—¿Una batería? ¡Si no tiene coche!
—¡Una batería de hacer ruido! —le explico, llevándolo hasta el epicentro de la desgracia—. ¿No has oído el escándalo que está haciendo?
—¿Ese ruido viene de casa? —me dice, mientras entramos—. Yo pensé que eran los chicos del barrio que estaban haciendo rodar un bidón.
—¡No hay ningún bidón! —le digo—. Le dices algo a tu padre, Zacarías, porque te juro que yo así no puedo más. En vez de estar en la tercera edad como todo el mundo, está en la edad del pavo…
—¿E cuesto é malo, Lolitte? —me increpa don Américo sacando la cabeza por la ventana—. Tendería que ponerte feliche qu’il cuore me fa pum-pún piú forte…
—¿Ves lo que te digo? ¡Hasta del oído está mejor que nosotros!
—Papá, Lola no quiso decirle «pavo» —contemporiza el Zacarías, acercándose a su padre—. Pero una cosa es que usted se sienta bien, y otra es que lo tengamos que ir a buscar a la cárcel cada dos por tres, que se quiera cepillar a señoras más jóvenes…
—¡Ío non me quiero cepillare a nesuna! —corrige el Nonno—. ¡Sonno ellas las que me ven irresistíbile!
—Papá… —lo interrumpe el Zacarías, cogiéndolo despacio por los hombros—. Papá, escúcheme un segundo… Usted está en una etapa en que debería mearse encima, cagarse encima…
—… nosotros encantados de la vida si usted se nos mea, don Américo —le digo, para alentarlo.
—Usted, papá, debería empezar a confundirse con los nombres de los nietos —continúa el Zacarías—, decir a cada rato que se quiere morir, pasarse la tarde delante del televisor… ¿me entiende?
Don Américo lo mira, pero no dice nada.
—A nosotros, Américo… —le digo yo, más calmada—, a nosotros nos encantaría ayudarlo en su vejez, pero usted tiene que poner algo de su parte.
—¿Ponere el qué? —dice.
—¡Ponerse viejo, cojones! —le dice el Zacarías—. Que ya va siendo hora.
Don Américo nos mira serio. Pero no entiende la propuesta. ¿Cómo va a entender nuestros consejos con ese pañuelo rojo en la cabeza, con esa camiseta de tirantes negra, nueva, que dice AC/DC, con esa muñequera con puntas de metal…? Nos mira y nos oye, sí; pero ni nos ve ni nos escucha.
—Vieco sonno lo trapo —dice—. A la mía época non había rocanrole, é alora hay. E a mí me piache la batería. Desde cueste momento, ío tengo una orchesta típica de heavy métale. ¡Y tutti vosotro silenchio!
El Zacarías, vencido, vuelve con sus plantas meneando la cabeza… Yo me quedo en el pasillo, haciendo frente al monstruo un poco más. Lo miro a los ojos, enfadada, seria. Él tampoco me quita la vista. Me dice, levantando una ceja:
—E tú, Lola… ¿Tú te pensas que a Charlie Watts le diche la nuera que no toque lo tambore? ¡Una merda! —y se mete en la habitación haciéndome ese gesto de las películas, con el dedo levantado. ¡Será cochino!
Hay veces que admiro al abuelo: hay veces que quisiera llegar a vieja con su sentido de la vida, con sus fuerzas y su actitud. Pero hay otras veces, como ayer, que lo hubiera metido dopado en un geriátrico… ¡Qué enfermedad más triste es la juventud a cierta edad!
El Nachito me ha llamado ayer por la noche. Dice que me echa de menos, dice que está enamorado… Cuando colgué el teléfono, será porque estoy sensible, me senté en el sillón a llorar un poco. No de tristeza ni nada; son esas cosas que a veces hace una y no sabe por qué. Ya hace mucho tiempo que no tengo esa pesadilla con el Nacho, ese sueño tan cochino. Ojalá que todo le vaya bien al nene, porque es un sol.
