El regente Tyl Loesp y el mariscal de campo Werreber guiaron sus lyges alrededor de la mal iluminada torre Illsipine para observar el inmenso ejército que se reunía en el lado soleado, aunque no demasiado iluminado, de la torre. Después, todavía acompañados por su escuadrón de escolta, aterrizaron en una colina con vistas a la llanura. Sobre ellos y a su alrededor, las patrullas de reconocimiento volaban en lyges y caudes por el cielo oscuro, formas apenas vistas que vigilaban la aparición de un enemigo que no parecía saber que estaban allí.
La estrella fija Oausillac, que parecía flotar baja sobre la planicie llana de polo lejano, arrojaba una tímida luz roja sobre la escena, Tyl Loesp se acercó a Werreber mientras se quitaba los guanteletes de vuelo y daba unas palmadas.
–Va bien, ¿eh, mariscal de campo?
–No va mal, lo admito –dijo el otro, mientras dejaba que un escudero se llevara su lyge. El aliento de la bestia humeaba bajo el aire frío y sereno.
Hasta el aire olía diferente, pensó Tyl Loesp. Suponía que el aire olía diferente en cualquier nivel, pero en ese momento le parecía una distinción táctica, allí tenía una diferencia estratégica, algo subyacente.
–Nadie nos ha descubierto. –Tyl Loesp observó otra vez el creciente ejército–. Por ahora con eso nos basta.
–Hemos venido por una ruta extraña –dijo Werreber–. Estamos muy lejos de nuestro objetivo y más lejos todavía de casa.
–La distancia a casa es irrelevante siempre que los oct sigan siendo nuestros aliados –le dijo Tyl Loesp–. Ahora mismo estamos a una hora de casa, poco más.
–Siempre que los oct sigan siendo nuestros aliados –le recordó Werreber como un eco.
El regente lo miró con aspereza y después apartó otra vez la mirada poco a poco.
–No desconfiaréis de ellos, ¿verdad?
–¿Confiar? La confianza me parece irrelevante. Estarán dispuestos a hacer ciertas cosas o no y esas cosas se corresponderán con cosas que han dicho que van a hacer o no. Sea lo que sea lo que guía sus acciones está oculto tras tantas capas de pensamientos intraducibies que bien podría estar basado en pura suerte. Su naturaleza alienígena excluye atributos humanos como la confianza.
Tyl Loesp jamás había oído a Werreber dar un discurso tan largo. Se preguntó si el mariscal de campo estaba nervioso. Asintió.
–Es tan posible confiar en un oct como amarlo.
–Con todo, han cumplido su palabra –dijo Werreber–. Dijeron que engañarían a los deldeynos y eso han hecho.
Tyl Loesp miró al otro hombre para buscar alguna señal de ironía. Werreber, inconsciente de la mirada, continuó.
»Dijeron que nos traerían hasta aquí, y lo han hecho.
–Los deldeynos quizá lo vean de forma diferente.
–Para los engañados siempre será diferente –declaró Werreber, inmutable.
Tyl Loesp no pudo evitar pensar que en ese momento estaban en una posición muy parecida a la de los deldeynos cuando habían salido de la torre Xiliskine apenas un mes antes, convencidos (sin duda) de que los oct les habían permitido contar con un acceso especial a una torre por lo general inaccesible para que pudieran llevar a cabo su ataque furtivo contra el mismísimo corazón del pueblo sarlo.
¿Se habían sentido muy satisfechos al creer que tenían a los oct de su lado? ¿Habían escuchado los mismos sermones sobre que los oct eran los descendientes directos de los constructores de los mundos concha y habían asentido con la misma indulgencia? ¿Habían sentido ratificada su superioridad moral al pensar que unos poderes superiores reconocían la justicia de su causa? Porque no cabía duda de que eso era lo que creían. A Tyl Loesp le parecía que todo el mundo pensaba siempre que tenía razón y compartía también la curiosa idea de que el fervor de una creencia, por muy errada que estuviese, la convertía de alguna forma en realidad.
Eran idiotas, todos ellos.
No había bien o mal, solo eficacia e incapacidad, poder y debilidad, astucia y credulidad. En eso sabía el regente que residía su ventaja, pero era en comprender mejor las cosas, no en una supuesta superioridad moral, en eso nunca se había engañado.
En lo único que él, Werreber, el ejército y los sarlos podían confiar de verdad era en encajar de algún modo en los planes que tenían los oct y seguir siéndoles útiles hasta que el asunto hubiera llegado a su conclusión. Los oct tenían sus propias razones para querer reducir a los deldeynos y ascender a los sarlos, y Tyl Loesp tenía una idea sobre cuáles eran esas razones y por qué habían tomado esa ruta y no la más obvia, pero estaba dispuesto a aceptar que de momento no eran más que herramientas que utilizaban los oct. Eso cambiaría en cuanto estuviera en su mano, pero de momento eran, de forma innegable, herramientas que empuñaban los oct.
