Más allá del bien y del mal (22 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

BOOK: Más allá del bien y del mal
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Esos ingleses - no son una raza filosófica: Bacon significa un
atentado
contra el espíritu filosófico en cuanto tal, Hobbes, Hume y Locke, un envilecimiento y devaluación del concepto «filosófico» por más de un siglo.
Contra
Hume se levantó y alzó Kant; de Locke le
fue lícito
a Schelling decir:
je meprise Locke
[yo desprecio a Locke]; en la lucha contra la cretinización anglo-mecanicista del mundo estuvieron acordes Hegel y Schopenhauer (con Goethe), esos dos hostiles genios hermanos en filosofía, que tendían hacia los polos opuestos del espíritu alemán y que por ello se hacían injusticia como sólo se la hacen cabalmente los hermanos. - Qué es lo que falta y qué es lo que ha faltado siempre en Inglaterra sabíalo bastante bien aquel semi-comediante y retor, aquella insulsa cabeza revuelta que era Carlyle, el cual trataba de ocultar bajo muecas apasionadas lo que él sabía de sí mismo: a saber, qué era lo que le
faltaba
a Carlyle - auténtica
potencia
en la espiritualidad, auténtica
profundidad
en la mirada espiritual, en suma, filosofía. - A esa no-filosófica raza caracterízala el hecho de atenerse rigurosamente al cristianismo:
necesita
la disciplina «moralizadora» y humanizadora del cristianismo. El inglés, que es más sombrío, más sensual, más fuerte de voluntad y más brutal que el alemán - es justo por ello, por ser el más vulgar de los dos, más piadoso también que el alemán: tiene más
necesidad
cabalmente del cristianismo. Para olfatos más sutiles ese cristianismo inglés desprende incluso un efluvio genuinamente inglés de
spleen
[desgana] y de desenfreno alco-hólico, contra los cuales se lo usa, por buenas razones, como medicina, - es decir, se usa un veneno más fino contra otro más grosero: un envenenamiento más fino representa ya de hecho, entre pueblos torpes, un progreso, un paso hacia la espiritualización. La torpeza y la rústica seriedad de los ingleses encuentran su disfraz más soportable, o dicho con más exactitud: su interpretación y reinterpretación más soportables en la mímica cristiana y en el orar y cantar salmos; y para ese rebaño de borrachos y disolutos que aprende a gruñir moralmente, en otro tiempo bajo la violencia del metodismo, y de nuevo, recientemente, en forma de «Ejército de Salvación», una convulsión de penitencia puede ser en verdad la realización relativamente más alta de «humanidad» a la que se lo puede elevar: admitir esto es lícito y justo. Pero lo que resulta ofensivo incluso en el inglés más humano es su falta de música, o, hablando con metáfora (y sin metáfora -): el in-glés no tiene ritmo ni baile en los movimientos de su alma y de su cuerpo y ni siquiera tiene el deseo de ritmo y baile, de «música». Óigasele hablar; véase
caminar
a las inglesas más bellas - no existen en ningún país de la tierra palomas y cisnes más bellos, - en fin: ¡óigaselas cantar! Pero estoy exigiendo demasiado...

