219
El juicio y la condena morales constituyen la venganza favorita de los hombres espiritualmente limitados contra quienes no lo son tanto, y también una especie de compensación por el hecho de haber sido mal dotados por la naturaleza, y, en fin, una ocasión de adquirir espíritu y
volverse
sutiles: —la maldad espiritualiza. En el fondo de su corazón les agrada que exista un criterio frente al cual incluso los hombres colmados de bienes y privilegios del espíritu se equiparan a ellos: —luchan por la «igualdad de todos ante Dios», y para esto casi
necesitan
ya la fe en Dios. Entre ellos se encuentran los adversarios más vigorosos del ateís—mo. Quien les dijera: «una espiritualidad elevada no tiene comparación con ninguna probidad ni respetabilidad de un hombre que sea precisamente sólo moral», ése los pondría furiosos: —yo me guardaré de hacerlo. Quisiera, antes bien, halagarlos con mi tesis de que una espiritualidad elevada subsiste tan sólo como último engendro de cualidades morales; que ella constituye una síntesis de todos aquellos estados atribui—dos a los hombres «sólo morales», una vez que se los ha conquistado, uno a uno, mediante una disciplina y un ejercicio prolongados, tal vez en cadenas enteras de generaciones; que la espiritualidad elevada es precisamente la espiritualización de la justicia y de aquel rigor bonachón que se sabe encargado de mantener en el mundo el
orden del rango
, entre las cosas mismas —y no sólo entre los hombres.
220
Dado que la alabanza de lo «desinteresado» es tan popular ahora, tenemos que cobrar consciencia, tal vez no sin algún peligro, de
qué
es aquello por lo que el pueblo se interesa propiamente y de cuáles son en general las cosas de que el hombre vulgar se preocupa por principio y a fondo: incluidos los hombres cultos, incluso los doctos, y, si no me equivoco del todo, casi también los filósofos. El hecho que aquí sale a luz es que la mayor parte de las cosas que interesan y atraen a gustos más sutiles y exigentes, a toda naturaleza superior, ésas le parecen completamente «no interesantes» al hombre medio: —y si éste, a pesar de todo, observa una dedicación a ellas, la califica de
désintéressé
[desinteresada] y se asombra de que sea posible actuar «desinteresadamente». Ha habido filósofos que han sabido dar una expresión seductora y místicamente ultraterrenal a ese asombro popular (— ¿acaso porque no conocían por experiencia la naturaleza superior?) —en lugar de establecer la verdad desnuda e íntimamente justa de que la acción «desinteresada» es una acción muy interesante e interesada, presuponiendo que... «¿Y el amor?» —¡Cómo! ¿También una ac—ción realizada por amor será «no egoísta»? ¡Pero cretinos! —«¿Y la alabanza del que se sacrifica?» —Mas quien ha realizado verdaderamente sacrificios sabe que él quería algo a cambio de ellos, y que lo consiguió, —tal vez algo de sí a cambio de algo de sí —que dio algo en un sitio para tener más en otro, acaso para ser más o para sentirse a sí mismo como «más». Es éste, sin embargo, un reino de preguntas y respuestas en el que a un espíritu exigente no le gusta detenerse: hasta tal punto necesita aquí la verdad reprimir el bostezo cuando tiene que dar respuesta. En última instancia es la verdad una mujer : no se le debe hacer violencia.
221
Ocurre, decía un pedante y doctrinario moralista, que yo honro y trato con distinción a un hombre desinteresado: pero no porque él sea desinteresado, sino porque me parece que tiene derecho a ser, a costa suya, útil a otro hombre. Bien, la cuestión está siempre en saber quién es
aquél y
quién es
éste.
