Read Me llamo Rojo Online

Authors: Orhan Pamuk

Tags: #Novela, #Historico, #Policíaco

Me llamo Rojo (70 page)

BOOK: Me llamo Rojo
8.52Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Trajeron las lámparas, me las acercaron a la cara y me observaron los ojos con el cuidado y la compasión de un médico.

—Están como si no hubiera pasado nada.

¿Sería lo último que vería en el mundo a aquellos tres clavando sus miradas en mis ojos? Sabía que no olvidaría aquellos momentos hasta el fin de mis días y continué hablando porque, a pesar de estar arrepentido, también sentía una cierta esperanza.

—Tu Tío le mostró a Maese Donoso que estaba haciendo algo prohibido. Tapando la última ilustración, descubriendo sólo un rincón distinto para cada uno de nosotros, obligándonos a pintar ahí, ocultando la ilustración entera... Le dio a la pintura un ambiente misterioso y de asunto secreto esparciendo el miedo al pecado. Fue él el primero en desatar aquellos recelos y aquel temor al pecado y no los erzurumíes, que en su vida han visto un libro ilustrado. En caso contrario, ¿qué es lo que tendría que temer un ilustrador de conciencia limpia?

—Un ilustrador de conciencia limpia ahora tiene mucho que temer —respondió Negro insolente—. Sí, es cierto que nadie habla mal de la ilustración, pero la pintura está prohibida por nuestra religión. Nadie critica las pinturas de los maestros persas ni los prodigios de los mayores maestros de Herat porque, al fin y al cabo, se ven como parte de la decoración de los márgenes y realzan la hermosura de la escritura y las maravillas de la caligrafía. De hecho, ¿cuánta gente ve nuestras ilustraciones? Pero si usamos las maneras de los francos, nuestro trabajo deja de ser sólo ilustración de algo, deja de ser algo sin valor para comenzar a ser pura y simplemente pintura. Eso que prohíbe el Sagrado Corán y que tan poco gustaba a Nuestro Profeta. Tanto Nuestro Sultán como mi Tío lo sabían perfectamente. Por eso mataron a mi Tío.

—Mataron a tu Tío porque tenía miedo —respondí—. Lo mismo que tú, había comenzado a afirmar que la ilustración que estaba haciendo no iba en contra de la religión ni el Libro... Eso era justo lo que buscaban los erzurumíes, que se morían por encontrar algo contrario a la religión. Maese Donoso y tu Tío eran tal para cual.

—Y tú los mataste a ambos, ¿no? —dijo Negro.

Por un instante creí que iba a golpearme y en ese mismo momento me di cuenta de que el nuevo marido de la hermosa Seküre no lamentaba en absoluto la muerte de su Tío. No iba a pegarme, y, si lo hacía, ya no me importaba.

—En realidad, de la misma manera que Nuestro Sultán quería preparar un libro hecho bajo la influencia de los francos —continué tercamente—, tu Tío quería preparar un libro que desafiara a todo el mundo, que contagiara a todos el temor al pecado. Para alimentar su orgullo. Sentía una admiración que rayaba en la sumisión por las pinturas de los maestros francos que había visto en sus viajes y hasta el final creyó en aquellas cosas que nos contaba durante días; seguro que a ti también te explicó todas aquellas tonterías sobre la perspectiva y los retratos. En mi opinión, el libro que estábamos haciendo no tenía nada malo ni nada que no encajara en nuestra religión... Y como lo sabía, adoptaba el aire de estar preparando un libro peligroso y aquello le agradaba enormemente... Hacer algo tan peligroso con permiso especial del Sultán era para él tan importante como la admiración que sentía por las pinturas de los maestros francos. Si hiciéramos pinturas para ser colgadas en las paredes sería algo pecaminoso, sí. Pero en ninguna de las ilustraciones que preparamos para aquel libro pude notar que hubiera nada que fuera contra la religión, ninguna impiedad, ninguna herejía, ni siquiera algo remotamente prohibido. ¿Lo notasteis vosotros?

