Andalucía tiene esos detalles que la hacen diferente. Por ejemplo, la primavera.
Nuestra tierra no engaña. Si decide que la primavera estalle, lo hace sin dar marcha atrás. No tengo palabras para explicar lo que hoy he sentido paseando por mis campos. ¿Cuántas flores distintas ha puesto Dios en la piel de nuestra tierra? José
Antonio Muñoz Rojas, que es un maravilloso escritor que tenía que haber nacido en Cádiz o Sevilla —lo hizo en Antequera que tampoco está mal—, escribe en sus
Cosas del Campo
de las yerbas ignoradas. Esas que florecen en primavera y alegran las dehesas y nadie sabe ponerles el nombre. Porque todos distinguimos a las amapolas, las violetas y los jaramagos. Hasta ahí llegamos. Pero en ese océano de colores que se disputan la más alta jerarquía de las praderas nos perdemos de identidades. Y son ésas las flores que nos trae la maravilla a Andalucía en cada primavera. Los nazarenos, las lechitreznas, los zapaticos de Dios, las lenguazas. Ya están las encinas a punto de romper en oro, en derramar su esperanza dorada que esconden en el invierno. Tengo muchos problemas y me agobian. Pero también poseo un gran espacio del milagro del campo andaluz. Y todo se resuelve en su compañía, en su bellísima y serena compañía.
Mamá está que se muere y no se muere, pero manda la segunda opción. Hoy, al asomarse por el ventanal del corredor de los magnolios, no ha podido contenerse:
—He tenido que cumplir noventa y muchísimos años para valorar lo bonito que es nuestro campo.
Me ha llamado la atención ese toque imprevisto de sensibilidad en mi madre.
Hasta puede tener razón en que se está muriendo, lo que tendría toda la naturalidad del mundo. Pero en el caso de Mamá, el mundo es muy poco natural.
Me he dejado llevar hasta la albariza de los juncos. Ya nos han abandonado centenares de ánsares. Las buenas lluvias han despertado al río Guadalmecín, que se rompe de clamores bajo el puente de los plumbagos. Y los álamos, chopos y fresnos del Soto de las Oropéndolas presumen de verdes nuevos, chocantes y magníficos.
¿Puedo dejarme atribular por problemas subsanables con todo el paraíso a mi alcance? ¿Qué importa un enfado, una discusión o una infidelidad al lado de este regalo del campo andaluz? ¿Se indispone el fresno con el chopo por ser este último más alto? ¿Siente envidia la margarita del jaramago por su amarillo más violento?
Cuando el destino regala, no se puede reaccionar igual ante los errores del ser humano. Voy a perdonar todos los fallos de los míos. No lo hago por generosidad. Lo hago porque no puedo decepcionar, con el permiso de Dios, al campo que me ha dado sin merecerlo. Un pedazo, y vaya pedazo, de Andalucía la Baja. Esa tierra que ni El mismo supo medir en la belleza. Y encima, marqués.
* * *
Eran pocos en el árbol y parió la mandrila. Me pide audiencia Julio
el Rastrojero,
el más rojo de la nómina de Casa. Pertenece al sindicato ese del alcalde de Marinaleda, pero aquí tiene poco que hacer. En La Jaralera se ha quedado sin argumentos, porque recibe —como todos—, mucho más de lo estipulado. Julio no sólo es bastante facineroso, sino que interpreta su papel. A ver qué quiere. Entra en el despacho, levanta el puño, grita «¡Salud!» e inmediatamente se dirige a mí con la fórmula tradicional:
—Buenas tardes, señor marqués.
Le he invitado a sentarse.
—Dígame, Julio.
—Señor, el próximo viernes, que es el Viernes Santo para ustedes los creyentes, es 14 de abril, y se celebra el aniversario de la proclamación de la gloriosa Segunda República española. El 75 aniversario. Aquella República, brutalmente atacada por las tropas rebeldes de Franco, llevó al poder al pueblo. Por este motivo, vengo a exigirle en nombre de mi sindicato, que durante el 14 de abril, desde el amanecer hasta el ocaso, ondee en el mástil de esta casa la bandera republicana. Yo mismo la izaré y haré guardia bajo su flamear hasta que el sol se ponga.
Bajo ningún concepto. ¿Qué se ha creído este tipejo? Me ha salido la indignación patriótica.