En un hombre destinado y hecho para mandar, por ejemplo, el negarse a sí mismo y el posponerse modestamente no sería una virtud, sino la disipación de una virtud: así me parece a mí. Toda moral no egoísta que se considere a sí misma incondicional y que se dirija a todo el mundo no peca solamente contra el gusto: es una incitación a cometer pecados de omisión, es una seducción más, bajo máscara de filantropía —y cabalmente una seducción y un daño de los hombres superiores, más raros, más privilegiados. A las morales hay que forzarlas a que se inclinen sobre todo ante la
jerarquía
, hay que meterles en la conciencia su presunción, —hasta que todas acaben viendo con claridad que es
inmoral
decir: «Lo que es justo para uno es justo para otro». —Así dice mi pedante y
bonhomme
[buen hombre] moralista: ¿merecería sin duda que nos riésemos de él cuando así predicaba moralidad a las morales? Mas si queremos tener de
nuestro
lado a los que ríen no debemos tener demasiada razón; una pizca de falta de razón forma parte incluso del buen gusto.
222
En los lugares en que hoy se predica compasión —y, si se escucha bien, ahora no se predica ya ninguna otra religión —, abra el psicólogo sus oídos: a través de toda la vanidad, a través de todo el ruido que son propios de esos predicadores (como de todos los predicadores), oirá un ronco, quejoso, genuino acento de
autodesprecio.
Éste forma parte de aquel ensombrecimiento y afeamiento de Europa que desde hace un siglo no hace más que aumentar (y cuyos primeros síntomas están consignados ya en una pensativa carta de Galiani a madame D'Epinay): ¡si
es que no es la causa de ellos!
El hombre de las «ideas modernas», ese mono orgulloso, está inmensamente descontento consigo mismo: esto es seguro. Padece: y su vanidad quiere que él sólo «com—padezca»...
223
El mestizo hombre europeo —un plebeyo bastante feo, en conjunto —necesita desde luego un disfraz: necesita la ciencia histórica como guardarropa de disfraces. Es cierto que se da cuenta de que ninguno de éstos cae bien a su cuerpo, —cambia y vuelve a cambiar. Examínese el siglo xix en lo que respecta a esas rápidas predilecciones y variaciones de las mascaradas estilísticas; también en lo que se refiere a los instantes de desesperación porque «nada nos cae bien». —Inútil resulta exhibirse con traje romántico, o clásico, o cristiano, o florentino, o barroco, o «nacional»
in moribus et artibus
[en las costumbres y en las artes] : ¡nada «viste»! Pero el «espíritu», en especial el «espíritu histórico», descubre su ventaja incluso en esa desesperación: una y otra vez un nuevo fragmento de prehistoria y de extranjero es ensayado, adaptado, desechado, empaquetado y, sobre todo,
estudiado: —
nosotros somos la primera época estudiada
in puncto
[en asunto] de «disfraces», quiero decir, de morales, de artículos de fe, de gustos artísticos y de religiones, nosotros estamos preparados, como ningún otro tiempo lo estuvo, para el carnaval de gran estilo, para la más espiritual petulancia y risotada de carnaval, para la altura trascendental de la estupidez suprema y de la irrisión aristofanesca del mundo. Acaso nosotros hayamos descubierto justo aquí el reino de nuestra
invención
, aquel reino donde también nosotros podemos ser todavía originales, como parodistas, por ejemplo, de la historia universal y como bufones de Dios, —¡tal vez, aunque ninguna otra cosa de hoy tenga futuro, ténga—lo, sin embargo, precisamente nuestra
risa!
224
El sentido histórico (o
la capacidad de adivinar con rapidez la jerarquía de las valoraciones según las cuales han vivido un pueblo, una sociedad, un ser humano, el «instinto adivinatorio» de las relaciones existentes entre esas valoraciones, de la relación entre la autoridad de los valores y la autoridad de las fuerzas efectivas): ese sentido histórico que nosotros los europeos reivindicamos como nuestra peculiaridad lo ha traído a nosotros la encantadora y loca
semibarbarie
en que la mezcolanza democrática de estamentos y razas ha precipitado a Europa, —el siglo XIX ha sido el primero en conocer ese sentido como su sexto sentido. El pasado de cada forma y de cada modo de vivir, de culturas que antes se hallaban duramente yuxtapuestas, superpuestas, desemboca gracias a esa mezcolanza en nosotros las «almas modernas», a partir de ahora nuestros instintos corren por todas partes hacia atrás, nosotros mismos somos una especie de caos —: finalmente, como hemos dicho, «el espíritu» descubre en esto su ventaja. Gracias a nuestra semibarbarie de cuerpo y de deseos tenemos accesos secretos a todas partes, accesos no poseídos nunca por ninguna época aristocrática, sobre todo los accesos al laberinto de las culturas incompletas y a toda semibarbarie que alguna vez haya existido en la tierra; y en la medida en que la parte más considerable de la cultura humana ha sido hasta ahora precisamente semibarbarie, el «sentido histórico» significa casi el sentido y el instinto para percibir todas las cosas, el gusto y la lengua para saborear todas las cosas: con lo que inmediatamente revela ser un sentido
no aristocrático.
