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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun (40 page)

BOOK: Lyonesse - 1 - Jardines de Suldrun
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La noche era más fresca de lo que correspondía a la estación. Aillas se tendió en el lecho de ramas, tiritando bajo la capa y la manta de la silla. Pronto se durmió, pero sobresaltadamente, y de cuando en cuando despertaba para observar el paso de la luna por el cielo. Una de las veces, con la luna a medio camino en el oeste, oyó un lejano alarido de dolor: algo entre un aullido y un gemido, que le erizó el vello de la nuca. Se acurrucó en su lecho. Pasaron los minutos y el grito no se repitió. Al final cayó en un sopor y durmió más tiempo del que habría deseado; se despertó sólo cuando los rayos del sol naciente le brillaron en la cara.

Se levantó letárgicamente, se lavó la cara en el arroyo y reflexionó sobre el rumbo que tomaría. El camino que conducía a la cima tal vez descendiera para unirse con la Trompada: una ruta conveniente, siempre que eludiera a los ska. Decidió regresar a la cima para estudiar la situación. Tras coger un trozo de pan y queso para comer en el camino, trepó a la cima. Debajo, las montañas descendían casi hasta el linde del bosque en gibosas estribaciones, cañadas y pliegues ondulantes. Por lo que veía, el sendero llegaba hasta la Trompada, de modo que le serviría.

En esa clara mañana de sol el aire olía a dulces hierbas de montaña: brezo, aulaga, romero, cedro. Aillas cruzó la cima para ver cómo estaba el sitio de Tintzin Fyral. Pensó que era importante saberlo; si los ska dominaban Poélitetz y Tintzin Fyral, controlarían las Ulflandias.

Cerca del borde anduvo a gatas para que su silueta no destacara en el horizonte; luego se aplastó contra el suelo y se asomó por el barranco. A poca distancia, Tintzin Fyral se erguía en un alto peñasco; cerca, pero no tan cerca como le había parecido la noche anterior, cuando creía que podía arrojar una piedra hasta el tejado. Ahora era evidente que el castillo sólo se podía alcanzar mediante un fuerte tiro de flecha. La torre más alta culminaba en una terraza protegida por parapetos. Un paso curvo unía el castillo con las alturas que había más allá, donde la explanada más cercana, reforzada desde abajo por un muro de contención de bloques de piedra, estaba a tiro de ballesta del castillo. Aillas pensó que la arrogancia de Faude Carfilhiot era tonta y excesiva, pues permitía que semejante plataforma permaneciera desprotegida. Ahora la zona hervía de tropas ska. Llevaban cascos de acero y chaquetones negros de mangas largas; se movían con la agilidad y determinación de un ejército de hormigas asesinas. Si el rey Casmir había esperado concertar una alianza o al menos una tregua con los ska, sus esperanzas quedaban frustradas, pues con el ataque los ska se habían declarado sus adversarios.

Tanto el castillo como Valle Evander lucían letárgicos en esa mañana brillante. Ningún campesino rastrillaba el campo ni recorría el camino, y las tropas de Carfilhiot no se veían por ninguna parte. Con gran esfuerzo, los ska habían desplazado cuatro catapultas por los brezales, ladera arriba hasta el risco que dominaba Tintzin Fyral. Aillas les vio empujar las máquinas. Eran fuertes artefactos capaces de arrojar rocas de cuarenta y cinco kilos hasta Tintzin Fyral, para derribar almenas, destrozar troneras, desgarrar murallas y por último, tras disparos repetidos, demoler la alta torre. Manejadas por ingenieros hábiles, y con proyectiles regulares, podían tener una precisión casi exacta.

Mientras Aillas observaba, llevaron las catapultas hasta el borde del saliente que daba a Tintzin Fyral.

