Melocotones helados (17 page)

Read Melocotones helados Online

Authors: Espido Freire

BOOK: Melocotones helados
5.45Mb size Format: txt, pdf, ePub

Como para todos resultaba previsible, escogió a su Guía.

Las dos Elsas, según el sentimiento general, se habían llevado lo mejor de la familia: el cabello color arena y los ojos azules, grisáceos en el caso de Elsa grande. Sus padres tenían también los ojos azules, pero el cabello oscuro. La niña Elsa, recordaba César, cuando la veía de nuevo en la imaginación correr por las calles, era rubia, pero no ojigarza. Antonio, el único varón entre los nietos, debía todo a otra rama familiar: moreno, fornido, con unos dientes de animal salvaje y dos cabezas más alto que su hermana.

Quizá porque ellas eran menudas, con manitas de ramas y piernas finas y endebles, sentían debilidad por los hombres de elevada estatura. Los novios de Elsa pequeña apenas cabían por la puerta. Cuando pensaba que podían volverse contra ella, y estrellarla contra la pared de una bofetada, la conciencia de su pequeñez, de su fragilidad de cascara de huevo, le resultaba deliciosa. Elsa grande tenía menos donde elegir, pero tampoco le llegaba al hombro a Rodrigo. Las madres movían la cabeza con aprobación. Al decir de todos, hacían muy buena pareja.

Entre ellas guardaban poco parecido; el aire de familia se había diluido. La mandíbula de Elsa pequeña era cuadrada, y denotaba obstinación. Llevaba el cabello largo, muy rubio en las puntas, y caminaba encogida, moviendo las piernas ahogadas en las faldas largas como una ave taciturna en busca de calor. Tenía los dientes un poco oscuros, con el matiz opaco que da el café y el tabaco.

Su prima era, al decir de los entendidos, menos linda, pero más atractiva. Seguía la moda con interés, y rompía con plena conciencia de ello los tópicos sobre los originales atavíos de las pintoras: trajes severos de corte estricto y, sobre la nariz punteada de pecas, unos ojos llenos de aristas gélidas.

Cuando Elsa pequeña alcanzó el grado que le permitía participar en las Purificaciones, sus padres comenzaron a sospechar.

—Ya no sabemos nada de ti. Es como si quisieras librarte de nosotros. ¿Estás enfadada? ¿Te ha dicho tu padre algo que te pareciera mal?

Su Guía le recomendó que fuera a verlos.

—Por supuesto, es preferible restringir el contacto con las personas que estén fuera de la Orden. Sólo tratarán de corromperte y de alejarte del camino correcto. Pero son tus padres, y se merecen todo el respeto… Visítalos al menos una vez.

Elsa pequeña fue. Su madre se había preocupado en cocinar arroz, su plato preferido, pero ella no sentía hambre, y removía la comida con el tenedor.

—¿Ya estás escogiendo en la comida? ¡Come de una vez, mujer! —decía su padre, y cuanto más se lo decía, más incapaz era ella de continuar comiendo.

La Orden informaba puntualmente a los neófitos de todas las calumnias que se vertían sobre ellos, de modo que por prudencia no mencionó nada a sus padres sobre ella, y los persuadió a cambio de que se había unido a un grupo de senderismo. La escucharon hablar. Estaba bronceada, enjuta, y mostraba una decisión que antes le faltaba. Además, hacía casi medio año que continuaba en el mismo empleo.

—¿Te hace falta dinero? —preguntó su padre.

Ella se encogió de hombros, riendo.

—Siempre me hace falta dinero.

—No te preocupes. Te ingresaremos algo.

La madre la vio marchar, tranquilizada.

—Al fin se ha asentado.

—Eso parece.

—Es bueno que haga nuevos amigos.

Se encontraban animados por buenos presentimientos. Amaban a su hija, tan rebelde y quebradiza, y estaban convencidos de que, pese a todas las revueltas, terminaría en el buen camino: asentada y feliz, olvidadas del todo las veleidades con las que los había torturado en la primera juventud.

