de succión y su gabán estaba cubierto de barro. Tal y como había pensado, Dax asomaba de su bolsillo izquierdo con las patas fuera y sus grandes ojos examinando cuanto le rodeaba. Pero los jefes de Guardianes no estaban mirando al gatito. Bajo el otro brazo, Haviland Tuf llevaba una roca fangosa que tendría el tamaño aproximado de una cabeza humana. La roca estaba cubierta por una gruesa capa de barro marrón verdoso y un reguero de agua fluía de ella para caer sobre la lujosa alfombra.
Sin decir palabra Tuf se encaminó directamente hacia la mesa de conferencias y dejó la roca en su centro. En ese momento Kefira Qay distinguió los tentáculos, pálidos y delgados como hilos, y se dio cuenta de que no era una roza, después de todo.
—¡Una concha de fango! —dijo en voz alta, sorprendida. No resultaba extraño que hubiera sido incapaz de reconocerla al principio. Había visto muchas con anterioridad; pero no hasta después de ser lavadas y hervidas y de que les hubieran quitado los anillos. Normalmente se las servía con un martillo y un cincel para abrir el caparazón, que tenía una consistencia parecida a la del hueso, acompañándolas con mantequilla derretida y especias.
Los jefes Guardianes contemplaron el objeto con asombro durante unos instantes y luego empezaron a hablar todos a la vez, con lo que la cámara del consejo se convirtió en una ininteligible confusión de voces superpuestas.
—...es una concha de fango, no comprendo...
—¿Qué significa todo esto?
—Nos hace esperar todo el día y luego se presenta ante nosotros cubierto de barro y porquería. La dignidad del consejo está...
—...oh, debe hacer unos dos años que no he comido... es imposible que ése sea el hombre que va a salvarnos...
—...está loco, no hace falta más que... tiene algo en el bolsillo, ¿qué es? ¡Mirad! ¡Dios mío, se ha movido! Os digo que está vivo, vi cómo...
—¡Silencio! —La voz de Lysan atravesó el tumulto como un cuchillo. La estancia fue acallándose a medida que los jefes de Guardianes se volvían hacia él, uno a uno—. Nos hemos reunido atendiendo a su petición —le dijo Lysan con cierto sarcasmo a Tuf—. Esperábamos que nos traería una respuesta y en vez de eso, aparentemente, nos ha traído la cena.
Alguien se rió al otro extremo de la mesa. Haviland Tuf contempló con el ceño fruncido sus manos embarradas y luego se las limpió con gestos lentos y delicados en su gabán. Sacó a Dax de su bolsillo y depositó el aletargado cachorro negro sobre la mesa. Dax bostezó, se estiró minuciosamente y luego fue hacia el jefe de Guardianes más próximo, el cual le contempló con ojos horrorizados y se apresuró a retirar lo más posible su asiento de la mesa. Tuf, mientras tanto, se había quitado su enorme gabán, que chorreaba de agua y fango y, tras buscar un sitio donde guardarlo, acabó colgándolo del rifle láser de uno de sus guardianes. Sólo entonces se volvió hacia la mesa de conferencias.
—Estimados jefes de Guardianes —dijo—, lo que contemplan ante ustedes no es precisamente la cena y en esa misma actitud es donde se encuentra la raíz de todos sus problemas. Es el embajador de la raza que comparte Namor con ustedes y su nombre, lamentablemente, está mucho más allá de mis miserables capacidades. Su gente se enfadaría muchísimo si se lo comieran.
Finalmente alguien le trajo un mazo a Lysan y éste lo empleó durante el tiempo necesario y con tal contundencia que logró atraer la atención de todos y el tumulto fue acallándose lentamente. Haviland Tuf había permanecido impasible durante el griterío, con los brazos cruzados sobre el pecho y el rostro totalmente carente de expresión. Sólo una vez restaurado el silencio abrió nuevamente la boca.
