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Authors: Charlaine Harris

Más muerto que nunca (34 page)

BOOK: Más muerto que nunca
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Los aspirantes entraron en el «ring», que en realidad consistía en un cuadrado grande señalado mediante esas cuerdas de terciopelo y esos postes coronados con metal que se utilizan en los hoteles para delimitar espacios. Me había imaginado el cuadrado como un patio de juegos, pero cuando dieron la luz me di cuenta de que era más bien una combinación de pista de saltos para caballos y gimnasio..., o una pista para realizar pruebas de agilidad con perros gigantes.

—Ahora os transformaréis —dijo Christine, que a continuación se hizo a un lado y se mezcló con los asistentes. Ambos candidatos se tumbaron en el suelo y la atmósfera a su alrededor empezó a brillar y distorsionarse. Transformarse rápidamente y por voluntad propia era una gran fuente de orgullo para los cambiantes. Los dos hombres lobo culminaron su transformación casi al mismo instante. Jackson Herveaux se convirtió en un gigantesco lobo negro, como su hijo. Patrick Furnan se transformó en un lobo de pelaje gris claro y ancho de pecho, de longitud un poco más corta.

La pequeña multitud se acercó al ring y se colocó contra las cuerdas de terciopelo. En aquel momento, uno de los hombres más grandes que había visto en mi vida surgió de entre las sombras para adentrarse en el ring. Era el hombre al que había visto en el funeral del coronel Flood. Medía más de un metro noventa e iba descalzo y con el torso desnudo. Era increíblemente musculoso y no tenía ni un solo pelo en la cabeza ni en el pecho. Parecía un genio; habría tenido un aspecto de lo más natural vestido con fajín y pantalones bombachos, pero llevaba, en cambio, unos vaqueros gastados. Sus ojos parecían dos pozos de petróleo. Era un cambiante de algún tipo, pero no lograba imaginarme en qué podía convertirse.

—Caray —dijo Claude.

—Caramba —susurró Claudine.

—Jolines —murmuré yo.

El hombre se situó entre los contrincantes para dar inicio a la prueba.

—Una vez empiece la prueba, ningún miembro de la manada podrá interrumpirla —dijo, mirando a los dos hombres lobos—. El primer candidato es Patrick, lobo de esta manada —añadió el hombre alto. Su voz de bajo resultaba tan dramática como un lejano redoble de tambores.

Entonces lo comprendí: era el árbitro.

—Hemos lanzado la moneda al aire y Patrick será el primero —dijo el hombre alto.

Y antes de que me diera tiempo a pensar que resultaba gracioso que toda aquella ceremonia incluyera un lanzamiento de moneda al aire, el lobo de pelaje claro había iniciado ya la prueba y se movía tan rápidamente que resultaba difícil seguirlo. Subió volando una rampa, saltó por encima de tres barriles, aterrizó en el suelo, ascendió otra rampa, atravesó un aro que colgaba del techo —que se balanceó de forma violenta después de que pasara a través de él—, aterrizó de nuevo en el suelo y atravesó a continuación un túnel transparente estrecho y retorcido. Era como esos túneles que venden en las tiendas de mascotas para hámsteres o hurones, pero más grande. Cuando emergió del túnel, el lobo, con la boca abierta y jadeando, llegó a una zona cubierta de césped artificial. Allí se detuvo y se lo pensó antes de pisarla. Y todos sus pasos fueron así hasta que logró atravesar los veinte metros de longitud que mediría aquella zona. De pronto, una parte del césped artificial se abrió como una trampa y a punto estuvo de engullir la pata trasera del lobo. El lobo ladró consternado y se quedó paralizado. Tenía que ser una agonía intentar reprimirse y no correr hacia la seguridad que le ofrecía la plataforma que estaba a escasos centímetros de distancia.

Aunque todo aquello tenía poco que ver conmigo, me descubrí temblando. El público estaba tenso. Sus integrantes habían dejado de moverse como humanos. Incluso la excesivamente maquillada señora Furnan tenía los ojos abiertos de par en par, unos ojos que no parecían en absoluto los de una mujer.

Cuando el lobo gris realizó la prueba final, un salto desde posición de parada que tenía que cubrir la longitud de quizá dos coches, un aullido de triunfo surgió de la garganta de la pareja de Patrick. El lobo gris se quedó inmóvil y a salvo sobre la plataforma. El árbitro comprobó el cronómetro que tenía en la mano.

—Segundo candidato —dijo aquel hombre tan grande—, Jackson Herveaux, lobo de esta manada. —Un cerebro próximo a mí me suministró el nombre del árbitro.

—Quinn —le susurré a Claudine. Abrió los ojos de par en par. El nombre tenía un sentido para ella que ni siquiera me podía imaginar.

