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Authors: Nancy Huston

Tags: #Narrativa, #Drama

Marcas de nacimiento (32 page)

BOOK: Marcas de nacimiento
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—Kristina mía —dice—, ¿qué te ocurre? ¿Estás enferma?

Me desmorono sobre ella, así que me coge y me lleva escaleras arriba hasta mi cuarto, dejando los platos en el suelo. Me desviste con cuidado y me pone el pijama, sin dejar de murmurar con voz tranquilizadora que tengo fiebre, que debo descansar, que ella volverá enseguida con una manzanilla.

Transcurren unos días. Estoy flotando en el aire. Por lo general, cuando alguien dice que está flotando en el aire se refiere a que se siente liviano de alegría, pero yo me refiero exactamente a lo contrario. Me siento liviana de infelicidad, como si fuera un último jirón de niebla a punto de quedar extinguido por el sol. Cuando nadie mira me acaricio la marca de nacimiento, pero no acaba de aplacar el dolor en la boca del estómago. ¿Quién me dio esta marca de nacimiento?

Por la noche me da miedo tener pesadillas con bebés, así que tarareo entre dientes para no dormirme. Greta rezonga y me dice que me calle.
Annabella
me sonríe desde su estante en lo alto y me dice que no me preocupe, que todo irá bien, pero estoy sumamente inquieta, no puedo evitarlo.

El abuelo me enseña una canción preciosa sobre el edelweiss. Cuando he aprendido toda la letra, me planta un beso en la frente y dice:

—Eres la única de la familia con un oído perfecto.

¿Quién me dio esta voz?

El sábado a la hora de comer, tras bendecir la mesa, cuando nos llevamos la primera cucharada de caldo a los labios, mamá carraspea y dice:

—Queridas mías, tengo que deciros algo importante, escuchadme con atención.

Levantamos la mirada, titubeamos, dejamos la cuchara.

Un silencio. El estómago me ruge porque tiene hambre y Greta me da un codazo.

—Sí, adelante —dice el abuelo, y le pone una mano en el hombro a mamá—. Tienes que decírselo.

—Bien… Greta, Kristina… esta tarde unos hombres… esta tarde nuestra familia… tendrá un nuevo miembro. Un jovencito llamado Johann. Papá está al tanto de todo. Conocerá a Johann la próxima vez que venga de permiso. Los padres de Johann han muerto en la guerra y está solo en el mundo, es huérfano. Así que… me he ofrecido a darle cobijo en nuestra casa y criarlo como a mi propio hijo. Como es natural, nadie podrá sustituir nunca a Lothar en nuestro corazón, pero aun así debéis tratarlo exactamente igual que si fuera vuestro hermano.

Mientras miro fijamente a mamá siento la presión de otra mirada sobre mi rostro, así que vuelvo la cabeza hacia la izquierda y Greta clava sus ojos en los míos. Sólo dura un segundo pero el mensaje resuena con la claridad de una campana: «¿Lo ves? Está ocurriendo por segunda vez. Tú fuiste la primera». Luego se inclina sobre la sopa y sorbe una cucharada. Por lo general no se debe sorber la comida, pero con la sopa nos está permitido porque de otra manera podrías quemarte la lengua y el paladar.

—¿Cuántos años tiene? —pregunto.

—Diez —dice mamá—. Justo un año más que Greta.

Escucho el tintineo de las cucharas contra los platos.

—¿Cuándo llega?

—Ya os lo he dicho, esta tarde.

La tarde comienza a las doce del mediodía y ya son las doce y media, así que podría ser en este preciso instante o dentro de una hora o dos o tres o cuatro, es insoportable no saberlo. La tarde es interminable. Greta va a lanzarse en trineo con sus amigas y yo echo la siesta con el abuelo. Pero luego no son más que las dos y el reloj hace tictac, obligando al tiempo a transcurrir, dándole puntapiés en el trasero: «¡Vamos! ¡Adelante!» Podría morirme de curiosidad.

