Lugares donde se calma el dolor (2 page)

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Authors: Cesar Antonio Molina

Tags: #Relato, Viajes

BOOK: Lugares donde se calma el dolor
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Pietro Fabris –
La entrada a la Gruta de Posillipo

En el
Satiricón
de Petronio se dice que este lugar estaba a las afueras de la ciudad —es ahora bastante céntrico— y dedicado a ritos orgiásticos. Pude ver en el museo local un bajorrelieve que conmemoraba al dios Mitra, encontrado allí mismo por unos arqueólogos. Los ritos en honor de Príapo se oficiaban en favor de la fecundidad. Sea como fuere, a la gruta se la consideró siempre como un lugar mágico y misterioso. Incluso una tradición medieval muy extendida le otorgó al poeta latino poderes mágicos. El cristianismo reconvirtió la tradición pagana en religiosa. Aún hay dos nichos con frescos del siglo XIV. En el
Itinerarium Syriacum
, Petrarca describe una ermita denominada Santa Maria de la Hidria (siglo VIII). Su culto servía para proteger a los caminantes. El virrey español Pedro de Toledo, a mediados del siglo XVI, y el rey Carlos III de Borbón, cuidaron y pavimentaron la calzada. La cueva me recuerda a las latomías siracusanas. Alta y estrecha por el techo y ancha en su base. Reinicio la marcha de nuevo hacia arriba, ascendiendo todavía más por la ladera en ese zigzag. Hay otro cuadro, éste más contemporáneo que el anterior, debido al pintor Anton Sminck. Se titula
La tumba de Virgilio (1825)
. En él se ven unas amplias escaleras de piedra que conducían a la misma. Ahora esas escaleras no existen. Otras más estrechas y peligrosas llevan en pendiente al cilíndrico sepulcro augusteo. Aquí la vista de la estación del tren y de la bahía napolitana, con el Castel dell'Ovo al fondo, adquiere toda su intensidad. Más arriba, colgadas de la ladera donde estuvieron las quintas romanas, hay unas nuevas villas levantadas en el siglo XIX. Al sepulcro se entra por una estrecha puerta. Se bajan unos escalones y ya se está en la estancia cuadrada. En las paredes cuento hasta diez nichos destinados a urnas funerarias. Hay dos inscripciones. Una de Petrarca invita al caminante a pararse junto a la tumba. La otra fue colocada en el siglo XVI y recoge unos versos del propio Virgilio:
«Mantua me genuit, Calabri rapuere, tenet nunc /Parthenope; cecini pascua rura duces»
. Durante otras épocas, se pensó que los huesos del poeta estaban enterrados en el Castel dell'Ovo. El
ovo
también se refiere a un huevo mágico que Virgilio guardó en una jaula de hierro colgada en la bóveda de una habitación secreta. Conrado de Querfourt, en el siglo XII, escribió que si los huesos del autor de la
Eneida
se expusieran al aire, el cielo se oscurecería, el mar herviría y al punto se alzaría el fragor de la tempestad. Me muevo por este columbario anónimo y miro a través de los estrechos ventanucos. En el centro mismo de la estancia hay una especie de búcaro de hierro donde están depositadas ramas marchitas de laurel. En estos diez nichos, en torno a la ignota tumba del poeta, ¿qué otros nombres pondría yo para compartir su gloria? «En la nocturna tumba, tú que me consolaste, / la flor que prefería mi pecho desolado, / y la parra en que el Pámpano con la Rosa se une.» Pocos poetas contemporáneos como Nerval se refirieron tanto a este lugar y de manera tan insistente. Los versos anteriormente citados pertenecen al segundo cuarteto del soneto «El desdichado». Nerval se sintió fascinado por el sincretismo mítico del paganismo greco-romano con las ideas cristianas; y con el culto a Isis: la mujer madre y amante a la vez. Nerval recreó igualmente los ritos de Orfeo. El Posillipo era un templo donde se rendían tributo a todas las fuerzas de la naturaleza. El lenguaje poético de Nerval era semejante a los mitos y al verbo sagrado. «Rompió un duque normando tus deidades de barro, / y desde entonces, bajo del laurel de Virgilio, / siempre la Hortensia pálida se une al Mirto Verde.» Escribe en los últimos versos de «Myrtho». Asomando a la tumba había un gran laurel hoy desaparecido. Las piedras del túmulo están descarnadas y quién sabe si en algún momento se vinieron abajo. En otros versos del mismo poema dice Nerval: «Me acuerdo de ti, Myrtho, hechicera adivina, / del Posillipo altivo, brillante de mil fuegos, / de tu frente inundada de las luces de Oriente, / del oro de tus trenzas mezclado de uvas negras…». Y hay aún más versos que toman como referente este lugar, por ejemplo, en «Délfica», «… ¿Reconoces el templo de peristilo inmenso, / los amargos limones con marcas de tus dientes, / y la gruta, fatal al incauto en que duerme / del dragón derrotado una antigua simiente…?». Nerval parece estarme hablando a mí, caminante perdido tanto en Eleusis como en Delfos, o ahora aquí, en esta otra gruta tan cercana a la de la sibila de Cumas. «Y ya bajo la palma, donde yace Virgilio, / siempre la hortensia pálida se une al laurel verde», añade en los versos finales de «AJ y Colonna». Flores, vides, rosas, laureles, hortensias, mirtos, limones, uvas negras y hasta la palma del martirio y la santidad, son también ahora cómplices de este jardín solitario.

