La última cámara era una gran esfera con un suelo añadido que había quedado sellada y había empezado a moverse, seguramente hacia arriba, era difícil de decir. El sitio estaba húmedo y había charcos de agua en el suelo.
La máquina médico oct había seguido trabajando con Ferbin, que al menos había dejado de sangrar. Una pantalla había descendido del techo y se había dirigido a Holse, que se pasó la hora siguiente, más o menos, intentando explicar lo que había pasado, quiénes eran y por qué uno de ellos estaba medio muerto. De la cazadora de Ferbin había sacado los sobres que les había dado Seltis, el erudito mayor. Estaban cubiertos de sangre y uno de ellos parecía dentado por la bala de carabina al salir del pecho de Ferbin. Holse los había agitado delante de la pantalla con la esperanza de que su eficacia no se viera mermada por la sangre o por tener un agujero en una esquina. Tenía la sensación de que empezaba a cogerle el tranquillo a eso de hablar con un oct cuando unos ruidos metálicos y un suave bote a su alrededor le indicaron que habían llegado a otro sitio. La puerta volvió a abrirse y un pequeño grupo de oct reales habían mirado a través de una pared tan transparente como el mejor cristal pero temblorosa, como una bandera en un día de viento.
Holse había olvidado el nombre del administrador de la torre. Seltis había dicho el nombre cuando les había dado los documentos de viaje pero Holse había estado demasiado ocupado intentando pensar qué iban a hacer a continuación para prestar demasiada atención. Volvió a agitar los documentos y entonces el nombre apareció de repente en su cabeza.
–¡Aiaik! –exclamó. Parecía más un grito de dolor o sorpresa, pensó, y se preguntó qué impresión les causarían a aquellos inteligentes y extraños alienígenas él y Ferbin.
Se podría debatir si el nombre del administrador de la torre tuvo algún efecto real, pero el caso fue que los dos (Ferbin entre los miembros del médico mecánico oct) se encontraron, todavía encima de su pequeña plataforma flotante, recorriendo varios pasillos llenos de agua dentro de una burbuja de aire. Los oct que los habían estado observando por el cristal temblón los acompañaban nadando. Entraron en una enorme cámara de gran complejidad. El médico mecánico oct cortó la ropa de Ferbin y se la quitó, le envolvieron el pecho con una especie de chaqueta, le colocaron en la cara una máscara transparente conectada con unos tubos largos, otros tubos los sujetaron a la cabeza del príncipe, por donde habían entrado las tenazas del médico y después colocaron al príncipe en un gran tanque.
Uno de los oct había intentando explicarle a Holse lo que estaban haciendo pero el criado no había entendido demasiado.
A Holse le habían dicho que llevaría un tiempo reparar a Ferbin. Todavía sentado en la plataforma que los había transportado antes, lo habían acompañado por el entorno acuoso hasta una habitación cercana de la que se sacó todo el agua y un aire fresco ocupó su lugar. El oct con el que Holse había estado hablando se quedó con él, tenía el cuerpo cubierto de una especie de traje de humedad apenas visible. Habían abierto otra serie de habitaciones secas que parecían haber sido diseñadas como alojamiento para humanos.
El oct había dicho que podía vivir allí durante los días que tardara en repararse Ferbin y después lo había dejado solo.
Holse se había acercado a una serie de ventanas redondas de la altura de un hombre y había visto la tierra de los sarlos como nunca antes, desde casi mil cuatrocientos kilómetros de altura, a través del vacío que existía por encima de la atmósfera que cubría la tierra como una manta cálida.
–Menudo paisaje, señor. –Holse pareció perderse por un momento en sus pensamientos y después sacudió la cabeza.
–¿Y cómo es que terminamos aquí, en el Cuarto? –preguntó Ferbin.
–Los oct solo controlan la torre D'neng-oal hasta este nivel, por lo que yo entiendo, señor. Parecían reticentes a admitirlo, como si fuera causa de algún tipo de vergüenza, que muy bien podría ser.
–Ah –dijo Ferbin. No sabía que los conductores solo controlaban parte de las torres, siempre había supuesto que era todo o nada, desde el núcleo a la superficie.
–Y puesto que más allá del Noveno están en el reino del sobrecuadrado, el traslado de una torre a otra no es posible.
–¿Sobre... qué?
–Todo eso me lo ha explicado el oct con el que estaba hablando por la pantalla mientras vuestra insigne persona se me desangraba encima, y con posterioridad y con cierto detalle en mis aposentos, cerca de vuestro lugar de tratamiento, señor.
–No me digas. Entonces ten la bondad de explicármelo a mí.
–Tiene todo que ver con las distancias que separan las torres, señor. Abajo y hasta el nivel del Noveno, la filigrana está conectada y esa filigrana dispone del hueco suficiente para que las ascensonaves, que es el término adecuado para denominar la habitación esférica que nos transportó...