El Toño estaba en el comedor, fumando y ahogando unas hormigas en un frasco lleno de agua, y me empieza a mirar. Se acerca despacio. El Toño siempre le tuvo mucho respeto a mi llanto. Una especie de pavor.
—¿Ves como no soy el único hijo que te hace llorar? —me dice satisfecho.
El Toño siempre tuvo celos de los hermanos. Es tan celoso que un día, viendo cómo el padre le pegaba un guantazo a la Sofi, de ésos perfectos, de revés, sonoros, me miró cabreado y me dijo: «¿Ves? A mí papá no me ha dado nunca una hostia con tantas ganas». Muy celoso es el Toño.
—Estoy llorando porque llamó el Nachito —le digo.
—¡Ajá! El Nacho también te hace llorar… No es tan buen hijo como pensábamos… —me dice triunfal.
—Ay, Antonio, no digas idioteces, que me duelen las varices —lo increpo—. No me vas a comparar llorar de alegría por el Nacho que llorar de desesperación, como cuando lloro porque tú te pasas el día tratando de hacer un pentagrama con tu bolo fecal.
—¡Un pentagrama no! Lo que intento es la clave de sol —me dice—. ¿Ves como no te importa lo que hago?
—Claro que me importa —le explico, limpiándome las lágrimas—, lo que pasa es que haces cada cosa, niño…
—Las de cualquier adolescente de mi edad.
—Los adolescentes de tu edad juegan al fútbol, Antonio, no se pasan las tardes cagando y sacando fotos a la mierda… Los adolescentes de tu edad se drogan a escondidas de los padres… ¿Te parece lógico que me fumes en mi cara esa porquería?
—¿Qué culpa tengo de que el Nonno me convide? —me dice—. Los adolescentes de mi edad tienen que ir a la calle a buscar el material. Yo tengo que ir a la habitación de al lado… Es complicado esconderse en el pasillo.
—Tengo la esperanza de que un día crezcas, hijo.
—¡Yo también! —me dice—. Los lunes y jueves me cuelgo de las patas en el patio. El año pasado aumenté dos centímetros. Ya estoy en uno cuarenta y siete; y si me peino como Elvis, uno cincuenta, pero no me gusta. Prefiero ser bajito antes que ser revaival.
—¡Que crezcas por dentro, Antonio, por dentro! —le digo, pegádole en la cabeza con los nudillos—. Que dejes de drogarte, que encuentres una chica de tu edad… Ésos son mis sueños… Que triunfes en la vida. Cuando pase eso voy a llorar de alegría también por ti.
Se me queda mirando.
—Yo te prometo —me dice— que cuando logre hacer la clave de sol y me convierta en campeón europeo de vátermano, te voy a comprar una casa nueva y un vestido nuevo, mamá…
«No —pensé—, esta criatura ya no tiene solución…» Me tapé la cara y me puse a llorar desconsoladamente. Entonces me abraza y me dice:
—Ahora sí estás llorando de alegría por mí, ¿cierto, mamita?
La Negra Cabeza tiene los días contados en casa, porque ya se está pasando de castaño oscuro. Y no solamente porque sea medio bruja y crea en todas las supersticiones (yo también soy creyente): el problema es que es exagerada con sus manías de la mala suerte, y además viene con las tradiciones subsaharianas, que son completamente distintas de las de aquí.
No hará ni diez minutos que, en medio de la pizzería y todavía con gente comprando, mira el reloj y se empieza a quitar la ropa. ¡Se ha quedado en bragas y sujetador, la descarada! Mi marido, en vez de meterla para dentro, se la queda mirando como embobado. Así que tuve que cogerla yo de los pelos y llevarla para el fondo.
—¿Usted está loca o qué le pasa? —le digo.
—Es que ya es viernes trece —me explica insolente, y me recita—: «Viernes trece, no te vistas ni te enjuagues».
—Eso será en tu país, porque sois todos unos mugrientos —le digo—. Aquí es «no te cases ni te embarques».
