—Non le dica «china culo al revé» —se enfada el Nonno—, dile «mamma culo al revé».
Y la Sofi, que era la única que se tomaba las cosas con calma, ayer explotó.
—Ma, ¿no has visto dónde he dejado la bufanda que le estoy tejiendo al Zacarías junior? —me pregunta, entrando a la cocina.
Pero no hizo falta que nadie le contestara, porque entonces vio a la chinita que estaba comiéndose un plato de arroz con las agujas número tres de la nena. Y ardió Troya.
Para colmo, don Américo está emocionado porque su novia también usa mascarilla. Piensa que es un mensaje del destino. Nosotros le explicamos que en esos países hay dando vueltas una enfermedad respiratoria, pero él no se lo cree.
—Non é per la peste —dice—. É perque admira al Miquele Jackson, come ío.
—Pero abuelo, pregúntele y va a ver —le digo yo.
Pero no hay forma, porque el abuelo y la oriental se comunican con gestos, y cada cual entiende los gestos del otro como mejor le parece.
Están todo el día en la cama, desnudos, y piden a gritos el desayuno y el mando a distancia. Yo, que tengo mil cosas que hacer en la casa, no puedo estar atendiéndolos. Ya se lo dije.
—Don Américo, usted perdone —le digo—, pero supuestamente la Yoko Ono llegó a esta casa para limpiar, no para que la atiendan… Así que vaya diciéndole que se vista, que hay un montón de ropa para lavar.
Pero el abuelo erre que erre. Dice que sí, que Ling llegó como doméstica, pero que ahora es su mujer. Que se van a casar y que van a tener chinitos.
—¡Pero papá! ¡Si va a cumplir ochenta años la semana que viene! —se desespera el Zacarías, que no quiere, por nada del mundo, tener más hermanitos.
—¿E il dotore Iglesia? —se defiende el Nonno—. ¡El papá del Julio Iglesia tiene má! ¿E Chapline? Si ésos tuvieron figlio de vieco, ío también posso. Ademá tenco l’asperma congelatta en la congeladora desde hace molto.
—¿Cómo que tiene esperma congelada en el congelador? —digo yo, asqueada—. ¿En dónde?
—A la cubettera —dice el Nonno—. L’anno pasatto me congelé una punietta, per la duda.
—¡Pero avise, Américo! —le digo—. Mire si alguien va buscando hielo y se confunde…
—Imposíbile. Perque le puse un cartele: «Non é cubito, é familia».
Me lo quedo mirando, sin saber si me habla en serio o si me está tomando el pelo. Nunca se sabe con este hombre.
—Tai-chin lí tong—me avisa la chinita cuando estoy saliendo.
—¿Qué dice su novia, abuelo? —le pregunto a don Américo.
—Que la rata questá a la nevera tampoco te la manshe, perque é la nostra cena di domani.
Hay veces que una no sabe si es la arteriosclerosis o una nueva forma de vejez que está surgiendo en el mundo. Pero sea lo que sea, me hubiera encantado un suegro normal, como en todas las familias.
Justo ahora que había cogido fuerzas para enfrentarme a la Negra Cabeza y decirle que estaba despedida, que ya no la necesitábamos, ella viene y me dice que se vuelve a África, que ya no contemos con sus servicios. ¡Hasta en eso se me ha adelantado la perra, ni siquiera me deja el placer de echarla a patadas!
—¿Cómo que te vas, Negra? —me alarmo, retorciendo el delantal con las dos manos—. ¿Adónde te vas?
—Al mi continente negro —me contesta, con la frente alta.
—¿Y tú te piensas que en el África vas a estar mejor que aquí? —le digo, de repente enfadadísima—. Además, tú no me puedes hacer esto… No te puedes ir así, sin un mes de preaviso. Es ilegal.
—Yo enterita, señora, soy ilegal —me desafía despechada—. ¿O usted me tiene con papeles aquí? ¿O alguna vez me ha dado las catorce pagas, las vacaciones, o me ha dejado los jueves libres para salir? Me voy porque este país nos escupe a los inmigrantes, señora.
—Pero Negra —le digo—, este país es como la vieja de enfrente: escupe a todo el mundo… No hace mayormente distingos. En eso somos muy democráticos.
—No me venga con palabritas, señora —me dice—. Yo lo he pasado muy bien en esta casa. Menos usted, todo el mundo me ha tratado como si fuera una más de la familia.
—¿Cómo que menos yo? —me indigno—. ¡Pero mujer, si yo he sido la única en esta casa que nunca te ha metido mano, negra ingrata! La única persona que te ha tratado como a un ser humano…
—¿Usted? Usted fue la única que nunca me dio calor de hogar, que nunca me preguntó si me dolía algo… Ésa es usted. Una desalmada que me ha ridiculizado siempre que ha podido.
La Negra Cabeza nunca había llorado en mi presencia. Y ahora lo hacía… ¡Qué fea que es la burra cuando llora! Con razón los africanos del norte son tan secos… Se ve que cuando lloran se convierten en africanos del sur. Por eso se aguantan.
