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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun (43 page)

BOOK: Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun
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En nichos junto a la entrada había un par de esfinges talladas en bloques de diorita negra: las Tronen, o fetiches de la casa. Una vez por semana, Aillas lavaba las Tronen con agua caliente mezclada con savia de vencetósigo.

Una mañana Aillas lavó a las Tronen y las secó con un paño suave. Por el pasillo, vio que se acercaba Tatzel, esbelta como una vara en un vestido verde oscuro. El pelo negro saltaba junto a la cara pálida e intensa. Pasó de largo sin prestarle atención, dejando un vago aroma floral que evocaba las hierbas húmedas de Noruega en primavera.

Poco después regresó. Al pasar junto a Aillas se detuvo, volvió atrás, y se paró a estudiarlo.

Aillas alzó los ojos, frunció el ceño y continuó con su tarea.

Tatzel satisfizo su curiosidad y se dispuso a seguir su camino, pero antes habló con límpida voz.

—Por tu pelo castaño te tomaría por celta. Aun así, pareces menos tosco —Aillas la miró de nuevo.

—Soy troicino —dijo. Tatzel se detuvo.

—Troicino, celta, lo que sea: abandona esa fiereza. A los esclavos intratables se les castra.

Aillas interrumpió su tarea, demudado de furia. Se levantó despacio, inhaló profundamente y logró hablar con voz controlada.

—No soy un esclavo. Soy un noble de Troicinet capturado por una tribu de bandidos.

Tatzel, sorprendida, abrió la boca y se dispuso a marchar, pero se detuvo.

—El mundo nos ha enseñado la furia; de lo contrario, aún estaríamos en Noruega. Si tú fueras ska, también tomarías a todos los demás por enemigos o esclavos; no hay nadie más. Así debe ser, de modo que debes someterte.

—Mírame —dijo Aillas—. ¿Me tomas por alguien que se sometería?

—Ya estás sometido.

—Me someto ahora para luego traer un ejército troicino que derribará este castillo piedra por piedra, y entonces pensarás con una lógica diferente.

Tatzel rió, echó la cabeza hacia atrás y siguió su camino.

En una cámara de almacenamiento Aillas se encontró con Yane.

—El castillo Sank se está volviendo opresivo. Prefiero que me castren antes que cambiar mis modales.

—Alvicx ya está seleccionando un cuchillo.

—En ese caso, es el momento de huir.

Yane miró por encima del hombro; estaban a solas.

—Cualquier momento es bueno, salvo por los perros.

—Se puede engañar a los perros. El problema es cómo evadir a Cyprian el tiempo suficiente como para llegar al río.

—El río no engañará a los perros.

—Si puedo escapar del castillo, puedo escapar de los perros —Yane se acarició la barbilla.

—Déjame pensarlo.

Más tarde, mientras cenaban, Yane dijo:

—Hay un modo de salir del castillo. Pero debemos llevar a otro hombre con nosotros.

—¿Quién es?

—Se llama Cargus. Trabaja como ayudante en la cocina.

—¿Se puede confiar en él?

—Tanto como en ti o en mí. ¿Qué dices de los perros?

—Necesitaremos estar media hora en la carpintería.

—La carpintería está desierta al mediodía. Aquí viene Cyprian. Las narices en la sopa.

Cargus era apenas más alto que Yane, pero mientras éste era puro tendón y hueso, aquél era una montaña de músculos. Su cuello era más grueso que sus macizos brazos. Llevaba el pelo negro cortado al rape; ojillos negros le brillaban bajo espesas cejas. En el patio de la cocina, dijo a Yane y Aillas:

—He cogido un cuarto de medida del hongo conocido como tósigo de lobos. Envenena, pero rara vez mata. Esta noche lo pondremos en la sopa y condimentará los pasteles de la gran mesa. Se revolverán todas las tripas del castillo y se culpará a la carne en mal estado.

—Si también pudieras envenenar a los perros —gruñó Yane—, podríamos alejarnos con facilidad.

—Buena idea, pero no tengo acceso a las perreras.