–Sé lo que es una ascensonave, Holse.
–Bueno, pues pueden pasar de una torre a otra a través de las conexiones que hay entre la filigrana. Pero por encima del Noveno, la filigrana no está conectada así que para ir de una torre a otra hay que desplazarse por lo que exista en ese nivel concreto.
La comprensión que tenía Ferbin de ese tipo de cosas era, como la comprensión que tenía de la mayor parte de las cosas, vaga. Una vez más, habría sido mucho menos vaga si alguna vez hubiera prestado atención a las lecciones correspondientes de sus tutores. Las torres sostenían el techo que cubría cada nivel a través de un gran ramaje aflautado de eso que llamaban filigrana, cuyos miembros mayores estaban tan huecos como las torres mismas. Dado que el mismo número de torres sostenía cada nivel, ya fuera el más cercano al núcleo o el que sostenía la superficie, las torres estaban a mayor distancia unas de otras cuanto más se acercaban a ese último nivel exterior y la filigrana ya no necesitaba confluir para soportar el peso superior.
–El Cuarto entero –dijo Holse– alberga estas cumuloformas, que son nubes, pero nubes que son en cierto sentido inteligentes, de ese modo misterioso y no demasiado útil que tienden a ser tantos pueblos y cosas alienígenas. Flotan sobre océanos llenos de peces, monstruos marinos y demás. O más bien sobre un gran océano que llena todo el fondo de este nivel igual que la tierra lo llena en nuestro querido Octavo. Pero bueno, el caso es que parecen no tener inconveniente en trasladar gente entre una torre y otra cuando se lo piden los oct. Ah, y debería decir, bienvenido a Versión Expandida Cinco, Zourd –dijo Holse mientras levantaba la cabeza y miraba a su alrededor, a la nebulosa masa de nube que se extendía en torno a ellos y por encima de sus cabezas–. Es como se llama esta.
–¿De veras?
–Buen día. –La voz era como un coro entero de ecos susurrados y parecía salir de cada parte de la pared de burbujas que los rodeaba.
–Os, eh, deseo lo mismo, mí buen, esto, cumuloforma –dijo Ferbin en voz alta mientras levantaba la cabeza hacia la nube. Siguió observando las alturas con aire expectante durante unos minutos más y después volvió a mirar a Holse, que se encogió de hombros.
–No es lo que se diría muy charlatana, señor.
–
Hmm.
De todos modos –dijo Ferbin, que se había sentado en la cama y había clavado los ojos en Holse–, ¿por qué los oct solo controlan la D'neng-oal hasta el Cuarto?
–Porque los aultridia, señor –Holse giró la cabeza para escupir en el suelo semitransparente–, controlan los niveles superiores.
–¡Oh, Dios mío!
–Oh, sí, señor, que al Dios del Mundo se le preserve de todo mal, señor.
–¿Qué? ¿Quieres decir que controlan los niveles superiores de todas las torres?
–No, señor.
–¿Pero la D'neng-oal no ha sido siempre una torre oct?
–Así era, señor. Hasta no hace mucho. Esa parece ser la mayor causa de la vergüenza que sienten los oct, señor. Les han arrebatado parte de la torre.
–¡Y lo ha hecho la vileza! –dijo Ferbin, horrorizado de veras–. ¡La mismísima mugre de Dios!
Los aultridia eran una especie de las llamadas advenedizas, recién llegados a la escena de los involucrados, que se iban abriendo camino como podían para acercarse lo más posible al centro del escenario galáctico. Y estaban lejos de ser lo únicos en eso. Lo que los distinguía era el modo y origen de su llegada como especie al mundo de los seres inteligentes.
Los aultridia habían evolucionado a partir de unos parásitos que vivían bajo los caparazones y entre las capas de piel de la especie llamada los xinthianos, los aeronatauros tensilos xinthianos, por llamarlos por su verdadero nombre. Era uno de estos al que los sarlos llamaban Dios del Mundo.
Hasta los más despiadados e insensibles de los involucrados de la galaxia miraban a los xinthianos con algo parecido al afecto, en parte porque habían hecho un gran trabajo en el pasado (habían sido especialmente activos en las antiquísimas guerras de los enjambres, en las que se habían enfrentado a ataques de nanotecnología fugitiva, a los enjambres en general y a otros eventos hegemonizantes monopáticos) pero sobre todo porque ya no representaban una amenaza para nadie y un sistema del tamaño y la complejidad de la comunidad galáctica parecía necesitar un grupo al que todo el mundo pudiera tenerle cariño. Antiquísimos, en otro tiempo dueños de un poder casi invencible y reducidos en aquel momento a un ínfimo sistema solar y unos cuantos individuos excéntricos que se ocultaban en los núcleos de los mundos concha sin razón aparente, a los xinthianos se les veía como una especie excéntrica, inepta, bienintencionada y, como civilización, agotada (según un chiste, ni siquiera les quedaba energías para sublimarse); vamos, una especie llena de honores pero prácticamente muerta que se merecía una cómoda jubilación.
