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Authors: Nicolas Barreau

Tags: #Romántico

Me encontrarás en el fin del mundo (7 page)

BOOK: Me encontrarás en el fin del mundo
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Por desgracia siempre pasa lo mismo: en cuanto pierdes algo que creías tener asegurado, se convierte en objeto de máximo deseo. Cuando alguien se lanza sobre la cartera, los zapatos, el cuadro o la lámpara de pantalla veneciana ante los que estás dudando, en ese mismo instante sabes que
eso
era justo lo que estabas buscando.

De pronto estaba seguro de que la letra de la nota desaparecida habría coincidido con la de la carta. Y además, ¿no me había dejado escrito Charlotte que me debía una?

El cansancio había desaparecido. ¡Tenía que averiguar la verdad!

Quien haya rebuscado alguna vez en un contenedor de basura sabe de lo que hablo cuando digo que, en comparación, las duras excavaciones en la tumba de Tutankamón fueron una romántica aventura. Con las puntas de los dedos fui desenterrando latas de tomate vacías, botellas de vino, artículos de higiene usados, bolsas de patatas fritas arrugadas, frascos de paté y los restos mortales de un
coq au vin
. Y aunque había dejado de llover y la luna lo envolvía todo en una suave luz amarilla, mi incursión estaba exenta del placer que debió de sentir Schliemann ante sus descubrimientos.

Pero mi tenacidad fue recompensada. Después de veinte angustiosos minutos revolviendo en la basura tenía en la mano un papel arrugado que sorprendentemente había sobrevivido a su excursión a los bajos fondos de París sin sufrir, a excepción de una piel de patata que se había quedado pegada, grandes daños. Con un suspiro de felicidad me guardé mi tesoro en el bolsillo, cuando un objeto duro surgido de la nada se estampó en mi cráneo.

Caí al suelo como una piedra. Cuando volví a abrir los ojos oí una voz lastimera por encima de mi cabeza. Pertenecía a un fantasma vestido de blanco que se inclinaba sobre mí y no paraba de gritar: «¡Oh, Dios mío, oh, Dios mío, monsieur Champollion, lo siento mucho, lo siento mucho!».

Tardé un par de segundos en darme cuenta de que era madame Vernier la que estaba a mi lado en camisón.

—¿Monsieur Champollion? ¿Jean-Luc? ¿Se encuentra bien? —volvió a preguntarme con voz apagada, y yo asentí sin saber lo que decía. Me llevé la mano a la zona de la cabeza que me dolía y noté un bulto.

Me quedé mirando a mi vecina como si, con su vaporoso camisón de puntillas y el pelo suelto, fuera una aparición.

—Madame Vernier —murmuré desconcertado—. ¿Qué ha pasado?

Madame Vernier me cogió de la mano.

—¡Oh, Jean-Luc! —dijo entre sollozos, y me di cuenta de que era la segunda vez que me llamaba por mi nombre. En mi estado no me habría sorprendido nada que en ese momento ella me hubiera confesado que era la remitente secreta de la carta («
Hace mucho tiempo que le amo, Jean-Luc… Siempre he tenido la esperanza de que Cézanne nos uniera para siempre…
»).

—¡Perdóneme, por favor! —La vecina en camisón parecía totalmente fuera de sí—. He oído ruidos en el patio, justo debajo de mi ventana, me he asomado y he visto a un hombre que se subía a los contenedores de basura. Creí que era usted un ladrón. ¿Todavía le duele? —A su lado había una pequeña mancuerna.

Solté un gemido.

«Galerista muerto mientras rebuscaba en los contenedores de basura», se me pasó por la cabeza. En realidad tenía mucha suerte de poder seguir pensando algo y no estar ya flotando en el Nirvana.

—Está bien, no ha sido para tanto —tranquilicé a madame Vernier, que seguía aferrada a mi mano.