Jackson Herveaux inició entonces la prueba de habilidad que Patrick acababa de finalizar. Atravesó el aro suspendido con más elegancia, ya que apenas se movió cuando pasó a través del mismo. Me pareció que tardaba un poco más en pasar por el túnel. Y también se dio cuenta él, pues inició el terreno con trampas a mayor velocidad de la que consideré prudente. Se detuvo en seco, llegando tal vez a la misma conclusión. Se inclinó para poder utilizar con más perspicacia su olfato. La información obtenida le hizo estremecerse. Con un cuidado exquisito, el hombre lobo levantó una de sus negras patas delanteras y la movió una fracción de centímetro. Conteniendo la respiración, lo observamos avanzar con un estilo completamente distinto al de su predecesor. Patrick Furnan había utilizado pasos grandes, había realizado pausas prolongadas para olisquear con detalle, un estilo que podría calificarse como de correr y esperar. Jackson Herveaux avanzaba de forma regular y a pequeños pasos, olisqueando sin cesar, tramando astutamente sus movimientos. El padre de Alcide finalizó el recorrido ileso, sin pisar ninguna de las trampas.

El lobo negro se preparó para el largo salto final y se lanzó a por él con todas sus fuerzas. Su aterrizaje fue poco elegante y tuvo que esforzarse para que sus patas traseras se aferraran al borde de la zona de aterrizaje. Pero lo consiguió, y en el espacio vacío resonaron algunos gritos de felicitación.

—Ambos candidatos han superado la prueba de agilidad —dijo Quinn. Examinó con la vista a los presentes. Y diría que su mirada se posó en nuestro extravagante trío (dos hermanos gemelos de la familia de las hadas, altos y de pelo oscuro, y una humana rubia, mucho más bajita) un poco más de tiempo de lo esperado, aunque tal vez fuera sólo mi impresión.

Vi que Christine trataba de llamar mi atención. Cuando advirtió que la miraba 67movió la cabeza de forma casi imperceptible en dirección a un punto de la zona donde iba a realizarse la prueba de resistencia. Perpleja pero obediente, me abrí paso entre la gente. No me di cuenta de que los gemelos me habían seguido hasta que volví a verlos de pie a mi lado. Christine quería que viese alguna cosa, quería que... Claro está. Christine quería que utilizara mi talento. Sospechaba... artimañas sucias. Cuando Alcide y su homólogo rubio pasaron a ocupar sus puestos en el cercado, vi que llevaban guantes. Estaban totalmente absortos en la competición y no tenía manera de encontrar nada más en su cabeza. Me quedaban sólo los dos lobos. Nunca había intentado leer la mente de una persona transformada.

Con una ansiedad considerable, me concentré en abrirme a sus pensamientos. Como cabía esperar, la combinación de modelos de pensamiento humanos y caninos era todo un reto. En mi primera exploración sólo fui capaz de captar la misma concentración, pero entonces detecté una diferencia.

Cuando Alcide levantó una vara de plata de casi medio metro de largo, se me encogió el estómago. Y cuando vi al joven rubio repetir el gesto, noté que mi boca forzaba una mueca de aversión. Los guantes no eran totalmente necesarios, pues en forma humana la plata no tenía por qué dañar la piel de un hombre lobo. En forma de lobo, sin embargo, la plata resultaba extremadamente dolorosa.

El rubio segundo de Furnan acarició la barra de plata, como si buscara algún desperfecto invisible.

No tenía ni idea de por qué la plata debilitaba a los vampiros y los quemaba, ni de por qué podía ser fatal para los hombres lobo, mientras que, por otro lado, no tenía ningún tipo de efecto sobre las hadas (que, sin embargo, no soportaban una exposición prolongada al hierro). Pero sabía que era así y sabía también que la próxima prueba sería una experiencia terrible de ver.

Pero me encontraba allí para presenciarla. Algo iba a suceder que merecía mi atención. Volví a concentrarme en la pequeña diferencia que había leído en los pensamientos de Patrick que, transformado en lobo, apenas podían calificarse de «pensamientos».

Quinn estaba situado entre los dos segundos, con la suave superficie de su cabeza bajo un rayo de luz. Seguía con el cronómetro en la mano.

—A continuación, los candidatos tomarán la plata —dijo, y con las manos cubiertas con guantes, Alcide colocó la barra de plata en la boca de su padre. El lobo negro la sujetó y se sentó, y lo mismo hizo el lobo gris con su barra de plata. Los dos segundos se retiraron. Jackson Herveaux emitió un sonoro gemido de dolor, mientras que Patrick Furnan no mostraba otro signo de tensión que un fuerte jadeo. Cuando la delicada piel de sus encías y sus labios empezó a humear y a oler un poco, el lamento de Jackson se hizo más fuerte. La piel de Patrick mostraba los mismos síntomas de dolor, pero el lobo seguía en silencio.

—Son muy valientes —susurró Claude, observando con una mezcla de fascinación y horror el tormento que estaban soportando ambos lobos. Cada vez se veía más claro que el lobo de más edad no ganaría aquella prueba. Los signos visibles de dolor aumentaban a cada segundo que transcurría, y aunque Alcide estaba únicamente concentrado en su padre para darle todo su apoyo, la prueba finalizaría en cualquier momento. Excepto que...

—Está haciendo trampas —grité con claridad, señalando al lobo gris.

