Read Me encontrarás en el fin del mundo Online

Authors: Nicolas Barreau

Tags: #Romántico

Me encontrarás en el fin del mundo (19 page)

BOOK: Me encontrarás en el fin del mundo
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Satisfecho, encendí un cigarrillo y solté el humo en el aire de la noche. Me sentía llevado por una ola de simpatía y cordialidad. La vida en París era maravillosa, el vino se me había subido un poco a la cabeza, y la carta que la Principessa me había escrito ese día y en la que hablaba de «entrega total», «ansias imposibles de calmar» y otras cosas que no se pueden contar me hacía sentir una agradable inquietud que no conseguía dominar.

—¿Tendría un cigarrillo para mí?

Una mujer delgada con un vestido verde botella apareció a mi lado. Era Janet. Un mechón que brillaba como el bronce a la luz de las antorchas se le había soltado y caía sobre sus hombros desnudos.

—Naturalmente… claro que sí. —Le ofrecí la cajetilla y encendí una cerilla. La llama vibró un instante en la oscuridad y vi la cara de Janet muy cerca de la mía. Me agarró la mano que sostenía la cerilla, se inclinó hacia delante para encender el cigarrillo, dio una profunda calada, y entonces sucedió.

En vez de soltar mi mano, que seguía sujetando la cerilla encendida, Janet apagó la llama de un soplido y me acercó hacia ella sin decir una palabra.

Yo estaba demasiado sorprendido como para reaccionar. Me tambaleé como un borracho mientras la bella americana me besaba, y cuando noté la lengua de Janet en mi boca era ya demasiado tarde.

Todo lo que se había acumulado en mi interior salió en ese breve y callado instante de una pasión que quería desatarse, aunque con otra persona diferente.

Aturdido, di un paso atrás. Se oyó el ruido de la puerta, en el patio sonaron unos pasos, y salimos de las sombras de la pared.

—Perdona —murmuré.

Algunos invitados habían salido al patio y se reían.

—No tiene que pedirme perdón. Ha sido culpa mía. —Janet sonrió. Estaba muy seductora. Pensé en la Principessa. Pero Janet no era la Principessa. No podía serlo, pues cuando vi por primera vez a la atrevida sobrina de Jane Hirstmann en Le Train Bleu ya había intercambiado varias cartas con mi misteriosa desconocida, a la que «conocía sin conocerla».

En algún lugar remoto de mi cerebro sonó una señal de aviso. Sacudí la cabeza.

—¿Le traigo algo de beber?

La noche llegaba a su fin.

Aristide Mercier estaba delante de la recepción. Era uno de los últimos en marcharse, y se estaba poniendo el abrigo.

—¡Ha sido maravilloso,
mon Duc! Quelle gloire énorme!
¡Una velada estupenda!

Yo pensaba lo mismo. Cuando me dirigí hacia el guardarropa para recoger mi abrigo vi de reojo cómo Aristide se despedía de Luisa Conti con una leve inclinación y cogía un librito que había junto al libro de registros.

—¡Oh! ¿Lee usted a Barbey D’Aurevilly? —preguntó sorprendido—. ¡Qué lectura tan poco habitual!
La cortina roja
… Una vez acudí a un seminario sobre esta obra…

Oí a medias cómo se iniciaba una pequeña conversación en la recepción. Me puse la gabardina y guardé el paquete de tabaco en el bolsillo.

Pensé por un momento en Soleil, que un cuarto de hora antes había desaparecido, entre risas y susurros, en la oscuridad de la Rue de Saint-Simon, colgada del brazo de Julien d’Ovideo. Pensé en Janet, en sus cálidos labios en mi boca, y en que gracias a esa deportividad tan propia de los americanos no se había tomado a mal mi rápida retirada. Pensé si la Principessa habría reaccionado a la respuesta que yo había redactado a toda prisa antes de salir hacia el Duc de Saint-Simon.

Entonces noté un pequeño papel en el bolsillo de mi abrigo.

Pensé que sería la cuenta de algún restaurante y la saqué con la intención de arrugarla y tirarla a la papelera.

¡Cómo podía imaginar que tenía en las manos mi sentencia de muerte!

Miré el pequeño papel con incredulidad. Alguien me había dejado una nota.

Y ese alguien no era otro que la Principessa.

Mi querido Duc, le advierto que si vuelve a besar a esa bella americana en el futuro tendrá que renunciar a nuestra correspondencia… Ya he visto bastante y ahora mismo marco una distancia entre nosotros.