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Hay verdades tales que son las cabezas mediocres las que mejor las conocen, ya que son las más conformes a ellas, hay verdades tales que sólo poseen atractivos y fuerzas de seducción para espíritus mediocres: - a esta tesis, tal vez desagradable, vémonos empujados precisamente ahora, desde que el espíritu de unos ingleses estimables pero mediocres - doy los nombres de Darwin, John Stuart Mill y Herbert Spencer - comienza a adquirir preponderancia en la región media del gusto europeo. De hecho, ¿quién pondría en duda la utilidad de que dominen temporalmente
tales
espíritus? Sería un error considerar que cabalmente los espíritus de elevado linaje y de vuelo separado son especialmente hábiles para detectar muchos pequeños hechos vulgares, para coleccionarlos y reducirlos a fórmulas: - antes bien, en cuanto son excepciones, de antemano carecen de una actitud favorable para con las «reglas». En última instancia, tienen algo más que hacer que sólo conocer - a saber,
¡ser
algo nuevo,
significar
algo nuevo,
representar
valores nuevos! El abismo entre tener conocimientos y tener capacidad de obrar quizá sea más grande, también más inquietante de lo que se piensa: el hombre capaz de realizar algo en gran estilo, el creador, tendrá que ser posible-mente un ignorante, - mientras que, por otro lado, para hacer descubrimientos científicos del género de los de Darwin no constituyen una mala disposición indudablemente una cierta estrechez, una cierta avidez y una cierta solicitud diligente, en suma, un carácter inglés. - No se olvide, en fin, que los ingleses han causado ya una vez, con su bajo nivel medio, una depresión global del espíritu europeo: lo que se llama «las ideas modernas» o «las ideas del siglo dieciocho» o también «las ideas francesas» - es decir, aquello contra lo que el espíritu
alemán
se levantó con profunda náusea -, eso era de origen inglés, de ello no cabe duda. Los franceses fueron tan sólo los monos y comediantes de esas ideas, también sus mejores soldados, asimismo, por desgracia, sus primeras y más completas
víctimas:
pues a causa de la condenada anglomanía de las «ideas modernas» el
áme franfaise
[alma francesa] ha acabado volviéndose tan flaca y macilenta que hoy nos acordamos, casi sin creerlo, de sus siglos XVI y XVII, de su profunda y apasionada fuerza, de su inventiva aristocracia. Pero es preciso retener con los dientes esta tesis de equidad histórica y defenderla contra el instante y la apariencia visible: la
noblesse
[nobleza] europea - del sentimiento, del gusto, de la costumbre, en suma, entendida esa palabra en todo sentido elevado - es obra e invención de
Francia
, la vulgaridad europea, el plebeyismó de las ideas modernas - de
Inglaterra

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También ahora continúa siendo Francia la sede de la cultura más espiritual y refinada de Europa y la alta escuela del gusto: pero hay que saber encontrar esa «Francia del gusto». Quien forma parte de ella se mantiene bien oculto: - sin duda constituyen un número pequeño los hombres en los que esa Francia se encarna y vive, y son, además, hombres que no están asentados sobre piernas muy robustas, hombres en parte fatalistas, de ceño sombrío, enfermos, y en parte enervados y artificiosos, que tienen la ambición de ocultarse. Algo es común a todos ellos: cierran sus oídos a la furibunda estupidez y a la ruidosa locuacidad del bourgeois [burgués] democrático. De hecho lo que hoy se agita en el primer plano es una Francia que se ha vuelto estúpida y grosera, - recientemente ha celebrado, en el entierro de Victor Hugo, una verdadera orgía de falta de gusto y, a la vez, de admiración de sí misma. También otra cosa les es común a esos hombres: una buena voluntad de oponerse a la germanización espiritual - ¡y una incapacidad todavía mejor de lo-grarlo! En esta Francia del espíritu, que es también una Francia del pesimismo, tal vez haya llegado ahora Schopenhauer a estar más en su casa, en su patria, que lo estuvo nunca en Alemania; para no hablar de Heinrich Heine, el cual hace ya mucho tiempo que ha pasado a formar parte de la carne y la sangre de los más sutiles y exigentes líricos de París, o de Hegel, que hoy, en la figura de Taine - es decir, del primer historiador vivo -, ejerce un influjo casi tiránico. En lo que se refiere a Richard Wagner: cuanto más aprenda la música francesa a configurarse de acuerdo con las verdaderas necesidades del áme
