Read Melocotones helados Online
Authors: Espido Freire
—
Si me entero de que le tocas un pelo a éste —señalaba a Carlos—, te rompo el cuello.
Miguel leía aventuras de indios y vaqueros, y eso se notaba. Si hubiera estado en su mano, hubiera conseguido un sombrero y se lo hubiera ladeado sobre una ceja. Ante los demás, no había hermanos más unidos.
Mientras jugaban juntos, se vigilaban. A veces torturaban a su hermanita hasta hacerla llorar. Disfrutaban con las matanzas de las babosas, o escondiéndole su enciclopedia. Elsita nunca los delataba. Se limitaba a seguirlos, con las lágrimas temblándole al llegarle a la barbilla.
—¡Dadme el libro! ¿Por qué no me lo dais?
Entonces, sin razón aparente, uno de ellos se volvía contra el otro.
—Déjala. Déjala, ¿no ves que está llorando?
—Se pasa el día llorando.
Los dos hermanos se empujaban.
—¿Tú qué quieres? ¿Pelea?
Elsita se metía entre los dos.
—No os peguéis…
Lo postergaban hasta que estuvieran solos; los padres no decían nada siempre que la niña no se hubiera hecho daño. Los moratones y los arañazos de los chicos se curaban con nada, pero no querían ni pensar que a la niña pudiera ocurrirle algo. Por la cuenta que le tenía, Carlos procuraba parecer inocente y cariñoso con ella. Él era quien arrastraba la fama de sentir celos de Elsita.
Una vez, cuando la niña era poco más que un bebé, Esteban lo había sorprendido pellizcándola. Carlos era también muy pequeño, y no recordaba por qué lo había hecho. Su padre le había agarrado por un brazo y le zarandeó.
—Si te vuelvo a pillar… si te vuelvo a pillar…
Lo había llevado ante Antonia y la madre se había quedado con la boca abierta. Luego le dio dos azotes.
—A la pobre niña… debería darte vergüenza… con ella sí que puedes, ¿verdad, canalla?
Carlos lloraba y movía la cabeza. Sus padres le obligaron a besar a la nena, que miraba a todas partes, muy despierta. Aquello ya no lo olvidaron nunca.
—Son buenos chicos —decía Antonia de sus hijos—. Bueno… —añadía luego, y les dedicaba una mirada a los ruborizados niños—. Miguel le tiene un poco de pelusilla a Carlos, y Carlos a Elsita… esas cosas de chiquillos.
No sentían envidia por Elsita. La cosa iba entre ellos.
Durante aquellos años, Esteban veía poco a sus hijos. Cuando Elsita ya no estaba, cuando los mozos crecieron y anunciaron su decisión de marchar a otra ciudad, se sintió repentinamente solo y viejo. Por primera vez en mucho tiempo nadie se alzaba entre Antonia y él, y no había excusas, ni mantequilla que comprar, ni nada que mandar a un hijo. Le invadió una nostalgia insondable, y esperaba con impaciencia las visitas de Carlos y Miguel.
En su vida ya no había proyectos. No había trabajo. Sencillamente, el tiempo de la siembra había pasado, y le quedaba recoger los frutos.
—
Me estoy haciendo viejo
—pensaba. Luego miraba a Antonia—.
Menos mal que la tengo a ella.
Antonia se ocupaba cada vez de más cosas, de más trabajo. Había envejecido menos, relativamente menos de lo que envejeció después de la desaparición de la niña. Conservaba sus esperanzas, su mundo. A diferencia de su marido, añoraba poco a los hijos. Su niña, la señorita maestra, vivía perdida por esos mundos de Dios en una mansión lujosa, y estaba segura de que algún día la encontrarían de nuevo, crecida y hermosa. Su hijo, el señor médico, no sería ya médico, pero hallaría el modo de enriquecerse. El otro hijo, que no regentaría ya el negocio, seguiría sus pasos. Eran listos, eran jóvenes. ¿Qué importaba? La vida daba con una mano lo que robaba con la otra.
El resto de sus sueños permanecían intactos. De nuevo sola con su marido, su príncipe azul canoso y callado, Antonia sentía la vida por delante. No tenía la impresión de que nada hubiera ocurrido realmente. Cualquier día despertaría y se encontraría que la guerra aún no había comenzado, que ella era joven y soltera, y que todo había sido un mal sueño. Mientras tanto, leía novelas rosa que luego le pasaba a la tata, y vivía como si fueran suyos los noviazgos que sus hijos le contaban por carta.
—Fíjate si llego a tener nietos —le decía a su marido—, la abuela tan joven que seré.
Entonces, recién casado el hijo mayor, Esteban entró en el salón y ella le notó, por la sonrisa insegura, por el temblor con el que andaba, que escondía una mala noticia.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Su marido se sentó junto a ella.
—Una desgracia.
Antonia pensó en la pastelería. Sin levantarse, miró por la ventana. El letrero granate y dorado permanecía en su lugar.
—Dime qué es.
Eran dos muertes: su hermano y su cuñada, aprisionados en un autobús que había volcado.