—¡
Quel cauchemar
, qué pesadilla! —susurró—. ¡Me ha dado un susto de muerte! —De pronto cambió su mirada de preocupación y me observó con gesto severo—. ¿Qué hacía a estas horas en los contenedores de basura, Jean-Luc? Me sorprende… —Miró algunos restos que se me habían caído al suelo mientras rebuscaba y se echó a reír—. No será usted un vagabundo que busca comida entre la basura, ¿no?

Sacudí la cabeza, sentí un dolor terrible. Mi vecina tenía una energía sorprendente.

—Solo buscaba una cosa que había tirado sin querer. —Consideré que le debía una breve explicación.

—¿Y? ¿La ha encontrado?

Asentí. Era la una y media cuando abandonamos la escena del crimen y madame Vernier se deslizaba por las escaleras delante de mí como una nubecilla blanca.

Cézanne, que estaba adormilado sobre su manta en el pasillo, movió el rabo a modo de saludo cuando regresé de mi aventura nocturna. Ya había desistido de seguir mi ritmo algo alterado de día y de noche, mis horarios de sacarle a la calle. Cuando tocaba, tocaba. Budismo canino. Por un instante le envidié por su vida sin complicaciones. Luego me incliné sobre mi escritorio, alisé la nota arrugada de Charlotte y puse a su lado la carta de la Principessa.

No había que ser ningún Champollion para comprobar que se trataba de dos caligrafías totalmente diferentes. Una era más bien recta y con trazos angulosos, la otra se inclinaba ligeramente a la derecha y mostraba trazos redondeados, entre los cuales destacaban sobre todo la B, la C, la D y la P.

Definitivamente, Charlotte
no
era la Principessa.

El descubrimiento rebajó de golpe mi nivel de adrenalina y me hizo sentirme de pronto terriblemente cansado. Me dolía la cabeza, y deseché la idea de escribir a la auténtica Principessa esa misma noche.

Para escribir una carta en condiciones tenía que estar descansado y en pleno uso de todas mis facultades físicas y mentales. Y estas habían sufrido mucho en las últimas horas.

Fui tambaleándome hasta el cuarto de baño y archivé definitivamente la nota de Charlotte en la papelera. Luego me lavé los dientes. Era todo lo que podía hacer por ese día. Eso pensaba.

5

Cuando tengo un buen día me parezco al tipo del anuncio de Gauloises. Pero cuando me dirigía a mi dormitorio a altas horas de la noche, descalzo y con mi pijama de rayas azules y blancas, apenas tenía ya nada en común, sin contar las rayas de mi ropa, con ese tío de tan buen humor que pasea contento a su perro con el eslogan de
Liberté toujours
de fondo.

Me sentía como si tuviera ciento cinco años y solo quería una cosa: ¡dormir! Aunque hubiera estado delante de mí la princesa más bella del mundo, la habría rechazado, muerto de cansancio.

Cuando vi parpadear una pequeña luz roja en la penumbra, pensé primero que era una de las consecuencias del golpe en la cabeza. Pero se trataba solo del contestador, que desde el fondo del vestíbulo lanzaba una callada señal en mitad de la noche. Apreté de forma mecánica el pequeño botón redondo.

—Tiene
un
mensaje nuevo —me gritó una voz automática de mujer en el oído. Y entonces oí otra voz femenina que hizo que un escalofrío me recorriera la espalda.

—¿Jean-Luc? Jean-Luc, ¿dónde estás? ¡Es casi la una y no te localizo! Tu móvil está apagado. —La voz sonaba nerviosa—. ¿Qué estás haciendo, en plena noche? ¿No has recibido mi mensaje? ¡Ibas a venir a verme! ¿Es que no te importo nada? —Siguió una breve pausa, luego la voz adquirió un tono histérico—. Jean-Luc, ¿por qué no coges el teléfono? Ya no puedo más, no voy a volver a pintar nunca más. Nunca más, ¿me entiendes? —Tras este dramático anuncio se produjo un largo silencio. Luego continuó la tragedia—. Está todo oscuro. Tengo frío y estoy sola.