Cuando por fin suena el sol alto del timbre de la puerta, hago armonías con res y síes bemoles, cantando en voz queda el nombre de Johann.

Lo han traído dos hombres que ahora me impiden verlo en el vestíbulo mientras propinan pisotones a la esterilla para sacudirse la nieve de las botas; no alcanzo a distinguir nada. Ahora pasan a la sala, flanqueándolo todavía, y mamá se inclina sobre la mesa para firmar unos documentos, voces graves y desconocidas dicen cosas que no alcanzo a entender y se oyen taconazos: «Heil, Hitler», «Heil, Hitler», «Heil, Hitler». Se cierra la puerta tras los hombres y el acontecimiento ya ha tenido lugar.

—¡Kristina, ven a conocer a tu hermano!

Con esas palabras, mamá se adelanta para ayudar al chico a quitarse el abrigo pero él se encoge de hombros para apartarse de ella y su gesto es violento. Se quita el abrigo él mismo. Mientras lo cuelga en el perchero me acerco y le digo «Hola, Johann» con mi voz más hermosa —ojalá pudiera cantarlo: «Hola, Johann»—, pero no responde. Tiene los ojos abiertos pero los tiene cerrados: un muro más opaco que la frente o la espalda. Es alto para tener diez años y su rostro parece mayor para tener diez años y sus ojos azules están abiertos de par en par pero firmemente cerrados y tiene la mandíbula apretada, veo cómo se le mueven los huesos bajo la tersa piel de las mejillas y pienso: es muy guapo mi nuevo hermano.

Greta vuelve de lanzarse en trineo, las mejillas enrojecidas y los ojos radiantes, la abuela ha preparado chocolate caliente en la cocina y allí converge toda la familia, alzamos las tazas y brindamos para festejar la llegada de Johann pero él permanece rígido como un palo, sin hablar ni sonreír. Mamá y la abuela se miran, el chocolate se desliza en silencio por nuestras gargantas hasta el estómago, Helga lleva la maleta de Johann a su habitación, que era la de Lothar, y Johann la sigue porque se lo han indicado pero lo hace a regañadientes, resentido.

A la vez que se sienta al piano, el abuelo me hace un gesto con la cabeza para que me acerque y cante con él y yo colmo la voz de calidez, con la esperanza de que Johann la oiga desde arriba y sus compases lo calmen, le mermen la tensión acumulada en el cuerpo, está conmocionado porque sus padres han muerto y somos desconocidos para él, pero cuando baja a cenar no ha cambiado nada, sigue con las mandíbulas apretadas, sus ojos continúan siendo muros y su silencio es intratable.

Tras bendecir la mesa (él agacha la cabeza pero no murmura «Amén»), mamá le hace unas preguntas con delicadeza y al no obtener respuesta se sonroja. Se vuelve para hablar con Greta pero se le traban las palabras. Johann ha traído el silencio a nuestra casa, su silencio se difunde, nos penetra uno tras otro y nos deja mudos. Estamos incómodos, la conversación ha quedado en punto muerto. ¿De qué hablamos habitualmente? No conseguimos recordarlo.

Después de cenar nos reunimos en torno a la estufa de leña pero no me subo al regazo de mamá y tengo buen cuidado de no chuparme el dedo porque no quiero que Johann piense que soy una cría. El abuelo nos cuenta la historia de los músicos de Bremen y todos lanzamos risitas cuando el gato, el perro, el gallo y el burro dan un susto de muerte al bandido, pero Johann permanece ahí sentado contemplando el vacío, las sombras juguetean sobre sus pómulos, y nuestras risas titubean y se extinguen.

Por la mañana en la escuela es lo mismo: la maestra presenta al nuevo alumno a la clase, le dedica un discurso de bienvenida y él se queda ahí plantado como un soldado de plomo, implacable, inmune e indiferente. Hace todo lo que se le dice, con una leve demora para dar la sensación de que lo hace por voluntad propia y no por obediencia, pero se niega a responder preguntas, leer en voz alta o articular siquiera una palabra.

