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Authors: Charlaine Harris

Más muerto que nunca (33 page)

BOOK: Más muerto que nunca
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—Te presento a Terry —dijo Mary Elizabeth ladeando la cabeza—. Mi hija. Vivimos en la casa de al lado.

Saludé a la chica con un ademán de cabeza. Ella me lanzó una intensa mirada antes de reanudar sus labores. Vi que no le gustaba. Era de la tipología más rubia, como Mary Elizabeth y Calvin, y estaba pensando.

—¿Piensas casarte con mi padre? —me preguntó.

—No tengo pensado casarme con nadie —dije con cautela—. ¿Quién es tu padre?

Mary Elizabeth lanzó una mirada de reojo a Terry dejándole claro que más tarde se arrepentiría de haber hablado.

—Terry es hija de Calvin —contestó.

Seguí sorprendida durante un par de segundos pero entonces, de pronto, la postura de las dos mujeres, las tareas que desempeñaban, su aire de familiaridad con la casa..., todo empezó a encajar.

No dije nada, pero algo debió de revelar mi expresión, pues Mary Elizabeth se quedó alarmada y luego habló, casi enfadada.

—No pretendas juzgar nuestra forma de vida —dijo—. No somos como vosotros.

—Es verdad —dije, engullendo mi sensación de repulsa. Me obligué a sonreír—. Gracias por presentarme a todo el mundo. ¿Puedo hacer alguna cosa para ayudar?

—Nosotras nos encargamos de todo —dijo Terry, lanzándome ahora una mirada que era una extraña combinación de respeto y hostilidad.

—Nunca deberíamos haberte enviado al colegio —le dijo Mary Elizabeth a la chica. Su mirada dorada era tanto de amor como de rencor.

—Adiós —dije. Recuperé mi abrigo y salí de la casa intentando que no se notara que tenía prisa por largarme de allí. Para mi consternación, vi que Patrick Furnan me esperaba junto a mi coche. Sujetaba un casco de moto debajo del brazo y enseguida vi su Harley aparcada junto a la carretera.

—¿Te interesa oír lo que tengo que decirte? —preguntó el barbudo hombre lobo.

—No, la verdad es que no —le respondí.

—No va a seguir ayudándote a cambio de nada —dijo Furnan, y me volví en redondo para mirarlo cara a cara.

—¿De qué me habla?

—Las gracias y un beso no le bastarán. Tarde o temprano te exigirá que le pagues por lo que ha hecho. No podrás evitarlo.

—No recuerdo haber pedido su consejo —le solté. Dio un paso hacia mí—. Y mantenga las distancias. —Dejé vagar la mirada por las casas de la aldea. Notaba todas las miradas ocultas sobre nosotros, sentía su peso.

—Tarde o temprano —repitió Fuman. De pronto me sonrió—. Espero que sea más bien pronto. Ya sabes que a los hombres lobos no puedes ponerles los cuernos. Ni a los hombres pantera. Te harán pedazos entre todos.

—Yo no estoy poniéndole los cuernos a nadie —dije, frustrada hasta casi no poder más por su insistencia en pretender conocer mejor mi vida amorosa que yo misma—. No salgo con ninguno de los dos.

—Entonces te quedas sin protección —dijo triunfante.

No entendía nada.

—Váyase al infierno —contesté, completamente exasperada. Subí al coche y me largué, dejando que mi mirada resbalara sobre el hombre lobo como si no estuviera allí. (El concepto de «abjurar», al fin y al cabo, podía resultar útil). Lo último que vi por el espejo retrovisor fue a Patrick Fuman poniéndose el casco sin apartar la mirada de mi coche.

Si hasta aquel momento me traía sin cuidado quién ganara el concurso de Rey de la Montaña que estaba a punto de celebrarse entre Jackson Herveaux y Patrick Fuman, ahora empezaba a importarme.