Volvemos a gozar, por ejemplo, a Homero: quizá nuestro avance más afortunado sea el que sepamos saborear a Homero, al que los hombres de una cultura aristocrática (por ejemplo, los franceses del siglo XVII, como Saint—Evremond, que le reprocha el
esprit vaste
[espíritu vasto], e incluso todavía Voltaire, acorde final de aquélla) no saben ni han sabido apropiárselo con tanta facilidad. El sí y el no, muy precisos, de su paladar, su náusea fácil de aparecer, su vacilante reserva con relación a todo lo heterogéneo, su miedo a la falta de gusto que puede haber incluso en la curiosidad más viva, y, en general, aquella mala voluntad de toda cultura aristocrática y autosatisfecha para confesarse un nuevo deseo, una insatisfacción en lo propio, una admiración de lo extraño: todo eso predispone y previene desfa—vorablemente a estos aristócratas aun frente a las mejores cosas del mundo que no sean propiedad suya o que no
puedan
convertirse en presa suya, —y ningún sentido resulta más ininteligible a tales hombres que justo el sentido histórico y su curiosidad sumisa, propia de plebeyos. Lo mismo ocurre con Shakespeare, esa asombrosa síntesis hispanomoro—sajona del gusto, del cual se habría reído o con el cual se habría enoja—do casi hasta morir un ateniense antiguo amigo de Esquilo; pero nosotros —aceptamos precisamente, con una familiaridad y cordialidad secretas, esa salvaje policromía, esa mezcla de lo más delicado, grosero y artificial, nosotros gozamos a Shakespeare considerándolo como el refinamiento del arte reservado precisamente a nosotros, y al hacerlo dejamos que las exhalaciones repugnantes y la cercanía de la plebe inglesa, en medio de las cuales viven el arte y el gusto de Shakespeare, nos incomoden tan poco como nos incomo—dan, por ejemplo, en la Chiaja de Nápoles: donde nosotros seguimos nuestro camino llevando todos los sentidos abiertos, fascinados y dóciles, aunque el olor de las cloacas de los barrios plebeyos llene el aire. Nosotros los hombres del «sentido histórico»: en cuanto tales, poseemos nuestras virtudes, no puede negarse, —carecemos de pretensiones, somos desinteresados, modestos, valerosos, llenos de autosuperación, llenos de abnegación, muy agradecidos, muy pacientes, muy acogedores: —con todo esto, quizá no tengamos mucho «buen gusto». Confesémonoslo por fin: lo que a nosotros los hombres del «sentido histórico» más difícil nos resulta captar, sentir, saborear, amar, lo que en el fondo nos encuentra prevenidos y casi hostiles, es justo lo perfecto y lo definitivamente maduro en toda cultura y en todo arte, lo auténticamente aristocrático en obras y en seres humanos, su instante de mar liso y de autosatisfacción alciónica, la condición áurea y fría que muestran todas las cosas que han alcanzado su perfección. Tal vez nuestra gran virtud del sentido histórico consista en una necesaria antítesis del
buen
gusto, al menos del óptimo gusto, y sólo de mala manera, sólo con vacilaciones, sólo por coacción somos capaces de reproducir en nosotros precisamente aquellas pequeñas, breves y supremas jugadas de suerte y transfiguraciones de la vida humana que acá y allá resplandecen: aquellos instantes y prodigios en que una gran fuerza se ha detenido voluntariamente ante lo desmedido e ilimitado —, en que gozamos de una sobreabundancia de sutil placer en el repentino domeñarnos y quedarnos petrificados, en el establecernos y fijarnos sobre un terreno que todavía tiembla. La
moderación
se nos ha vuelto extraña, confesémoslo; nuestro prurito es cabalmente el prurito de lo infinito, des—mesurado. Semejantes al jinete que, montado sobre un corcel, se lanza hacia delante, así nosotros dejamos sueltas las riendas ante lo infinito, nosotros los hombres modernos, nosotros los semibárbaros —y no tenemos
nuestra
bienaventuranza más que allí donde más
—peligro corremos.