Mientras emprendo el camino de descenso vuelvo a oír los pitidos de los trenes y veo a las gentes entrar y salir tumultuosamente de los vagones. Un avión busca la línea de aterrizaje en la pista del aeropuerto y los barcos entran en la bahía o reemprenden su singladura hacia destinos desconocidos. Me siento a gusto aquí mientras todo pasa camino de algún destino, cuando yo el destino ya lo encontré aquí, incluso en otro tiempo, en otros tiempos. «Echo de menos no ser lo que fui»
(Plango me no esse quodfuerim)
, le escribió san Jerónimo a san Eustaquio. ¿Y qué fui? ¿Hombre, animal o planta? Algo fui en este lugar al que regreso. La lluvia que arrecia, me retorna a la realidad y cuando alzo la vista me encuentro colgados estos otros versos de Leopardi:
«A Napolipresso, ove la tomba /pon di Virgilio un'amorosa fede / vedeste il varco che dal tuon rimbomba /spesso che dal Vesuvio intorno fiede. / Cola dove al entrar subito piomba / notte in sul capo al passegier che vede / quasi un punto lontan d'un lume incerto / l'altra bocca onde poi riede all'aperto»
. Leopardi escribió sobre esta tumba sin imaginar que sería también la suya. Así nos pasa a todos. Creemos que visitamos las tumbas de los demás cuando, en realidad, lo que hacemos es revisitarnos. ¡Quién pudiera yacer aquí! Junto a los maestros, a los pies del Posillipo, el lugar que calma el dolor de todos nuestros males o de nuestro único mal, que es el vivir. Un filósofo musulmán, al-Hallay, escribió: «Si te dura el dolor, haz de él un amigo». Y otro, Rumi Matnawi, dijo: «Cuando sobreviene el dolor, escala hacia él con deseo».

Sigue lloviendo. En Nápoles, como en Roma, llueve mucho en invierno, aunque los napolitanos se niegan a reconocer que su sol resplandeciente quede oculto por las inclemencias atmosféricas. Llegué al Parque Virgiliano a media mañana y ya está avanzada la tarde. «Ni buenos días ni buenas noches», vuelve a recordarme el poeta suicida parisino, «la mañana pasó, la noche aún no aparece; / el brillo en nuestros ojos, empero, ha disminuido; / más la aurora bermeja al alba se parece; / y la noche, más tarde, nos concede el olvido». ¿Para calmar el dolor hay que recurrir al olvido? ¿Es éste el único bálsamo? El sol se empezaba a poner sobre el jardín. En el «Tramonto Bella luna», Leopardi nos habla de una gran pausa cósmica, cuando habiéndose retirado la luna, todavía no ha resurgido el sol, «es un momento de suspensión espantosa y después, naturalmente, poéticamente, todo se renueva…», comenta Ungaretti. Oscuro, sin luz, vacío, es un momento de silencio, apocalíptico, el fin de todo, la nada, cuando el día y la noche parecen desaparecer y todo queda pendiente de esa interrupción en la espera. ¿Cómo será la noche aquí junto a Virgilio, junto a Leopardi, en medio de este paso fronterizo entre el antes y el después? En la noche del campo, del bosque, lejana la luz artificial, la vista se manifiesta imponente y el mundo se percibe solamente a través del oído. ¿Se oirían aquí voces, o sólo silencio de voces?