—Oiga bien, Julio. El 14 de abril es el Viernes Santo. Para los creyentes como yo y para los no creyentes como usted, que no trabaja ese día. Me consta que el 14 de abril se proclamó la gamberrada de la Segunda República, hace setenta y cinco años. Esa bandera no ha ondeado ni ondeará jamás en el mástil de Casa. Ese día, por respeto, se izará la Bandera de España, la fetén, la de siempre, la constitucional, a media asta en señal de duelo por la muerte de Jesús. Y el que hará guardia junto al mástil durante todo el día seré yo acompañado de todos los que quieran hacerlo. Su bandera republicana, Julio, y se lo digo con el mayor afecto, se la mete por el culo.
Nunca creí que podía estar tan contundente. El Rastrojero se ha quedado mudo.
Pero se ha recuperado.
—En ese caso, será usted apuntado en la lista de enemigos de la República.
—Apúnteme, por favor. Quiero figurar el primero.
—Y el día de la proclamación de la Tercera será usted detenido y juzgado por un tribunal popular que presidiré yo mismo.
—Estaré encantado.
—De todas maneras, izaré la bandera republicana el viernes.
—Atrévase.
Me ha dejado indispuesto. Un individuo siempre desagradable, excepto cuando pide un favor. En el guadarnés está la Bandera, esperando. He ido a verla y la he encontrado algo deshilachada y un poco descolorida. Además, me ha parecido pequeña. Pasado mañana es Viernes Santo y 14 de abril. He llamado a Tomás.
—Tomás. Te largas a Sevilla y me compras la Bandera de España con el escudo constitucional más grande que encuentres. Si es posible, más grande aún que la de Capitanía. Y a Pepillo y Pablo, les dices que refuercen la base del mástil.
—¿Algún problema, señor?
—Que el Viernes Santo es 14 de abril y Julio
el Rastrojero
quiere izar la banderita republicana.
—En mi opinión, que se joda, señor marqués.
—Y en la mía. A Sevilla, Tomás.
—A toda pastilla.
He comentado el incidente y la amenaza a todos. Respaldo unánime. La más entregada Marsa, que no es española de origen. Alcoceba, el administrador y jefe de personal, me habla con preocupación.
—Este Julio es capaz de armar un buen lío. Mejor avisamos a la Guardia Civil.
—Nada de eso, Alcoceba. Este asunto sólo nos concierne a nosotros.
* * *
Mi madre no se ha enterado. Está en sus cosas.
—¿Sucede algo malo? Te noto crispado.
—Nada importante, Mamá. Sigue agonizando, que lo haces muy bien.
* * *
A las nueve de la tarde ha llegado Tomás. Trae una Bandera de las que quitan el hipo. Una Bandera guapa de verdad. Más de cien metros cuadrados de Bandera de España. Me gusta tanto, que he tomado una decisión.
—Mañana la izamos en todo lo alto, y el viernes la dejamos caer a media asta. La guardo en mi cuarto, Tomás. Y gracias. Has traído la más bonita.
—Siempre es bonita, señor.
—Una copa, Tomás. Vamos a tomar una copa y a brindar.
—Me entraría muy bien un whisky.
—Los que sean y los que caigan.
* * *
Diez de la mañana. Todos rodeando el mástil. El Rastrojera observa separado la operación. La Bandera en lo alto. Precioso el aire. Hemos dispuesto varios turnos de guardia. Modesto, el guarda mayor, y Juanele, el de la albariza, han cargado sus armas con cartuchos de sal, por si acaso. Jueves Santo. Pasa el día. La noche en blanco. En blanco de pasiones, quiero decir.
* * *
A las nueve de la mañana, bajo el mástil. Hemos arriado la Bandera hasta la mitad.
No hay viento y parece que llora. Ni un golpe de brisa. Me informa Alcoceba que en la puerta principal me reclama un piquete ululante. Insiste en el temor.
—Hay que avisar al cuartelillo.
—No insista, Alcoceba. En esta casa mando yo.
Al frente del piquete está el Rastrojero. Lleva una bandera republicana. Sus colores se muerden. Ya lo escribió Muñoz-Seca, que era del Puerto. «Soy un español sencillo / al que no gusta el morado / al lado del amarillo / debajo del colorado.»
—Buenos días, señores.
Mi seguridad, mi empaque y mi riguroso luto han calmado sus ímpetus. Se adelanta uno con aspecto de otro siglo.