Las últimas palabras sonaban realmente mal y a cuatro copas de vino, como poco.

Me desplomé en la silla que hay junto al teléfono y con un suspiro me tapé la cara con las manos. ¡Soleil! Me había olvidado por completo de Soleil.

—Mi querida y pequeña Soleil —susurré desesperado—. Por favor, perdóname, pero ahora no puedo llamarte. De verdad que
no puedo
. Son las dos y cuarto y no podría aguantar una terrorífica hora al teléfono. —El chichón me dolía mucho y quería que mi pobre cabeza descansara por fin en una almohada blanda, ansiaba sumergirme en la oscura paz de mi dormitorio.

Y me pregunté si era una mala persona si dejaba toda una noche sola con su desgracia a esa criatura que dudaba del mundo y de sí misma.

—¡Soy un cerdo! —murmuré—. Pero si no me meto ahora mismo en la cama me voy a caer muerto aquí mismo.

Luego, soltando un suspiro cogí el auricular y marqué el número de Soleil Chabon.

Media hora más tarde estaba sentado en un taxi camino de Trocadéro.

Ya había leído alguna vez que en determinadas circunstancias el ser humano desarrolla de pronto fuerzas insospechadas. Sigue caminando totalmente agotado por el Sahara con la esperanza de encontrar todavía un oasis que le salve la vida. Puede estar tres noches sin dormir y mantenerse despierto ante su ordenador gracias al café para que el trabajo esté listo un minuto antes de que termine el plazo de entrega. Se agarra media hora más de lo físicamente posible a una cuerda cuando abajo le espera un río lleno de cocodrilos hambrientos. El hombre es sorprendente en sus posibilidades, y yo experimenté en mis propias carnes los efectos de una repentina descarga de adrenalina.

Nervioso e inquieto, observé la Torre Eiffel a mi izquierda cuando recorríamos el Quai d’Orsay ya desierto. Di gracias por conocer bien París, y así al menos podía indicar al taxista el camino hasta la Rue Augerau, una calleja cerca del Champs de Mars.

—¡Tú decir, yo conducir! —La lapidaria invitación del conductor, cuyo lugar de nacimiento debía de estar en algún punto del más profundo Sudán, habría sido demasiado para cualquier cliente que no conociera tan bien la ciudad.

—¿Podría ir un poco más deprisa? —le pregunté al hombre negro, que llevaba la gorra bien calada—.
Je suis pressé
, tengo mucha prisa.

Era evidente que el hombre del continente africano no estaba acostumbrado a tales premuras. Gruñó alguna insolencia en su idioma, pero pisó el acelerador.

—¡Se trata de una emergencia! —dije tratando de motivarle.

Yo no sabía si se trataba de una emergencia. Solo sabía que una hora después de que dejara el trágico mensaje en el contestador Soleil ya no contestaba el teléfono. La había llamado cinco veces seguidas sin éxito, luego ya no esperé más.

Era posible que simplemente se hubiera ido a dormir después de desconectar el teléfono, pero yo no quería ser culpable de su muerte. La conciencia me atormentaba. Y la noche aportaba su propio dramatismo.

El taxista frenó de golpe delante del número que le había indicado. Yo ya había visitado varias veces a Soleil en su estudio, donde también vivía y dormía.

Sin necesidad de pensarla, tecleé la combinación que abría el portal. Luego crucé a toda prisa el patio, en el que crecían algunos árboles, y me detuve casi sin aliento delante de la puerta de su casa. Llamé al timbre con insistencia, y como no pasaba nada aporreé la puerta con el puño.

—¿Soleil? ¡Soleil, abre! ¡Sé que estás ahí!