—¡Pero si en mi barrio casi no tenemos salida al mar! —se defiende—. Y además en Guinea la gente no se casa, se junta. Hay que respetar todas las religiones, señora.
—Ademá, Lolitta —acota el Nonno, mirando las tetas de la chica—, tiene molto má sentido la versione africana… ¡Sácate má, Necra, sácate tutto!
Lo de hoy es la gota que colmó el vaso, pero ya me tiene agobiada con sus interpretaciones de la mala suerte. Para ella, por ejemplo, si pasas por debajo de la escalera de una obra en construcción, te casas con un paleto. ¿Qué sentido tiene? Otra: en la mesa no se da el salero en la mano, pero tampoco la ensaladera ni la gaseosa. Es decir, que cuando la Negra se queda a comer en casa, más que supersticiosa lo que parece es una maleducada.
Antes se pensaba que traía mala suerte pisar las junturas de las baldosas, hasta que vino un psicólogo y dijo que eso era «trastorno obsesivo compulsivo». Después salió una película con Jack Nicholson, muy bonita. Para la subsahariana lo que hay que pisar por la calle es caca de perro. En realidad, sabe que pisar mierda contrarresta la mala suerte. Pero lo que hace ella es buscar mierda para pisarla.
—¡Eso es trampa! —le dije un día—. Para que haga efecto tiene que ser casualidad.
Pero ella erre que erre. Va por la calle buscando los zurullos de los perros y los aplasta con la bamba como si fueran cucarachas…, y cuando vuelve a casa me deja todo perdido. El otro día, sin ir más lejos, le pisoteó cuatro esculturas al Toño, y el niño me estuvo dos días llorando.
—No te sulfures, Lola —me dice el Zacarías—. La versión africana de las supersticiones no es como la versión española. Déjala en paz…
—¡Pero la Negra tiene que entender que vive aquí, no allí! —argumento yo—. A veces me gustaría ser como Ariel Sharon y mandarle los helicópteros a los herejes.
Por lo visto en Guinea no es mala suerte cuando pasa un gato negro, pero sí cuando pasa un gato blanco. Y contrarrestan la mala suerte tirándole piedras al animal cuando va pasando. Por eso el Cantinflas se esconde cuando llega la Negra. Un día el pobre minino no se escondió a tiempo y la africana le largó una pedrada, pobre santo. Para más inri, la piedra siguió de largo y me rompió el espejo del recibidor. ¡Y la otra se quedó tan contenta!
—En Guinea romper un espejo prescribe enseguida —me dice—. No se preocupe, Lola.
En la época de mi madre, cuando te zumbaban los oídos era que estaban pisando la que sería tu tumba, pero parece ser que ahora es que están hablando mal de ti. Sin embargo, para la Negra Cabeza, si te zumban los oídos es porque te están espiando desde un satélite de la NASA. ¡Está loca esta mujer!
—Mire, Negra —le digo—. Mejor que se vista inmediatamente. Y si hace una sola más de estas gilipolleces, mañana mismo se larga con viento fresco de la pizzería. Yo no puedo aguantar estos escándalos.
—¡Pero es viernes trece! —se queja.
—¡Además! —le digo—. Aquí en España la mala suerte es el martes trece. El viernes trece es en Estados Unidos…
—Por eso —me dice—. ¿Y quién tuvo más suerte, España o Estados Unidos?
En eso lleva razón, pero de todas maneras la odio.
Hasta no hace mucho tiempo, vivir en el extrarradio era como vivir en el paraíso. Este barrio era un lugar seguro, donde nunca pasaba nada: ni bueno ni malo. Y nosotros vivíamos en paz. Desde hace una década, con la llegada de la gente de otros países, la cosa ha cambiado mucho.
En lo que va de año ya han robado dieciocho veces en el barrio. Pero la gota que colmó el vaso fue esta semana: siete robos nocturnos, y tres al mismo comercio. Y como la policía no hace nada, porque aquí parece que los únicos que trabajan son los ladrones, los maridos del barrio han comenzado a hacer rondas nocturnas.