De nuevo callejeo por Nápoles, camino del Hotel Excelsior en la Via Partenope. Ahora me encuentro ascendiendo por la Via Posillipo. En el número 319 una verja deja ver una especie de templo neoclásico, un pequeño panteón comido por palmeras. En su frontispicio aún se puede leer: “Mater Dolorosa”. Luego doy con el destartalado Palazzo Donn'anna, echado sobre el mar donde vivió de joven el gran escritor napolitano La Capria. Cansado por la ascensión, entro en la heladería Bilancione y pido un helado de vainilla. Sabe delicioso y finalizado éste, me atrevo a pedir otro de avellana, que salgo a disfrutar a un pequeño mirador a cuyas espaldas se alza un gran edificio sobre el que está pintado un gran rótulo que pone: “Ospedale Pausilipon”. En Ostia, en la Casa de los Siete Sabios, leí este grafito:
«Bene caca et declina medicos»
, «caga bien y evita los médicos». En el año 14, un 19 de agosto, en Nola, muy cerca de Nápoles, a las tres de la tarde, Augusto murió durante una diarrea. Acabo el día contemplando en una casa anticuaria las ilustraciones que Pietro Fabris hizo para los textos de William Hamilton. Como son demasiado caras me conformo con un grabado antiguo en el que se ve la tumba de Virgilio bajo la sombra de un espeso mirto. Luego camino hacia el Hotel Excelsior, frente al mar, y al Castel dell'Ovo con la presencia majestuosa del Vesubio. Desde la terraza de mi habitación lo contemplo todo en gran paz, mientras surcan la bahía diminutos barcos de recreo en medio de grandes transatlánticos y cargueros repletos de contenedores.

Hago las maletas y espero al taxi que me conducirá hasta el aeropuerto Leonardo da Vinci de Roma. Contemplo los campos cultivados, las industrias humeantes, y de nuevo pienso en otro poema de Cristina Rossetti,
«Italia, io ti saluto»
. «Volver del dulce Sur a la Tierra sombría / donde nací, crecí y morir espero, / volver a mi labor de cada día, / terminar mi tarea, / así sea…» Volver o siempre quedarse aquí en la nostalgia de aquí haber sido,
«to come back from Me sweet South, to the North»
.

Torre del Greco (Vesubio. Nápoles)

«Había quienes por miedo a la muerte llamaban a la muerte.» Así expresó Plinio el Joven el terror producido por la erupción del Vesubio en el año 79 a. C. Escritor, orador y alto funcionario del emperador Trajano, relató en una de sus cartas la muerte de su tío, Plinio el Viejo, quien imprudentemente había permanecido contemplando aquel fenómeno extraordinario de la naturaleza: «… veíamos el mar retirado y como rechazado por las sacudidas de la Tierra. En cualquier caso, la orilla se había ensanchado y una multitud de animales marinos embarrancaban en la seca arena. Al otro lado se abría una nube negra y aterradora, desgarrada por vapores incandescentes que formaban sinuosidades y zigzagueos, produciendo largos regueros de fuego…». Esta visión aterradora de Plinio el Joven no coincide con la placidez que yo observo ahora al mirar el Vesubio desde la bahía de Nápoles, ni la que siento subiendo hacia él. «El Vesubio está dormido, pero su corazón permanece en vela», nos recuerda Alessandro Malladra. A lo largo de los siglos, incluso antes de esa fecha nefasta del año 79, cuando sepultó a Pompeya y Herculano, el volcán dio pruebas de su actividad a pesar de permanecer por mucho tiempo aletargado. En el siglo I a. C., el historiador griego Diodoro ascendió hasta él. Nacido al pie del Etna, en Sicilia, conocía los volcanes y las rocas volcánicas. Estrabón, años después, siguió el ejemplo de Diodoro, escalando por estas tierras que él calificó de estériles y cubiertas de ceniza, a pesar de que en aquella época el Vesubio estaba cubierto de vegetación y había viñedos hasta la cumbre. Allí se refugió Espartaco en el siglo I a. C. El siguiente siglo después de Cristo fue para el Vesubio un tiempo de silencio. Ni siquiera Plinio el Viejo lo llegó a citar como volcán en su
Historia natural
\1 Se había convertido en el monte Somma. El autor de esta monumental obra vivía en Messina y allí le sorprendió la erupción que describiría con todo detalle Plinio el Joven en cartas enviadas a Tácito. En ellas relató aquella terrible experiencia y la muerte de su tío. Estacio y Dion Casio añadieron, tiempo después, más ciencia y literatura a este suceso. San Genaro, obispo de Benevento y principal santo protector de Nápoles, protegió a la ciudad de los peligros del volcán. Perseguido por el emperador Diocleciano, a comienzos del siglo IV después de Cristo, sobrevivió a la muerte en la hoguera, en Nola. El fuego no quiso consumirlo, de la misma manera que las fieras salvajes lo rechazaron en el circo de Pozzuoli. Pero finalmente lo decapitaron en el cráter de la Solfatara. Sus reliquias están en el Duomo de Nápoles. A mediados del siglo XVII hubo otra mortal y gran erupción en la que perecieron miles de personas bañadas por los
torrens cineris
(los torrentes de cenizas incandescentes). El último gran despertar, al menos hasta nuestros días, se produjo durante el final de la segunda guerra mundial, en el año 1944. «Un gigantesco árbol de fuego ascendía muy arriba, fuera de la boca del volcán: era una inmensa y maravillosa columna de humo y llamas que brotaba en el firmamento hasta tocar los pálidos astros.» Así describe este fenómeno el narrador italiano Curzio Malaparte en la demoledora novela
La piel
(1949).

