Read Me encontrarás en el fin del mundo Online

Authors: Nicolas Barreau

Tags: #Romántico

Me encontrarás en el fin del mundo (12 page)

BOOK: Me encontrarás en el fin del mundo
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Todos cocinaban juntos, comían juntos, y Aristide siempre hacía alguna breve crítica de los libros recién publicados mientras preparaba su legendaria
tarte tatin
por la vía rápida, es decir, rehogando las manzanas en una sartén con mantequilla y azúcar en lugar de dejar que se caramelizasen lentamente en el horno. Luego echaba la masa dulce y dorada sobre el hojaldre precocinado en un molde blanco.

Al final de tales veladas uno salía con la agradable sensación de que no solo había comido bien, sino que además era un poco más sabio.

Abrí el frigorífico, unté un trozo de baguette con algo de foie gras que encontré y me serví una copa de vino tinto. Parecía que poco a poco mi vida se iba normalizando.

Cuando me senté delante del ordenador, por un momento me pregunté cómo sería volver a estar con June.

Una idea tentadora, aunque… Vi los ojos de gata de June soltando chispas mientras me preguntaba: «¿Quién es esa Soleil? ¿Y qué hacías por la noche en su dormitorio? Tienes algo con ella, lo sé…».

Sonreí. Los celos son la sal de una relación, pero en exceso pueden llegar a convertirse en un suplicio.

Pero antes de pensar en la hipotética reanudación de viejas relaciones debía tener la certeza de que era realmente June la que quería volver a entrar en mi vida y utilizaba para ello métodos tan poco convencionales.

Pensé qué debía escribir. Luego elegí un asunto que casi tenía todas las cualidades de una contraseña.

Asunto:
La Sablia Rosa

Bellísima Principessa:

Después de un día lleno de giros sorprendentes —y sobre todo lleno de recuerdos—, su Duc se dirige a usted para desearle una noche placentera.

En realidad no he podido resolver su pequeña adivinanza, aunque me he acercado a la solución por otros caminos, según mi parecer. Y me temo que va a tener que quitarse la máscara, porque la he desenmascarado gracias a una casualidad.

Me escribe que tendría muchas preguntas que hacerme. Yo por mi parte solo tengo tres preguntas que plantearle, pero estoy seguro de que contestará a todas con un sí.

1. ¿Es posible que el «desafortunado encuentro» que menciona en su primera carta tuviera lugar en un viejo hotel de París que hace honor a mi nombre?

2. ¿Puedo suponer que usted —aunque procede del norte— tiene un temperamento más bien propio de un país del sur y en ocasiones tiende a sentir grandes celos (admito que está usted bellísima cuando se pone furiosa, sea con o sin motivo)?

3. ¿Es posible que en su cómoda haya lencería de La Sablia Rosa que yo le regalé tiempo atrás, cuando cometí un estúpido error, por el que querría disculparme de nuevo desde aquí?

En otras palabras: mañana es domingo, yo no tengo que trabajar, y
SI ERES TÚ, JUNE
, me gustaría mucho poder invitarte a comer en Le Petit Zinc, tu restaurante favorito. Creo que tenemos muchas cosas que contarnos.

¡POR FAVOR, DI SÍ!

Tu Jean-Luc

Había empezado a tutearla a mitad de la carta, había dejado el siglo
XVIII
para regresar al
XXI
. Y sentía más que curiosidad por saber qué iba a ocurrir.

Me quedé mirando fijamente la pantalla unos minutos con la absurda esperanza de que la Principessa contestara de inmediato. Pero, naturalmente, se tomó su tiempo.

Así que apagué el ordenador, le di las buenas noches a Cézanne, que me contestó moviendo el rabo un par de veces medio dormido, y me fui a la cama.

Era poco antes de las once, mañana sería otro día, me vendría bien dormir un poco. Cerré los ojos y vi a June sentada en Le Petit Zinc delante de una columna modernista pintada de verde claro, levantando su copa y con una sonrisa en los labios.

Dos horas más tarde volvía a encender la lámpara de la mesilla soltando un suspiro. No iba a ser tan fácil dormir plácidamente.

Todo estaba en silencio, pero era evidente que los últimos días habían alterado mi ritmo normal de sueño. Había dado como ciento treinta y cinco vueltas en la cama para encontrar la postura más cómoda. Había arreglado varias veces la almohada y había soltado un par de fuertes bostezos para autosugestionarme. Había deletreado al revés la palabra Checoslovaquia, como hacía el marido de Claudette Colbert en la vieja película
La octava mujer de Barba Azul
(una escena que siempre me había parecido divertidísima), pero no sirvió de nada.

Naturalmente, ya había pasado antes más de una noche sin dormir —en los mejores casos el motivo era una presencia femenina—, y después uno duerme como un tronco y se despierta lleno de energía. Las noches sin dormir sin sexo, en cambio, no eran algo que cualquier hombre desearía.