—Si diera al fin con un buen chico… alguien que la ayudara a estabilizarse…

Carlos asentía.

—Sí… las compañías le influyen tanto… Un hombre sensato, alguien con cabeza…

Pensaba, aun sin darse cuenta, en Rodrigo. Algunas tardes Carlos controlaba, desde el interior de la estación de autobuses, las idas y venidas del novio de su sobrina. Le cogió afecto al muchacho, con el que no había hablado en la vida. Parecía alguien serio, un buen chico de corbata y gemelos, y si no hubiera sido por un inaprensible sentido del ridículo, hubiese averiguado más sobre él. Le hubiera sido fácil; el edificio acristalado en que trabajaba quedaba justo enfrente de la estación. No albergaba sentimientos contrarios hacia sus sobrinos, y le hubiera alegrado que a la chica le fueran bien las cosas; y así sería, a menos que bajo la fachada pulcra y convencional el joven de la corbata escondiera a un jugador, a un borracho, a una mala bestia.

Si su hija… si su hija…

Pero su hija había escogido ya. Y los hombres que la rodeaban tenían cabeza. Demasiada cabeza, y un cuidadoso programa fiscal. Con un buen grupo de asesores financieros. Y Elsa pequeña descubrió que su abuela estaba equivocada cuando, tantos años antes, hablaba de los castigos divinos.

Los castigos de Dios existían. A veces, en mitad de la noche, cuando se encontraban en el campo, en los distintos niveles de la Purificación, aparecían Caballeros con capas rojas y negras, y escogían a las mujeres que más les gustaban. No debían resistirse. Aquellos hombres habían alcanzado un grado de pureza mucho mayor que la suya. Se les permitía que disfrutaran del sexo como les parecía, y ellas debían sentirse honradas si las elegían como compañeras.

No debían resistirse.

Si lo hacían, comenzaban los castigos y las palizas.

Elsa pequeña mantenía los ojos muy abiertos, fijos en las estrellas. Las agotadoras caminatas por el monte, la sensación de libertad al aire libre, continuaba siendo lo que más le gustaba de todos los preceptos de la Orden. No buscar miembros nuevos que quisieran conocerlos, o las clases en las que les hablaban del amor divino que se alcanzaba a través de la obediencia ciega a los superiores, o las drogas que les suministraban para que atisbaran más fácilmente el camino a seguir.

—Es dócil, no muestra iniciativa propia —decían los que la observaban—. Pero tampoco sirve para nada si no le gusta lo que tiene que hacer.

Si hubiera podido elegir, se hubiese limitado a caminar durante días con sus vestidos largos primorosamente confeccionados, el corpiño floreado, la falda que cumplía las normas mas severas de la Orden, y las manos atadas. Árboles, montañas, quizá algunas flores que colocar en un jarrón o en el pelo… Ningún compromiso, ni pasado, ni miedos al futuro. Tan sólo caminar, un largo paseo en soledad.

No se resistía. Cuando alguno de los Caballeros, envuelto en el flotante desorden de las capas de tejido misterioso, se tumbaba a su lado y le levantaba la falda, ella extendía sus muñecas amarradas por encima de su cabeza y evitaba mirar la máscara terrorífica con que ocultaba sus rasgos. Contaba las estrellas, la muda indiferencia del cielo silencioso.

Luego no fueron únicamente los Caballeros de las Purificaciones. Elsa pasó a ser un regalo valioso. Poco a poco quisieron conocerla hombres de grados superiores: hombres cercanos a la santidad deseaban levantar su falda. Su Guía la alababa.

—Posees grandes dones, Elsa. Sin duda, serás una de las elegidas del Grial. Eres rica en cualidades, y debes compartirlas con los demás.

