Más respeto, que soy tu madre (12 page)

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Authors: Hernán Casciari

Tags: #Humor

BOOK: Más respeto, que soy tu madre
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—Espera, Caraegoma —dice el niño, leyendo con dificultad—. En este DNI dice que el papanuel se llama «Zacarías». ¿No es el macho de Lola, la señora buena que nos regala pizza?

Caraegoma se acerca al Zacarías. Lo mira fijo.

—¿Es cierto lo que dice ese papel? ¿Tú eres Zacarías, el marido de Lola? —le pregunta.

Y ahí es donde mi marido (según nos contó él mismo más tarde) después de cuatro días, once horas y seis minutos de amnesia, volvió en sí. Se pegó con la palma en la frente y dijo:

—¡Me cago en la mar! ¡Claaaroo! —y mirando al cielo—. ¡El Zacarías soy, qué gilipollas! ¿Qué estoy haciendo aquí, en pelota viva?

—Soltadlo —dijo el Caraegoma—. Éste no es Papanuel ni es policía ni es nada…

Con un «uhhhh» a coro, los demás niños soltaron los ladrillos con que iban a lapidar al santo y se dispersaron, desengañados de no poder matar a nadie esa tarde. La gente grande desenterró sus cosas y siguió vendiendo en paz en la sombra de las casuchas de chapa. Las chabolas otra vez fueron las de siempre. Y el Zacarías entonces volvió a casa: desnudo, sí, golpeado, también; sin moto, pero con su documentación en la mano y su identidad, la verdadera, otra vez dándole cuerda al cerebro y bombeándole en el corazón.

¿Ya no somos clase media baja?

Desde hace una semana que estoy con una duda que me carcome los huesos. Pero hubo tanto ir y venir con la cuestión de las navidades, que sólo ahora puedo sentarme otra vez en casa y mirar a mi alrededor. Ayer al mediodía llego a la cocina y le pregunto a mi marido sin preámbulos:

—Zacarías, ¿qué vendría a ser para nosotros la Negra Cabeza?

Mi marido me mira como si yo estuviera loca y me dice:

—La chacha… ¿no?

—¿Cómo que la chacha? —digo—. ¿Desde cuándo tenemos chacha nosotros?

—Qué sé yo, mujer —me dice—, desde que la contrataste de chacha. No me molestes que estoy leyendo…

—A nosotros nos hace falta diálogo, Zacarías: ¡yo nunca he contratado una chacha!

—Habrá sido el Nacho —dice el Zacarías sin darle importancia—. Y lo que nos falta no es diálogo —agrega por lo bajo—: lo que nos falta es tema.

Me lanzo como una tromba al teléfono para hablar con el Nacho. A eso de las cinco de la tarde (unas dos horas después) mi hijo sigue intentando convencerme de que él jamás ha contratado a la Negra Cabeza para ninguna tarea específica.

—¡Es un escándalo! —le digo al Zacarías después de hablar por teléfono—. La Negra Cabeza vive en casa y tiene llave… ¡porque sí!, porque ella lo decidió. Esta casa es un caos. ¡Tenemos una intrusa, una espía, y nadie se entera de nada!

El Zacarías me mira por encima del diario, pero no abre la boca.

—¿Me oyes? ¿No vas a hacer nada? ¿Quién es el hombre de la casa?

Mi marido, impávido, frunce el ceño.

—Claro que sí, esto es el colmo —me dice, y enseguida pega un grito—: ¡Necesito una cerveza!

Al segundo llega la Negra Cabeza desde el fregadero:

—Disculpe señor, estaba lavando… Ya le llevo una lata. ¿Desearía algo más?

—Sí —dice el Zacarías—. Un almohadón.

—Como mande el señor —dice la perra, y se empieza a ir.

El Zacarías me mira socarrón. A mí se me erizan los pelos de la nuca.

—¡Negra Cabeza venga para aquí! —le digo con tonito de madre cabreada. (El tonito es todo rapidito sin comas ni respiración. Con la Sofi me funcionaba bien.)

