Más Allá de las Sombras (5 page)

BOOK: Más Allá de las Sombras
5.23Mb size Format: txt, pdf, ePub

Hacía décadas que ni la Ciudadela ni la montaña estaban llenas y, con los ejércitos despachados al norte y al sur, reinaba incluso más calma de la habitual. A esas alturas Khaliras albergaba solo a los plebeyos, un ejército mínimo, menos de la mitad de los meisters del reino, los funcionarios suficientes para mantener en marcha los reducidos asuntos del país, los infantes herederos y las esposas y concubinas del rey dios junto con sus cuidadores.

Encabezaba a esos cuidadores el jefe de eunucos, Yorbas Zurgah. Yorbas era un viejo blando y perfectamente lampiño, que incluso se afeitaba la cabeza y se depilaba las cejas y pestañas. Estaba sentado envuelto en una capa de armiño para protegerse del frío matinal ante la puerta de servicio. Delante tenía un escritorio con un pergamino desenrollado encima. Sus ojos azules escudriñaron a Dorian con recelo.

—Eres bajo —dijo el chambelán Zurgah. Él tenía la altura típica de un eunuco.

Y tú estás gordo.

—Sí, señoría.

—Señor bastará.

—Sí, señor.

El chambelán Zurgah se acarició la barbilla lampiña con unos dedos como salchichas enfundadas en anillos enjoyados.

—Tienes algo extraño.

En su juventud, Dorian apenas había tratado a Yorbas Zurgah. No creía que el chambelán lo recordase, pero cualquier cosa que suscitara un mayor escrutinio resultaba peligrosa.

—¿Conoces la pena para el hombre que intente entrar en el harén? —preguntó Zurgah.

Dorian negó con la cabeza y miró fijamente al suelo. Apretó la mandíbula y, sin levantar la vista, se retiró el pelo detrás de las orejas.

Era lo que él consideraba un toque de genialidad; se había dotado de unos mechones plateados de pelo, acompañados de unas orejas algo puntiagudas y varios dedos palmeados en los pies. Eran rasgos que solo poseía una tribu en Khalidor. Los Haduri se proclamaban descendientes de las hadas, algo que les granjeaba tanto desprecio como su pacifismo. Dorian aparentaba ser medio hadurí, algo lo bastante exótico y de un grupo lo bastante despreciado para que nadie se parara a pensar que su mitad khalidorana lo dotaba de un gran parecido a Garoth Ursuul. También explicaba su corta estatura.

—Es el... otro motivo por el que me llaman Mediombre, señor.

Yorbas Zurgah chasqueó la lengua.

—Ya veo. Pues ahí van los términos de tu adquisición como esclavo: trabajarás a cualquier hora que se te mande. Entre tus primeras tareas estará vaciar y limpiar los orinales de los aposentos de las concubinas. Tu comida será fría y nunca tanta como te gustaría. Se te prohíbe hablar con las concubinas y, si eso te supone algún problema, te arrancarán la lengua. ¿Lo entiendes?

Dorian asintió.

—Entonces solo falta una cosa, Mediombre.

—¿Señor?

—Tenemos que asegurarnos de que eres un medio hombre, al fin y al cabo. Bájate las calzas.

Capítulo 7

Lantano Garuwashi estaba sentado en el camino de Kylar, con la espada desnuda sobre el regazo. El ciclópeo Feir Cousar se hallaba de pie a su lado, con los musculosos brazos cruzados. Bloqueaban una estrecha senda que recorría el extremo sur del bosque del Cazador. Feir musitó una advertencia cuando Kylar se acercó.

La espada de Garuwashi era inconfundible. Tenía una empuñadura lo bastante larga para una o dos manos, de mistarillë puro con inscripciones de runas doradas en ceurí antiguo. La hoja, ligeramente curva, llevaba grabada la cabeza de un dragón que miraba hacia la punta. Cuando Kylar se acercó, el dragón escupió fuego. Las llamas surcaron el interior de la hoja, y ante ellas Ceur’caelestos se volvió transparente como el cristal. Las llamas crecieron en longitud a medida que se aproximaba Kylar, que hizo asomar el ka’kari a sus ojos y observó a Ceur’caelestos con las tonalidades de la magia.