Durante la cena Yane y Aillas comieron sólo pan con repollo, y miraron con satisfacción cómo Cyprian consumía dos cuencos de sopa.

Por la mañana, tal y como Cargus había predicho, todos los residentes del castillo tenían el estómago revuelto, además de escalofríos, náuseas, fiebre, alucinaciones y vibraciones en los oídos.

Cargus fue a ver a Cyprian, quien tiritaba bajo la mesa del comisario, y vociferó:

—¡Haz algo! ¡Los marmitones se niegan a moverse y los cubos desbordan de basura!

—Vacíalos tú mismo —gruñó Cyprian—. No puedo ocuparme de esas tonterías. ¡El destino me ha alcanzado!

—Soy cocinero, no marmitón. ¡Eh, vosotros dos! —Llamó a Aillas y Yane—. ¡Al menos podéis caminar! Vaciad los cubos y deprisa.

—¡Jamás! —protestó Yane—. Hazlo tú mismo. Cargus se volvió a Cyprian.

—¡Quiero vaciar los cubos! Da órdenes o presentaré una queja que obligará a Imboden a apartarse de su bacinilla.

Cyprian agitó débilmente la mano.

—Id, vosotros dos, y vaciad los cubos de este demonio, aunque tengáis que arrastraros.

Aillas, Yane y Cargus llevaron bolsas de basura al vertedero y cogieron los paquetes que habían dejado allí previamente. Partieron al trote a campo traviesa, resguardándose en matorrales y árboles.

Ochocientos metros al este del castillo atravesaron una loma y allí, sin miedo a que los vieran, avanzaron a buena velocidad hacia el sudeste, dando un amplio rodeo para evitar el molino. Corrieron hasta quedar sin aliento, luego caminaron, luego volvieron a correr, y en una hora llegaron al río Malkish.

En ese punto, el río era ancho y poco profundo, aunque más arriba las aguas caían rugiendo de las montañas por abruptos barrancos, y corriente abajo se precipitaban furiosamente por una serie de angostas gargantas donde muchos skalings fugitivos se habían despedazado contra las rocas. Sin titubear, Aillas, Yane y Cargus se internaron en el río y empezaron a vadearlo, a veces con el agua hasta el pecho y con los paquetes por encima de la cabeza. Al acercarse a la orilla opuesta se detuvieron para inspeccionar la costa.

No encontraron nada adecuado para sus propósitos, y siguieron caminando corriente arriba hasta que llegaron a una pequeña playa cubierta de grava, con una loma baja y herbosa. De sus paquetes sacaron los artículos que Aillas y Yane habían construido en la carpintería: zancos, con almohadillas de paja en las puntas.

Aun en el agua, se encaramaron a los zancos y caminaron hacia la costa, removiendo la grava lo menos posible. Treparon la loma y las puntas con almohadillas no dejaron huellas ni olores que los sabuesos pudieran rastrear.

Los tres caminaron así durante una hora. En un arroyo, se internaron en la corriente y bajaron para descansar. Luego cogieron los zancos una vez más, y temieron que sus perseguidores, al no encontrar un rastro en el río, se desplegaran en anillos concéntricos de radio cada vez mayor.

Avanzaron con los zancos una hora más por un declive gradual, a través de un bosque ralo de pinos achaparrados con claros de delgado suelo rojo. La tierra no servía para la siembra, y los pocos campesinos que en un tiempo juntaban resina para fabricar trementina o criaban cerdos, habían huido de los ska. Los fugitivos recorrían un páramo devastado, lo cual les favorecía.

En otro arroyo bajaron de los zancos y se sentaron a descansar en una roca. Bebieron agua y comieron pan y queso que llevaban en las mochilas. No oyeron ruido de sabuesos, pero habían avanzado un gran trecho y no esperaban oír nada; tal vez nadie había reparado en su ausencia. Los tres se felicitaron por llevar tal vez un día de ventaja a sus posibles perseguidores.