—No me hagas pucheros, mujer —le digo—, que se te pone la cara como a Chavela Vargas cuando canta. Venga, tráete un Kleenex y, ya que vas para la cocina, un vaso de agua para mí. Aprovecha que es el último día que te puedo mandar.
—Mande a la chinita nueva —me dice—. Que ahora parece ser la reina de la casa. Todo lo hace bien, la chinita…
—La verdad es que sí, no hay punto de comparación entre una chacha africana y una asiática —le digo, un poco para meter cizaña.
—Usted va a ver —me dice la Negra—, va a ver cuando se despierte la mosquita muerta. Los subsaharianos somos inofensivos siempre. Pero los chinos un día se van a despertar y nosotros vamos a ser los sirvientes de ellos. Acuérdese.
—¡Ahh! —le digo, señalándola con el dedo—. ¡Lo que estás es celosa!
—No, señora, lo he leído en la revista
Selecciones
. El día que los chinos se pongan de acuerdo y salten todos a la vez, aquí en Europa va a haber un terremoto —me advierte, mientras empieza a meter sus cosas en una maleta vieja.
—¿Entonces te vas de veras? —le digo.
—Cojo el autocar en una hora. No me gustan las despedidas, así que me los saluda a todos cuando se levanten. Sobre todo al Toño, que es un niño muy bueno, y a don Américo, que me ha tratado muy bien.
Me dio un abrazo seco, de compromiso. Y ni siquiera me pidió el dinero de la semana, para fingir dignidad.
Se fue por la misma puerta por la que había entrado hace exactamente ocho meses, de la mano del Toño. Y la vi caminar hasta la avenida con los bártulos a cuesta, moviendo el culete como siempre, por la mañana destemplada de este barrio. No se dio la vuelta ni una vez.
Entré en casa con una sensación extraña. La chinita Ling estaba parada en medio de la cocina, mirándome servicial, como siempre. Hice esfuerzos para que no me notara triste, y quise seguir la vida como si nada.
—Venga, corazón, tráeme un vaso con agua que tengo la garganta reseca —le pedí a la oriental.
Se fue diciendo que sí con la cabeza, y volvió a los cinco minutos con un plato de arroz. Me lo dio y me hizo una reverencia.
—¡Alózz! —me dijo, sonriendo.
—Agua, te he pedido agua, corazón —le supliqué, haciendo pucheros.
Y ella asintió, sin dejar de sonreír:
—¡Alózz!
Miré por la ventana a la subsahariana, para gritarle que volviera, que no se fuera, que no fuera tonta, que le perdonaba todos los desplantes, que necesitaba a alguien que entienda nuestra idiosincrasia, pero a la Negra Cabeza —que Dios la tenga en la gloria— ya se la había tragado la esquina.
Muy de tiempo en tiempo, el Zacarías y el Toño tienen un diálogo. Son charlas de hombres, secretas, y por eso bajan al garaje para poder hablar tranquilos. La Sofi, el Nonno y yo, inmediatamente, nos metemos en la habitación pequeña, la que tiene la claraboya, con tres vasos, para poder escucharlos mejor. Esta vez parece que el Toño está celoso de los amigos de la Carmencita.
—¿Tú nunca has pensado que eras poco para mamá? —le dice el nene, que es un sol—. ¿Que ella se merecía algo mejor?
—No me vengas con preguntas rebuscadas, Antonio —dice el padre—. Si venimos a hablar de tus cosas, hablamos de tus cosas.
El Zacarías se sienta en el taburete de siempre. El Toño por lo general, como es pequeñín, usa las cajas del juego de magia y del equipo de química apiladas, como banquillo improvisado.
—La Carmencita va a la universidad —empieza el niño—. Tiene un grupo de amigos y toda esa mierda en lata, ¿no? Gente que se mete la camisa y cada uno tiene coche.
—Sarasas —sintetiza el Zacarías.
—Sí, eso es lo que le digo yo a la Carmen. Pero ella me dice que no, que son buenas personas, y que lo que pasa es que yo soy un metrógrado, o algo así.
—Un metrónomo —corrige el padre—. Los que no tienen ritmo.
—Lo que sea. Pero lo único que está claro es que ella los defiende. Y si los defiende es que un día va a terminar follando con alguno y me va a dejar a mí tirado en una zanja.
—Como que hay Dios.
—¿Entonces qué hago, papá? —suplica mi hijo el del medio, agarrándose la cabeza, impotente.
Se escucha el típico silencio absoluto, que indica que el Zacarías está pensando en una respuesta.
—¿Has intentado ya en meterte la camisa dentro del pantalón e ir a vigilar a la Carmencita cuando está con esa gentuza?
—Dos veces. Pero me pongo como loco porque hablan en clave. Hacen chistes de abogados y se divierten entre ellos. Me dejan fuera.
El Zacarías se ríe:
—¡No digas gilipolleces, Toño! Los chistes de abogados no existen.
—Ellos se creen que sí. Ayer por la noche un pijo de estos le dice a los otros: «Este invierno hace tanto frío que vi pasar a un abogado con las manos en sus propios bolsillos».
El Zacarías espera un segundo. El niño se queda callado.