—Mande, señora Lola.

—¿Qué lugar ocupa usted en esta casa? ¿Es la novia del Toño, es empleada del Nacho, es la amante de mi suegro? ¿Qué es usted?

—¿Yo? —dice, sorprendida, y mira con complicidad a mi marido—. Yo soy la chacha, señora Lola.

Me río:

—¡Nosotros no tenemos ni tendremos nunca chacha!

—¿Ah, no? —me dice—. ¿Qué es esto que tengo en las manos, señora Lola?

—Ropa sucia —le digo.

—¿Usted cómo me paga?

—Por semanas.

—¿De qué nacionalidad soy?

Me muerdo los labios.

—¿De dónde soy? ¡Responda!

—De Guinea… —contesto, sabiendo que he perdido el pulso.

—Todo está dicho —me suelta, y se va moviendo el culo—. Si me permite, voy a buscar una cerveza para el señor don Zaca.

Mi marido hace el gesto de volverse, pero lo freno a tiempo.

—¡Zacarías, si te vuelves a mirar ese culo, te juro que te parto la cara! —le digo.

—¡Qué carácter de mierda! —me dice y se enfrasca otra vez en la sección de deportes.

Las maneras que tiene la vida de avisarte que ya no eres tan tan pobre como antes son increíbles. De que eres un pelín menos miserable… Del cielo te cae una chacha.

Terrores del pasado

La noticia la trajo a la mesa la Sofi, que es la encargada de descubrir secretos del Toño. Nos dijo que escuchó a su hermano confesarle por teléfono al doctor Madariaga que la cosa que más le daba miedo en el mundo seguía siendo la canción de «Mambrú se fue a la guerra».

—Ay, pobre angelico —digo yo—, me acuerdo que, cuando era pequeño, se cagaba encima cada vez que se la cantábamos… ¿Te acuerdas, Zacarías?

—Sí, me acuerdo, era una risa… —recordó el Zacarías; pero enseguida, mirando a la Sofi, interpeló—: Niña, ¿tú por qué escuchas las conversaciones de tu hermano con el psicólogo?

La Sofi bajó la vista.

—¡Ancora que la bambina nos trae notichia fresca, tú te pone ético! —la defiende el Nonno.

El Toño se estaba lavando las manos para comer, así que cuando volvió a la mesa todos nos hicimos los suecos y no hablamos más del tema.

Más o menos a mitad de los macarrones, empezó don Américo, despacio, haciendo ritmo con el tenedor:

—Mambrú che fue a la güerra… —tarareó sonriendo y con cara de picardía—, mire usté mire usté qui pena….

El Toño sintió el golpe, pero se hizo el desentendido. Siguió comiendo como si nadie estuviera cantando, aunque notamos que el labio de abajo le empezaba a temblar, como si alguien se lo estuviese tirando con una soga desde debajo de la mesa.

La Sofi se sumó al Nonno y también cantó:

—… Mambrú se fue a la guerra, no sé cuándo vendrá… ¡Do-re-mi! ¡Do-re-fa! ¡No sé cuándo vendrá!

El Toño ya temblaba como un papel: había dejado de comer y los ojos le daban vueltas por la cocina como si estuviera en la montaña rusa. El Zacarías se levantó y, revoleando la servilleta como una folclórica, se sumó al martirio:

—Si vendrá por la Pascua, mire usté mire usté qué gracia…

Y la Sofi, poniendo voz de ultratumba:

—… Si vendrá por la Pascua o por la Trinidad…

A mí me daba pena la criatura, al que ya le empezaban a salir unas lágrimas del tamaño de una moneda de cincuenta, mirándonos a todos como si fuéramos fantasmas. Pero más me pudo la felicidad familiar, así que también me puse de pie y arremetí:

—Do-re-mi, do-re-fa… ¡O por la Trinidad!

Y el Nonno:

—… La Trinidad se pasa, mire usté mire usté qué guasa…

La familia entera rodeaba al Toño para el broche de oro:

—La Trinidad se pasa, Mambrú no viene ya… Do-re-mi, do-re-fa, ¡Mambrú no viene ya!