Una de sus virtudes más valoradas era su cacareada capacidad de obediencia. Otra, su belleza, sus sumisos ojos azules, tan dulces. Pero sin duda la que la convertía en el valioso regalo, en la mujer perfecta, era su imposibilidad de quedarse embarazada. No habría que vaciarla de cargas indeseadas, ni esperar a que su figura recuperara la esbeltez. Con ella no existía el miedo a dejar huellas. Su cuerpo menudo y su largo cabello ni siquiera parecían reales, sino propios de aquellos ángeles traslúcidos de los que no cesaban de hablarle.

Y ella misma comenzaba a pensar a veces que no existía. Abandonó su trabajo. No lo necesitaba; sus compañeros en la Orden cuidaban de ella. Una vez al mes llamaba a sus padres, siempre ante el oído atento del Guía.

—Estoy bien… un poco cansada. Es el trabajo. Trabajo sin parar.

—¿Necesitas dinero?

Elsa pequeña miraba a su Guía. Éste, sin perder palabra de la conversación, asentía.

—Siempre necesito dinero —contestaba ella, después de una pausa.

Si sus padres le ingresaban mucho o poco, ella no lo sabía. Pasaba directamente a las cuentas de la Orden. Olvidó lo que era el dinero. Cuando le preguntaban qué era lo que deseaba, ella siempre respondía lo mismo:

—Regresar al monte.

Comenzó a llorar más a menudo y con menor dulzura. Había olvidado también lo que era vivir de otra manera.

Durante las Purificaciones los conducían siempre por los mismos montes. Alguna vez ella había tratado de orientarse y de calcular dónde estaba, porque no podían ser tantas las montañas que se encontraran a esa distancia de Desrein. Entonces, un día, los Caballeros los llevaron hasta una ladera.

Desde allí se divisaba una llanura, un pueblo recorrido por acequias, un lugar que, de pronto, le resultó conocido.

—¡Virto! —gritó, señalando el pueblo lejano, y los Caballeros qué custodiaban a los de menor rango no supieron cómo reaccionar, porque por lo normal ella caminaba en silencio y abstraída.

Había visitado algunas veces el pueblo, más que sus primos; pero además en una de las paredes del salón colgó durante años una acuarela de Virto, encerrado por el río y sus acequias, y el perfil difuso de las montañas. Por un momento, se sintió dentro de la acuarela. Allí asomaba la torre románica y chata de la iglesia, la plaza bajo las ramas entrelazadas de los árboles y, en la esquina de la plaza, una tienda granate y dorada, una pastelería. Interrumpió la marcha, y cuando la obligaron a continuar (había olvidado que se encontraba en una Purificación, en las incesantes caminatas que agotaban el cuerpo pero convertían el espíritu en una concha preparada para recibir el Grial) volvió la cabeza, hasta que el paisaje se perdió. Bajaban monte a través, llenándose el calzado de piedras y tierra. Los pies de Elsa pequeña chocaron contra algo duro. Bajó la vista y se estremeció. Parecían huesos.

—¡Quiero irme a casa! —dijo, de pronto, y la comitiva; sé interrumpió—. ¡Quiero irme a casa! ¡Quiero irme a casa!

Uno de los Caballeros quiso acallarla, y Elsa pequeña le escupió. El hombre, incrédulo por un momento, la abofeteó. Luego, en la otra mejilla. La descalzaron y continuó caminando sin quejarse, con los pies rotos por las piedras y las espinas. Esa noche lloró, y se negó a qué nadie se acostara con ella.

—Devolvedme a casa —musitaba, mientras la obligaban a acceder por la fuerza—. Por favor.

Ya no la perdieron de vista, y descendió bruscamente de categoría. Había dejado de ser un regalo. Ahora era un peligro. Se le prohibieron las llamadas a sus padres. La enviaron al monte permanentemente, pero no en una estancia concedida en premio a su obediencia. Estaba recluida en un elegante chalet de la zona, con otros individuos que podrían hacer daño á los grialistas. Y luego la mantuvieron encerrada en el monte, en los territorios de caza de la Orden. Como animales salvajes, sin más que una cabaña vieja de pastor para protegerlos por las noches, y kilómetros y kilómetros por delante.