15

Estaba lavando los platos que había utilizado cocinando para Calvin. En mi pequeño adosado reinaba la paz y la tranquilidad. Si Halleigh estaba en casa, no se oía ni una mosca. No me importaba lavar los platos, a decir verdad. Era un buen momento para dejar vagar mi mente y yo era una persona que acostumbraba a tomar buenas decisiones mientras hacía cosas completamente mundanas. No es de sorprender, pues, que estuviera pensando en la noche anterior. Intentaba recordar qué había dicho exactamente Sweetie. Algo de lo que había dicho me resultaba contradictorio, pero en aquel momento no estaba precisamente en posición de levantar la mano para formularle una pregunta. Era algo que tenía que ver con Sam.

Al final recordé que aunque le había dicho a Andy Bellefleur que el perro del callejón era un cambiante, ella no sabía que se trataba de Sam. Tampoco tenía nada de extraño, pues Sam no había adoptado su forma de collie habitual, sino la de un sabueso.

Después de haber recordado qué era lo que me preocupaba, pensé que por fin estaría tranquila. Pero no fue así. Había algo más..., algo que Sweetie había dicho. Le di vueltas y más vueltas, pero no me venía a la cabeza.

Me sorprendí llamando a Andy Bellefleur a su casa. Su hermana Portia se quedó tan sorprendida como yo cuando cogió el teléfono y con cierta frialdad me dijo que esperara un momento mientras iba a buscar a Andy.

—¿Sookie? —La voz de Andy sonaba neutral.

—¿Puedo formularte una pregunta, Andy?

—Sí, dime.

—Es acerca de cuando dispararon contra Sam —dije, e hice una pausa para pensar bien lo que iba a decir.

—De acuerdo —dijo Andy—. ¿De qué se trata?

—¿Es verdad que la bala no encajaba con las demás?

—No recogimos balas en todos los casos. —No era una respuesta directa, pero seguramente era lo mejor que podría conseguir.

—Hummm. De acuerdo —dije. Le di las gracias y colgué, no muy segura de si me había enterado de lo que quería saber. Tenía que alejar aquello de mi mente y dedicarme a otra cosa. Si había algún tema, acabaría ascendiendo al primer puesto de las diversas preocupaciones que ocupaban mi cabeza.

Lo que me recordó que estaba siendo una tarde tranquila, un placer de lo más inusual. Con una casa tan pequeña que limpiar, tenía muchas horas libres por delante. Dediqué una hora a la lectura, hice un crucigrama y me acosté hacia las once.

Sorprendentemente, aquella noche no me despertó nadie. No murió nadie, ni hubo incendios, ni nadie me despertó con ningún tipo de urgencia.

A la mañana siguiente, me levanté más en forma que en toda la semana. Una mirada al reloj me informó de que había dormido hasta las diez. No me extrañaba. El hombro apenas me dolía y mi conciencia se había tranquilizado. Me parecía que no tenía muchos secretos que guardar y sentí una tremenda sensación de alivio. Estaba acostumbrada a guardar los secretos de los demás, pero no los míos.

Justo cuando estaba apurando mi café matutino, sonó el teléfono. Dejé mi novela boca abajo sobre la mesa de la cocina para marcar por dónde iba y me levanté para cogerlo.

—¿Diga? —respondí alegremente.

—Es hoy —dijo Alcide, con un tono de voz que vibraba por la excitación—. Tienes que venir.

La paz había durado treinta minutos. Treinta minutos.

—Me imagino que te refieres a la competición para ocupar el puesto de líder de la manada.

—Por supuesto.

—Y ¿por qué tengo que ir?

—Tienes que ir porque toda la manada y todos los amigos de la manada tienen que estar presentes —dijo Alcide con una voz que no admitía contradicciones—. Christine, muy especialmente, considera que no deberías faltar.

Podría haberle discutido si no hubiese añadido aquel detalle sobre Christine. La esposa del antiguo líder de la manada me había parecido una mujer muy inteligente y con la cabeza fría.

—De acuerdo —dije, intentando no parecer malhumorada—. ¿Dónde y cuándo?

—Al mediodía, en el local vacío del 2005 de Clairemont. Se trata del antiguo local de David Se Van Such, la imprenta.