No hubo necesidad de seguir: el Toño pegó un grito de terror, se levantó de la mesa llorando y saltó por la ventana. Siguió corriendo por el patio, saltó la medianera de doña Paquita y ganó la calle. A toda velocidad.

—¡No te escapes que es peor! —le gritaba el Zacarías.

Nosotros nos quedamos mirándolo por la ventana: pegaba zancadas de metro y medio, como un poseído, hasta que se lo comió la esquina y ya no lo vimos más.

Nos repartimos su plato de macarrones entre todos, mientras seguimos cantando el resto de la canción. ¡Qué chico gilipollas este Antonio! Yo creo que tendría que enfrentarse a sus miedos como un hombre, porque de lo contrario no se los va a curar nunca.

Un aire a Meryl Streep

El sábado da la impresión de que nadie quiere trabajar. Y lo peor es que es el día que más pedidos tenemos. El Nacho se ha ido al centro, detrás de la Marilú (nunca había visto a ese muchacho tan enamorado). El Zacarías y los niños a comprar al supermercado; y el Nonno está desaparecido en combate. Todo el mundo se ha ido a alguna parte, menos Douglas, que es un chef muy responsable. Así que me voy a la parte de la pizzería a ayudarlo un poco con la cocina.

—Tienes ojos de cansancio —me dice al verme.

—Es que anoche pusieron otra vez
Los puentes de Madison
en la tele, y siempre que pillo esta película en el zapping me digo lo mismo: «Lola, no la mires, apaga, Lola».

—¿Por qué? ¿Qué tiene esa película?

—Es como que me hipnotiza y no me deja darle a los botones del mando, ¡y después de verla me suben unos calores! Para más inri, la película es con Meryl Streep, que es calcadita a mí cuando era más joven, y entonces me siento más identificada con esta mujer.

—Es verdad —me dice Douglas, galante—, tienes un aire a Meryl Streep.

Bajo los ojos, agradecida.

—Además, en esta película ella es un ama de casa de un pueblo que se llama Madison, y está casada desde hace mucho con uno que es como el Zacarías, y hasta tienen un Toño y una Sofi.

—¡Mira qué casualidad!

—Hasta que una tarde ¡zas!, se aparece un fotógrafo de la capital para sacar unas fotos a unos puentes que están allí en el pueblo, cayéndose a pedazos.

—¿Y ella está sola?

—Eso es lo malo… El Zacarías se ha ido a pescar y se ha llevado a los críos. O sea que la Meryl Streep está limpiando detrás de los muebles, oyendo la radio, haciendo la colada y preparando todo para cuando regrese la familia.

—Lo de siempre, vamos.

—Lo de siempre. Pero quiere Dios que al fotógrafo (que es Clint Eastwood, que está más bueno que mojar pan) justo se le casca la furgoneta en la puerta de la casa de esta santa mujer.

—Y ahí es donde te empiezan los calores, ¿verdad, Lola?

—No es para menos… De lejos se presiente que la Meryl necesita que le soplen las telarañas, porque aunque su Zacarías es un buen hombre de Madison, muy querido y bonachón, se ve que ha salido muy pero que muy católico.

—Y la cama la usa únicamente para rezar —dice Douglas, que siempre tiene esas salidas tan elegantes.

—Precisamente —digo yo—. En cambio el Clint Eastwood es un hombre de mundo, de esos que usan sombrero porque sí, que se visten de beige, que cuentan historias de safaris… Un señor.

Me gusta hablar con Douglas mientras cocinamos. Porque es como hablar con la pared, pero con una pared que te escucha. No nos miramos a los ojos porque estamos cortando pimientos, o rayando el queso, pero sabemos que el otro está atento a todo.

—Hay una parte en que ya son medio amigos los dos, y el Clint se le aparece a cenar a esta mujer, y le trae regalos (¡en la vida el Zacarías habría tenido un detalle así con la Meryl Streep!)… y cuando entra a la casa, el Clint no da portazos ni nada, y ella pone una cara de «ay, qué hombre más modosito, me lo comería empanado».