Pero todo cambiaría. Había momentos, puntos, en los que un movimiento relativamente pequeño pero decisivo podía desencadenar una poderosa cascada de consecuencias mucho más trascendentales, cuando el usuario se convertía en usado y la herramienta se convertía en la mano... y también en el cerebro que había detrás. ¿Acaso no había sido él la mano derecha del rey? ¿No había sido el epítome del ayudante probado y valiente? Y sin embargo, cuando había llegado la hora, ¿no había golpeado de repente con toda la fuerza soberana de una vida entera de deferencia y sumisión injustas?
Había matado a su rey, el hombre al que todos los que lo rodeaban, no solo las masas crédulas, pensaban que se lo debía todo. Pero él sabía la verdad: ser rey no era más que ser el mayor matón en una raza de pisoteadores y pisoteados, el fanfarrón más grande entre una especie de sacerdotes jactanciosos y acólitos acobardados incapaces de producir un solo pensamiento útil entre todos. El rey no tenía una nobleza inherente o derecho a gobernar, siquiera. La idea de que el dominio fuera heredable era una solemne tontería si podía vomitar partículas como el estudioso y maleable Oramen y Ferbin, una causa perdida de vida inmoral.
La crueldad, la voluntad, la aplicación absoluta de la fuerza y el poder, eso era lo que garantizaba la autoridad y el dominio.
Ganaba el que veía con más claridad el modo en que funcionaba de verdad el universo. Tyl Loesp había visto que Hausk era el que podía llevar a los sarlos hasta cierto punto del camino, pero no más allá. El rey no lo había visto. Tampoco se había dado cuenta de que su ayudante más probado podía tener planes, deseos y ambiciones propios y que quizá la mejor forma de llevarlos a cabo sería sustituyéndolo a él. Así que Hausk había confiado en Tyl Loesp y eso había sido una estupidez. Había sido una forma de ver las cosas brumosa, que solo se engañaba a sí misma. Y en un pináculo tan expuesto y alto como el del monarca, pagabas un precio por esa falta de visión.
Así que había matado a su rey, pero eso no había significado mucho. No era peor matar a un rey que matar a cualquier hombre, y la mayor parte de los hombres comprendían que ninguna vida valía mucho y era, en esencia, desechable, incluida la suya propia. La tenían en tan alta estima solo porque era todo lo que tenían, no porque pensaran que significaba mucho para el universo. Hacía falta una religión para convencer a la gente de eso y él se aseguraría de que el énfasis en ese aspecto de la fe de los sarlos se reducía en el futuro para beneficio de los principios que invocaban la humildad y la obediencia.
Su único pesar a la hora de matar a Hausk, comprendió, era que Hausk había tenido muy poco tiempo para apreciar mientras moría lo que había pasado, para reflexionar sobre lo que debía de haber pasado por la mente de su fiel lugarteniente durante todos aquellos años.
Pero solo era un pequeño pesar.
Hasta el momento habían realizado el viaje sin incidentes, más de tres cuartas partes del ejército había llegado sano y salvo y en el Octavo se había dejado una fuerza más que suficiente para enfrentarse a cualquier posible ataque desesperado de los deldeynos.
Y era probable que también tuvieran el factor sorpresa de su parte. Una pequeña avanzadilla de lyges de reconocimiento (dejados allí con la misión concreta de vigilar la torre e informar si se utilizaba en algún momento para realizar una incursión) había sido sorprendida y aplastada de inmediato en la primera acción de aquella última fase de la guerra. Se había confiado el ataque a un contingente de la nueva guardia del regente, la flor y nata de las mejores unidades del ejército, y habían triunfado. Los deldeynos no tenían telégrafo, así que sus comunicaciones más rápidas se movían por heliógrafo, señales de luces, aves mensajeras o un mensajero sobre una bestia aérea. La fuerza de élite que había tomado el pequeño fuerte informó que estaban seguros de que ningún mensaje lo había abandonado.
Con todo, los deldeynos, al salir de la torre Xiliskine, también debían de tener la confianza de encontrarse en una etapa similar. ¿Cuándo se habían dado cuenta de que no era solo cuestión de mala suerte sino que los habían engañado? ¿En qué momento habían caído en la cuenta de que lejos de estar a punto de infligir una derrota aplastante sobre sus enemigos, estaban a punto de sufrirla ellos y de que la guerra no se ganaría esa mañana sino que se perdería?
¿Hasta qué punto nos hemos engañado?,
pensó el regente.
¿Con qué frecuencia, de que múltiples modos nos usan?
Todavía recordaba al hombre alienígena, Xide Hyrlis, que había acudido a ellos con sus lúgubres pronósticos con respecto al futuro de la guerra en su nivel, casi una docena de años largos antes.
Caerían, les advirtió, bajo el poder del primer gobernante que comprenda que los nuevos descubrimientos en el campo de la destilación, la metalurgia y los explosivos significaba el fin de las viejas y caballerosas costumbres. El futuro inmediato, les había dicho Hyrlis, significaba dejarles el aire a las patrullas de reconocimiento, los mensajeros y las fuerzas de incursión rápidas. Había un invento llamado telégrafo que podía mover la información más rápido que el lyge más veloz y de forma más fiable que el heliógrafo: debían utilizarlo. Llevaría a cosas más grandes todavía.