—Le exigimos que ponga esta bandera.
—¿Dónde?
—En el mástil ese tan largo.
—Póngala usted si se atreve.
No les ha convencido mi firmeza. Alcoceba suda por los cuatro costados, incluidas las orejas. Pero he tenido una idea genial. De cuando en cuando me alumbran.
—Yo respeto sus ideales, pero no acepto imposiciones. Ese mástil es sólo de esa Bandera. Si quieren poner la suya, busquen un palo.
Ignoro de dónde lo han sacado, pero lo tenían preparado. Les he invitado a pasar.
Han llegado hasta el mástil de la Recoleta, y han plantado su bandera tricolor. Al lado de la nuestra, parece ridícula.
—Reconozcan que es bastante fea.
No han dicho nada. Miran a su bandera y a la Bandera y, efectivamente, su estética se derrota. No tiene nada que hacer esa bandera junto a la de España. Pasado un rato, han arrancado el palo, con bandera y todo, y se han marchado por donde vinieron. Sin pretensión de herirlos, he insistido:
—Feúcha, ¿verdad?
Cuando han desaparecido, una enorme ovación me ha llevado hasta la levitación.
Todos me abrazan y me besan. El 14 de abril ha pasado por La Jaralera y ha sido derrotado. Por una vez, no hemos tenido complejos.
Me gusta tanto, que el Domingo de Resurrección la vamos a izar de nuevo hasta lo alto y ahí la dejaremos para siempre.
Hasta que se deshilache o pierda color.
Y compraremos otra.
Pero nunca la bajaremos.
* * *
Cuando parecía que se mantenía estable la falsa agonía de Mamá, nos sorprende con un cólico. Tiene la cara amarilla. Parece china. No soy médico, pero creo que todo es consecuencia de la vigilia. A mi madre no le gusta el pescado, y en Semana Santa se atiborra de huevos. Los que más le gustan son los «huevos carlistas», que hace de maravilla mi prima Mercedes Álvarez de Toledo. También se conocen por «huevos encapotados». Le pregunto a Tomás y me confirma, después de hablar con María, que mi madre los ha engullido a docenas en los últimos días.
—Al fin me muero, Susú.
—Un par de días sin comer «huevos carlistas» y te pones como nueva, Mamá.
—No me hables de huevos que me dan ganas de vomitar.
—Lo que te dije.
El doctor ha coincidido con mi diagnóstico. Mucho arroz blanco y jamón de York, alguna compotita de pera, y en unos días, igual de sana y de mala que siempre. Ahí
la he dejado, con el solideo de Pío XII en la cabeza, uno de Pío X en la derecha de su cama y otro de Juan Pablo II a la izquierda. Ya ha encargado el de Benedicto XVI, y le molesta no tener el de Juan Pablo I, que tuvo poco tiempo para intercambiar solideos con los fieles.
Intuyo a Modesto, el guarda mayor, preocupado y distraído. No entiendo su preocupación, por cuanto su cargo lo desempeña con competencia y óptimos resultados. Pero me temo que algo tiene que haber detrás de su tristeza, que yo calificaría de melancolía.
Modesto es alto y fuerte. No pasa de los cuarenta y cinco años y tiene la voz barítona de macho cumbrero. Pero han sido dos veces las que le he visto, al darme la espalda, sacar el pañuelo y secarse los ojos. Lagrimea. Tomás, más sabio que uno en las cosas de la vida, me ha dado su versión de los hechos.
—Señor, Modesto es joven y soltero. Lo que le pasa se llama amor. Y si llora, lo que le pasa se llama amor imposible.
—Tenemos que darle ánimos, Tomás. No se puede ir por La Jaralera con esa expresión tan triste. Va a contagiar a los venados.
—Yo me encargo, señor.
—Tomás, llevas una temporada de premio. Te regalo lo que quieras para tu casa del Puerto.
—No me vendría mal la instalación de riego automático y una máquina cortacésped con asiento.
—Marchando un riego automático y la máquina cortacésped. —Gracias, señor. —
La justicia no se agradece.
* * *
Los niños, también de luto, parecen cinco botones de sotana. Elena protesta por nuestras costumbres.
—Cristian, a los niños no se les puede vestir de negro. El blanco también es luto.
Me siento dadivoso.
—Los vistes como tú quieras, Elena, faltaría más.