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Authors: Cesar Antonio Molina

Tags: #Relato, Viajes

Lugares donde se calma el dolor (3 page)

BOOK: Lugares donde se calma el dolor
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Para sobrellevar la caminata, más de un kilómetro hasta la misma boca del volcán y casi otro tanto si se la rodea, un hombre de pie junto a una gran fogata me ofrece un cayado. Es una vara extremadamente delgada, elástica y pelada. El roce con tantas manos ha pulido sus abruptos cortes de machete. Le agradezco ese gesto y le pregunto si es de pino, álamo, ciprés, olmo, castaño o haya, todos árboles de estos contornos, para saber qué beneficio me traerá su compañía. El hombre, que apenas habla italiano, no entiende muy bien mi pregunta y, encogiéndose de hombros, solventa así la respuesta. Mientras se inicia la ascensión comienzan a caer copos de nieve y se levanta un viento que me obliga a ponerme los guantes. Entonces me doy cuenta de que el roce con la madera ya no será lo mismo. Mantengo así la protección para la mano siniestra y desnudo de nuevo la diestra. El esfuerzo del camino impide el disfrute del paisaje. Cuando emprendí mis dos anteriores ascensiones era más joven. En la primera, apenas tenía dieciocho años; en la segunda acababa de entrar en la cuarentena. En esta tercera, el medio siglo me contempla. ¿Pero qué son cincuenta años ante los millones de ellos que debe tener este monstruo flamígero? En Pompeya, en la denominada Casa del Centenario, en la Via di Nola, estaba pintado un fresco cuyo motivo es la más antigua representación del volcán. Un Vesubio en sus orígenes remotos, cuando ni tan siquiera se le conocía por este nombre sino por el de monte Somma. El actual, enquistado en ese otro, está separado por el valle del Gigante al norte o el atrio del Caballo, y al este por el valle del Infierno. La pintura muestra esa elevación terminada en una sola cúspide, rodeada de aves y serpientes. Las serpientes marcan el único camino posible para la ascensión, la persistencia de lo inferior en lo superior, de lo anterior en lo ulterior. Las serpientes, por su peligrosidad, representan el aspecto maligno de la naturaleza. ¿Qué serán peor, los ríos de lava o los de veneno? Estas ascensiones no sólo sirven para conocer los lugares que se pretenden, sino también, y sobre todo, para reflexionar sobre uno mismo. Uno mismo que siente muy cercano este lugar, que tiene la sensación de serle propio, de haber participado en él en otras fechas y edades. Empédocles de Agrigento, en el siglo V a. C., filósofo, médico y poeta introductor del concepto de los cuatro elementos —agua, fuego, tierra y aire— como base de la creación de los seres; y que, según parece, se arrojó al interior del Etna para desprenderse de la materia corpórea, en el poema «Metamorfosis» explicó muy bien esta sensación mía: «Pues yo he sido ya, antaño, muchacho y muchacha, / y un arbusto y un pájaro y un pez escamoso en el mar…». Hay lugares como éste que nos llaman. Y vamos sin saber por qué. Acudimos a esa llamada conocedores de que el enigma es tan inescrutable como lo fue en todos nuestros anteriores tiempos y formas.

Dura y cansada ascensión. Late el corazón y los pulmones a veces no son capaces de aspirar el aire tan puro de las alturas. Llegado al promontorio, hay allí una caseta en donde se cobra por continuar el poco trecho restante hasta el inicio de la boca. No sólo hay que hacer el esfuerzo de la ascensión, sino también hay que pagarlo. Pero la vista de Nápoles desde estos precipicios es impagable. A Goethe unos nativos napolitanos le dijeron que no podrían vivir sin esa presencia marina. Stendhal reconoció que, en muy pocos lugares como aquí, había visto cara a cara la historia del mundo. La cima del cráter es una enorme hondonada de más de seiscientos metros de diámetro por doscientos de profundidad. Los alrededores tienen una coloración fantasmal. Arrojan un resplandor casi mágico por los reflejos dorados. Pero en el abismo de la boca sólo hay una espesura de ceniza negra. En mis otras ascensiones el volcán parecía estar más vivo. Tenía más fumarolas, ahora no contemplo esos pantanos de ceniza en ebullición, ni esas nubes de vapores sulfurosos envolviendo las rocas volcánicas con una niebla inquietante, acompañada por el olor acre del azufre. Todo estaba en paz y tranquilo. Y los copos de nieve ayudaban a esa placidez con su blancura en medio de tanta negrura. La boca del Vesubio parecía un gran trecho de tierras movedizas. Cogí una piedra, la arrojé lo más lejos posible hacia el interior de esa depresión y, nada más tocar el ingente hollín, desapareció como si fuese deglutida.