—Sin hijos —se le escapó a Antonia, antes de comprender que era a su hermano a quien no vería ya más, y recordó de pronto unos juguetes menudos, unos soldaditos por los que habían discutido de niños, y se echó a llorar.
Fue así como, al cabo del tiempo, el piso de Duino y la pensión, con sus problemas y bendiciones, fueron a recaer sobre Antonia. Como ninguno de los dos se veía con fuerzas como para comenzar de nuevo un negocio, dejaron la pensión en manos de una viuda que tenía fama de muy cumplidora, y se quedaron con el piso.
—Vamos para mayores —dijo Esteban, de pronto, un día—. Dime tú qué necesidad tienes de matarte a trabajar en la pastelería. Ya no tenemos que preocuparnos por los hijos. Es mejor que vendamos esto, que marchemos a la ciudad. Con lo que tenemos ahorrado, malo será que no nos llegue para vivir.
Antonia inclinó la cabeza, dócil, como siempre, a las órdenes de su caballero. Se doblegó sin lucha. La muerte de su hermano le había revuelto los recuerdos, y durante el último mes recordó con renovada amargura que ella nunca quiso acabar en Virto, en una pastelería vulgar y extenuante.
—
¿Qué hago yo aquí? —
se preguntaba, cuando freía las
estrellas,
convencida de que nadie sabía hacerlo como ella. Estrellas de huevos, leche, harina y azúcar—.
¿Qué hago yo aquí, como una campesina más, en lugar de recuperar el lugar que me pertenece?
Todo su amor por el negocio, las horas en vela cosiendo mantelitos para las mesas y buscando una lámpara en condiciones la atacaron de pronto y le provocaron un aseo sin límites. Quería marcharse de allí, quería regresar a la ciudad, su ciudad, y no mover un dedo para trabajar jamás.
—Dios castiga sin palo ni piedra. Fíjate cómo los años ponen las cosas en su sitio —decía, ya en camisón, sentada sobre la cama. Esteban, que la oía sin escuchar, asintió por costumbre—. Si ellos hubieran accedido a vivir en Virto, se hubieran hecho cargo sin esfuerzo del negocio, fíjate tú, sin hijos de los que ocuparse, con lo que nos hubiera facilitado la vida continuar en Duino: Vaya uno a saber si ellos no continuarían vivos ahora. Yo sé —añadía, bajando la voz— de una que continuaría viva si eso hubiera sucedido.
Luego se interrumpía de golpe, porque recordaba que ella debía creer que su niña continuaba viva. Viva, en una mansión lejana, con todos los lujos y comodidades. Y junto con las lágrimas por Elsita acudía el remordimiento por hablar así de la cuñada ratonil, insignificante, rencorosa, a quien tan mal había tratado siempre. Y ahora estaba muerta.
—
Me hubiera costado tan poco mostrarme amable con ella
—pensaba—.
¡Qué grave falta es el orgullo!
Traspasaron la pastelería, pero no vendieron la casa de Virto, porque la tata amenazó con abandonarlos si lo hacían.
—Yo no conozco otra vida. No conozco otro pueblo. Me voy con ustedes si me prometen que podré regresar a Virto cuando quiera y que podré venir aquí, a esta casa. ¿Qué voy a hacer sola en la ciudad, a mis años?
Aún no había cumplido los cincuenta.
Deshacerse de la pastelería tampoco les resultó fácil. En el último momento, Antonia recordó de otra manera, con más aprecio, los malos momentos, y a Esteban le invadió el temor de haber sido muy despreocupado, de haber calculado con demasiada alegría el dinero para el porvenir. Tal vez las rentas no les dieran lo suficiente.
—En fin —resolvió Esteban—. Ahora ya no hay nada que hacer. No vamos a volvernos atrás.
Se marcharon en tren, un día de otoño árido y frío. Desde las montañas el viento barría los matorrales, y las flores que crecían en las vías habían muerto hacía semanas. Llevaban apenas una maleta con la ropa que les quedaba, porque en días anteriores habían trasladado ya a Duino todo lo que habían escogido. No mucho; pensaban continuar utilizando la casa del pueblo, animados por el ejemplo de la tata, y al piso del hermano no le faltaba de nada.
Casi todos los notables del pueblo se acercaron a la estación verde, ya descascarillada, para despedirlos. El alcalde, el nuevo, el que se había casado, lo que eran las cosas, con aquella niña Patria. El maestro, viudo, que se había quedado solo después de la marcha de su hija Leonor, un mes antes. El médico que pretendía a la tata, un poco cohibido entre el resto de la gente, intimidado ante la feroz mirada que ella le había dedicado.
—Los hombres —le dijo ella luego a Antonia, con la voz temblorosa— no conocen las formas, no saben de vergüenza ni de moral.
Aparte de las mujeres, los hombres despidieron a Esteban. Le dieron la mano, le guiaron por el hombro hasta el andén. Bromeando, recordaron deudas pendientes y pasados días.
—¿Y cuando vino el lechero y puso el grito en el cielo, porque el coche…?
—No quisiste reconocerlo, pero buen susto que te llevaste!