Fue entonces cuando supo que la espada era el producto de otra época. La magia misma había sido elaborada para resultar hermosa... y Kylar no podía entender ni el menor detalle de ella. Intuyó picardía, grandeza, altivez y amor. Cayó en la cuenta de que tenía tendencia a meterse en cosas que le sobrepasaban, con creces. Sin ir más lejos, intentar robar una espada así a Lantano Garuwashi.

—Despréndete de las sombras, Kylar, o yo te ayudaré a que las sueltes —dijo Feir.

A quince pasos de ellos, Kylar se desprendió de las sombras.

—Vale, los magos pueden verme cuando estoy invisible. Maldita sea. —Era lo que había sospechado.

Feir sonrió sin alegría.

—Solo uno de cada diez hombres. Nueve de cada diez mujeres. Yo solo puedo verte a menos de treinta pasos. Dorian te habría visto a medio kilómetro y entre los árboles. Pero dónde están mis modales. Barón Kylar Stern de Cenaria, también conocido como Ángel de la Noche, hijo de guerra del ejecutor Durzo Blint, te presento al adalid Lantano Garuwashi el Invicto, el Elegido de Ceur’caelestos, de los Lantano de los Altos de Aenu.

Kylar juntó la mano izquierda con su muñón e hizo una reverencia de estilo ceurí.

—Adalid, las muchas historias de vuestras hazañas dan fe de vuestra valía.

Garuwashi se levantó y enfundó a Ceur’caelestos. Hizo una reverencia con una media sonrisa.

—Ángel de la Noche, lo mismo sucede con las pocas historias de las tuyas.

Empezaba a clarear en el horizonte, pero en el bosque seguía reinando la oscuridad. Olía a lluvia y al invierno que se acercaba. Kylar se preguntó si serían los últimos olores que percibiría. Sonrió ante la creciente marea del desespero.

—Se diría que tenemos un problema —dijo.
Varios, en realidad.

—¿De qué se trata? —preguntó Garuwashi.

No puedo luchar contigo sin matar antes a Feir y, aunque lo hiciera, ninguno de los dos merecéis la muerte.

—Tenéis una espada que necesito —respondió Kylar en cambio.

—¿Estás mal de la...? —preguntó Feir, pero se interrumpió al ver la mano que alzó Garuwashi.

—Discúlpame, Ángel de la Noche —dijo el ceurí—, pero no eres zurdo y te mueves como si la pérdida de tu mano de la espada fuese reciente. Si tanto deseas la muerte que estás dispuesto a desafiarme, no rechazaré el duelo. Pero ¿qué motivo puedes tener?

Que hice un trato con el Lobo.
Apenas unas horas después de cerrarlo, Kylar había encontrado una nota de Durzo que terminaba con
NO HAGAS TRATOS CON EL LOBO
. Quizá ese fuera el motivo.
No puedo ganar.

—No, a menos que yo te eche una mano —dijo el ka’kari en la cabeza de Kylar. La bola negra metálica que vivía dentro de él hablaba en raras ocasiones, y no siempre ayudaba cuando lo hacía.

Me parto de risa contigo
, le replicó Kylar en su pensamiento.

Los ojos de Garuwashi se desplazaron por un instante a la muñeca de Kylar. Feir los tenía desorbitados.

Kylar echó un vistazo hacia abajo y vio retorcerse una masa de metal negro azabache en su muñón. Poco a poco se definió en una mano. Intentó cerrarla en un puño, y lo consiguió.
¿Estás de broma?

—No soy tan cruel. Por cierto, a Jorsin Alkestes no le hacía gracia la idea de que sus enemigos volvieran a la vida. Si esa espada te mata, te mata de verdad.

Qué curioso, al Lobo se le pasó mencionar ese detalle.
Kylar movió los dedos negros. Tenía incluso un poco de tacto en ellos. Al mismo tiempo, la mano era demasiado ligera. Estaba hueca y la piel era más fina que el papiro.
Oye, ya que estás haciendo milagros...

—No.

¡Ni siquiera me has escuchado!