Desecharon los zancos y avanzaron corriente arriba hacia el este, y pronto llegaron a una tierra alta de curioso aspecto, donde antiguas cumbres y peñascos de deteriorada roca negra se elevaban sobre valles antes sembrados pero ahora desiertos. Durante un rato siguieron una vieja carretera que al fin los llevó a las ruinas de un antiguo fuerte.

Pocos kilómetros después, la tierra se volvió nuevamente agreste y se elevó a una región de ondulantes brezales. Disfrutando de la libertad de los altos cielos, los tres enfilaron hacia el brumoso este.

No estaban solos en el brezal. Desde un prado situado a ochocientos metros al sur, bajo cuatro ondulantes banderas negras, cabalgaba una tropa de guerreros ska. Se aproximaron y rodearon a los fugitivos.

El jefe, un barón de cara severa vestido con armadura negra, los miró una sola vez en silencio. Les sujetaron cuerdas a los collares de hierro y los condujeron hacia el norte.

Al caer el día, la tropa se encontró con una caravana que llevaba vituallas. Detrás marchaban cuarenta hombres sujetos del cuello por cuerdas. A esta columna se unieron Aillas, Yane y Cargus, y de mala gana tuvieron que seguir la caravana hacia el norte. Pronto entraron en el reino de Dahaut y llegaron a Poélitetz, esa inmensa fortaleza que custodiaba el estribo central del Teach tac Teach y daba a la Llanura de las Sombras.

24

En la frontera entre Dahaut y Ulflandia del Norte, un declive de trece kilómetros de largo, la cara frontal del Teach tac Teach, daba sobre la Llanura de las Sombras. En un lugar llamado Poélitetz, el río Tamsour, que se despeñaba desde las nieves del Monte Agón, abría una grieta que permitía un acceso relativamente fácil desde Dahaut a los brezales de Ulflandia del Norte. Poélitetz había estado fortificada desde que los hombres habían librado guerras en las islas Elder; quien controlaba Poélitetz dominaba la paz de la Lejana Dahaut. Los ska, al capturar Poélitetz, habían iniciado una enorme obra destinada a proteger la fortaleza tanto en el oeste como en el este, para que fuera totalmente inexpugnable. Habían cerrado el desfiladero con paredes de mampostería de nueve metros de grosor, dejando un pasaje de cuatro metros de ancho y tres de alto, controlado por tres puertas de hierro, una detrás de la otra. La fortaleza y el declive mostraban una sola cara impasible a la Llanura de las Sombras.

Para reconocer mejor la Llanura de las Sombras, los ska habían empezado a construir bajo la llanura un túnel que llegaría hasta una loma cubierta de robles achaparrados, a cuarenta metros de la base del declive. El túnel era un proyecto secreto que se ocultaba a todos salvo a unos pocos ska de alto rango y a quienes cavaban el túnel, skalings de categoría seis: intratables.

Al llegar a Poélitetz, Aillas, Yane y Cargus fueron sometidos a un breve interrogatorio. No los mutilaron como ellos esperaban, sino que los llevaron a unas barracas especiales donde residía un aislado grupo de cuarenta skalings: la cuadrilla del túnel. Trabajaban en turnos de diez horas y media, con períodos de descanso de tres horas y media. En las barracas eran custodiados por un pelotón de selectos soldados ska y no se les permitía establecer contacto con ninguna otra persona de Poélitetz. Todos sabían que eran miembros de una cuadrilla condenada. Al terminar el túnel los matarían a todos.

Ante la perspectiva de una muerte tan cierta, ningún skaling trabajaba deprisa, y a los ska les resultaba más fácil aceptar esa situación que alterarla. Mientras se realizaran progresos razonables, se permitía que el trabajo siguiera su propio ritmo. La rutina de cada día era idéntica. Cada skaling tenía un deber asignado. El túnel, cuatro metros y medio debajo de la superficie de la llanura, avanzaba a través de pizarra y sedimento apisonado. Cuatro hombres cavaban la cara frontal con picas y piquetas. Tres hombres cargaban los detritos en cestos que se descargaban en carretillas y se llevaban por el túnel hasta la entrada. Las carretillas se vaciaban en tolvas que eran elevadas por una cabria, que las vaciaba en una carreta. Un fuelle impulsado por bueyes que movían una cabria soplaba aire en un tubo de cuero que se introducía en el túnel. A medida que avanzaba el túnel, se apuntalaba con vigas de cedro embreadas.