Los árboles comenzaron a hablarle. Las rocas, los ríos que transcurrían por el fondo de los montes, que abrían un desfiladero cortante en la loma, Le enviaban mensajes. A veces pensaba que le mostraban el camino de huida. Otras le parecía que le abrían los brazos hospitalarios para acogerla. Cuándo caminaban cerca de un barranco fijaba tercamente la mirada en el suelo. Sabía que, de otra manera, no sería capaz de vencer la tentación de acercarse al borde y saltar al fondo, al descanso, a la nada. Continuaba andando, y se apartaba como podía el pelo que le golpeaba en la cara y ocultaba sus facciones, pero otro barranco o la cima de una montaña llegaban antes o después, y ella escuchaba de nuevo sus llamadas.

Sentía que no podía controlar su mente. Que sus pensamientos ya no le pertenecían.

Sin duda, eso significaba alcanzar el Grial.

Sus padres la vieron regresar atónitos. Abrieron la puerta y la encontraron entre dos policías. Se le marcában los pómulos y la línea de la mandíbula bajo la piel, tenía los ojos extraviados, y bajo las mangas de una chaqueta prestada las muñecas mostraban huellas moradas, de raspaduras y golpes.

—¿Qué le ha pasado?

—Está bien… no se preocupen. No ha querido ir aún al hospital.

Se abrazaron. Los policías dieron un paso atrás, discretamente. No sabían cómo había logrado escapar. Estaba medio desnuda, con los pies destrozados, deshidratada.

—Me tenían en el monte… cerca de Virto… en cuanto me cure, los llevaré allí.

Los Señores de la Orden, los que la custodiaban, no podían adivinar que ella conocía ya el monte mejor que cualquiera de sus captores. Así le había sido posible dejarlos atrás, pese a que la habían seguido a caballo por las laderas, mientras ella corría a favor del viento y se ocultaba en los lugares que los árboles y las piedras le indicaban. Huyó de los barrancos, que sabrían atraerla con sus encantos, y al fin, con la visión borrosa por la debilidad, llegó a Virto.

Mucha gente salió a las calles, alertada por el revuelo y las sirenas de la policía. César abandonó el trabajo y se asomó a la puerta de la pastelería. Vio a una mujer desgreñada y quemada por el sol que no apartaba su vista del rótulo dorado, y el corazón le dio un vuelco. Pensó que era la niña Elsa ya crecida, que regresaba. Luego las fechas dejaron de bailarle, recordó que él era ya viejo, que todo había ocurrido hacía mucho tiempo y que nadie, salvo él, se acordaba ya de aquella niña. Entonces, ¿quién era aquélla? ¿Quién era?

La mujer aparecida en el monte entró en una ambulancia, sin dejar de mirarle, y se la llevaron. A Desrein.

No quiso hospitales hasta ver a sus padres. Durante una tarde aturullada les contó todo, al menos todo lo que recordaba. Los policías charlaron entre ellos un momento, y luego le dieron instrucciones precisas.

—Debe salir de aquí. No tardarán en encontrarla, y Elsa los conoce demasiado bien como para que se olviden de ella fácilmente. Nadie sale con bien de estas sectas. Si no desaparece por un tiempo, no respondemos de su seguridad.

—Cuando sane —repitió ella— los llevaré hasta allí.

No hizo falta. La policía peinó el monte, como lo habían hecho otra vez, hacía muchos años, cuando una niña había desaparecido, y regresaron con las manos vacías. El chalet del que hablaba Elsa pequeña se encontraba a treinta kilómetros de distancia, y era propiedad particular. No había campamentos con gente obligada, ni Caballeros con capas y máscaras. La cabaña del pastor no era más que un montón de madera apilada. Ni Siquiera se cruzaron con una mísera excursión de aficionados.

Other books

Shadows Have Gone by Lissa Bryan
Falling to Earth by Al Worden
Love Under Two Benedicts by Cara Covington
The Birds by Tarjei Vesaas