Recorro el camino rodeando la dentadura del dragón y voy viendo cómo aparecen allá, en lo bajo, las ruinas extensas y destechadas de Pompeya y Herculano. Las ruinas de la antigua Roma. Para Montaigne (también viajó a Italia a lomos de su caballería, arrastrando la dolorosa enfermedad de la piedra alojada en sus riñones), esas ruinas eran tan profundas que llegaban «hasta las Antípodas». Dando este rodeo, tanto a la ida como a la vuelta, camino en el vacío. Es difícil mantener el equilibrio soplando este viento helado. A mis pies los Campos Flégreos y el Averno, un lago que ocupa el fondo de otro cráter circular de un kilómetro de diámetro formado hace cuatro mil años. Estas aguas densas y fangosas se llaman así por carecer de aves debido a las emisiones gaseosas procedentes de los terrenos volcánicos. Aquí situó Virgilio, en la
Eneida
, la puerta de los infiernos y a las divinidades de ultratumba. A mis pies Cumas y el antro de la sibila, la sacerdotisa de Apolo, que pronunciaba sus oráculos al final de un largo pasadizo excavado en la toba.
Phlegrein
significaba en griego quemar. Campos quemados por la acción volcánica, lugar enigmático en la
Odisea
y en la
Eneida
. Tierra de fuego.

Emprendo el descenso. Siendo menos cansado que la subida, pone en tensión las rótulas y talones. Me imagino entonces las espléndidas cascadas de fuego corriendo por las laderas, como en los cuadros de Pierre-Jacques Volaire o en las aguadas de Pietro Fabris, ilustradoras de los escritos que sir William Hamilton, embajador de Inglaterra en la corte del rey de Nápoles, mandó a la Royal Society de Londres con motivo de las erupciones vesubianas de finales del siglo XVIII. En su magnífica obra sobre el Vesubio y los campos Flégreos, emplea el registro de las procesiones de san Genaro para fechar las anteriores erupciones del volcán. Lord Hamilton nos cuenta que en la gran erupción del año 1767, las cenizas cayeron sobre la ciudad de Nápoles durante dos días. Las casas e incluso los barcos que estaban en el mar, se cubrieron de escorias. Apenas se podía caminar por las calles. Sacaron las reliquias de san Genaro y el río de lava se detuvo. Alexandre Dumas en
Le Corricolo
se refiere a la estatua de mármol del santo sobre el puente de la Magdalena —donde aún se la puede ver—, con los brazos levantados impidiendo que el río infernal avance. En Portici, frente al volcán, el virrey de Felipe IV, Manuel de Zúñiga y Fonseca, conde de Monterrey, hizo poner una placa con estas advertencias, tras la erupción del año 1631: «… esta montaña tiene el vientre lleno de pez, de enjebe, de fuego, de azufre, de oro, de plata, de salitre y de manantiales de agua. Tarde o temprano arderá, con ayuda del mar, que lo engendra. […] Si tienes sentido común, escucha la voz de esta piedra. No te preocupes por tu casa, no te preocupes por tu equipaje, huye sin mayor tardanza». Ya al final de la caminata vuelvo a encontrarme con el hombre que me entregó el bastón. Le ofrezco una moneda y le pido quedarme con él. Accede y yo parto como si llevara conmigo un gran tesoro, el compañero de uno de los momentos más intensos de mi vida. La naturaleza nunca es más cruel que el propio ser humano. Y si ella vive, nosotros también. Libre de nuestros grilletes, conservando el enigma de nuestros orígenes y destino. Miro de nuevo el golfo de Nápoles. Desde esta altura nada impide la vista.
«E il naufragar m'é dolce in questo mare.»
¿El naufragar en el mar de añil o en el mar de lava? Qué más da, mi querido Leopardi.