Su disgustada Principessa

Necesité un par de segundos para darme cuenta de lo que ocurría.

La Principessa me había visto besando a Janet. Me había pillado in fraganti y le daba igual que hubiera sido Janet la que me había sorprendido con su beso.

En otras palabras: la Principessa había estado allí, en la exposición, en aquellas salas.

Suspiré y dejé caer el papel. ¡Maldita sea, maldita sea! Un segundo después me abalanzaba sobre la recepción, donde Aristide le estaba haciendo una pequeña lectura privada a mademoiselle Conti, que le observaba muy entregada desde su sillón.

—¡Mademoiselle Conti! —Hasta yo noté que me salió un gallo—. ¿Ha visto si alguien se ha acercado a mi abrigo?

Dos pares de ojos atónitos se clavaron en mí.

Aristide interrumpió su lectura y mademoiselle Conti me miró asombrada.

—¿Qué quiere decir con «acercarse a su abrigo»? —me preguntó muy despacio, como si hablara con un enfermo—. ¿Hay algún problema?

—¿Ha metido alguien algo en mi abrigo, sí o no? —le grité. Me planté delante de ella sacudiendo uno de los bolsillos.

—¿Cómo voy a saberlo? No soy la encargada del guardarropa —contestó encogiendo los hombros.

Aristide levantó la mano con gesto serio.

—¡Cálmate, Jean-Luc! ¿Qué forma de comportarse es esa?

—¡Mademoiselle, por favor, haga memoria! —exclamé ignorándole. Me tambaleé un poco, me sentía raro, fuera por el alcohol o por la repentina excitación, y me agarré al escritorio que pocas horas antes había sido testigo mudo del flirteo primaveral entre monsieur Bittner y mademoiselle Conti. Pero había cambiado el tiempo y ahora un viento helador parecía barrer la recepción.

—Usted ha estado aquí todo el tiempo. ¡Tendría que haber visto si alguien ha metido algo en mi abrigo! —repetí con terquedad y gritando de nuevo.

Los ojos de mademoiselle Conti brillaron detrás de las gafas como dos diamantes negros.

—Monsieur, se lo ruego… Está usted borracho —dijo con frialdad—. No he visto a nadie. —Sacudió la cabeza con gesto de desaprobación, y sus pendientes azules se movieron con agresividad—. ¿Quién iba a meter algo en su abrigo…? ¿O tal vez quiere decir que alguien ha
sacado
algo de su abrigo? ¿Le falta algo?

La miré con rabia.

La Principessa se me había escapado. Y estaba muy enfadada con el Duc, eso lo tenía claro. ¿Qué iba a pasar ahora?

Me sentía inseguro y furioso a la vez, estaba enfadado conmigo mismo, y descargaba mi rabia impotente sobre Luisa Conti, a la que no parecía interesarle todo aquel asunto, sino las palabras mordaces.

—¡No, no me falta nada! Y no veo la diferencia entre meter y sacar, independientemente de que haya bebido una copa de vino de más —gruñí—. No busco a un ladrón, ¿sabe?

Aristide seguía nuestro pequeño altercado conteniendo la respiración.

—¿No? —Mademoiselle Conti levantó las cejas—. Entonces, ¿qué está buscando?

—¡Una mujer! ¡Una mujer maravillosa! —grité desesperado.

—Bueno, usted no tiene problemas para eso, monsieur Champollion. —Luisa Conti sonrió, y puedo jurar que fue una sonrisa provocadora, aunque Aristide dijera después que me la había imaginado debido a mi excitación—. El mundo está lleno de mujeres maravillosas —prosiguió, retorciendo el cuchillo que me había clavado en el estómago—. ¡Escoja una!

Solté un grito gutural. Faltó muy poco para que me lanzara sobre esa pequeña bruja que hurgaba en mi herida con sus alegres comentarios.

Entonces noté la mano de Aristide en el hombro.

—¡Vamos, amigo! —dijo con determinación, haciendo a mademoiselle Conti un gesto de disculpa—. Será mejor que te lleve a casa ahora mismo.

13

Tres días más tarde tenía el ánimo por los suelos.

Ocurrió lo que me había temido.

Lo peor no fue el horrible dolor de cabeza con que me desperté la mañana siguiente a la inauguración. Ni tener que llamar ese mismo día —siguiendo el consejo de Aristide— al Duc de Saint-Simon para disculparme ante mademoiselle Conti por mi inaceptable conducta (si bien ella reaccionó con bastantes reservas a mis excusas).

