Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun (38 page)

Read Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun Online

Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

BOOK: Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun
4.31Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Y seguramente insípida —se quejó el otro.

—Uno debe alegrarse por lo que tiene en vez de lamentar lo que no tiene —dijo Aillas.

Los grifos lo miraron con desagrado. El primero emitió un siseo amenazador.

—Uno se sacia tanto de los halagos como de la miel —dijo el otro—, de modo que a menudo uno se enfurece y rompe los huesos de otro.

—Disfrutad vuestra comida en paz, y buen provecho —dijo Aillas, continuando viaje hacia la entrada principal. Allí una mujer alta de edad avanzada, vestida con un manto blanco, vio que Aillas se acercaba. Él se inclinó cortésmente.

—Señora, he venido a deliberar con Murgen sobre un asunto de importancia. ¿Puedes informarle de que Aillas, príncipe de Troicinet, espera su venia?

La mujer, sin decir palabra, hizo un gesto y dio media vuelta. Aillas la siguió a través de un patio, a lo largo de un pasillo y hasta un vestíbulo alfombrado, amueblado con una mesa y dos pesadas sillas. En la pared de atrás varios anaqueles exhibían cientos de libros, y el agradable olor de las cubiertas de cuero impregnaba el cuarto. La mujer señaló una silla.

—Siéntate.

Se fue del cuarto y regresó con una bandeja de pasteles de nuez y un pichel de vino oscuro que dejó delante de Aillas. Nuevamente se marcho.

Murgen entró con una blusa campesina gris. Aillas había esperado un hombre más viejo, o al menos un hombre con más aspecto de sabio. Murgen no tenía barba. El pelo era blanco por tendencia natural más que por la edad; sus ojos azules eran tan brillantes como los de Aillas.

—¿Estás aquí para consultarme? —preguntó Murgen.

—Señor, soy Aillas. Mi padre es el príncipe Ospero de Troicinet; soy príncipe en línea directa hacia el trono. Hace menos de dos años conocí a la princesa Suldrun de Lyonesse. Nos enamoramos y nos casamos. El rey Casmir me encerró en una mazmorra. Cuando al fin escapé, descubrí que Suldrun se había suicidado por desesperación y que las hadas de Thripsey Shee habían cambiado a mi hijo por otro bebé. Fui a Thripsey Shee, pero las hadas no se dejaron ver. Te ruego que me ayudes a rescatar a mi hijo.

Murgen sirvió una pequeña cantidad de vino en dos copas.

—¿Vienes a verme con las manos vacías?

—No llevo nada de valor, salvo unas joyas que pertenecieron a Suldrun. No creo que te interesen. Sólo puedo ofrecerte el espejo Persilian, que robé al rey Casmir. Persilian te responderá a tres preguntas, lo cual es ventajoso si las planteas correctamente. Si haces una cuarta pregunta Persilian queda libre. Te lo ofrezco a condición de que hagas la cuarta pregunta, para liberarlo.

Murgen extendió la mano.

—Dame a Persilian. Acepto tus condiciones. —Aillas entregó el espejo. Murgen movió el dedo y musitó una sílaba. Una caja de porcelana blanca cruzó flotando la habitación y se posó en la mesa. Murgen abrió la caja y volcó el contenido: trece gemas, aparentemente talladas en cuarzo gris. Murgen miró a Aillas con una sonrisa—. ¿Las encuentras interesantes?

—Eso creo.

Murgen las tocó afectuosamente con el dedo, disponiéndolas en cierto orden. Suspiró.

—Trece gemas incomparables, cada cual abarca un universo mental. Bien, debo evitar la avaricia. Hay más en el lugar de donde éstas vinieron. Así sea. Llévate ésta; es alegre y cautivante a la luz del amanecer. Ve a Thripsey Shee cuando los primeros rayos del sol bañen el prado. No vayas a la luz de la luna, o sufrirás una muerte de rara inventiva. Muestra el cristal al sol y deja que destelle en sus rayos. No lo sueltes sin haber llegado a un trato. Las hadas lo respetarán con exactitud. Pese a la creencia popular, son una raza amante de la precisión. Cumplirán con sus términos: ni más ni menos, así que regatea con cuidado. —Murgen se levantó—. Me despido.