A Goethe le interesó más la historia natural del Vesubio que la reflexión literaria, a diferencia de Chateaubriand, quien tuvo momentos de éxtasis al ver desde cerca el cráter. El escritor francés encontró «ese silencio absoluto que he observado otras veces a mediodía en las selvas de América», y además vio «humear el abismo». Leopardi habla del «exterminador Vesubio» y en «La retama o la flor del desierto» escribe los siguientes versos: «Estos campos cubiertos / de infecundas cenizas, recubiertos / bajo la pétrea lava / que suena bajo los pasos del peregrino». Más adelante, pues éste es un larguísimo poema, añade: «Torna la luz celeste, / tras el antiguo olvido, a la extinguida / Pompeya, cual sepulcro […] / Y en el horror de la secreta noche / por los vacíos teatros, / por los informes templos, por las casas / destruidas, por donde los murciélagos / esconden a sus crías como antorchas siniestras / que girasen turbulentas en torno a los palacios, / corre el fulgor de la funérea lava…»

Desde el cruce de Torre del Greco hasta el Observatorio Vesubiano aún se puede hacer el camino en coche, rodando por una empinada, estrecha y curvilínea carretera. Y ya desde el observatorio, como en toda peregrinación, el camino debe hacerse a pie, igual que en los versos de Leopardi, bajo la pétrea lava
«che sotto i passi al peregrin risona»
. Desde aquí hasta la boca se construyó, en el año 187o, un funicular (el que inspiró la canción «Funiculi Funiculá») destruido varias veces por la lava y suprimido definitivamente tras la erupción del año 1944. Durante la ascensión nos iremos encontrando vestigios de esta ruina de la ingeniería moderna. En la explanada del observatorio está el aparcamiento de coches, un bar de montaña y la primera aduana libre para alcanzar el tramo inicial. Desde un rústico mirador se ve la bahía de Nápoles y el mar inmenso, también la ciudad creciendo desmesuradamente en perjuicio de tan extraordinaria naturaleza. Y campos y campos marrones de ceniza. Tomás Rodaja, el protagonista de
El licenciado Vidriera
, de Cervantes, aseguraba que Nápoles era a su parecer y al de todos cuantos la han visto, «la mejor ciudad de Europa, y aun de todo el mundo». Quizá por encontrarnos en pleno invierno la flora está recluida, pues no encuentro ninguna de esas seiscientas diez especies con que, dicen, cuenta el Vesubio, algunas de ellas endémicas. ¿Dónde está la gayomba, la retama del Etna (el volcán vecino de Sicilia), la valeriana roja o la
pteris vittata
? En la primavera la gayomba coloreará de amarillo varias hectáreas de laderas volcánicas igual que la retama del Etna. La valeriana roja ensangrentará por esas mismas fechas los sustratos pobres de las corrientes de lava y la
pteris vittata
, con sus hermosas hojas lanceoladas de helecho, verdecerá las rocas sombreadas. Los acantilados calcáreos, desde aquí, caen menos verticalmente en el mar que en Capri o a lo largo de las costas de Sorrento y de Amalfi. Hasta estos campos desolados sólo aciertan a equivocar su rumbo algunas bandadas de gaviotas argénteas, confundidas con las escasas blancas nubes.

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