Cada dos o tres días, los ingenieros ska extendían un par de cuerdas que guiaban la dirección del túnel y con un nivel de agua
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medían el desvío horizontal.

Un capataz ska dirigía a los skalings con un par de soldados para imponer la disciplina, si tal control se necesitaba. El capataz y los guardias solían permanecer en la entrada del túnel, donde el aire era fresco. Al ver las cargas de los carromatos, el capataz podía estimar la energía con que trabajaban los skalings. Si el trabajo iba bien, los skalings comían bien, y bebían vino en las comidas. Si remoloneaban, les reducían las raciones.

Dos turnos funcionaban en el túnel: de mediodía a medianoche, y de medianoche a mediodía. Ninguno era preferible al otro, pues los skalings nunca veían la luz del sol y sabían que no la verían nunca más.

Aillas, Cargus y Yane fueron asignados al turno de mediodía-media-noche. De inmediato empezaron a pensar en la fuga. Las perspectivas eran más desalentadoras que las del castillo Sank. Puertas con rejas y guardias suspicaces los confinaban cuando no estaban de servicio, y trabajaban en un lugar cerrado del cual era imposible salir.

Al cabo de sólo dos días de trabajo, Aillas le dijo a Yane y Cargus:

—Podemos escapar. Es posible.

—Eres más perceptivo que yo —dijo Yane.

—Y que yo —dijo Cargus.

—Hay una sola dificultad. Necesitaremos la cooperación de todo el turno. La pregunta es: ¿habrá alguien que esté tan domado como para traicionarnos?

—¿Cuál podría ser el motivo? Todos ven su propio fantasma bailando ante ellos.

—Algunas personas son traicioneras por naturaleza. Les agrada traicionar.

Los tres, de cuclillas junto a la pared de la cámara donde pasaban las horas libres, reflexionaron sobre sus compañeros, uno por uno.

—Si compartimos la perspectiva de la fuga —dijo al fin Cargus—, no puede haber traición.

—Tendremos que dar eso por sentado —dijo Yane—. No tenemos mejor elección.

Catorce hombres trabajan en ese turno, con otros seis cuyas tareas no los obligaban a entrar en el túnel. Catorce hombres se comprometieron en un pacto desesperado y de inmediato iniciaron las operaciones.

El túnel alcanzaba ahora unos ciento ochenta metros hacia el este bajo la llanura. Quedaban otros tantos bajo pizarra, con ocasionales e inexplicables capas de piedra caliza azul, duras como rocas. Excepto por la piedra caliza, el suelo cedía ante la pica; avanzaban de diez a quince metros por día. Un par de carpinteros instalaban vigas a medida que el túnel avanzaba. Dejaron varios postes sueltos, de modo que se pudieran empujar a un lado. En ese tramo varios miembros de la cuadrilla cavaron un túnel lateral que se curvaba hacia la superficie. Echaban la tierra en cestos, la cargaban en carretillas y la transportaban de la misma manera que la tierra del frente del túnel. Dos hombres trabajaban en el túnel lateral, y el resto trajinaba con mayor empeño para que no se notara una falta de progreso. Cerca de la entrada, siempre esperaba alguien con una carretilla cargada, por si el capataz decidía hacer una inspección. En tal caso, el vigía saltaba sobre el tubo de ventilación para advertir a sus compañeros. De ser necesario, estaba dispuesto a volcar la carretilla, aparentando un accidente, para demorar al capataz. Cuando éste pasaba, apoyaba la carretilla sobre el tubo de ventilación. El otro extremo se volvía tan sofocante que el capataz pasaba el menor tiempo posible en el túnel.

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