—Quizá deba explicarme —dijo.
—Está loco —exclamó el jefe Harvan, mirando alternativamente a Tuf y a la concha de barro—, está loco de remate.
Haviland Tuf cogió a Dax de la mesa, se lo puso encima del brazo y empezó a pasarle la mano por el lomo.
—Incluso en nuestro momento de triunfo debemos vernos insultados y sometidos al escarnio —le dijo al gatito.
—Tuf —dijo Lysan desde la cabecera de la mesa—, lo que sugiere es imposible. Hemos explorado Namor con bastante detalle en el siglo que llevamos aquí y estamos seguros de que no hay en él razas inteligentes. No hay ciudades, no hay caminos, no hay señales de ninguna civilización ni tecnología anterior a la nuestra, no hay ruinas ni artefactos. No hay nada, ni encima del mar ni debajo de él.
—Lo que es más —dijo una mujer entrada en carnes y de cara rojiza—, es imposible que las conchas de fango sean inteligentes. Concedo que poseen cerebros del tamaño de un ser humano, pero eso es todo lo que tienen. Carecen de ojos, orejas y narices, no tienen prácticamente ningún equipo sensorial salvo el necesario para el tacto. Lo único que poseen como órganos para la manipulación son esos anillos y son tan débiles que, apenas si bastarían para levantar un guijarro. De hecho, sólo sirven para anclar sus cuerpos en el lecho marino. Son hermafroditas y francamente poco evolucionadas, siendo capaces de movimiento sólo durante su primer mes de vida, antes de que su caparazón se endurezca y adquiera el peso de la etapa adulta. Una vez que se enraízan en el fondo y se cubren de barro no vuelven a moverse nunca más. Se quedan en el mismo sitio durante cientos de años.
—Durante millares —dijo Haviland Tuf—, pues son criaturas de una longevidad más que notable. Todo lo que ha dicho es indudablemente correcto, pero las conclusiones que saca de tales hechos son erróneas. Han dejado que les cegara la belicosidad y el temor. Si hubieran intentado no dejarse arrastrar por su situación personal y se hubieran tomado el tiempo necesario para pensar lo suficiente, tal y como hice yo, no tengo ni la menor duda de que incluso para sus mentes militares habría resultado obvio que no se hallaban ante una catástrofe natural. Sólo las maquinaciones de alguna inteligencia hostil podían explicar de un modo satisfactorio el trágico curso de los acontecimientos en Namor.
—No pretenderá hacernos creer que... —empezó a decir alguien.
—Caballeros —le interrumpió Haviland Tuf—, tengo la esperanza de que me escuchen y si dejan de hablar a la vez se lo explicaré todo. Entonces podrán escoger entre creerme o no, según sea su capricho. En tal caso, tomaré lo que se me debe y partiré —Tuf miró a Dax—. Idiotas, Dax. Estamos rodeados de idiotas vayamos, adonde vayamos —luego se giró hacia los jefes de Guardianes y prosiguió—. Tal y como ya he dicho, estaba claro que alguna inteligencia se encontraba detrás de todo esto y la dificultad era encontrar de qué inteligencia se trataba. Estuve examinando el trabajo de sus biólogos, tanto vivos como ya fallecidos; leí todo lo que pude hallar sobre su flora y fauna y recreé a bordo del Arca bastantes formas de vida nativa. No me pareció que entre ellas se encontrara ningún candidato a dicho papel, ya que las señales típicas de la vida inteligente incluyen un cerebro más bien grande, sofisticados sensores biológicos, movilidad y algún tipo de órgano manipulador, tal como el pulgar oponible. En ningún lugar de Namor me resultaba posible hallar una criatura de tales características y, pese a ello, mi hipótesis era correcta. Por lo tanto, y dada la carencia de candidatos probables, tuve que concentrarme en los improbables.