Estaba muerto de cansancio, pero mi cerebro no se tranquilizaba. Algunos neurotransmisores hiperactivos saltaban de sinapsis en sinapsis y me hacían ver miles de nuevas imágenes.

Imágenes de mujeres.

Mujeres que había conocido. Mujeres que me habría gustado conocer. Iban surgiendo de la oscuridad una tras otra y bailaban ante mis narices, ¡incluso Soleil con su hombre de pan!

Me levanté. Si de todas formas iba a seguir despierto, podía ver si había llegado alguna respuesta a mi ordenador.

Era poco antes de la una, todo el mundo parecía dormir, y la bandeja de entrada de mi correo estaba vacía. Miré hacia el recibidor. Cézanne estaba en su cesta, las patas traseras le temblaban de vez en cuando y gruñía muy bajito. También él estaba durmiendo, posiblemente estuviera persiguiendo un gato en sueños.

Aburrido, fui a la cocina, saqué del armario los últimos restos de baguette y vacié el frasco de foie gras. El hecho de masticar me resultó en cierto modo tranquilizador.

Algunos de mis amigos dicen que cuando no se puede dormir hay que comer algo. Sé que Aristide se levanta casi todas las noches y se corta un buen trozo de un
rolle chèvre
que siempre tiene en la despensa. Me pareció que el foie gras era tan bueno como el queso de cabra.

Me metí el último trozo de baguette en la boca, lo tragué con la ayuda de un buen trago de vino tinto y volví al dormitorio. Seguro que ahora podría dormir. ¡Por fin!

Cinco minutos más tarde me levanté soltando tacos porque notaba presión en la vejiga y no me podía aguantar. Era demasiado joven para tener problemas de próstata. Vi en el espejo a un hombre pálido con el pelo rubio ceniza al que yo personalmente no habría considerado ya joven.

Volví al dormitorio tambaleándome. Todo llegaba a su fin. La vida, yo mismo… pero también aquella maldita noche.

Me tiré sobre la cama y probé una nueva táctica.

De acuerdo, no me iba a dormir. Había oído que uno también descansa si simplemente se tumba y cierra los ojos. «Sin estrés, Jean-Luc —me ordené a mí mismo—, tranquilo, muuuuy relajado».

Relajadorelajadorelajado. Respiré con el abdomen. Relajadorelajadorelajado…

En algún momento me quedé dormido.

Entonces noté que de pronto Soleil se arrodillaba sobre mí con su caftán rojo y me clavaba agujas del tamaño de
mikados
en el pecho.

—¡No te escaparás, hombrecillo de pan! —murmuró—. ¡No te escaparás…! —Sus rizos negros se enrollaban en su cuerpo como si fuera la Medusa.

Grité como si fuera Drácula antes de que le clavaran la estaca en el corazón.

—¡Soleil, no, qué estás haciendo!

—¿Sabes ya quién es la Principessa, lo sabes? —dijo Soleil con un silbido, y su boca pintada del color de la sangre mostró una amplia sonrisa—. ¡Ya sé cómo conseguirte! —Sus grandes dientes blancos quedaron suspendidos a pocos centímetros de mi cuello, y notaba el peso de su cuerpo como si fuera de plomo.

—¡No, Soleil, no lo hagas! —El pánico se apoderó de mí.

Haciendo un esfuerzo sobrehumano la empujé y me incorporé. Muerto de miedo, me llevé la mano al pecho. El corazón me latía desbocado, pero no toqué ninguna aguja. ¡Qué alivio!

Aturdido, encendí la lámpara de la mesilla.

¡Menuda pesadilla!

Prometí no volver a tomar foie gras por la noche, diga lo que diga Aristide.

Eran las seis, en la ventana gorjeaba un pájaro, era una alondra, no un ruiseñor. Fui al cuarto de estar y me senté en mi escritorio. Abrí mi portátil muy despacio, como si fuera el cofre del tesoro. Esta vez tenía tres mensajes nuevos.

Y uno era de la Principessa.

Estaba impaciente por abrir el mensaje, pero al leer el asunto me quedé muy sorprendido.

Asunto:
El Enano Saltarín

Me temí que eso no significaba nada bueno. Bueno en el sentido de «el enigma está resuelto». A pesar de todo, en esa carta la Principessa cometió un error. Dio una información, y esa información me proporcionó una idea.

Aunque al principio, como es fácil imaginar, la carta supuso para mí una gran decepción. Ahora sé que —como en las buenas novelas policíacas— la primera solución de un misterio no es necesariamente la mejor, pero me había creído tan cerca del final y ahora todo cambiaba tanto otra vez…

En cualquier caso, podía borrar a June de la lista de sospechosos, eso lo tuve meridianamente claro ya después de la primera frase.

Querido Duc:

Ha sido realmente un buen intento el que ha acometido para descubrir a la Principessa, pero me temo que anda equivocado. Y ahora, igual que el Enano Saltarín le dice a la hija del rey, yo también le contesto a usted con satisfacción: «No, no, no, ese no es mi nombre».