 

P.D.: Mercedes y Laura subieron conmigo. Mercedes quiso desistir y yo la animé hasta convencerla. Ella sabe lo mucho que para mí significan estos rituales. Subió sola, como se debe hacer. Lentamente. Llegó hasta la misma boca. Laura inició alegre y contenta la ascensión, hasta que vio el esfuerzo que significaba incluso para sus jóvenes y entrenadas piernas. «Así es la vida», le dije para animarla. Yo iba el último. Las contemplaba y jaleaba con gritos de ánimo. Al fin todos nos juntamos en la garganta. Luego, cada uno emprendió en solitario el descenso. A pesar de las protestas, Laura, ya abajo, mirando la montaña me dijo: «El próximo año volvemos a intentarlo». Gottfried Benn en «Epílogo» escribe estos versos: «Las olas, las llamas, las preguntas, / y las cenizas después».

Porta Marina (Pompeya. Nápoles)

Después de bajar de la boca soñolienta del Vesubio tiritando de frío, nos acercamos hasta Pompeya. La pequeña plaza en donde acaban, en un callejón sin salida, todos los caminos, está, como la primera vez que llegué hasta ella —hace ya más de tres décadas—, llena de
trattorias
y de kioscos donde se venden todo tipo de recuerdos. La primitiva entrada no conduce ahora al corazón de las ruinas, sino a otra más moderna. Allí expiden los billetes y distribuyen a los cientos de invasores que fluyen sin cesar. ¿Resistirán las piedras de las calzadas esta otra lava? Afortunadamente estamos en un día de diario, en pleno invierno, y el caudal de gente es más moderado que en las fechas estivales. Entramos por la Porta Marina y continuamos por la recta y larguísima Via dell'Abbondanza, otrora la calle más transitada de la ciudad, flanqueada por numerosas tiendas, talleres y un conjunto termal. Sorteando a grupos de japoneses y guías que despliegan en el aire sus banderas nos quedamos solos, como perdidos, en medio de esta gran urbe. Entonces, Mercedes y yo, le vamos mostrando a Laura los patios, las pinturas, las fuentes y abrevaderos, las personas petrificadas que yacen en urnas de cristal allí mismo donde fueron atrapadas y luego, expuestas a la luz de los flashes. Entramos en las casas y reconstruimos el
atrium
, el
compluvium
, las
cubicula
, el
triclinium
, la cocina, el
tablinum
donde se guardaban los archivos familiares… Mercedes y yo tenemos la misma emoción que la primera vez, pero Laura lo va observando con otros ojos más incisivos. Sus preguntas son más científicas y menos sentimentales. Yo insisto en recordarle el paso del tiempo, ella me pregunta de qué materia están revestidas aquellas figuras. Yo le hablo de los gestos, de cómo la naturaleza los ha dejado convertidos en esculturas. Ella insiste en saber si bajo esa «capa de cera» —como la de varios santos que hemos contemplado metidos en urnas en diferentes capillas de las iglesias romanas— aún conservan el esqueleto. Todavía es muy joven y desconoce lo que es tener nostalgia del tiempo propio y del ajeno. Yo estoy pensando más en el tiempo que me ha transcurrido desde que estuve aquí en otras ocasiones, que en el tiempo histórico en el que estamos detenidos. ¿Cuántas veces retornaré a Pompeya? Lo que le señalo a Laura es lo que ella debe ver cuando regrese, ya sola, para acordarse de que en aquel lugar estuvieron también sus padres, y que algo etéreo queda de ellos en ese ambiente.