—Un momento. Los grifos son amenazadores. No están felices con su miel. Creo que preferirían sorber la médula de mis huesos.

—Es fácil distraerlos —dijo Murgen—. Ofrece dos panales a uno y nada al otro.

—¿Y la roca de la Brecha de Binkmgs? ¿Estará en equilibrio como antes?

—En este mismo instante el cuervo está poniendo la roca en su sitio, lo cual no es pequeña hazaña para un ave sin alas ni cola. Sospecho que es vengativa. —Murgen le ofreció un rollo de soga celeste—. Cerca de la cabeza del desfiladero hay un árbol que asoma sobre la roca. Sujeta la cuerda al árbol, átate a ella y baja hasta la roca.

—¿Qué ocurrirá con la mujer de cara de zorro del río Siss? —Murgen se encogió de hombros.

—Debes encontrar un modo de engañarla. De lo contrario, te arrancará los ojos con un solo movimiento de sus patas. El rasguño de sus uñas paraliza. No permitas que se te acerque.

Aillas se puso de pie.

—Agradezco tu ayuda. Aun así, me pregunto por qué has vuelto tan peligroso el camino. Muchos de tus visitantes se deben de considerar amigos tuyos.

—Sin duda. —Obviamente el tema no interesaba a Murgen—. En realidad, los riesgos han sido creados por mis enemigos, no por mí.

—¿Por qué los grifos tan cerca de Swer Smod? Es una insolencia —Murgen quitó importancia al asunto.

—Preocuparme por eso está por debajo de mi dignidad. Ahora, príncipe Aillas, te deseo un buen viaje.

Murgen se marchó del cuarto. La mujer de la túnica blanca condujo a Aillas entre los opacos pasillos hasta el portal, y miró hacia el cielo, donde el sol ya había pasado el cénit.

—Si te apresuras —dijo—, llegarás a Sotovalle Oswy antes del anochecer.

Aillas avanzó deprisa por el camino. Se acercó a la gruta donde estaban los dos grifos, que se volvieron hacia él.

—¿De nuevo te atreves a ofrecernos esa insípida miel? Deseamos algo más sabroso.

—Parece que ambos estáis famélicos —dijo Aillas.

—Así son las cosas. Ahora bien… —Aillas extrajo los dos panales de miel.

—Habría ofrecido un panal a cada uno, pero uno debe de tener más hambre que el otro, por lo que debería comer ambos. Los dejo aquí, y que la decisión sea vuestra.

Aillas se alejó de la instantánea riña y pronto pudo ver cómo los grifos se tironeaban mutuamente de la barba. Aunque Aillas apuró el paso, durante muchos minutos oyó los ruidos de la disputa.

Llegó a la Brecha de Binkings y se asomó cautelosamente al borde. La gran roca, como antes, se mecía en un precario equilibrio. El cuervo estaba en las cercanías, aún sin alas ni cola, con la cabeza ladeada y un ojo redondo mirando hacia arriba. Tenía las plumas desaliñadas; estaba medio sentado, medio erguido en sus patas curvas y amarillas.

Cincuenta metros al este, un retorcido cedro extendía su tronco sinuoso sobre el borde del peñasco. Aillas arrojó la cuerda por encima del tronco, se ató el otro extremo bajo la cadera, tensó la línea, se meció sobre el vacío, y descendió al pie del peñasco. Recobró la soga, la enrolló y se la echó sobre el hombro.

El cuervo estaba como antes, la cabeza ladeada, preparado para arrojarse contra la roca. Aillas se le acercó en silencio desde el lado opuesto y tocó la roca con la punta de la espada, que se desplomó con estrépito mientras el cuervo graznaba de consternación.

Aillas continuó su marcha ladera abajo.

Enfrente, una hilera de árboles señalaba el curso del río Siss. Aillas se detuvo. La mujer-zorro estaba emboscada en alguna parte, probablemente en un matorral de castaños achaparrados a unos cien metros de distancia. Podía desviarse hacia una u otra dirección, y cruzar nadando en vez de pasar por el vado.