225
Lo mismo el hedonismo que el pesimismo, lo mismo el utilitarismo que el eudemonismo: todos esos modos de pensar que miden el valor de las cosas por el
placer y
el
sufrimiento
que éstas producen, es decir, por estados concomitantes y cosas accesorias, son ingenuidades y modos superficiales de pensar, a los cuales no dejará de mirar con burla, y también con compasión, todo aquel que se sepa poseedor de fuerzas
confi—guradoras
y de una conciencia de artista. ¡Compasión para con
vosotros!
no es, desde luego, la compasión tal como vosotros la entendéis: no es compasión para con la «miseria» social, para con la «sociedad» y sus enfermos y lisiados, para con los viciosos y arruinados de antemano, que yacen por tierra a nuestro alrededor; y menos todavía es compasión para con esas murmurantes, oprimidas, levantiscas capas de esclavos que aspiran al dominio —ellas lo llaman libertad —.
Nuestra
compasión es una compasión más elevada, de visión más larga: —¡nosotros vemos cómo
el hombre
se empequeñece, cómo
vosotros lo
empequeñecéis! —y hay instantes en los que contemplamos precisamente
vuestra
compasión con una ansiedad indescriptible, en los que nos defendemos de esa compasión —, en los que encontramos que vuestra seriedad es más peligrosa que cualquier ligereza. Vosotros queréis, en lo posible,
eliminar el sufrimiento —
y no hay ningún «en lo posible» más loco que ése —; ¿y nosotros? —¡parece cabalmente que
nosotros
preferimos que el sufrimiento sea más grande y peor que lo ha sido nunca! El bienestar, tal como vosotros lo entendéis —¡eso no es, desde luego, una meta, eso a nosotros nos parece un
final!
Un estado que enseguida vuelve ridículo y despreciable al hombre, —¡que hace
desear
el ocaso de éste! La disciplina del sufrimiento, del
gran
sufrimiento —¿no sabéis que únicamente
esa
disciplina es la que ha creado hasta ahora todas las elevaciones del hombre? Aquella tensión del alma en la infelicidad, que es la que le inculca su fortaleza, los estremecimientos del alma ante el espectáculo de la gran ruina, su inventiva y valentía en el soportar, perseverar, interpretar, aprovechar la desgracia, así como toda la profundidad, misterio, máscara, espíritu, argucia, grandeza que le han sido donados al alma: —¿no le han sido donados bajo sufrimientos, bajo la disciplina del gran sufrimiento?
Criatura y creador
están unidos en el hombre: en el hombre hay materia, fragmento, exceso, fango, basura, sinsentido, caos; pero en el hombre hay también un creador, un escultor, dureza de martillo, dioses—espectadores y séptimo día: —¿entendéis esa antítesis? ¿Y que
vuestra
compasión se dirige a la «criatura en el hombre», a aquello que tiene que ser configurado, quebrado, forjado, arrancado, quemado, abrasado, purificado, a aquello que necesariamente tiene que
sufrir
y que
debe
sufrir? Y
nuestra
compasión— ¿no os dais cuenta de a qué se dirige nuestra
opuesta
compasión cuando se vuelve contra vuestra compasión considerándola como el más perverso de todos los reblandecimientos y debilidades? —¡Así, pues, compasión
contra
compasión! —Pero, dicho una vez más, hay problemas más altos que todos los problemas del placer, del sufrimiento y de la compasión; y toda filosofía que no aboque a ellos es una ingenuidad. —