Carfilhiot en persona salió a la terraza, en bata celeste: parecía que acabara de levantarse. De inmediato varios arqueros ska se adelantaron y arrojaron una andanada de flechas que volaron silbando a través del barranco. Carfilhiot se refugió detrás de una almena con un gesto de fastidio ante la interrupción de su paseo. Tres de sus cortesanos se presentaron en la azotea y pronto levantaron tramos de malla metálica en los parapetos para desviar las flechas ska; Carfilhiot pudo continuar respirando el aire de la mañana. Los ska lo observaron perplejos e intercambiaron comentarios irónicos mientras procedían a cargar sus catapultas.

Aillas sabía que debía partir, pero no se resignaba a irse. Era un escenario, habían subido el telón, los actores estaban presentes: el drama iba a comenzar. Guerreros ska manipularon las cabrias. Arquearon hacia atrás las macizas vigas propulsoras, que gruñeron y crujieron; pusieron proyectiles en las cucharas. Los maestros arqueros hicieron girar tuercas, para perfeccionar la puntería. Todo estaba preparado para la primera andanada.

Carfilhiot de pronto pareció reparar en la amenaza que sufría su torre. Hizo un ademán de fastidio y pronunció una palabra por encima del hombro. Debajo de las catapultas, los puntales de piedra que sostenían la explanada se derrumbaron. Catapultas, proyectiles, piedras, arqueros, ingenieros y tropas comunes se despeñaron. Cayeron durante mucho tiempo, con alucinatoria lentitud: abajo, abajo, girando, rodando, brincando y resbalando en los últimos treinta metros, para detenerse en un caótico montón de piedra, maderas y cuerpos rotos.

Carfilhiot dio una última vuelta por la terraza y entró en el castillo.

Los ska evaluaron la situación, más severos que furiosos. Aillas se retiró, fuera del alcance de la visión de los ska. Era el momento de marcharse, tan lejos y tan pronto como fuera posible. Miró el altar de piedra con nuevo ánimo especulativo. Carfilhiot era obviamente un experto en estratagemas. ¿Dejaría un sitio de observación tan tentador para presuntos enemigos sin protección? Aillas, de pronto nervioso, echó una última mirada a Tintzin Fyral. Cuadrillas de obreros ska, evidentemente esclavos, arrastraban maderas a lo largo del risco. Los ska, aunque privados de sus catapultas, no abandonaban el sitio. Aillas observó un minuto, dos. Se apartó del borde y se encontró frente a una patrulla de siete hombres que llevaban el negro atuendo de los ska: un cabo y seis guerreros, dos apuntándole con los arcos tensos. Aillas levantó las manos.

—Soy sólo un viajero. Dejadme ir.

El cabo, un hombre alto de cara extraña y salvaje, soltó un graznido burlón.

—¿Aquí en la montaña? ¡Eres un espía!

—¿Un espía? ¿Con qué propósito? ¿Qué podría contar? ¿Qué los ska están atacando Tintzin Fyral? Vine aquí arriba a buscar un camino seguro que me permitiera sortear la batalla.

—Aquí estás seguro, en efecto. Ven. Incluso los dos-piernas
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pueden ser útiles.

Los ska le quitaron la espada a Aillas y le rodearon el cuello con una soga. Lo condujeron desde el Tac, por el barranco, hasta el campamento ska. Le despojaron de sus ropas, le cortaron el pelo, le obligaron a lavarse con jabón amarillo y agua, le dieron nuevas ropas de basto gris, y finalmente un herrero le forjó un collar de hierro con una argolla a la cual se podía unir una cadena.

Cuatro hombres de túnica gris lo aferraron y lo pusieron de bruces sobre un tronco. Le bajaron los pantalones; el herrero, con un hierro candente, le marcó la nalga derecha. Oyó el siseo de la carne quemada y sintió el hedor, que lo hizo vomitar. Los que lo sostenían maldijeron y saltaron a un lado, pero continuaron aferrándolo mientras le colocaban un vendaje sobre la quemadura. Luego lo incorporaron. Un sargento ska lo llamó:

—Súbete los pantalones y ven aquí. —Aillas obedeció.

—¿Nombre?

—Aillas.