Mi vista iba perdiendo fuerza imperceptiblemente pero, gracias a Dios, todavía podía ver lo suficiente como para darme cuenta de que mi pregunta les hacía dudar.

—No estáis seguros, ¿verdad? —dije complacido—. Aunque en secreto penséis que en las ilustraciones que pintamos había una imprecisa idea de pecado, la sombra de una impiedad, nunca lo aceptaríais ni lo reconoceríais. Porque eso sería dar la razón a los enemigos erzurumíes y a los fanáticos que os acusan. Por otro lado no podéis proclamar convencidos que sois inmaculados como una virgen porque eso sería renunciar al embriagador orgullo, a la distinguida jactancia que supone hacer algo oculto, misterioso, prohibido. ¿Sabéis cuándo me di cuenta de que yo también estaba dándome aires? ¡Trayendo al pobre Maese Donoso a este monasterio en mitad de la noche! Lo traje aquí con la excusa de que estábamos congelándonos en la calle. En realidad, me agradaba que viera que yo era un resto de los impíos kalenderis, aún peor, que me esforzaba por ser uno de ellos. Creía que cuando el pobre Maese Donoso viera que yo era el último seguidor de una orden que había sido disuelta por haberse dedicado a la pederastia, al consumo de hachís, a la holgazanería y a todo tipo de aberraciones, me tendría más miedo, me demostraría más respeto y quizá ese miedo le cerraría la boca. Por supuesto, ocurrió justo lo contrario. De la misma manera que aquello lo desagradó, nuestro estúpido compañero de la infancia se convenció de inmediato de que las acusaciones de impiedad de las que le había persuadido tu Tío eran totalmente correctas. Y así, nuestro querido compañero de aprendizaje, que había empezado diciendo «Ayúdame, convénceme de que no vamos a ir al Infierno para que esta noche pueda dormir bien», comenzó a decir en un tono amenazante «Esto va a acabar mal». Decía que la última ilustración se había alejado mucho de las órdenes de Nuestro Sultán, que nunca nos lo perdonaría, que los rumores llegarían a oídos del predicador de Erzurum. Consiguió que me fuera prácticamente imposible convencerlo de que todo iba como una balsa de aceite. Comprendí que contaría, exagerándolas, todas las tonterías del Tío, que si se blasfemaba contra la religión, que si se mostraba simpático al Diablo y todas esas fantasías, a todos sus cretinos amigos, que se dejaban llevar por el predicador de Erzurum, y que ellos se creerían aquellas calumnias. Sabéis cuánto nos envidian no sólo los artesanos, sino todos los demás artistas, porque hemos sido honrados con el favor del Sultán. Ahora, todos juntos y complacidos, podrían decir: LOS ILUSTRADORES SON UNOS IMPÍOS. Además, por culpa de esa colaboración entre el Tío y Maese Donoso, la calumnia resultaría ser cierta. La llamo calumnia porque no me creía lo más mínimo lo que mi hermano Donoso decía sobre el libro y sobre la última ilustración. Por aquel entonces yo no permitía que se criticara a tu Tío. Incluso veía muy natural que Nuestro Sultán le retirara su favor al Maestro Osman y se hubiera vuelto hacia él y me creía, aunque no tanto como él mismo, todo lo que me contaba tan detalladamente sobre los maestros francos y sus pinturas. Creía de veras que los ilustradores otomanos podíamos tomar con toda alegría esto o aquello de las maneras de los francos según nos apeteciera y según nos lo permitieran nuestros viajes sin entrar en tratos con el Diablo y sin que nos provocara problemas. La vida era fácil y tu difunto Tío era para mí un padre en lugar del Maestro Osman en esta nueva vida.

—No hables de eso todavía —dijo Negro—. Antes cuéntanos cómo mataste a Donoso.