moderne
[alma moderna], tanto más «wagnerizará», eso es lícito predecirlo, - ¡ya ahora está haciéndolo bastante! Tres son, sin embargo, las cosas que los franceses pueden hoy mostrar con orgullo como herencia y patrimonio suyos y como indeleble señal de una vieja superioridad de cultura sobre Europa, a pesar de toda la voluntaria o involuntaria germanización y aplebeyamiento del gusto: en primer lugar, la capacidad de sentir pasiones artísticas, de entregarse a la «forma», capacidad para designar la cual se ha inventado, junto a otras mil, la frase
l'art pour 1'art
[el arte por el arte] : - esto es algo que no ha faltado en Francia desde hace tres siglos y que ha posibilitado una y otra vez, gracias al respeto al «número pequeño», una especie de música de cáma-ra de la literatura, que en vano se busca en el resto de Europa -. Lo segundo sobre lo que los franceses pueden fundar una superioridad sobre Europa es su antigua y compleja cultura moralista, la cual hace que, hablando en general, incluso en pequeños romanciers [novelistas] de periódicos y en ocasionales boulevar-diers de Paris [escritores de boulevard de París] se encuentren una excitabilidad y una curiosidad psicológicas de que en Alemania, por ejemplo, no se tiene la menor idea (¡y mucho menos la cosa!). Fáltales a los alemanes para ello un par de siglos de carácter moralista, que, como hemos dicho, Francia no se ha ahorrado; quien llame por ello «ingenuos» a los alemanes cambia un defecto suyo en una alabanza. (Como antítesis de la inexperiencia y la inocencia alemanas in voluptate psychologica [en la voluptuosidad psicológica], las cuales están emparentadas, y no de lejos, con el aburrimiento de la vida social alemana, - y como expresión logradísima de una curiosidad y un talento inventivo auténticamente franceses para este reino de estremecimientos delicados, podemos considerar a Henri Beyle, ese notable hombre anticipador y precursor, que, con un tempo [ritmo] napoleónico, atravesó ala carrera su Europa, muchos siglos de alma europea, como un rastreador y descubridor de esa alma: - dos generaciones han sido precisas para darle alcance en cierto modo, para adivinar tardíamente algunos de los enigmas que lo atormentaban y embelesaban a él, a ese prodigioso epicúreo y hombre-interrogación, que ha sido el último psicólogo grande de Francia -.) Hay todavía un tercer título de superioridad: en la esencia de los franceses se da una síntesis, lograda a medias, entre el norte y el sur, la cual les permite comprender muchas cosas y les ordena hacer otras que un inglés no comprenderá jamás; su temperamento, que periódicamente se vuelve hacia el sur y se aleja de él, en el cual la sangre provenzal y ligur rebosa de cuando en cuando, presérvalos del horrible claroscuro del norte y de los espectros conceptuales y la anemia debidos a la falta de sol, - nuestra enfermedad
alemana
del gusto, contra cuyo exceso se ha recetado por el momento, con gran decisión, sangre y hierro, quiero decir: la «gran política» (de acuerdo con una terapéutica peligrosa, que a mí me enseña a aguardar y a aguardar, pero, hasta ahora, todavía no a tener esperanzas -). También ahora continúa habiendo en Francia un comprender anticipado y un adelantarse hacia aquellos hombres más raros, y raras veces satisfechos, que son demasiado abarcadores como para encontrar su satisfacción en una patriotería cualquiera y que saben amar en el norte el sur, en el sur el norte, - hacia los mediterráneos natos, hacia los «buenos europeos». - Para ellos ha escrito su música
Bizet
, ese último genio que ha visto una belleza y una seducción nuevas, - que ha descubierto un fragmento de
sur de la música.