—¿Y cómo es ese gesto? —pregunta Douglas.

—Es un gesto muy bonito el que pone Meryl, es así —y le hago el gesto.

—Muy gráfico. Tienes harina en la nariz, deja que te la quite —dice Douglas, y me sopla la cara.

—La parte culminante de la película es cuando ella, acalorada, le dice: «Usted me espera aquí» y se va al baño y se enjabona toda con agua fría, para ver si así le baja la temperatura del cuerpo, que lo tiene como una brasa…

—No es para menos.

—Después vuelve, más fresca, y él la ayuda a cocinar, y medio que se rozan con los codos, y exprimen unos limones en la tabla y toda la cocina se llena de olor a merluza… —Aquí me detengo para respirar, y miro a Douglas que sigue cortando pimientos en juliana—. ¡Ay, Virgen del amor hermoso! Yo en esa parte ni respiro: trabo las dos rodillas con fuerza, eso sí, porque se me endurecen las enaguas. ¡Qué película más preciosa!

—¿Y entonces? —pregunta él, haciéndose el desinteresado.

—Nada —digo—. Entonces pasa lo que tiene que pasar.

—¿Y qué es lo que tiene que pasar?

—Que en una de esas el fotógrafo le dice: «Venga, Meryl, que ya somos mayorcitos» y ella le dice: «Llevas razón, Clint Eastwood», y empiezan a manosearse como si se acabara el mundo, desparramados en el mosaico que es un asco y un deleite todo al mismo tiempo.

—Un alivio, me imagino —dice Douglas, sonriendo con la mitad de la boca.

—¡Claro! Porque una por fin respira después de un cuarto de hora…

—¿Y la película termina así? —quiere saber Douglas, mientras me acomoda un mechón de pelo que se me había escapado por detrás de la oreja.

—No, la película termina muy triste, porque él se va.

—Qué idiota, Clint Eastwood.

En eso entra el Zacarías con el Toño, que habían ido al bar a comprar anchoas.

—¿Idiota Clint Easwood? —dice el Zacarías—. ¡Ja! Es el cowboy más rápido del Oeste. En una cinta lo vi matar a seis indios con la misma bala.

Yo no sé qué hubiera pasado en esta pizzería si mi marido y mi hijo no entraban en ese momento. No lo sé, ni lo quiero saber. Pero toda esta tarde de sábado me he quedado pensando en la última escena de la película, en donde aparece el Clint, bajo la lluvia, llorando de amor porque ve a Meryl Streep y al Zacarías con los críos, saliendo del Carrefour, y él sabe que se tiene que volver a la capital porque no hay nada más que hacer en ese pueblo. Y ahí aparece el The End.

Esta misma noche cuando estábamos los dos en la cama, he tocado con el codo al Zacarías y le dije:

—Zaca, ¿no tengo un aire a la Meryl Streep? —mientras le meto la mano por debajo de la manta para darle cuerda.

Y él, que debía de estar muy cansado, se lamentó:

—¿A que otra vez echaron por la tele esa porquería de los puentes? ¡Un día voy a arrancar la antena del techo, a ver si así descansamos un poco de tanto toqueteo!

¿Cuándo fue tu primera vez?

La Sofi entró en la cocina mientras yo estaba machacando la carne para empanarla, y me soltó la pregunta sin preámbulos, mirándome a los ojos:

—Mamá, ¿a ti a qué edad te desvirgaron?

El martillo de madera salió volando para atrás y le pegó en la nuca a don Américo, que miraba el telediario en el comedor.

—¡Assassina! ¡Filha de putana! —gritó el viejo, y se encerró en su habitación.

Pero yo no estaba para pedir disculpas. La Sofi esperaba una respuesta.

—¿Te parece bien conversar de eso ahora, mi niña? —le digo, roja de vergüenza—. En cualquier momento van a llegar tu hermano y tu padre…

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