El sargento lo anotó en un libro.

—¿Lugar de nacimiento?

—No lo sé.

El sargento anotó de nuevo y levantó la cabeza.

—Hoy la suerte es tu amiga; ahora puedes considerarte un skaling, que sólo es inferior a un ska natural. No se toleran los actos de violencia contra los ska o los skaling, ni la perversión sexual, ni la falta de limpieza, ni la insubordinación, ni la conducta huraña, insolente, truculenta o desordenada. ¡Olvida tu pasado, es un sueño! Ahora eres un skaling, y el comportamiento de los ska es el tuyo. Se te asigna al jefe de grupo Taussig. Sé obediente, trabaja con lealtad: no tendrás razones para quejarte. Allá está Taussig. Preséntate a él de inmediato.

Taussig, un skaling bajo e hirsuto, tenía una pierna arqueada y caminaba cojeando, haciendo gestos crispados y entornando los ojos celestes como si sufriera un enojo crónico. Echó una ojeada a Aillas y le pasó una cadena larga y ligera por la argolla del collar.

—Soy Taussig. Sea cual sea tu nombre, olvídalo. Ahora eres Taussig Seis. Cuando grite «Seis» me refiero a ti. Dirijo una cuadrilla laboriosa. Compito en la producción. Para complacerme, debes tratar de superar a todas las demás cuadrillas. ¿Entiendes?

—Entiendo tus palabras —dijo Aillas.

—¡Eso no corresponde! «¡Sí, señor!».

—Sí, señor.

—Ya huelo rencor y resistencia en ti. ¡Ten cuidado! Soy justo pero no perdono. Haz todo lo que puedas, o más de lo que puedas, así todos podremos progresar. Si remoloneas, yo sufriré tanto como tú, y no debe ser así. Ven ahora, a trabajar.

La cuadrilla de Taussig, con el añadido de Aillas, tenía ahora su número completo, seis. Taussig los llevó a una garganta calcinada por el sol y los puso a trabajar arrastrando maderas hasta el risco y cuesta abajo hasta donde los ska y los skaling trabajaban juntos para construir un túnel de madera a lo largo del paso que iba a Tintzin Fyral, con el propósito de lanzar un ariete contra la puerta del castillo. En los parapetos, los arqueros de Carfilhiot buscaban blancos: ska o skaling. En cuanto alguno de ellos se exponía, una flecha salía disparada desde arriba.

Cuando el túnel de madera llegó a la mitad del paso, Carfilhiot elevó un onagro a la escarpa y comenzó a lanzar piedras de cien kilos contra la estructura de madera: en vano, pues las piezas eran elásticas y estaban habilidosamente unidas; chocaban contra la madera, trituraban la corteza, astillaban la superficie y se precipitaban en la cañada.

Aillas enseguida descubrió que sus compañeros de cuadrilla estaban tan poco ansiosos como él de elevar el grado de Taussig, quien cojeaba de aquí para allá exhortando, amenazando e insultando:

—¡Usa los hombros, Cinco! ¡Tirad, tirad! ¿Estáis enfermos? ¡Tres, eres un cadáver! ¡Tira de una vez! ¡Seis, te estoy mirando! ¡Conozco a los de tu calaña! ¡Ya estás tratando de zafarte!

Por lo que veía Aillas, su cuadrilla trabajaba tanto como las demás, y no prestó atención a las imprecaciones de Taussig. El desastre de esa mañana lo había aturdido; sólo ahora empezaba a sentir todo el peso de sus consecuencias.

Al mediodía los skalings recibieron pan y sopa para comer. Aillas se sentó, apoyándose en la nalga izquierda, en un estado de febril ensoñación. Durante la mañana lo habían puesto a trabajar con Yane, un taciturno ulflandés del norte, de unos cuarenta años. Yane era bajo y nervudo, con brazos largos, pelo oscuro y tosco, cara rugosa y coriácea. Observó a Aillas unos minutos, luego vociferó:

—Come, muchacho. Conserva tus fuerzas. No ganas nada con rumiar.