Pinos y cipreses han crecido. Algunos los vi recién plantados. Las chatas columnas del foro, todas en hilera, siguen contemplando los bancos de piedra donde se sentaban los coloquiantes. Ahora están convertidos en piedra pómez. El pequeño Coliseo de Pompeya no debió envidiar en griterío al de Roma. Pero yo no echo en falta aquella cascada de voces horribles, sino otras más amables y susurrantes. Todas mis anteriores visitas fueron en verano. Entonces, en medio de esta naturaleza que avanza entre las ruinas, oí a grillos y cigarras cantando bajo el gran sol. El frío los ha callado. También están en letargo mariposas y abejas. En una calle donde las medianeras de las casas no llegan a superar mi altura, allí donde hubo habitaciones llenas de vida, ahora veo crecer un pequeño campo de viñas muy bien cuidadas. En el primer «Idilio» de Teócrito viene la descripción de un niño encargado de un viñedo. Protegía las uvas de los zorros y ocupaba el tiempo muerto entretejiendo una hermosa jaula para cigarras con tallos de asfódelos que ajusta con carrizo. No hay zorros por aquí, aunque si yo viese esas uvas brotadas y henchidas de líquido, no hubiera dejado de arrancar algún racimo. En Grecia y Roma las cigarras eran animales de compañía. Una poeta griega de Sicilia, llamada Anite, a quien Meleagro une a las poetas Safo y Mero, escribió un epitafio para un saltamontes y una cigarra de su propiedad. Decía así: «Miro, la niña, en común sepultó al saltamontes, ruiseñor de los campos, y a la cigarra, huésped de la encina. Y gemía con llanto pueril, porque el duro Hades sus dos juguetes le había arrebatado». Las lágrimas de Miro, ese estupor infantil ante la muerte, quizá sean las gotas que el rocío posó sobre estos sarmientos. Otro poeta no sólo acusa a Hades de llevarse ambos insectos, sino que reparte las culpas entre el dios que raptó al «canoro masculino» y Proserpina, que se hizo cargo del otro.

Miro a Laura, también llamada Livia, y muy bien pudiera tener el mismo rostro que aquella otra niña de hace, nada menos, dos mil setecientos años. El gran Lafcadio Hearn nos recuerda que, mientras las muchachas lloraban por sus vivas mascotas, los niños griegos y, sobre todo, los más fuertes y rudos romanos, se dedicaban a capturarlas, igual que «los niños en Tokio atrapan hoy
semis»
. Otros poemas denuncian semejantes prácticas: «Ya no me deleitaré cantando el canto que nace del rápido agitar de mis alas; pues he caído en las bárbaras manos de un niño. Inesperadamente me atrapó, mientras reposaba bajo las verdes hojas». En la antigua Grecia la cigarra era uno de los atributos de la Sabiduría. Las niñas, como Laura Livia, llevaban para sujetarse el pelo pinzas de oro con la forma de cigarras. Esta costumbre también se traspasó a Roma. «A nadie haces daño», dicen otros versos. Además las califican de heraldo del canto y de la melodía, semejantes a la lira, es decir, a la propia poesía. Así se expresa Meleagro comparando la cigarra con el dios Pan. «Cigarra locuaz, que cultivas la rústica Musa; / embriagada de líquidas gotas de rocío, / y que tañes, posada en la punta de un tallo, la lira / con tus patas dentadas y tu tostado cuerpo, / canta, amiga, algo nuevo que guste a las ninfas silvestres, / a los sones de Pan tus notas acompañen, / y yo de Eros me salve y el sueño me rinda a la sombra / del plátano umbroso tendido al mediodía.» Meleagro también presta su atención a una falena o mariposa como símbolo del amor y a un saltamontes: «Musa campestre y sonora / que mi pasión consuelas, que acompañas mi sueño, / humilde rival de la lira, nostálgico un aire / táñeme, frotando tus locuaces alas / con tus patas, y calme mi angustia, que insomne me tiene, / ese tu hilo melódico que hace olvidar a Eros. / Si me ayudas, mañana temprano he de hacerte un regalo / de verde cebolleta con gotas de rocío». Evenio, otro poeta griego de quien apenas se conoce su biografía, se queja de que un ruiseñor cace cigarras para dar de comer a sus polluelos. Un cantor no debía matar el canto del resto de la naturaleza. Evenio llama al ruiseñor «doncella ática», pues en la mitología griega se lo identificaba con la desgraciada hija de un antiguo rey de Ática, cuyo nombre era Filomela. Los dioses, para evitarle más sufrimientos, la transformaron en ave.

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