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Frente a la música alemana considero que se imponen algunas cautelas. Suponiendo que alguien ame el sur igual que yo lo amo, como una gran escuela de curación en las cosas más espirituales y en las más sensuales, como una plenitud solar y una transfiguración solar incontenibles, desplegadas sobre una existencia que es dueña de sí misma, que cree en sí misma: bien, ése aprenderá a ponerse un poco en guardia frente a la música alemana, pues ésta, en la medida en que vuelve a echar a perder su gusto, vuelve a echar a perder también su salud. Ese hombre meridional, meridional no por ascendencia, sino por fe, tiene que soñar, en el caso de que sueñe con el futuro de la música, también con que la música se redima del norte, y tiene que sentir en sus oídos el preludio de una música más honda, más poderosa, acaso más malvada y misteriosa, de una música sobrealemana que no se desvanezca, que no se vuelva amarillenta y pálida ante el espectáculo del mar azul y voluptuoso y de la claridad mediterránea del cielo, como le ocurre a toda la música alemana, sentir en sus oídos el preludio de una música sobreeuropea que se afirme incluso frente a las grises puestas de sol del desierto, cuya alma esté emparentada con la palmera y sepa vagar y sentirse como en su casa entre los grandes, hermosos, solitarios animales de presa... Yo podría imaginarme una música cuyo más raro encanto consistiría en que no supiese yo nada del bien y del mal y sobre la cual tal vez sólo acá y allá se deslizasen una cierta nostalgia de navegante, algunas sombras doradas y algunas blandas debilidades: un arte que, desde una gran lejanía, viese cómo corren a refugiarse en él los colores de un mundo
moral
que está hundiéndose en su ocaso y que se ha vuelto casi incomprensible, y que fuese lo bastante hospitalario y profundo como para recibir a esos fugitivos rezagados. –

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Gracias al morboso extrañamiento que la insania de las nacionalidades ha introducido y continúa introdu-ciendo entre los pueblos de Europa, gracias asimismo a los políticos de mirada corta y de mano rápida que hoy están arriba con la ayuda de esa insania y que no atisban en absoluto hasta qué punto la política disgre-gacionista que practican no puede ser necesariamente más que una política de entreacto, - gracias a todo eso y a otras muchas cosas, totalmente inexpresables hoy, ahora son pasados por alto o reinterpretados de manera arbitraria y mendaz los indicios más inequívocos en los cuales se expresa que
Europa quiere llegar
a ser una.
En todos los hombres más profundos y más amplios de este siglo su verdadera orientación global en el misterioso trabajo de su alma tendía a preparar el camino a esta nueva
síntesis
y a anticipar a modo de ensayo el europeo del futuro: sólo en sus aspectos superficiales o en horas de debilidad, por ejemplo en la vejez, pertenecían a las «patrias», - no hacían otra cosa que descansar de sí mismos cuando se volvían «patriotas». Pienso en hombres como Napoleón, Goethe, Beethoven, Stendhal, Heinrich Heine, Schopenhauer: no se me tome a mal el que también cuente entre ellos a Richard Wagner, respecto del cual no es lícito dejarse seducir por sus propios malentendidos, - los genios de su especie tienen raras veces el derecho a entenderse a sí mismos. Menos todavía, desde luego, por el incivilizado ruido con que ahora la gente en Francia se opone y se defiende contra Richard Wagner: - sigue siendo un hecho, a pesar de todo, que el
tardío
romanticismo francés
de los años cuarenta y Richard Wagner se hallan emparentados de manera muy estrecha e íntima. Se hallan emparentados, radicalmente emparentados, en todas las alturas y profundidades de sus necesidades: es Europa, la
única
Europa, cuya alma, a través de su arte multiforme y tumultuoso, aspira a ir más allá, más arriba, y tiende - ¿hacia dónde?, ¿hacia una nueva luz?, ¿hacia un nuevo sol? ¿Mas quién expresaría exactamente lo que todos esos maestros de nuevos medios lingüísticos no supieron expresar con claridad? Lo que es cierto es que a ellos los atormentaba un mismo