Me explicó cómo llegar hasta allí y colgué a continuación. En la ducha, pensé que al fin y al cabo se trataba de un acto deportivo, por lo que me vestí con mi vieja falda vaquera y una camiseta roja de manga larga. Me puse unas medias rojas (la falda era bastante corta) y unas manoletinas de color negro. Estaban un poco gastadas y confié en que Christine no me mirara los zapatos. Adorné la camiseta con mi cruz de plata; su significado religioso no molestaría a los hombres lobo, aunque quizá sí el material.

La antigua imprenta de David & Van Such estaba en un edificio muy moderno, en un parque industrial igualmente moderno que estaba prácticamente desierto aquel sábado. Las construcciones eran todas similares: edificios bajos de piedra gris y cristal oscuro, rodeados por arbustos de mirto, medianas cubiertas de césped y bonitos bordillos. David & Van Such tenía un puente ornamental que cruzaba un estanque y la puerta principal era de color rojo. En primavera, y después de un poco de restauración y mantenimiento, no estaría nada mal por tratarse de un edificio moderno de oficinas. Pero aquel día, a finales de invierno, las malas hierbas que habían crecido a lo largo del último verano se agitaban a merced de un aire gélido. Los esqueléticos mirtos necesitaban una buena poda y el agua del estanque estaba llena de basura, además de estar estancada. En el aparcamiento de David de Van Such había una treintena de coches, incluyendo una siniestra ambulancia.

Aunque llevaba chaqueta, el día pareció enfriar de repente mientras cruzaba el aparcamiento y el puente para alcanzar la entrada principal. Era una lástima haberme dejado el abrigo en casa, pero había pensado que no merecía la pena cargar con él para dar un breve paseo entre espacios cerrados. La fachada de cristal de David & Van Such, interrumpida únicamente por la puerta roja, reflejaba el cielo azul y las malas hierbas.

No me parecía correcto llamar a la puerta de una empresa, de modo que entré sin llamar. Dos personas que habían entrado delante de mí habían atravesado ya la solitaria zona de recepción y acababan de cruzar unas puertas dobles de color gris. Les seguí, preguntándome dónde estaría metiéndome.

Entramos en lo que imaginé había sido la zona de fabricación; las imprentas habían desaparecido de allí hacía ya tiempo. O tal vez fuera en su día un área llena de mesas ocupadas por empleados que recibían órdenes o realizaban tareas contables. Las claraboyas del techo dejaban pasar alguna luz. En mitad del espacio había un grupo de gente.

No había elegido bien mi atuendo. Las mujeres iban mayoritariamente vestidas con pantalones elegantes y se veía también algún que otro vestido. Me encogí de hombros. ¿Cómo iba a saberlo yo?

En el grupo había gente a la que no había visto en el funeral. Saludé con un movimiento de cabeza a una mujer lobo llamada Amanda (con quien había coincidido en la Guerra de los Brujos) y ella me devolvió el saludo. Me sorprendió ver entre los presentes a Claudine y a Claude. Los gemelos estaban estupendos, como siempre. Claudine iba vestida con un jersey de color verde oscuro y pantalones negros, y Claude llevaba jersey negro y pantalón verde oscuro. El efecto resultaba de lo más llamativo. Y ya que el hada y su hermano eran los únicos entre el gentío que no eran licántropos, me acerqué a ellos.

Claudine se inclinó y me dio un beso en la mejilla, y Claude hizo lo mismo. Dos besos gemelos.

—¿Qué sucederá? —Susurré la pregunta porque el grupo estaba casi en silencio. Veía cosas colgadas del techo, pero la luz era tenue y no podía discernir de qué se trataba.

—Habrá varias pruebas —murmuró Claudine—. No eres de las que gritan, ¿verdad?

No precisamente, pero me pregunté si hoy empezaría a serlo.