Adelante
. —Se diría que el ka’kari estaba poniendo los ojos en blanco. ¿Cómo lo hacía? Ni siquiera tenía ojos.

¿Puedes ajustar su peso?

—No.

¿Por qué no?

El ka’kari suspiró.

—Conservo un único tamaño. Ya estoy cubriendo toda tu piel y haciéndote una mano. ¿No te basta con la invisibilidad, las llamas azules y una mano adicional?

¿O sea que hacer contigo una daga y lanzarla sería una mala idea?

El ka’kari guardó un silencio enfurruñado, y Kylar sonrió. Entonces cayó en la cuenta de que estaba sonriendo a Lantano Garuwashi, que tenía sesenta y tres muertes atadas a su pelo, y ochenta y dos en los ojos.

—¿Necesitas un minuto? —preguntó Garuwashi, alzando una ceja.

—Hum, no, ya estoy listo —respondió Kylar. Y desenvainó su espada.

—Kylar —dijo Feir—, ¿qué piensas hacer con la espada?

—La dejaré en un lugar seguro.

Feir lo miró sorprendido.

—¿Te la llevarás al bosque de Ezra?

—Estaba pensando en lanzarla dentro.

—Buena idea —comentó Feir.

—Una idea ingeniosa, quizá. Pero no buena —corrigió Garuwashi.

Cerró la distancia que los separaba en un instante. Las espadas tintinearon con la melodía en staccato que culminaría en la muerte. Kylar decidió fingir una tendencia a extender demasiado sus contraataques. Con un espadachín tan brillante como Lantano Garuwashi, debería de bastar con que revelase dos veces la debilidad y preparase la trampa para la tercera.

Solo que, la primera vez que alargó demasiado la réplica, la espada de Garuwashi se coló en el hueco y le rozó las costillas. Podría haber matado a Kylar con la estocada, pero se contuvo, receloso de un engaño.

Kylar retrocedió dando tumbos y Garuwashi le dejó recomponerse, con cara de decepción. Apenas habían cruzado las espadas cinco segundos. Era demasiado rápido. Ridículamente rápido. Kylar llevó el ka’kari a sus ojos y quedó más estupefacto todavía.

—Ni siquiera tienes Talento —dijo.

—Lantano Garuwashi no necesita magia.

—¡Kylar Stern, sin duda, sí!

Kylar sintió un viejo y conocido escalofrío, un eco de su pasado. Era el miedo a morir. Con espadas anchas alitaeranas, Kylar podría haber aplastado a Garuwashi con la fuerza bruta de su Talento. Contra la elegante espada ceurí, la magia de Kylar casi no le servía para nada.

—Venga, sigamos —dijo Kylar.

Volvieron a empezar y Garuwashi tanteó a su rival, incluso cediendo terreno para ver lo que podía hacer. Sin embargo, no había tregua. Kylar lo veía claro. Pronto se cansaría e intentaría algo desesperado. Garuwashi estaría listo para aprovecharlo; ¿cuántos hombres desesperados había visto en sesenta y tres duelos? Sin duda, todo rival que hubiese sobrevivido al primer choque de los aceros había experimentado la misma desazón en el estómago que Kylar notaba. El autoengaño no tenía cabida en cuanto las espadas empezaban a cantar.

Algo cambió en el rostro de Garuwashi. No era suficiente para revelar a Kylar lo que pensaba hacer, pero sí para indicarle que Garuwashi creía conocer los puntos fuertes de Kylar. A continuación acabaría con aquello.

Hubo una pausa. Kylar esperó a que Garuwashi avanzase, con aquellos malditos brazos increíblemente largos y veloces que tenía, con su postura fluida y segura.

—Lo sientes, ¿no es así? —preguntó Garuwashi, aplazando su ataque—. El ritmo.

—A veces —gruñó Kylar, sin apartar los ojos del centro de Garuwashi, donde vería arrancar cualquier movimiento—. Una vez, lo oí como si fuera una auténtica música.

—¿Murieron muchos ese día? —preguntó Garuwashi.

Kylar se encogió de hombros.

—Treinta montañeses, cuatro brujos y un príncipe khalidorano —respondió Feir.

Lantano Garuwashi sonrió, nada sorprendido por lo informado que estaba Feir.