Nadie lo regaña ni lo castiga.

«Es emocionante. Somos los huérfanos. Yo soy canción y él es silencio». ¿Me oyes cantar, tú que no paras de apretar las mandíbulas? De ahora en adelante todas mis canciones serán para ti.

• • •

Nos hemos quedado sin leña para la estufa y Helga la criada está en cama, enferma.

—Johann —dice mamá—, necesito que me hagas un favor, hoy eres el más fuerte de la familia, tienes que ir a traer una carga de leña. Llévate el trineo, Kristina te enseñará el camino. Abrigaos bien, los dos, que está nevando. —Le da un billete y añade con una sonrisa—: No olvides traerme el cambio.

Cuando cruzamos juntos la entrada, la señora Webern, la que no decía «Heil, Hitler» con entusiasmo suficiente, abre la puerta de su apartamento con la llave; sin volverse para saludarnos, masculla con sarcasmo:

—¡Vaya, hay que ver cómo aumenta la familia!

Pero por suerte Johann no la oye.

Caminamos codo con codo y por una vez en este invierno el frío no resulta insoportable. Caen copos grandes y suaves, se nos adhieren a los gorros y las bufandas, se nos funden en las mejillas, se nos prenden de las pestañas; ésta es mi oportunidad, me parece. La maderería queda a varias manzanas, del otro lado de la plaza en el centro de la ciudad, la expedición nos llevará cerca de una hora. Así que hablo.

—Todos los copos de nieve son diferentes de todos los demás copos de nieve —digo—. Parecen estrellas pero en realidad las estrellas no son diminutas y frías sino inmensas y calientes, son lejanos soles ardientes, ¿no es increíble?

No hay respuesta.

—Johann —le digo—, ya sé que crees que no merece la pena hablar conmigo porque no soy más que una cría, pero Greta me ha ido enseñando todo lo que está aprendiendo tu clase y tengo una memoria excelente, y además mi oído es perfecto.

No hay respuesta.

—Johann, entiendo que todavía no te sientas muy cómodo con nuestra familia, pero sólo quería que sepas que puedes confiar en mí, y en cierto sentido soy tu hermana de verdad porque yo también fui adoptada.

Ah. Me mira —me mira de verdad— por primera vez. Se me acelera el pulso, acelero el paso, se me acelera la lengua.

—Yo tampoco pertenezco a esta familia —añado, por si acaso.

Johann ha vuelto la mirada al frente pero veo que empieza a relajar un poco las mandíbulas, y entonces —oh, victoria— abre la boca y su voz brota en forma de palabras:

—¿De verdad? —dice.

Ésas son las palabras que pronuncia pero suenan de forma extraña: habla con acento.

Asiento, y el alivio de tener alguien a quien confesárselo brota cual lágrimas, aunque no estoy triste en absoluto, sino feliz.

—Al menos nos ha adoptado una buena familia —añado.

—Yo no he sido adoptado —dice, cosa que es ridícula porque vi a mamá firmar los papeles de adopción con mis propios ojos, pero no digo nada porque quiero que continúe—. ¿Cómo te llamas? —pregunta entonces.

Me quedo desconcertada.

—¿Cómo me llamo? ¡Pues Kristina!

—No, el nombre de verdad, el de antes.

No entiendo a qué se refiere pero ahora hemos llegado a la maderería y lo noto retraerse al silencio de nuevo en busca de protección, tal como una tortuga retrae la cabeza y las piernas en el caparazón. Me mira cuando llamo a la puerta y su mirada significa «Encárgate tú de hablar», así que me encargo. Con una luminosa vocecita animada de gorrión digo las palabras que hay que decir, él le da al hombre el billete y se embolsa el cambio, estamos otra vez fuera.

• • •

Ahora el frío es más cortante y la luz diurna está menguando, el trineo era ligero de vacío pero ahora pesa, el esfuerzo de arrastrarlo se trasluce en el rostro de Johann, como en las caras de los esclavos negros que sostienen las galerías del Zwinger, sólo que Johann está vivo, así que siente el peso de verdad y no le quedan fuerzas para conversar. Para cuando llegamos al parquecito en el centro de la ciudad jadea tanto que tenemos que pararnos a descansar.