Sturm und Drang`
[borrasca e impulso], que ellos
buscaban
del mismo modo, ¡esos últimos grandes buscadores! Todos ellos dominados por la literatura hasta en sus ojos y sus oídos - los primeros artistas dotados de una cultura literaria mundial -, la mayoría de las veces, incluso, también escritores, poetas, intermediarios y amalgamadores de las artes y de los sentidos (Wagner, en cuanto músico, es un pintor, en cuanto poeta, un músico, en cuanto artista sin más, un comediante); todos ellos fanáticos de la
expresión
«a cualquier precio» - destaco a Delacroix, el más afín de todos a Wagner -, todos ellos grandes descubridores en el reino de lo sublime, también de lo feo y horrible, y descubridores aún más grandes en el producir efecto, en la puesta en escena, en el arte de los escaparates, todos ellos talentos que superaban en mucho a su genio -, virtuosistas de pies a cabeza, dotados de inquietantes accesos a todo lo que seduce, atrae, coacciona, subyuga, enemigos natos de la lógica y de las líneas rectas, ávidos de lo extraño, exótico, monstruoso, curvo, de lo que se contradice a sí mismo; como hombres, Tántalos de la voluntad, plebeyos llegados a la cumbre, que se sabían incapaces, en la vida y en la creación, de un
tempo
[ritmo] aristocrático, de un
lento, -
piénsese, por ejemplo, en Balzac - trabajadores desenfrenados, casi destructores de sí mismos mediante el trabajo; antinomistas y rebeldes en las costumbres, ambiciosos e insaciables, carentes de equilibrio y de goce; todos ellos, en fin, prosternados y arro-dillados ante la cruz cristiana (y esto, con toda razón: pues ¿quién de ellos habría sido suficientemente profundo y originario para una filosofía del
Anticristo?-)
, en conjunto una especie temerariamente audaz, es-pléndidamente violenta de hombres superiores, que volaba alto y arrastraba hacia la altura, especie que hubo de empezar por enseñar a su siglo - ¡y es el siglo de la
masa! -
el concepto de «hombre superior»... Que los amigos alemanes de Richard Wagner decidan por sí mismos si en el arte wagneriano hay algo alemán de verdad, o si no ocurre que lo que cabalmente distingue a ese arte es el provenir de fuentes e impulsos
supraalemanes: y
en esto no se infravalore el hecho de que, para que se formase del todo el tipo de Wagner, resultó indispensable justamente París, hacia el cual le mandó aspirar en la época más decisiva la profundidad de sus instintos, y que toda su manera de presentarse, de hacer apostolado de sí mismo, sólo pudo alcanzar su perfección a la vista del modelo de los socialistas franceses. Tal vez se encontrará, en una comparación más sutil, para honra de la naturaleza alemana de Richard Wagner, que éste fue en todo más fuerte, más audaz, más duro, superior a cuanto podría serlo un francés del siglo XIX, - gracias a la circunstancia de que nosotros los alemanes estamos más próximos a la barbarie que los franceses -; tal vez, incluso, resulte inaccesible, inexperimentable, inimitable siempre, y no sólo hoy, a la raza latina entera, tan tardía, lo más notable que Richard Wagner ha creado: la figura de Sigfrido, aquel hombre muy
libre
, el cual acaso sea de hecho demasiado libre, demasiado duro, demasiado jovial, demasiado sano, demasiado
antica-tólico
para el gusto de viejos y marchitos pueblos civilizados. Tal vez ese Sigfrido antilatino haya sido incluso un pecado contra el romanticismo: ahora bien, ese pecado lo ha expiado Wagner abundantemente, en los días confusos de su vejez, cuando -anticipando un gusto que entretanto se ha convertido en política-comenzó, si no a recorrer, sí al menos a predicar, con la vehemencia religiosa que le era peculiar, el
camino
hacia Roma. - A
fin de que no se me malentienda por estas últimas palabras, voy a recurrir a la ayuda de ciertos vigorosos versos que revelarán también a oídos menos sutiles qué es lo que yo quiero, - lo que yo quiero
contra
el «último Wagner» y la música de su
Parsifal.

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