—Ningún miembro de la manada puede hablar. —La voz profunda de Quinn no mostraba signos de enfado, sino que habló con un tono meramente informativo.

—No soy miembro de la manada.

—¿Estás impugnando la prueba? —Quinn me miraba fijamente. Los miembros de la manada que estaban cerca de mí se retiraron hasta que me quedé sola, acompañada únicamente por los hermanos gemelos, que me miraban con expresión de sorpresa y consternación.

—Claro que sí. Huele los guantes que lleva el segundo de Patrick.

Al rubio lo habían pillado por sorpresa. Y era culpable.

—Soltad las barras —ordenó Quinn, y los dos lobos obedecieron, Jackson Herveaux con un quejido. Alcide se arrodilló junto a su padre y lo abrazó.

Quinn, moviéndose con tal suavidad que parecía que sus articulaciones estuvieran engrasadas, se arrodilló para recoger los guantes que el segundo de Patrick había tirado al suelo. La mano de Libby Furnan se precipitó por encima de la cuerda de terciopelo para recogerlos, pero un profundo gruñido de Quinn sirvió para indicarle que se detuviera. Yo misma me estremecí, y eso que estaba mucho más lejos de él que Libby.

Quinn recogió los guantes y los olisqueó.

Miró a Patrick Furnan con una expresión de desdén tan pronunciada que me sorprendió que el lobo no se derrumbara bajo su propio peso.

Se volvió hacia los presentes.

—La mujer tiene razón. —La voz profunda de Quinn otorgó a las palabras la pesadez de una piedra—. Los guantes están untados con algún tipo de fármaco. La piel de Furnan ha quedado anestesiada en el mismo momento en que la plata ha sido introducida en su boca y por eso ha podido resistir mejor. Lo declaro perdedor de esta prueba. La manada tendrá que decidir si pierde su derecho a continuar y si su segundo puede continuar siendo miembro de la manada. —El hombre lobo de cabello claro estaba encogido, como si esperara que alguien le pegara. No sabía por qué su castigo tenía que ser peor que el de Patrick; ¿tal vez cuanto inferior era el rango peor era el castigo? No lo veía muy justo, aunque, claro está, yo no era uno de los suyos.

—La manada votará —dijo Christine. Me miró a los ojos y supe entonces que por eso deseaba mi presencia en el acto—. ¿Pueden los no integrantes de la manada abandonar la sala?

Quinn, Claude, Claudine, tres cambiantes y yo salimos por la puerta y fuimos a la zona de recepción. Allí había más luz natural, lo que fue un verdadero placer. Menos agradable era, sin embargo, la curiosidad que giraba en torno a mí. Yo seguía con los escudos bajados y sentía el recelo y las conjeturas de los cerebros de mis acompañantes exceptuando, claro está, a los dos hermanos gemelos. Para Claude y Claudine, mi peculiaridad era un don excepcional y por ello podía considerarme una mujer afortunada.

—Ven aquí —dijo con voz cavernosa Quinn, y pensé en decirle que se metiera sus órdenes donde pudiera y me dejara tranquila. Pero responder así sería una chiquillada, y yo no tenía por qué temer nada. (Al menos, eso fue lo que me dije al menos siete veces seguidas). Se me agarrotó la espalda, me dirigí hacia él y le miré a la cara.

—No es necesario que levantes la barbilla de esta manera —me dijo con voz pausada—. No pienso pegarte.

—En ningún momento creí que fueras a hacerlo —dije con un tono de voz del que me sentí orgullosa al instante. Descubrí que sus ojos redondos eran muy oscuros, profundos, del color marrón tostado de los pensamientos. ¡Eran preciosos! Le sonreí de pura satisfacción... y un poco también por la sensación de alivio que sentí.

Y él me devolvió la sonrisa, inesperadamente. Tenía los labios carnosos, bien perfilados, los dientes blancos y el cuello fuerte como una columna.

—¿Cada cuánto tienes que afeitarte? —le pregunté, fascinada por su suavidad.

Se echó a reír a carcajadas.

—¿Tienes miedo de algo?

—De muchas cosas —admití con pesar.

Reflexionó un instante sobre mi respuesta.

—¿Tienes un sentido del olfato extremadamente sensible?

—No.

—¿Conoces al rubio?

—No lo había visto en mi vida.

—Y entonces ¿cómo lo supiste?

—Sookie tiene poderes telepáticos —dijo Claude. Cuando recibió todo el peso de la mirada de aquel hombre tan grande, sintió mucho habernos interrumpido—. Mi hermana es su..., su guardiana —concluyó rápidamente Claude.

—Entonces estás haciendo un trabajo horroroso —le dijo Quinn a Claudine.

—No te metas con Claudine —repliqué indignada—. Claudine me ha salvado la vida unas cuantas veces.

Quinn parecía exasperado.

—Hadas —murmuró—. Los hombres lobo no se pondrán muy contentos cuando se enteren —me dijo—. La mitad de ellos, como mínimo, te desearía muerta. Si tu seguridad es la prioridad de Claudine, debería haber hecho lo posible para mantenerte con la boca cerrada.

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