Read Melocotones helados Online
Authors: Espido Freire
Cuando llegó la tercera carta se lo comentó a Rodrigo.
—Fíjate. Y ya es la tercera vez.
Tampoco él fue capaz de encontrarle sentido. Revisó la carta y volvió el sobre del revés.
—¿No será cosa de Blanca? —preguntó, porque la consideraba capaz de cualquier extravagancia.
Para eliminar posibilidades, Elsa cogió el teléfono y avisó a Blanca. No sabía nada. Elsa se volvió a Rodrigo con cierto aire triunfal, completamente inadecuado a las circunstancias.
—Puede ser alguno de tus vecinos. No veo matasellos en el sobre. Lo han entregado en mano.
Como el asunto no se repitió, ella no le dio mayor importancia, y apartó de su mente la idea de que alguien la espiaba y depositaba en su buzón inquietantes mensajes en blanco. Más tarde, cuando recordó que realmente sabían dónde vivía, su portal, su piso y su buzón, le entró miedo, y se descorazonó ante lo inasible de la amenaza. Aunque hubiera conservado los sobres, no tenía nada que presentar, tan sólo tres etiquetas con su nombre y tres folios vírgenes.
Con las cartas apareció la preocupación. Las llamadas trajeron el miedo.
Era viernes y en premio a lo mucho que había trabajado en las últimas semanas, Elsa decidió cerrar el estudio antes de la hora y subir a su casa temprano. Se sentía perezosa y se detuvo unos instantes a tomar el sol ante la ventana abierta de la sala. Entonces sonó el teléfono. Sin abrir los ojos, extendió el pie y atrajo hacia sí la mesita con el aparato.
—¿Diga? —preguntó con voz que parecía surgir de una sonrisa, aunque no había sonreído.
Esa argucia pertenecía a Blanca.
Hubo un silencio. Luego, colgaron. Elsa colgó también, pero no alejó el teléfono. La llamada podría proceder de una cabina demasiado voraz que se hubiera tragado una moneda antes de tiempo. Giró la cabeza en dirección al sol y se retiró el pelo de la frente.
El teléfono sonó de nuevo, y esta vez ella contestó casi inmediatamente. Sin embargo ahora no le respondió un silencio, al menos no uno mayor que el empleado en tomar aire, sino una voz masculina que repetiría una y otra vez las mismas palabras.
Elsa permaneció con el auricular en la mano, petrificada. De pronto, sintió en la cara una fiebre muy alta.
—Se ha equivocado —dijo, y colgó luego.
No encontró fuerzas para moverse. Si le hubieran escupido, la sensación de repugnancia, de sentirse manchada y ultrajada, no sería mayor. Marcó el número de Rodrigo, pero antes de que el teléfono sonara recordó que era viernes y que no trabajaba por la tarde. Tampoco lo encontró en casa.
El teléfono sonó otras tres veces hasta la noche. Dos de ellas se debieron al hombre desconocido, a la misma voz que insultaba y profería amenazas. La tercera vez dejó que el sonido se repitiera y se ahogara por sí solo. No había reconocido la voz: estaba convencida de no haberla escuchado antes.
Esa noche salió a cenar con Rodrigo, y se esforzó al máximo por mostrarse contenta y relajada, aunque él debió de notar algo.
—¿Me estás escuchando o no te interesa nada de lo que te cuento?
Elsa grande le apretó la mano por encima de la mesa. Se arañó el brazo con las púas del tenedor.
—Perdona. Estoy cansada.
—Si quieres, te llevo a casa.
—No. No quiero quedarme sola. Vamos a la tuya.
No le habló de las llamadas. No fue hasta el lunes cuando, aterrada ante la insistencia, sin atreverse ya a coger el teléfono que sonaba cada media hora, desde la mañana hasta muy entrada la madrugada, se lo reveló a sus padres.
Antonio estudiaba ya fuera, pero su presencia no pareció imprescindible, aunque si hubiera sido Antonio el acosado y no ella, sus padres le hubieran pedido su opinión, precavida opinión de hermana mayor sobre el futuro del pequeño. Elsa se lo contaría todo con calma, más tarde. Su padre la miró como si no la conociera.
—¿Te has buscado algún lío con alguien? —preguntó.
La madre se sobresaltó. Elsa negó con la cabeza.