—Tengo preocupaciones que no puedo olvidar.

—Olvídalas. Has empezado una nueva vida.

—Yo no —dijo Aillas, moviendo la cabeza.

—Si tratas de escapar —gruñó Yane— todos los de tu cuadrilla son azotados y degradados, Taussig incluido. Así que todos vigilan a los demás.

—¿Nadie escapa?

—Rara vez.

—¿Y qué pasa contigo? ¿Nunca has intentado escapar?

—La fuga es más difícil de lo que piensas. Es un tema del que nadie habla.

—¿Y nadie es liberado?

—Cuando termina tu período eres pensionado. Entonces no les importa lo que hagas.

—¿Cuánto dura un período?

—Treinta años —Aillas gruñó.

—¿Quién es el jefe de los ska?

—El duque Mertaz. Allá está… ¿Adónde vas?

—Debo hablar con él. —Aillas se levantó penosamente y se dirigió hacia un alto ska que observaba Tintzin Fyral con aire reflexivo. Aillas se detuvo frente a él—. Señor, ¿tú eres el duque Mertaz?

—Soy yo. —El ska escudriñó a Aillas con sus ojos verdosos.

—Señor —explicó Aillas—, esta mañana tus soldados me capturaron y me pusieron este collar.

—Aja.

—En mi país soy un noble. No veo razones para que no se me trate como tal. Nuestros países no están en guerra.

—Los ska están en guerra con todo el mundo. No esperamos misericordia de nuestros enemigos; tampoco la damos.

—Entonces te pido que te atengas a las leyes de la guerra y me permitas pedir rescate por mi libertad.

—No somos un pueblo numeroso; necesitamos mano de obra, no oro. Hoy se te marcó con un fecha. Debes servirnos treinta años, luego serás liberado con una pensión generosa. Si intentas escapar, serás mutilado o muerto. Esperamos tales tentativas y estamos alerta. Nuestras leyes son simples y no admiten ambigüedades. Obedécelas. Vuelve a trabajar.

Aillas regresó a donde estaba Yane.

—¿Y bien?

—Me dijo que debo trabajar treinta años —Yane rió y se incorporó.

—Taussig nos llama.

Caravanas de carretas bajaban por las colinas con madera de las montañas. Cuadrillas de skalings arrastraban los troncos risco arriba. Poco a poco el túnel de madera avanzó por el paso hacia Tintzin Fyral.

La estructura se fue acercando a las murallas del castillo. Los guerreros de Carfilhiot vaciaron vejigas de aceite sobre las maderas y arrojaron flechas incendiarias desde los parapetos. Estallaron llamas anaranjadas mientras gotas de aceite ardiente se filtraban por las fisuras. Los que trabajaban debajo tuvieron que retroceder.

Una cuadrilla especial llevó artefactos fabricados con láminas de cobre y los colocó sobre la madera para formar un techo protector, haciendo que el aceite ardiente cayera inofensivamente al suelo.

Paso a paso el túnel se acercaba a las murallas del castillo. Los defensores exhibían una calma perturbadora.

El túnel llegó a las murallas. Un pesado ariete revestido de hierro fue lanzado hacia adelante; guerreros ska atestaron el túnel, preparados para embestir a través del portal derribado. Desde las alturas de la torre, una maciza bola de hierro bajó meciéndose en el extremo de una cadena para asestar un buen golpe a la construcción: troncos, ariete y guerreros fueron barridos por el borde del paso hacia la hondonada, y otra maraña de maderas y cuerpos triturados cayó sobre el montón que yacía allí.

Desde el risco, a la luz del atardecer, los comandantes ska observaban la destrucción de sus obras. Hubo una pausa en el sitio. Los skalings se agruparon en un hueco para ocultarse del constante viento del oeste. Aillas, como los demás, se agazapó bajo la luz borrosa, de espaldas al viento, observando los perfiles de los ska en el horizonte.

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