—Aun así, hoy luchas agarrotado. Estás rígido, más lento de lo normal. ¿Sabes por qué? Aquel día te las viste con la muerte no menos que hoy.

Falso, pero entonces no lo sabía.

—Hoy —prosiguió Garuwashi— tienes miedo. Estrecha tu visión, tensa tus músculos, te vuelve lento. Te causará la muerte. Lucha para ganar, Kylar Stern, no para no perder.

Era desconcertante oír buenos consejos de boca del hombre que estaba a punto de matarlo.

—Mira —dijo Garuwashi. Levantó Ceur’caelestos y Kylar vio que los filos se embotaban—. Sabré cuándo estás preparado.

Feir se apoyó en un árbol y dio un silbido quedo.

Garuwashi volvió a atacar y, en cuestión de segundos, la espada embotada recorrió las costillas de Kylar. Pasaron unos segundos más de furioso tintineo y la hoja sin filo le raspó el antebrazo para clavársele después en el hombro. Sin embargo, a pesar de los golpes que le llovían, Kylar empezó a recordar la implacable práctica con su maestro Durzo. Su miedo amainó. Aquello era lo mismo, solo que Kylar tenía más aguante, más fuerza, más velocidad y más experiencia que un año atrás. Y había vencido a Durzo. Una vez. Se le despejó la visión y su pulso, antes desbocado, se tranquilizó.

—¡Eso es! —dijo Garuwashi. Ceur’caelestos recobró el filo y empezaron.

Kylar era consciente de la presencia de Feir. El maestro de armas del segundo grado se había sentado en el suelo y los miraba boquiabierto y murmurando para sí:

—Del Juego de Gabel a Muchas Aguas a Tres Castillos de Montaña, bien, bien, a la Caza de la Garza y... ¿eso era la Defensa de Praavel? De la Zambullida de Goramond a... ¿qué carajo? Nunca había... La Racha de Yrmi, dioses benditos, ¿una variación de los Dos Tigres? De los Toros de Haran a...

La pelea se aceleró, pero Kylar se sentía en calma. Descubrió que estaba sonriendo, nada menos. ¡Qué locura! Mas era así, y los finos labios de Garuwashi a su vez esbozaban una sonrisilla propia. Había belleza allí, algo precioso y muy inusual. Todo hombre deseaba saber luchar. Pocos podían, y solo uno cada cien años lo hacía así de bien. Kylar nunca había pensado que vería a otro maestro a la altura de Durzo Blint, pero Lantano Garuwashi quizá fuese incluso mejor, un poco más rápido, con un poco más de alcance.

Kylar se agazapó tras un árbol joven un segundo antes de que Garuwashi lo partiera en dos. Mientras el ceurí apartaba el tronco que caía, Kylar pensó. Solo tenía una cosa de la que carecía Lantano Garuwashi. Bueno, aparte de la invisibilidad.

—¡Venga, no uses eso! ¡No sería justo!

Lo que Lantano Garuwashi no tenía eran años de combatir contra alguien mejor que él. Kylar estaba estudiando el estilo de Garuwashi de un modo en que el ceurí jamás había necesitado estudiar el de nadie. No había secreto: para ganar, Garuwashi confiaba básicamente en su superior velocidad, fuerza, alcance, técnica y flexibilidad. Y... ¡allí!

Kylar trazó medio Exceso del Señor de Umber y entonces lo modificó, retorciendo la última parada de tal modo que Ceur’caelestos le pasó a un pelo de la mejilla. Su propia espada cortó el hombro de Garuwashi, pero la réplica del ceurí ya estaba en camino. Kylar levantó un brazo y reforzó su borde con el ka’kari instintivamente.

Other books

Bad Blood by Mary Monroe
Romancing the Alpha: An Action-Adventure Romance Boxed Set by Zoe York, Ruby Lionsdrake, Zara Keane, Anna Hackett, Ember Casey, Anna Lowe, Sadie Haller, Lyn Brittan, Lydia Rowan, Leigh James
Lure of Forever by Doris O'Connor
The Curse by Sherrilyn Kenyon, Dianna Love
Heart of Ice by Carolyn Keene