Entonces tuve un
déjà vu
. Dos años antes ya había estado aporreando esa puerta. En aquella ocasión Soleil se hizo la muerta durante una semana. Se negaba a contestarme. Le llené de mensajes el contestador, le pedí que me llamara, pero no lo hizo. No se dignó contestar al teléfono y me dejó fuera, delante de la puerta, como si no hubiera nadie. Y todo únicamente porque le daba miedo decirme que sus cuadros no estaban listos todavía.

Como estaba preocupado y en realidad no quedaba mucho tiempo, esa vez le lancé por debajo de la puerta un papel con un mensaje escrito con letras grandes.

HABLA CONMIGO.

¡CINCO MINUTOS!

TODO SE ARREGLARÁ.

Debajo dibujé un pequeño monigote que se suponía que era un Jean-Luc suplicante. Pocos segundos después se abrió la puerta muy despacio.

¡Qué voy a decir… los artistas son seres muy especiales! Junto con todo su instinto creativo poseen espíritus muy sensibles y una seguridad en sí mismos terriblemente inestable que hay que reforzar continuamente. Y un galerista que trabaja con «artistas vivos» tiene que ser capaz sobre todo de una cosa: de aguantarlos.

A mi lado sonó un apagado maullido. Miré hacia abajo. Dos ojos verdes y brillantes me miraban fijamente. Pertenecían a Onionette, que significa «cebollita». Y Cebollita es la gatita de Soleil. Todavía no he descubierto por qué el animalito lleva el nombre de una liliácea, pero ¿por qué iba a tener Soleil un gato que se llamara Mimí o Foufou? Eso sería demasiado normal.

—Onionette —susurré sorprendido, y acaricié el pelo atigrado del felino, que no dejaba de ronronear—. ¿De dónde vienes?

Onionette se restregó un par de veces contra mis piernas, luego desapareció en la pequeña terraza, separada del patio interior, que pertenecía al estudio de Soleil. Me asomé por el hueco que había a un lado entre el seto y la pared, y a través de la puerta corredera de cristal pude ver el dormitorio de Soleil.

La habitación estaba a oscuras, las persianas a medio bajar, y no pude apreciar si Soleil dormía en su cama improvisada, un enorme colchón puesto sencillamente en el suelo.

—¿Soleil? —Di unos golpecitos en el cristal, luego empujé suavemente la puerta corredera. Se deslizó como si hubiera dicho «¡Ábrete, Sésamo!», y me sorprendió la despreocupación de Soleil. En lo más profundo de su corazón seguía viviendo en la naturaleza intacta de las islas de las Indias occidentales donde se había criado.

Contuve la respiración y percibí la tranquila oscuridad de la habitación.

—Soleil, ¿va todo bien? —dije en voz baja, y noté el olor casi irreal y a la vez embriagador a aguarrás, canela y vainilla que inundaba la estancia. Era como si me permitiera el acceso clandestino a un harén oriental.

Me deslicé en silencio hasta la cama, que estaba al fondo del enorme espacio de techos altos. Y allí estaba Soleil, tendida sobre las sábanas blancas como una figura de bronce. Estaba completamente desnuda. Un débil resplandor que entraba por la puerta abierta que daba a la cocina iluminaba suavemente su cara, y su pecho subía y bajaba con la más bella regularidad.

En un primer momento me sentí aliviado. Luego hechizado. Observé a Soleil dormida y de pronto todo me pareció tan irreal como si estuviera soñando. Me di cuenta de que mi mirada llevaba demasiado tiempo posada en ese precioso cuerpo.

¿Qué hacía yo allí? ¡Me colaba en casas ajenas y miraba a mujeres desnudas! Soleil dormía como una diosa, no le pasaba nada, y yo ya no estaba allí para salvarle la vida, sino como un
voyeur
.

Aparté la mirada y ya iba a emprender la retirada en silencio cuando mi tobillo rozó un objeto. La botella de vino vacía que había en el suelo se volcó con un fuerte estruendo que en el silencio de la noche sonó como si se hubieran derrumbado las murallas de Jericó.

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