De los aultridia se pensaba que habían estropeado ese cómodo ocaso. A lo largo de varios cientos de miles de años, los grandes aeronatauros, unas criaturas aéreas que surcaban el espacio, se habían visto incomodados por la presencia de las criaturas cada vez más activas de las que eran anfitriones, la plaga de superparásitos que recorrían el anillo de hábitats aeronatauros que orbitaban alrededor de la estrella Chone como una enfermedad.
No había durado mucho, la ventaja de tener unos parásitos inteligentes de verdad era que se podía razonar con ellos y los aultridia ya hacía mucho tiempo que habían renunciado a sus viejas costumbres y habían dejado en paz a sus primeros anfitriones a cambio de ventajas materiales y lo que a ellos les parecía una superciencia alienígena pero que para los xinthianos era como una caja de juguetes rotos descubierta en un ático lleno de polvo.
Habían construido unos hábitats hechos a medida y se habían impuesto la tarea de abrir y mantener los mundos concha, algo que no tardó en convertirse en una especialidad real y muy útil. Según la hipótesis convencional, la tarea de cavar en un mundo concha era algo para lo que estaban hechos, solo había que mirar su historia y su propia naturaleza.
Pero el estigma de su nacimiento siguió presente y tampoco ayudó mucho que los aultridia, que parecían felpudos, olieran a carne podrida para la mayoría de las especies que respiraban oxígeno.
La única sospecha que quedaba con respecto a la existencia actual de los aultridia era que habían establecido al menos una presencia simbólica en todos los mundos concha que contenían xinthianos, con frecuencia con un coste desorbitado y con gran disgusto de otras especies de conductores, como los oct. Hasta la fecha, y que se supiese, los aultridia nunca habían intentando atravesar todos los niveles de un mundo concha y penetrar en el hábitat de uno de los xinthianos que vivían en el núcleo (hasta las especies de conductores más establecidas tendían dejar en paz a aquellos antiquísimos seres, por respeto y quizá hasta por cierto recelo casi supersticioso), pero eso no tranquilizaba a muchos, y menos que a nadie a los sarlos, que trataban al xinthiano que vivía en el núcleo de su mundo como si de un Dios se tratara y les horrorizaba la idea de que los espeluznantes aultridia se arrastraran hasta el núcleo para hacerle Dios sabía qué a su deidad. Solo los iln, aquella especie fabulosa y por suerte desaparecida mucho tiempo atrás que había pasado buena parte de su odiosa existencia destruyendo mundos concha, eran más despreciados por los sarlos y todos los demás pueblos bienpensantes.
A los oct, por supuesto, no les había costado en absoluto fomentar esa visión de los aultridia entre sus especies satélite, como los sarlos, exagerando de alguna manera tanto la incorregibilidad de la naturaleza aultridia como la amenaza concomitante que representaba aquella especie para el Dios del Mundo. Los oct tampoco tardaron demasiado en señalar que ellos, al menos según sus propias reivindicaciones, descendían directamente de los involucra (el mismo pueblo que había diseñado y construido los maravillosos y estupendos mundos concha) y por tanto formaban parte de un linaje de creadores casi divinos de casi mil millones de años de antigüedad. En comparación con ellos, los aultridia eran unas babosas novatas, unos parásitos espeluznantes que apenas merecían el término civilizado.
–Entonces –dijo Ferbin–, ¿estamos flotando hacia otra torre? ¿He de suponer, por tanto, que todavía nos dirigimos a la superficie?
–Así es, señor.
Ferbin miró a través de la cama casi transparente en la que yacía y contempló las olas del fondo.
–No parece que nos movamos demasiado deprisa.
–Pues al parecer así es, señor. Vamos cuatro o cinco veces más rápido que un lyge incluso, aunque desde luego, no tanto como una máquina voladora alienígena.
–No parece muy rápido –dijo Ferbin con los ojos todavía clavados en el océano.
–Estamos a mucha altura, señor. Eso hace que nuestro progreso parezca lento.
Ferbin levantó la cabeza. Parecían estar en el jirón más bajo de una inmensa masa de blancura dorada.
–¿Y esta cosa es, en esencia, solo una nube? –preguntó.
–Así es, señor. Aunque se mantiene bastante más cohesionada que las nubes a las que estamos acostumbrados, señor y es, según se afirma, inteligente.
Ferbin lo pensó un momento. En realidad nunca lo habían preparado para pensar de verdad por sí mismo, ni siquiera se había planteado pensar, por así decirlo, pero en los últimos días y con las últimas aventuras, había descubierto que el pasatiempo no carecía de ventajas.
–¿No está, por tanto, a merced de los vientos?