—Demontre de hombre… con lo pequeño que era y lo mucho que se movía.
Sonreían con tristeza. César, que había abandonado el negocio por un momento, pero sin despojarse del delantal, como nuevo dueño y señor que era, también sonreía, pero sin tanta tristeza. El mandil acentuaba su barriga, y él trataba de meter tripa y de sacar pecho. Las mujeres rodeaban a la tata y a Antonia, que contenía a duras penas las lágrimas.
—Haces bien en irte. Al fin y al cabo, ¿qué no podrías haber hecho tú en otro lugar y con más medios?
Todas estaban convencidas, después de años de escuchar las quejas de Antonia, de que la parte de herencia de la ciudad era mucho mayor, un tesoro fabuloso; creían que Antonia regresaría repartiendo oro.
—Sí —asentía ella, y movía la cabeza.
Subieron al tren, y sacudieron la mano para despedirse de la gente notable. El viento cortaba, y agitaba los mantones y los abrigos. Esteban miraba las cercas confeccionadas con palos, las hierbas resecas que se inclinaban, como si el tiempo no hubiera transcurrido y antes de ayer hubiera terminado la guerra.
—No es más que una casa —dijo a su mujer, que lloraba ya sin disimulo—. Unas cuantas piedras, un techo. Vamos. No dejas aquí ningún muerto.
En el monte, el fantasma de la niña Elsa se había puesto en pie entre las piedras y contemplaba el tren que comenzaba a moverse y se llevaba a sus padres.
—Volveremos siempre que lo desees. Vamos, no llores.
Antonia disfrazaba a sus comadres del andén; eran damas con vestidos de satén y pañuelitos de encaje que venían a despedir a su reina. Y la reina era ella, que marchaba al exilio, quién sabía por cuánto tiempo.
—Vamos —repitió su marido, con más cariño—. Deberíamos haber dejado este lugar hace años.
El tren tomó velocidad, y pronto la estación menuda y verde, la estación con barreras de caramelo, se perdió entre las líneas del paisaje. Los viajeros continuaban inmóviles en sus compartimentos; habían pasado por Virto como por cualquier otro pueblo perdido, sin darse ni siquiera cuenta de que habían estado allí.
Nadie había sabido verlo —ni los padres, ni la tata, ni mucho menos el maestro—, pero Miguel, de niño, era un elegido. Sabía imponerse sin elevar la voz. Sabía callar rumores sólo con su presencia. No hubiera estado más claro si alguien le hubiera colocado una señal en la frente, pero al parecer todos estaban ciegos. Alguien, sin embargo, lo había intuido: Patria, la cabecilla de las niñas. Se casaría con Miguel. Lo había sabido siempre. Aunque eso supusiera soportar durante toda su vida a la pavisosa de Elsita o enfrentarse a Carlos. Con el resto de las niñas presumía un poco y se inventaba pequeñas hazañas.
—¿De verdad que te besó?
—Claro que me besó… ¿Qué pasa? ¿No te lo crees?
La otra niña se amedrentaba.
—Sí. Sí que me lo creo.
—Porque si no te lo crees, ya puedes irte marchando de aquí….
—No, no. Que sí que me lo creo, Patria. Sí que me lo creo.
Miguel, explicaba Patria a las otras, no quería que nadie lo supiera.
—Cuando yo me vaya a la ciudad, a colocarme como criada, él irá también.
—¿Y en qué va a trabajar?
Patria dudaba.
—Ya le saldrá algo.
Miguel corría con el resto de los niños, sin saber que sería médico, ni esposo, ni otra cosa que no fuera el dueño del pueblo. A veces se acercaba corriendo a la pastelería, y se plantaba ante César, acalorado y jadeante, con la mano extendida.
—Dame dinero.
César dudaba un momento y luego rebuscaba alguna moneda. Si Antonia andaba por allí, Miguel no abría la boca. Esperaba hasta encontrar a César solo. Sabía que le manejaba a su antojo, que, por alguna razón, César le tenía miedo. Él no pretendía indagar razones, ni descubrir por qué un mocetón que le doblaba la edad cedía sin resistirse. Cogía el dinero, regresaba corriendo a la plaza y se marchaba a comprar petardos.
En verano, si traían alguna película buena, Antonia y Esteban iban a verla. La proyectaban sobre la pared de la iglesia; era lo más adecuado, porque la mayor parte de las veces trataban sobre mártires arrojados a los leones o sobre caballeros con armadura que salvaban damiselas en peligro. La primera vez que Esteban le anunció que verían la película, Antonia corrió a buscar su cuello de zorros y el broche para engancharlo; pero lo habían guardado entre naftalina, y no había manera de que se le fuera el olor, de modo que Antonia, muy a su pesar, llevó un pañuelo de seda y los guantes blancos.
La mujer del médico y su hermana habían andado más listas y lucían sendos cuellos de piel. Esteban se las señaló y se rió en voz baja.
—¿Has visto algo más pueblerino que esto?
Antonia también rió, con el rostro rígido. A partir de entonces ya no se preocupó por arreglarse en exceso para el cine, y hablaba de ello con sus amigas con aire displicente.