Aillas retrocedió y, agazapándose, caminó río abajo hacia la orilla en un amplio semicírculo. Una franja de sauces le impedía el acceso al agua, y tuvo que regresar río arriba. Nada se movía en las matas ni en ninguna otra parte. Aillas se intranquilizó. El silencio era perturbador. Se detuvo a escuchar de nuevo, pero sólo oyó el gorgoteo del agua. Espada en mano, avanzó río arriba, paso a paso. Al acercarse al vado, vio una mata de juncos que se mecían en el viento. ¿En el viento? Se volvió rápidamente y se encontró con la roja máscara de la mujer-zorro, que estaba agazapada como una rana. Movió la espada mientras ella saltaba, y le cortó la cabeza. El torso y las patas se desplomaron; la cabeza cayó en la orilla. Aillas la arrojó a la corriente con su espada, y la cabeza echó a rodar río abajo. El torso se incorporó y empezó a correr por todas partes agitando los brazos y brincando, y al fin desapareció detrás de la loma cerca del monte Bacín.

Aillas lavó la espada, vadeó el río y regresó a Sotovalle Oswy, adonde llegó justo antes del anochecer. Cenó pan con jamón, bebió un vaso de vino y fue a su cuarto.

En la oscuridad extrajo la gema gris que le había dado Murgen. Mostraba un brillo pálido, del color de un día brumoso. Opaco, reflexionó Aillas. Pero cuando desvió la mirada sintió un relampagueo en un extremo de sus ojos, una sensación que no podía explicar.

Lo intentó varias veces, pero no pudo revivir la sensación, y al instante se durmió.

21

Tras cuatro días de viaje tranquilo Aillas llegó a Tawn Timble. Allí compró dos pollos gordos, un jamón, una loncha de tocino y cuatro jarras de vino tinto. Guardó parte de las provisiones en las alforjas, sujetó el resto a la silla de montar y cabalgó hacia el norte a través de Glymwode, rumbo a la casa de Graithe y Wynes.

Graithe le salió al encuentro. Al ver las provisiones, le gritó a su esposa.

—Mujer, enciende el fuego del espetón. Esta noche cenaremos como señores.

—Comeremos y beberemos bien —dijo Aillas—. Aun así, debo llegar al prado de Madling antes de que rompa el día.

Los tres cenaron pollos asados rellenos con cebada y cebollas, pastel, hortalizas mechadas con tocino, y una ensalada de berro.

—Si comiera tanto todas las noches, ya no me molestaría cortar leña por la mañana —declaró Graithe.

—¡Roguemos que llegue el día! —exclamó Wynes.

—Quién sabe. Tal vez antes de lo esperado —dijo Aillas—. Pero estoy cansado y debo levantarme antes de que salga el sol.

Media hora antes del amanecer, Aillas estaba en el prado de Madling. Esperó en la penumbra bajo los árboles hasta que el primer destello del sol naciente despuntó en el este, y luego echó a andar por la hierba húmeda de rocío, gema en mano. Al acercarse al montículo oyó trinos y gorjeos en un registro casi inaudible. Algo le palmeó la mano donde tenía la gema. Aillas la cerró con más fuerza. Dedos invisibles le rozaban las orejas y le tiraban del pelo; le arrebataron el sombrero y lo arrojaron al aire.

—Hadas, amables hadas —dijo Aillas con voz dulce—, no me tratéis así. Soy Aillas, padre de Dhrun, a quien amasteis.

Hubo un momento de silencio jadeante. Aillas siguió caminando hacia el montículo, y se detuvo a unos veinte metros.

El montículo se volvió de pronto brumoso y sufrió cambios: imágenes fluctuantes e imprecisas.

Del montículo surgió una alfombra roja que se desenrolló hasta llegar casi a los pies de Aillas. Por ella se acercó un hada de metro y medio de altura, de piel tostada, con una pátina de color verde oliva. Vestía una capa escarlata orlada con blancas cabezas de comadreja, una frágil corona de hebras de oro, y pantuflas de terciopelo verde. A izquierda y derecha había otras hadas en el límite de la visibilidad, nunca del todo sustanciales.