Lo que me resultó realmente insoportable, lo que me agobiaba día y noche y me llenaba de pánico era el hecho de que la Principessa ya no contestaba mis cartas.

No sé cuántas veces al día volé a casa con la esperanza de encontrar un email de la Principessa en mi correo. Por las noches me despertaba y corría al cuarto de estar con la repentina certeza de que la Principessa me acababa de escribir en ese momento. Cinco minutos después volvía desilusionado a la cama y ya no podía dormir. Fue horrible. La Principessa guardaba silencio, y entonces tuve claro hasta qué punto me había acostumbrado a recibir sus cartas, a ese intercambio de pensamientos y sentimientos que tenía lugar todos los días, sí, a veces a todas horas, que daba luz y color a mi vida y alas a mis sueños.

Echaba de menos las pequeñas bromas y confesiones, los grandes anuncios y las propuestas eróticas, en las que unas veces iba uno por delante, otras veces el otro; me faltaban los mil un besos que volaban a través de la noche hasta mí, las historias que mi Sherezade sabía contar, las imágenes que me dibujaba, su burlón reproche de «¡No sea tan impaciente, querido Duc!».

Al principio no le di suficiente importancia al asunto, lo admito. Sabía que la Principessa se había enfadado, pero me creía capaz de poder conquistarla de nuevo con palabras bonitas.

Contesté a su breve nota, naturalmente. La mañana siguiente me senté ante el ordenador y escribí a la furiosa dama un ingenioso email en el que le explicaba que no tenía ningún motivo para estar celosa, que la bella americana no me interesaba lo más mínimo, que no había pasado nada y que ese pequeño incidente era una
quantité négligeable
, «¡tiene que creerme!». Sonreí al enviar el email. Pero esa misma noche ya no sonreía.

Cuando comprendí que no iba a recibir ninguna respuesta, me olvidé de las bromas, lo atribuí todo a la tensión y al exceso de alcohol y reconocí que había pasado algo, esas cosas que ocurren a veces, pero que no tenía nada que ver con ella, con la Principessa, y le pedí que no fuera tan testaruda y se mostrara como la persona generosa que yo había aprendido a apreciar y se reconciliara conmigo.

Tampoco recibí ninguna respuesta a este email. La Principessa se mostraba sumamente obstinada. Me derrumbé, y yo también me puse furioso.

En mi tercer email le expliqué que no se podía hacer una montaña de un grano de arena, que su reacción me parecía muy infantil. ¡Qué ridículo montar todo ese drama! Así que, si quería, podía seguir enfadada, yo por mi parte tenía cosas más importantes que hacer que perseguirla para pedirle perdón.

Después de este mail me sentí bien durante una hora. Llevado por la vanidad y el orgullo, me fui a pasear con Cézanne y avancé con paso decidido por las Tullerías, que estaba lleno de parejitas. Pero cuando volví a casa con las esperanzas renovadas, con la equivocada idea de haber hecho entrar en razón a la Principessa, el buzón seguía vacío, y una ola de tristeza se llevó mi orgullo.

En un cuarto email escribí (sin muchas ganas) que la Principessa le echaba la culpa a la persona equivocada: yo no había besado a la bella americana, ella me había obligado a besarla
(¡adieu
, Casanova!), esa era la verdad aunque las apariencias jugaran en mi contra. A pesar de todo podía entender su malestar y quería disculparme formalmente.

En el quinto email le dije que había comprendido que con la Principessa no se bromeaba con los besos a otras damas, pero que ya me había hecho esperar bastante, era un pecador arrepentido, que no volvería a ocurrir algo así, que había aprendido la lección, «pero, por favor, escríbame otra vez o dígame qué puedo hacer para que me perdone, su desdichado Duc».

La Principessa siguió guardando silencio. Y debo admitir que yo estaba desesperado.

Llamé a Bruno.

—¡Ya, viejo amigo! —dijo pensativo—. Me temo que has metido la pata. Te has quedado sin la dama. Por otro lado… —Hizo una pausa.

—¿Por otro lado qué? —pregunté impaciente.

—Bueno… en el fondo no la conoces realmente, tal vez sea mejor así…

Solté un gemido.

—¡No, Bruno, así es una mierda! Llámame cuando tengas alguna idea, ¿de acuerdo?

Bruno prometió pensar en algo.