—Lo hice —dije comprendiendo que no podría usar el verbo matar—, lo hice no sólo por nosotros, para salvarnos, sino también por el bien de todo el taller. Maese Donoso sabía que la amenaza era un arma que tenía en sus manos. Recé implorándole a Dios que me demostrara lo realmente miserable que era el muy canalla. Dios aceptó mis plegarias y me lo demostró: le ofrecí dinero. Se me vinieron a la cabeza esas monedas de oro, pero gracias a una divina inspiración urdí una mentira. Le dije que no estaban aquí, en el monasterio, sino que las había escondido en otro sitio. Salimos. Caminamos sin rumbo por calles desiertas y barrios perdidos sin que supiera muy bien dónde íbamos. No sabía lo que hacía y tenía mucho miedo.;Al final de aquella caminata sin rumbo y sin objeto, cuando volvimos a cruzar una calle por la que ya habíamos pasado, nuestro hermano iluminador Maese Donoso, que había consagrado su vida a la repetición y a las formas, comenzó a sospechar. Pero Dios hizo aparecer frente a nosotros un solar vacío de un incendio y un pozo ciego.

En ese punto comprendí que no podría seguir contándoles el resto y así se lo dije:

—Si hubierais estado en mi lugar, habríais hecho lo mismo pensando en el bienestar de los demás hermanos ilustradores —les dije valientemente.

Me entraron ganas de llorar cuando vi que me daban la razón. Iba a decir que era porque aquel cariño inmerecido me había ablandado el corazón, pero no es así. Iba a decir que era porque escuché de nuevo el golpe del cuerpo al caer en el fondo del pozo al que lo había arrojado, pero tampoco. Iba a decir que era porque recordaba que antes de convertirme en asesino era tan feliz como cualquiera, pero tampoco. De repente se me apareció un ciego que pasaba por nuestro pobre barrio cuando era niño: envuelto en sucios harapos, sacaba una escudilla de cobre aún más sucia y nos decía a los niños, que lo observábamos de lejos, desde la fuente del barrio: «Hijos míos, ¿quién de vosotros llenará de agua la escudilla de este ciego?». Y como nadie iba, continuaba: «¡Es una obra de caridad, hijos míos, de caridad!». Había perdido el color de los iris, que había desaparecido hasta el punto de confundirse con el blanco.

Con el temor de parecerme a aquel anciano ciego les conté a toda prisa y sin poder saborearlo cómo había asesinado al señor Tío. No dije ni demasiadas verdades ni demasiadas mentiras. Encontré un justo medio que no abrumaba en exceso mi corazón y me di cuenta de que pensaban que había ido allí sin la intención de matarlo: de la misma forma que entendían que quería decir que no lo había matado con premeditación, también entendieron que buscaba excusas y disculpas diciéndoles que si no hay mala intención uno no va al Infierno.

—Después de entregar a Maese Donoso a los ángeles de Dios —continué pensativo—, las palabras que el difunto me había dicho en sus últimos instantes comenzaron a corroerme el corazón como un gusano. Como me había manchado las manos de sangre por la última pintura, ésta comenzó a crecer en mi imaginación. Fui a casa de tu Tío, que ya no nos llamaba a ninguno para trabajar en el libro, para que me la mostrara. No me la enseñó y pretendió que todo iba perfectamente. ¡No existía una pintura misteriosa por la que valiera la pena matar a un hombre ni nada parecido! Para que no me humillara de aquella manera, para que me tomara en serio, le confesé que había sido yo quien había matado a Maese Donoso y lo había arrojado a un pozo. Me tomó más en serio, pero continuó humillándome. Un padre no puede humillar a sus hijos. El Gran Maestro Osman se enfurecía con nosotros y nos pegaba, pero nunca nos humilló. Os habéis equivocado traicionándolo, hermanos míos.

Sonreí a mis hermanos, que observaban mis ojos tan atentamente como si escucharan mis últimas palabras en mi lecho de muerte. Como le ocurriría a un hermano que se estuviera muriendo, les veía cada vez más borrosos y como si se estuvieran alejando de mí.

—Maté al Tío por dos razones. Por forzar al Gran Maestro Osman a que imitara como un mono al ilustrador franco Sebastiano. Y porque en un momento de debilidad le pregunté si yo tenía un estilo.

—¿Qué te respondió?