»Con tal fin estudié la historia de los problemas actuales y de inmediato hice varios descubrimientos interesantes. Creían que sus monstruos marinos habían emergido de las simas tenebrosas del mar pero, ¿cuál fue el lugar de sus primeras apariciones? En las zonas cercanas a la costa y de poca profundidad, aquellas en las que se practicaba extensamente la pesca y la agricultura marítima. ¿Qué había en común en tales zonas? Ciertamente, y ello debe admitirse, una abundancia desacostumbrada de vida, pero no la misma vida. Los peces que pueblan las aguas de Nueva Atlántida no frecuentan las de Mano Rota. Pero logré encontrar dos excepciones interesantes, dos especies que podían hallarse virtualmente por doquier. Las conchas de fango, yaciendo inmóviles en sus lechos marinos durante el lento paso de los siglos y, en un principio, esos lejanos antepasados de los acorazados actuales. La vieja raza nativa de Namor tiene otro nombre para ellos: les llaman guardianes.
»Una vez hube llegado a tal punto, sólo era cuestión de trabajar en ciertos detalles y confirmar mis sospechas. Podría haber llegado a estas mismas conclusiones mucho antes, de no haber sido por las groseras interrupciones de la oficial de enlace Kefira Qay, quien no dejaba de perturbar mi concentración en el estudio y que acabó obligándome a perder el tiempo, mediante modos refinadamente crueles, en la creación de los kraken grises, las navajas y multitud de criaturas semejantes. En el futuro tendré gran cuidado de rehuir dicho tipo de relaciones en mi trabajo.
»Sin embargo, el experimento no careció por completo de utilidad, pues confirmó mi teoría sobre cuál era la verdadera situación de Namor y ello me espoleó a seguir adelante. Los estudios geográficos me mostraron que la mayor concentración de monstruos se daba en las zonas donde había conchas de fango y los combates más encarnizados se habían dado en tales lugares. Estaba claro que esas criaturas, que tan deliciosamente comestibles le parecen a su gente, eran sus misteriosos enemigos. Más, ¿cómo era posible? Esas criaturas tenían grandes cerebros, cierto, pero les faltaban todos los demás rasgos que asociamos a la inteligencia tal y como la conocemos. ¡Y ése era el centro del enigma! Estaba claro que su inteligencia no era como la que nos es conocida y familiar, pues, ¿qué clase de ser inteligente podría vivir bajo el mar, inmóvil, ciego, sordo y desprovisto de cualquier clase de estimulación sensorial? Estuve meditando en ello y, caballeros, la respuesta es obvia. Una inteligencia como ésa debía poseer medios de contacto con el mundo, que nosotros no tenemos y debía poseer igualmente sus propias formas de sentir y comunicar. Una inteligencia de tal tipo debía ser telepática, ciertamente. Cuanto más lo pensaba más obvio me parecía.
»Por lo tanto, ya sólo quedaba poner a prueba mis conclusiones. Con dicho fin engendré a Dax. Caballeros, todos los felinos poseen ciertas trazas de habilidades psiónicas. Hace muchos siglos, en los días de la Gran Guerra, los soldados del Imperio Federal combatieron a enemigos dotados de terribles poderes psi: las Mentes Hranganas y los sobrealmas githyanki. Para luchar contra enemigos tan formidables, los ingenieros genéticos tuvieron que acudir a los felinos, aumentando y aguzando enormemente sus habilidades psiónicas y haciéndoles capaces de comunicar extrasensorialmente con los seres humanos. Dax pertenece a ese tipo tan especial de felinos.»
—¿Quiere decir que esa cosa nos está leyendo la mente? —le preguntó secamente Lysan.
—Sí, al menos si hay algo que valga la pena leer en ella —dijo Haviland Tuf—. Pero lo más importante de todo es que, mediante Dax, pude establecer contacto con esa vieja raza, a la que ustedes han bautizado ignominiosamente como conchas de fango. Una raza totalmente telepática.