Más tarde nadie se pondría de acuerdo sobre si Hyrlis les había señalado un inventor que ya había desarrollado el tal instrumento o bien había señalado al propio inventor el camino a seguir.
«Abandonad la gran y noble tradición de los nobles caballeros montados en caudes y lyges de pura raza», dijo Hyrlis. «Construid armas más grandes, más armas, mejores armas, dadles más armas a más hombres, entrenadlos y armadlos como es debido, montadlos sobre animales y en medios de transporte impulsados por vapor (de momento) que vayan sobre ruedas y vías y después recoged los beneficios. O pagad el precio cuando otro perciba el cambio en el viento antes que vosotros.»
Hausk, que todavía era un hombre joven y el rey inexperto y recién coronado de un reino pequeño que luchaba por abrirse camino, había caído (para sorpresa y disgusto, incluso incredulidad, de Tyl Loesp) sobre esas ideas como un muerto de hambre sobre un banquete. Tyl Loesp, junto con todos los demás nobles, había intentando discutir con él y sacarlo de su encaprichamiento, pero Hausk había seguido adelante.
Con el tiempo, Tyl Loesp oyó los primeros murmullos de algo que iba más allá del simple descontento entre sus compañeros de la nobleza, y había tenido que tomar una decisión. Fue el momento más decisivo de su vida. Había elegido y había advertido al rey. Se ejecutó a los líderes de la conspiración de la nobleza, al resto se les confiscaron sus tierras y cayeron en desgracia. Tyl Loesp se convirtió en el objeto de desprecio de algunos, de elogios de otros y de la confianza absoluta del rey. Las disputas de los nobles habían eliminado de repente el mayor obstáculo que impedía el cambio (ellos mismos) y las reformas de Hausk continuaron adelante sin limitaciones.
Una victoria llevó a otra y pronto no pareció haber más que victorias. Hausk, Tyl Loesp y los ejércitos que mandaban barrían todo lo que encontraban a su paso. Xide Hyrlis se había ido mucho antes, casi antes de que hubiera tenido lugar cualquiera de las reformas, y parecía que no había tardado en olvidarse. Poca gente había sabido de su presencia ya en primer lugar, y la mayor parte de los que la conocían tenían buenas razones para restar importancia a su contribución a esa nueva era de innovación, progreso y éxito militar interminable. Hausk todavía le rendía homenaje, aunque solo en privado.
¿Pero qué había dejado Hyrlis? ¿En qué rumbo los había puesto? ¿No eran ellos también de algún modo sus herramientas? ¿No estaban cumpliendo quizá sus órdenes, incluso a aquellas alturas? ¿Eran marionetas, juguetes, mascotas incluso? ¿Les permitirían llegar solo hasta cierto punto y luego (como él, después de todo, le había hecho al rey) se lo arrebatarían todo al borde mismo del éxito absoluto?
Pero no debía caer presa de semejantes pensamientos. Un poco de precaución y una vaga idea de lo que debía hacer si las cosas se ponían en lo peor, eso era excusable, pero revolcarse en la duda y los presentimientos de un desastre inminente solo ayudaban a provocar lo que más se temía. No se rendiría a semejante debilidad. La victoria sería suya; si golpeaba ya, ganarían y entonces se abriría un territorio en el que quizá los oct se encontrasen con que ya no tenían el control absoluto.
El regente alzó la nariz y olisqueó. Había un olor a quemado en el aire, suelto en la creciente brisa, algo desagradable, dulzón y en cierto modo devastador. Ya lo había percibido antes, en la batalla ante la torre Xiliskine y también entonces le había llamado la atención. El olor de la guerra tenía una nueva firma, el del aceite de roasoaril destilado e incinerado. La batalla en sí olía después a humo. Tyl Loesp todavía recordaba la época en la que los olores relevantes habían sido a sangre y sudor.
–¡Qué horrible debió de ser para vos!
–Más todavía para el buen doctor.
–Bueno, sí, pero cuando vos lo visteis, ya había dejado de importarle. –Renneque miró a Oramen y después a Harne–. ¿No os parece, señora?
–Un incidente lamentable. –Harne, lady Aelsh, estaba sentada con sus mejores y más severas galas rojas de luto, rodeada de sus damas de compañía más íntimas y otro grupo de damas y caballeros a los que habían invitado al salón de sus apartamentos del palacio principal, a menos de un minuto del salón del trono y la cámara de la corte principal. Era un grupo muy selecto. Oramen reconoció a un famoso pintor, un actor, un empresario, un filósofo, un falsetista y una actriz. Estaba presente el sacerdote más popular y atractivo de la ciudad, de largo cabello negro reluciente y ojos brillantes, rodeado de una especie de corte más pequeña de jóvenes damas ruborosas; un par de ancianos nobles demasiado decrépitos para aventurarse en la guerra completaban la compañía.