Salen con palos, algunos con armas, y hacen turnos de guardia en zonas estratégicas. Encienden bidones vacíos y hacen fogatas, y todos llevan un silbato, esperando encontrarse con los ladrones y lincharlos. Muy triste todo. Muy triste.
Hasta ahora el Zacarías se hacía el loco para no colaborar. Escurría el bulto a su deber como vecino y como padre de familia. Pero esta mañana, muy temprano, lo vinieron a buscar para que se sume a la ronda.
—No, Rubén, a mí déjeme tranquilo en casa —se excusaba el Zacarías frente al jefe—. Además, ¿tiene que ser justo esta noche?
—Es que no se vigila el barrio cuando quiere uno, sino cuando quieren los ladrones… —explica el carnicero.
—Pero esta noche justamente juega el Madrid contra el Depor, Rubén. Y todo el mundo sabe que los ladrones son muy de ver fútbol, ¿usted piensa que van a salir a robar durante el partido?
—Vale, si quiere usted haga el turno de madrugada, por eso no hay problema.
El Zacarías niega con la cabeza.
—¿De madrugada? No, mucho menos… Durante la madrugada ponen la liga sudamericana por Sportmanía. La gente de esos países se queda a esa hora mirando el fútbol… ¿Por qué no dejan la vigilancia para cuando terminen las ligas de todo el mundo?
—¡Zacarías, es una vergüenza lo que estás diciendo! —le digo yo en camisón—. Está movilizado todo el barrio. Esta gente te necesita, y tú tienes una familia que defender…
Por la puerta de atrás aparece don Américo con un pasamontañas en la cabeza y una escopeta de antes de la guerra, oxidada y enorme, que estuvo siempre colgada en su habitación.
—¡Déquenlo al mío filho que sempre ha sido un caquita! —dice el Nonno levantando el arma como si fuese el subcomandante Marcos—. Ío acompaño a la troppa.
—¡Que viva el Batman yayo! —grita el Toño en pijama—. ¿Yo puedo ser Robin, abuelito?
—¡Ecco! Il bambino é Róbino, e viene conmico a viquilare il barrio.
—No —dice Rubén—, usted ya está muy mayor, abuelo… Y tú, enano —le dice al Toño—, mejor no salgas a la calle, porque que la mitad del barrio piensa que el ladrón eres tú.
—¡Eso sí que no se lo permito! —me enfrento al carnicero—. Usted podrá decirle cobarde a mi marido y carcamal a mi suegro, pero a mi hijo nadie le dice enano en mi presencia.
—¡Pero mamá! —se queja el Toño—. ¡Me dijo ladrón, que es peor!
—Eso te lo has buscado, Antonio —le digo—, pero de ser enano no tienes la culpa.
—¡Vale, se acabó! —zanja el Zacarías—. Que no se diga que me faltan cojones. Esta noche estoy ahí a las veintiuna, Rubén. Y me quedo toda la noche vigilando, como cualquier hijo de vecino.
—¿Ha visto? ¡Entonces los hijos de vecino también podemos ir! —dice el Toño.
—¡Así se habla, Zacarías, eso es un macho! —dice Rubén palmeando a mi marido y olvidándose del Toño.
Después de eso, el carnicero se va de casa pisando fuerte, y dejándome todo el recibidor lleno de barro.
Nos quedamos callados. De pie en el comedor, pensando en cómo cambian los tiempos. Me acuerdo de que no hace muchos años, poquitos años, decíamos orgullosos: «En este barrio se puede dejar el coche sin llave, la puerta abierta de tu casa»… Y ahora estamos metidos en rondas vecinales, despiertos por la noche, escuchando la sirena a cada rato… Me acuerdo de que los niños podían jugar en el terreno baldío de la avenida hasta muy tarde, sin que nunca pasara nada… ¡Ay, cómo ha cambiado este barrio! Zacarías me mira. Yo lo miro.