Es posible que me sienta un poquitín celosa —con un hombre como usted es algo normal—, y de hecho tengo lencería preciosa que ha sido adquirida en La Sablia Rosa, pero usted,
mon chevalier
, no me ha regalado ni me ha visto puesta (lo que supongo que es una lástima para usted) esa delicada ropa interior que enseña más de lo que esconde.

Y ahí acaban las coincidencias con la dama por usted mencionada.

No soy June.

Dejémoslo de momento en la Principessa.

Conozco bien Le Petit Zinc, si bien no es mi restaurante preferido, pero por desgracia debo declinar su insistente invitación (que me ha gustado mucho a pesar de que en realidad no iba dirigida a mí, sino a la dama por la que usted erróneamente me ha tomado) con una negativa.

Compartir una comida con usted resulta tentador, aunque de momento me parece algo prematuro, y aunque fuera de otra manera, tampoco podría aceptar, ya que mañana debo llevar a una querida amiga al tren. Se marcha a Niza, y siguiendo una vieja y buena tradición, antes tomaremos algo en Le Train Bleu.

Por tanto, mi bienestar corporal está atendido, y confío en que el suyo también.

He dormido estupendamente, me he despertado temprano, le agradezco de corazón su saludo nocturno que, como podrá apreciar con facilidad, acabo de recibir y le deseo que pase un domingo agradable.

Creo que pronto oiremos hablar el uno del otro.

Su Principessa

P.D.: ¿Está muy decepcionado porque no soy June? Es muy bonito mantener correspondencia con usted, y solo deseo una cosa: que continúe.

Me quedé mirando la posdata. ¿Estaba decepcionado?

Claro que estaba decepcionado, pero si escuchaba en mi interior mi decepción no se debía necesariamente a que June no fuera la Principessa. Se parecía más bien a lo que siente el cazador cuando yerra el disparo. Debo admitir que me habría gustado desvelar la identidad de la Principessa, verla capitular ante mi sagacidad, y me irritaba sobremanera que esa pequeña arrogante me tuviera en vilo. ¿Por qué no me decía de una vez quién era? ¿Qué quería de mí? Me habría gustado dejarla con la incertidumbre de su última pregunta.

Pero su posdata me conmovió. Dejaba ver cierta inseguridad, incluso miedo. No había escrito: «Espero que no esté usted demasiado decepcionado porque no soy June». O: «Espero que la decepción que siente porque no soy June se mantenga dentro de unos límites soportables». No, su pregunta era simple y sincera… y sin ese leve tono irónico que siempre resonaba en sus cartas.


y solo deseo una cosa: que continúe
.

No podía dejar esa frase sin contestar, era sencillamente demasiado bella. Así que le volví a escribir.

Asunto:
¡Decepcionado!

¡Claro que estoy decepcionado!

Enseguida me he sentido decepcionado porque usted ha rechazado por segunda vez mi invitación a comer.

Estoy terriblemente decepcionado porque me ha privado de la contemplación de su seductora ropa interior (y celoso del hombre que se la ha regalado y ante el que usted, según debo suponer, se habrá mostrado en esa vestimenta que apenas se puede considerar tal).

A diferencia de usted, yo he pasado toda la noche sin dormir, y usted, estimada señora, es en parte culpable de ello.

Como castigo debe indicarme ahora mismo el restaurante en el que más le gusta comer, pues en algún momento (¡muy pronto!) tendrá que cenar allí conmigo, supongo que estará de acuerdo.

Aun cuando usted desea que nuestra correspondencia continúe, esto no puede prolongarse para siempre.

Yo por mi parte también deseo que continúe… más allá de las cartas y las insinuaciones, más allá de las adivinanzas y de las palabras bonitas, más allá de lo que su imaginación tal vez permita… en otras palabras: ¡muy, muy lejos!

Por el momento solo puedo acompañarla en mis pensamientos a su encuentro con su amiga, desearle
bon appétit
y esperar su próximo
billet-doux
(ya ve que practico la paciencia aun cuando me resulta muy difícil).

¡Cuídese!

Su Duc

P.D.: No debe preocuparse en absoluto por June, en todo caso debe hacerlo por el Enano Saltarín. ¿O es que ha olvidado cómo termina el cuento?

Espero que no se destruya a sí misma a causa de la rabia cuando yo descubra finalmente su nombre. ¡Tiene que prometérmelo!

Cuando envié el mensaje me sentía muy animado. Pues mientras lo escribía había urdido un plan.

No iba a acompañar a la Principessa en su comida solo con mis pensamientos, no, iba a ir a la Gare de Lyon para verla en Le Train Bleu, el restaurante de la estación.

Estaba seguro de poder reconocerla, ya que, como según ella misma me había asegurado, yo ya la había visto en alguna ocasión. En otras palabras: si a mediodía descubría en Le Train Bleu a una mujer que conocía y que estaba comiendo allí en compañía de otra mujer sabría por fin quién era la Principessa.

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