Se abrió una puerta de un extremo de la sala e hicieron su entrada por ella Jackson Herveaux y Patrick Furnan. Iban desnudos. No he visto a muchos hombres desnudos y, en consecuencia, tengo poca base para poder comparar, pero he de decir que los dos hombres lobo no eran precisamente mi ideal de belleza. Jackson, pese a estar en forma, era un hombre mayor y de piernas delgadas, y Patrick —aun teniendo también un aspecto fuerte y musculoso— tenía un cuerpo que recordaba a un tonel.

Después de acostumbrarme a la desnudez de ambos hombres, me di cuenta de que iban acompañados cada uno por otro hombre lobo. Alcide iba detrás de su padre y a Patrick lo seguía un joven rubio. Alcide y el hombre lobo rubio iban completamente vestidos.

—No habría estado mal que fueran también desnudos, ¿no te parece? —susurró Claudine, moviendo la cabeza en dirección a los hombres más jóvenes—. Los segundos, me refiero.

Como en un duelo. Miré a ver si llevaban pistolas o espadas, pero iban con las manos vacías.

No vi a Christine hasta que se colocó delante de todos los reunidos. Levantó la cabeza y batió las palmas una sola vez. Pese a que antes nadie estaba alzando la voz, la sala se sumó entonces en el más completo silencio. La delicada mujer de cabello plateado solicitó la atención de los presentes.

Antes de empezar a hablar, consultó un pequeño bloc.

—Nos hemos reunido aquí para conocer al nuevo líder de la manada de Shreveport, conocida también como la manada de los Dientes Largos. Para llegar a ser el líder de la manada, estos hombres lobos deberán competir en tres pruebas. —Christine hizo una pausa para consultar su bloc.

El tres era un buen número místico. No sé por qué, pero me esperaba alguna cosa relacionada con el tres.

Confiaba en que en ninguna de las pruebas se produjera derramamiento de sangre. Pero no había ninguna probabilidad de que fuera a ser así.

—La primera prueba es la prueba de la agilidad. —Chris- tine hizo un gesto indicando una zona acordonada que quedaba a sus espaldas. En la penumbra, parecía un patio de juegos—. Después vendrá la prueba de la resistencia. —Señaló entonces una zona alfombrada a su izquierda—. Y finalmente la prueba de la fortaleza en la batalla. —Movió la mano en dirección a una estructura que quedaba también detrás de ella.

Basta ya de sangre, por favor.

—A continuación, el vencedor se apareará con una loba para garantizar la supervivencia de la manada.

Esperaba que esta cuarta parte fuese simbólica. Al fin y al cabo, Patrick Fuman tenía esposa; y se encontraba allí, sentada con un grupo de gente que decididamente era partidaria de Patrick.

Tal y como acababa de explicarlo Christine, me daba la impresión de que se trataba de cuatro pruebas, y no de tres como ella había anunciado, a menos que la parte del apareamiento fuera una especie de trofeo para el vencedor.

Claude y Claudine me dieron una mano cada uno y me las apretaron simultáneamente.

—Va a ser terrible —susurré, y ambos asintieron al unísono.

Vi a dos enfermeros uniformados en el fondo del gentío. Su estructura cerebral me dio a entender que eran cambiantes de algún tipo. Y los acompañaba una persona —una criatura, más bien dicho— a la que llevaba meses sin ver: la doctora Ludwig. Se dio cuenta de que la miraba y me saludó con un movimiento de cabeza. No medía ni un metro de altura, de modo que no tenía mucho espacio para inclinar la cabeza. Le devolví el saludo. La doctora Ludwig tenía la nariz larga, la piel aceitunada y el pelo grueso
y
ondulado. Me alegré de verla allí. No tenía ni idea de qué tipo de ser era la doctora Ludwig, no era humana, pero era muy buena médica. Si la doctora Ludwig no me hubiera atendido después del ataque que sufrí en su día por parte de una ménade, mi espalda habría quedado lisiada para siempre..., eso suponiendo que hubiera sobrevivido. Gracias a la diminuta doctora, había logrado salir del incidente con un par de malos días y una débil cicatriz blanca en los omoplatos.

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