—Soy el rey Throbius —declaró el hada—. ¿De verdad eres el padre de nuestro amado Dhrun?

—Sí, majestad.

—En ese caso, nuestro amor se transfiere en parte a ti, y nadie te dañará en Thripsey Shee.

—Te lo agradezco, majestad.

—No es preciso agradecerlo. Nos honra tu presencia. ¿Qué traes en la mano?

—¡Qué brillo tan deslumbrante! —susurró otra hada.

—Majestad, es una gema mágica de enorme valor.

—Es verdad, es verdad —murmuraron unas voces de hada—. Una valiosa gema mágica.

—Permíteme tenerla —dijo perentoriamente el rey Throbius.

—Majestad, en otras circunstancias tus deseos serían órdenes para mí, pero he recibido firmes instrucciones. Quiero que mi hijo Dhrun me sea devuelto sano y salvo. Sólo entonces entregaré la gema.

Murmullos de sorpresa y reprobación surgieron entre las hadas:

—¡Mal sujeto!

—¡Así son los mortales!

—No puedes confiar en su amabilidad.

—¡Pálidos y toscos como ratas!

—Lamento declarar —dijo el rey Throbius— que Dhrun ya no vive entre nosotros. Creció y tuvimos que expulsarlo.

Aillas abrió la boca, atónito.

—¡Tiene apenas un año!

—Entre nosotros, el tiempo brinca y revolotea como las mariposas. Nunca nos molestamos en calcularlo. Cuando Dhrun se marchó tenía, en vuestros términos, unos nueve años.

Aillas guardó silencio.

—Por favor, dame la bonita gema —suplicó el rey Throbius, con la voz que usaría con una vaca huidiza a quien esperaba robarle la leche.

—Mi postura es la misma. Sólo cuando me entregues a mi hijo.

—Eso es casi imposible. Se marchó hace tiempo. Vamos… —añadió el rey Throbms con voz más áspera—. Haz lo que ordeno o nunca volverás a ver a tu hijo.

Aillas se echó a reír.

—¡Jamás lo he visto! ¿Qué tengo que perder?

—Podemos transformarte en tejón —gorjeó una voz.

—O en pelusa de vencetósigo.

—O en un gorrión con cuernos de alce.

—Me prometiste amor y protección —le dijo Aillas al rey Throbms—. Ahora recibo amenazas. ¿Es éste el honor de las hadas?

—Nuestro honor reluce —declaró el rey Throbms con voz vibrante. Cabeceó bruscamente, con satisfacción, mientras sus súbitos aprobaban a gritos.

—En tal caso, vuelvo a mi ofrecimiento: esta fabulosa gema a cambio de mi hijo.

—¡Eso es imposible, pues le daría buena suerte a Dhrun! ¡Lo odio con fervor! ¡He echado un mordet
[21]
sobre él! —chilló alguien.

—¿Y cuál fue el mordet? —dijo el rey Throbms con su voz más sedosa.

—Pues bien… siete años.

—¿De veras? Me siento ultrajado. Durante siete años no probarás néctar, sino el vinagre que te retuerce los dientes. Durante siete años olerás hedores y nunca descubrirás de dónde vienen. Durante siete años las alas te fallarán y las piernas te pesarán como plomo y te hundirás en todo salvo en el suelo más duro. Durante siete años cargarás con todas las manchas y viscosidades de nuestro castillo. Durante siete años sufrirás una picazón en el vientre que no se aliviará por más que la rasques. Y durante siete años no se te permitirá mirar la bonita gema nueva.

Other books

Herodias by Gustave Flaubert
Eclipse: A Novel by John Banville
The Remaining: Refugees by Molles, D.J.
Deadly Powers (Tapped In Book 2) by Mark Wayne McGinnis
Carol Finch by Oklahoma Bride
Unhaunting The Hours by Peter Sargent
A Pretty Mouth by Molly Tanzer
The Merciless Ladies by Winston Graham
Barkerville Gold by Dayle Gaetz