Marion consideró que tenía muy mal aspecto (¿no estarás enfermo, Jean-Luc?). Soleil me miró con compasión y me preguntó si quería que me hiciera un hombrecillo de pan. Madame Vernier opinó que yo trabajaba demasiado. Fue cuando me sorprendió intentando abrir su buzón con mi llave. Se ofreció a quedarse con Cézanne si necesitaba algo de tiempo para mí.

Y hasta la propia mademoiselle Conti, a la que saludé muy apurado cuando esa misma semana volví al hotel con monsieur Tang porque le había gustado un cuadro, me preguntó muy preocupada si me iba todo bien.

—No —dije—. En absoluto. —Me encogí de hombros y le lancé una sonrisa forzada—. Disculpe.

Mi desdicha no se detenía ante nadie.

La tarde del quinto día de mi nueva era quedé con Aristide en el Vieux Colombier para contarle mis penas.

—¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer? —Parecía un disco rayado.

—¡Pobre Jean-Luc, estás muy enamorado de esa mujer! —dijo Aristide, y esta vez no le llevé la contraria—. ¡Insiste! —me aconsejó—. Pídele perdón mil veces si con cien no basta. Dile lo importante que es para ti. Una mujer que te ha escrito esas cartas no tiene el corazón de piedra.

Así que aquella misma noche me senté delante de la pequeña máquina blanca, a la que ya odiaba, y pensé en qué podía escribir para conseguir que la Principessa me contestara. Cézanne se acercó y apoyó la cabeza en mis rodillas. Notaba que yo estaba triste y me miró con sus ojos de perro fiel.

—¡Ay, Cézanne! —suspiré—. ¿No puedes escribir esta carta por mí? —Cézanne soltó un gemido compasivo. Apuesto a que me habría escrito la carta si le hubiera puesto de nombre Bergerac. Pero como no era así, se me tenía que ocurrir algo a mí.

Miré la pantalla vacía y volví a mirar la pantalla vacía. Y luego lo di todo.

Asunto:
¡Me rindo!

Querida Principessa:

Usted no me ha perdonado todavía, y yo ya no sé qué hacer. Con su silencio ha herido mi corazón, mi sistema inmunitario anímico está destrozado, y si YO le he hecho daño con mi descuido, puede estar segura de que
USTED
me ha hace cien, no, mil veces más daño al mantenerse callada y distante.

Me disculpo, le pido perdón, me arrepiento terriblemente de haber tenido un momento de debilidad, y aunque parezca una excusa estúpida, ¡ese beso no iba dirigido a otra que a usted!

No voy a dejar de asediarla con mis ruegos, pues no puedo creer que eso tan maravilloso que hay entre nosotros se termine. No puede ser, no debe ser así.

¡Solo pienso en
USTED
!

Hace pocas semanas yo era un galerista más o menos respetable, hoy sus palabras y sus cartas me han transformado en una persona cuyos sentimientos parecen moverse en una única dirección… hacia usted.

¿Quién lo habría pensado?

Debo decirle que no puedo describir con palabras lo mucho que echo de menos nuestro intercambio de misivas. ¿Y yo? ¿No me echa de menos? ¿Es que ha olvidado todo lo que hemos imaginado, nuestros bellos sueños, nuestras ilusiones? ¿No significan ya nada?

¡Principessa, la echo de menos! ¡Quiero estar por fin con usted!

Sí, siento curiosidad por usted, lo reconozco. Pero no es la curiosidad del
voyeur
, no es una curiosidad que sirva solo a mi propia satisfacción. No es una curiosidad por resolver un enigma y luego todo se acabó.

Ansío con desesperación amarla y respetarla como nadie la ha amado y respetado jamás.

¿Por qué voy a conformarme con menos si usted es tan infinitamente rica, tan insondable e inagotable?

Y como nunca podré conocerla del todo, no tiene de qué preocuparse. Seguirá manteniendo siempre el misterio, de eso estoy seguro, mantendrá el misterio de su poder sobre mí, con el que me puede dar todo y quitar todo.

¡Nunca he sentido a otra persona tan cerca de mí como a usted!

Y al igual que Cyrano de Bergerac, con el que estos días me siento muy identificado aunque mi nariz no sea tan grande como la suya, afirmo solemnemente: si no la veo pronto, el amor y la pena me consumirán de tal modo que los gusanos de mi tumba solo van a disfrutar de una frugal comida.

Así que aquí está mi rendición sin condiciones, firmada el viernes 13 de junio, poco antes del amanecer:

¡La amo!

¡Te quiero seas quien seas!

Jean-Luc

BOOK: Me encontrarás en el fin del mundo
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