—¿Y? ¿Cómo sigue? —pregunta el padre.
—Según ellos el chiste termina así —se alarma el Toño—. ¿Ves que son todos sarasas?
—¿Pero tú les has contado el de la monja que le chupa la polla a un caballo con herpes? Yo con ese chiste siempre caigo bien en todas partes.
—No, no me dan conversación y no puedo meter cuchara. Pero el otro día hablaban de las aficiones de cada uno: que el escrabel, que la colección de sellos… Cuando me preguntaron a mí, les conté que hago váter-mano. Y ahora la Carmen dice que no la acompañe más, que no hace falta —se amarga el Toño.
—Entonces es un hecho, hijo mío: tienes que hacer algo urgentemente porque de lo contrario te la follan entre todos.
—Por eso te preguntaba cómo has hecho, porque mamá también es mil veces mejor que tú, y en su momento se ha ido contigo. ¿Ella no tenía amigos hombres cuando vosotros erais novios?
—¡Claro que tenía! —rememora el Zacarías, apretando los puños—. ¡Los maricones del taller literario! Se juntaban en El Padrino a mirarle las tetas a tu madre. Y tu madre, que siempre ha sido ingenua, se pensaba que los otros iban a leer versos de Pío Baroja.
—Se te están poniendo los ojos raros, papá, cuidado con la úlcera…
—Es que todavía los tengo aquí atragantados a esos hippies… Iban con unos libros de poemas; estaban llenos de granitos en la cara y de ojeras, porque se ve que vivían a paja, y se querían cepillar a tu madre…
—Y seguro que le hablaban mal de ti.
—¡Pestes! Le decían que yo no le convenía, que no la quería, y yo estaba estúpido de amor por tu madre —dice mi héroe, apretándose un puño con la palma de la mano (como si lo viera).
—¡Eso es lo que me pasa a mí, papá, justo eso! —se alegra el Toño—. ¿Y tú qué hiciste en tu época?
La voz del Zacarías suena entonces entre académica y troglodita:
—En esos casos hay que elegir si enfocas la violencia hacia ella o hacia los maricones. Hay que sopesar. Pero a alguien tienes que reventar a tortas, porque si no has perdido la batalla.
—Claro, claro.
—En mi caso escogí a los maricones, porque eran un poco tuberculosos; parecían García Lorca. Y en cambio tu madre, de joven, era como ahora, robusta.
—¿Y reventaste a tortas a los hippies?
—No. Les mandé a la policía —dice el Zacarías, y no miente—. En esa época era fácil. Llamabas a la policía y les decías que había unos melenudos leyendo libros en la calle tal número tal. Y al rato iban ellos. En esa época la policía servía a domicilio.
—¿Pero eso no es ser chivato, papá?
—Unos años antes sí —dice el Zacarías—, pero en el setenta y cuatro la dictadura ya no era tan bruta, ya no los mataba. Les rompían un brazo, les quemaban un libro…, de ahí no pasaba la cosa. Lo suficiente para que los hippies del culo se fueran del barrio. Justo lo que uno quería.
—Qué tiempos hermosos…
—Ahora no: ahora tú haces una denuncia falsa y comienza todo un papeleo, te hacen pasar por los tribunales… La justicia de ahora no entiende del amor.
—¡Qué mierda la democracia! —se queja el Toño—. Ahora todo lo tiene que hacer uno. Además, los sarasas de hoy en día no son como los de tu época. Éstos comen cereal con frutas, hacen deportes de riesgo… ¡Tienen unos brazos como tubos de escape, los maricones!
—Por eso te digo que hay que evaluar para dónde enfocar las hostias, Antonio… Y por suerte Dios te ha premiado con una novia enana. Tienes que tener en cuenta eso, que no pasa todos los días.
—Como una señal, vendría a ser.
—Claro. La naturaleza es sabia… La Carmencita será muy feminista y muy leída, pero le das una torta mediana, hasta desganada, y se le acaba el progresismo… No te lee más el
Cosmopolitan
en la vida de Dios.
—Eso también es verdad.
Se quedan unos segundos callados, como disfrutando de haber tenido diálogo. Después se escucha un ruido de muebles.
—¡Así es la cosa mariposa! —dice el Zacarías, palmeándose las rodillas y levantándose del taburete—. Subamos arriba, que va a empezar la fórmula uno.
—Papá… —el Toño retiene al padre con timidez—. Yo sé que es medio de maricones decir estas cosas, pero me alegro de que seas mi viejo.
Silencio incómodo. Yo creo que hasta se oye la garganta del Zacarías llevar y traer saliva.
—No seas imbécil, Antonio —suelta por fin el pánfilo, descolocado.
—Yo no sé abrazar y eso…
—No hace falta —dice el padre en un susurro, y se escucha el plas plas plas de unas palmadas en la espalda de la criatura, como un aleteo rápido y vergonzoso—. Los abrazos también son de sarasas.
Suben los dos un poco embobados, pero se ponen serios en cuanto descubren que estamos cerca, como siempre. Después se sientan los dos en el sillón, ponen la carrera de coches y no se hablan hasta el verano.