Apenas audible, la aguda música del tiovivo nos llega a vaharadas desde el extremo opuesto del parque.

Johann se vuelve hacia mí y dice, en su extraño y entrecortado alemán con acento:

—¿Quieres subir al tiovivo, falsa Kristina?

—No podemos —respondo entre risas—. Cuesta dinero.

—¡Somos ricos! —asegura, y saca el cambio de mamá del bolsillo para enseñármelo, un tesoro que reluce en la oscura cueva de su guante.

—¡Johann, no lo dices en serio!

—Johann, no lo dices en serio —repite burlón—. Claro que lo digo en serio, y además no me llamo Johann. ¡Ven, pequeña como te llames! —Y me coge de la mano, a la vez que tira del pesado trineo con la otra mano.

El tiovivo está detenido cuando llegamos, la música también ha parado y salta a la vista que van a cerrar, la noche empieza a caer y los últimos niños y sus madres van alejándose.

—No podemos subir, Johann —le advierto—, el dinero no es nuestro y de todos modos están cerrando.

Pero él me lleva hasta la ventanilla y me susurra ferozmente al oído:

—Pregúntale.

Así que se lo pregunto, no con vocecita de pájaro cantor esta vez sino con voz de ratoncito asustado:

—¿Es tarde para subir al tiovivo, señor?

El hombre, un individuo de aspecto cansado con el cabello entrecano y la cara surcada de arrugas, estaba cerrando la caja de la recaudación. Baja la vista y nos ve ahí de pie bajo la nieve que cae, bajo el crepúsculo que cae, en un país que está perdiendo la guerra.

—Bueno —dice—, una vuelta más no hará daño a nadie. Subid y que sea rápido.

Johann le tiende las monedas de mamá pero él las rechaza.

—Ya he cerrado la caja, chaval. Vamos, subid, un par de vueltas y ya está.

La música empieza a sonar otra vez, fuerte, y me estremezco mientras el hombre me coge en volandas y me monta a lomos del caballo blanco. Para mi sorpresa, Johann sube detrás de mí y me rodea con los brazos para tomar las riendas. El tiovivo coge velocidad y subimos y bajamos al ritmo de la música, damos vueltas y más vueltas con la música, el aire es más frío y oscuro cada segundo que pasa pero mi cuerpo es una bola de fuego de alegría. Estoy riendo pero el viento helado me arranca la risa, los caballitos suben y bajan, las luces destellan y suena aflautada la música y cuando hemos terminado las dos vueltas, saludo con la mano al hombre y le digo «¡Gracias!». Él me devuelve el saludo y asiente con aspecto agotado, da la impresión de que hacer felices a un par de niños es lo único que puede hacer en este mundo, y el tiovivo vuelve a girar, y yo digo «¡Gracias!» y él asiente y nos da otra vuelta, luego otra, y cada vez que digo «¡Gracias!» nos da otra vuelta, y me pregunto si esto puede durar para siempre, ¿qué podría hacernos parar?

Con qué frecuencia se pueden repetir las cosas puedes morir repitiendo la misma palabra una y otra vez
tonta tonta tonta tonta tonta
hasta que pierde el sentido cuántas veces.

Justo cuando estamos llegando a casa —antes de que mamá nos riña por llegar tarde y meterle un susto de muerte, antes de que castigue a Johann mandándole a la cama sin cenar, antes de que las sirenas antiaéreas aúllen en plena noche, enviándonos a todos al sótano descalzos y en pijama, antes de que todas estas cosas vengan a mancillar el asombro que mantuvo mi corazón agitado, destellando y resonando con la música durante el largo paseo bajo la oscuridad de la negra noche junto a Johann—, sí, justo cuando estamos llegando a casa, Johann deja caer la cuerda del trineo, me coge por los hombros y me vuelve hacia él.

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