—Que sí. Pero, por supuesto, para él aquello no era un insulto sino un elogio. Recuerdo que de repente pensé avergonzado si para mí debía ser también un elogio. Por un lado veía el estilo como una cosa innoble, como un deshonor, pero por otro algo me reconcomía el corazón. Yo no quería un estilo, pero el Diablo me tentaba y además sentía curiosidad.

—En secreto todo el mundo quiere tener un estilo —dijo Negro insolente—. Y, como Nuestro Sultán, todo el mundo quiere que se pinte su retrato.

—¿Es una enfermedad imposible de resistir? —pregunté—. Si se extiende ninguno de nosotros podrá oponerse a las maneras de los maestros francos.

Pero nadie me escuchaba: Negro estaba contando la historia del triste bey turcomano que fue desterrado por doce años a la Tierra China porque había anunciado demasiado pronto su amor por la hija del sha. Como no tenía un retrato de su amada, con la que soñó durante aquellos doce años, olvidó su rostro entre las bellezas de China y su pena de amor se transformó en una profunda prueba impuesta por Dios. Pero todos sabíamos que lo que estaba contando era su propia historia.

—Gracias a tu Tío todos hemos aprendido esa palabra: retrato —dije—. Si Dios quiere, algún día aprenderemos también a contar sin temor la historia de nuestra propia vida sin aparentar que se trata de otra.

—Todas las historias son las historias de todos —dijo Negro—. No son de nadie en concreto.

—Y todas las ilustraciones son las ilustraciones de Dios —dije yo completando los versos de Hatifi, el poeta de Herat—. Pero cuando se extiendan las maneras de los maestros francos todos considerarán una demostración de talento el contar las historias de los demás como si fueran las propias.

—Eso es justo lo que pretende el Diablo.

—¡Dejadme ya! —grité con todas mis fuerzas—. Dejadme que vea por última vez el mundo.

Me invadió la confianza al ver que los había asustado.

Fue Negro el primero en recuperar la compostura:

—¿Vas a sacar la última ilustración?

Le miré de tal manera que comprendió de inmediato que iba a obedecerlo y me soltó. Mi corazón comenzó a latir a toda velocidad.

Habréis adivinado hace mucho mi identidad, a pesar de que he estado intentando ocultarla. Con todo, no os asombréis de que me comporte como los antiguos maestros de Herat: ellos ocultaban sus firmas no para que no se supiera quiénes eran, sino por el respeto que les tenían a sus maestros y a las normas. Con un candil en la mano caminé excitado por entre las oscuras habitaciones del monasterio abriéndole paso a mi pálida sombra. ¿Había empezado a caer sobre mis ojos el telón de la negrura o realmente estaban tan oscuras aquellas habitaciones y antesalas? ¿Cuánto tiempo tenía antes de quedarme completamente ciego, cuántos días o semanas? Mi sombra y yo nos detuvimos entre los fantasmas de la cocina, recogimos unos papeles de un rincón limpio de un polvoriento armario y regresamos a toda prisa. Negro, precavido, me había seguido, pero no había traído consigo la daga. ¿Me apetecería, acaso, agarrar la daga antes de quedarme ciego y cegarle a él también?

—Me alegra poder ver esto una vez más antes de quedarme ciego —les dije orgulloso—. Quiero que también vosotros lo veáis. Miradlo.

Y así fue como a la luz del candil les mostré la última ilustración, que me había llevado de la casa del Tío la noche en que lo maté. Primero les observé contemplar con curiosidad y temor aquella pintura de doble página. Al volverme para contemplarla con ellos temblaba ligeramente. Tenía fiebre, ya porque me habían clavado un alfiler de turbante en los ojos o porque me arrebataba el éxtasis.

BOOK: Me llamo Rojo
8.52Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Catbyrd Seat by Emmanuel Sullivan
Fatal Disclosure by Sandra Robbins
The Fairest of Them All by Cathy Maxwell
Slam Dunk by Matt Christopher, Robert Hirschfeld
Frame 232 by Wil Mara
Miracle by Danielle Steel