—¿Desconfías de tus vecinos? ¿Te has burlado de alguien, has ridiculizado a alguien? ¿Te ha preguntado alguien sobre tu familia o tu dirección? ¿Tiene Rodrigo algún enemigo? ¿Y Blanca? ¿Te ha comentado algo? ¿Quién puede conseguir tu teléfono?
Ella continuó negando.
—¿Qué piensas hacer?
—Nada. Avisaré a la policía. Confiemos en que con eso se solucione.
El padre removió el cafe. No parecía demasiado convencido.
—Si no has hecho ninguna tontería, no veo que tengas nada que temer. Será algún gamberro. Estas cosas suelen hacerlas los novios rechazados, o cualquiera que te haya tomado ojeriza. ¿Quieres que te acompañe cuando vayas a denunciarlo?
—Pero ¿qué te decían? —insistió la madre—. ¿Qué decían?
—Nada. Insultos. Insultos, mamá.
Habían repetido lo mismo una y otra vez, en cada una de las llamadas.
Traidora. Hereje. Vendida.
Luego:
Voy a matarte.
A continuación, silencio.
Dos meses antes, Elsa grande había expuesto en la galería del Museo. Era un buen momento para las artes plásticas. Si se sabían mover los resortes, no resultaba muy complicado lograr un hueco y, si uno no olvidaba invitar a la gente adecuada, podía dar en breve el salto a una galería particular; varios compañeros de Elsa lo habían conseguido, y se fraguaban ahora cierto nombre.
—¿No estás nerviosa? —preguntaba Blanca, cien veces al día.
—¿Por qué iba a estar nerviosa? Hay muchas muestras de éstas. La mía pasará desapercibida. Ya sabes, con esa suerte que me acompaña…
Pero no fue así: uno de los retratos gustó especialmente a Ramiro Espinosa, el crítico de arte más influyente desde hacía varios años, que alabó con generosidad a Elsa. Pincelada minuciosa, admirable introspección y profundidad sicológica. Dos bancos reaccionaron con curiosidad, y se interesaron por ella, aunque el trato con el primero quedó en nada, porque ellos buscaban paisajes y edificios relacionados con el banco, y Elsa sólo pintaba retratos. El segundo compró varios cuadros, pero eso no se debió tanto a su mérito como a Rodrigo, que aconsejó fervientemente a su jefe esa compra.
—En fin —dijo Blanca, levantando una ceja—. Al final va a resultar que es útil tener novio.
—Espero que no —respondió Elsa—: Destrozaría tu filosofía vital.
Por esa misma época, el paciente trabajo de hormiguita de Elsa y Blanca comenzaba a dar sus frutos, y cuando entre la buena sociedad de Desrein se renovó la moda de hacerse retratar, todos se acordaron de ellas a la vez y los encargos las desbordaron. Blanca, que se crecía con la tensión, se desdobló para poder atender su trabajo y ayudar a Elsa: las aterraba pensar qué hubieran hecho de encontrarse en la época de bodas.
—¿Y cuando pase la moda? —se preguntaba Elsa, con un punto de angustia—. ¿Qué va a pasar cuando se aburran de posar para retratos?
—Sobreviviremos… ¿No hemos sobrevivido siempre?
Cuando decidieron trabajar juntas completaron un ciclo natural. Habían sido amigas desde el colegio, cursaron la misma carrera; de no ser por el problema de Blanca, que dificultaba enormemente la convivencia, compartirían el mismo piso. Blanca había derivado hacia la fotografía, y Elsa grande hacia la pintura, pero a veces empleaban técnicas mixtas, por las que Elsa sentía mucha atracción, y, si una de las dos no podía con todo, la otra le echaba una mano. Eso las divertía. Cuando Blanca completaba alguno de los retratos, reían a carcajadas.
—Imagínate el desconcierto de los críticos:
Hmmmm
—decía Blanca, imitando la relamida voz de un experto afectado—.
No creo probable… estas pinceladas… la inconfundible mano… la maestra Elsa… gran hallazgo.
Elsa se reía.
—Qué payasa eres.
De momento, les iba bien. Al menos, conseguían lo suficiente para que Elsa no tuviera que vivir de las clases de pintura para jubilados en el centro social, clases que a lo largo del tiempo había llegado a aborrecer con todas sus fuerzas.
Hacía un año que Elsa vivía sola, en un piso pequeñito, alquilado, y ni se le había pasado por la cabeza que su situación pudiera cambiar. Habían invertido casi todo el dinero en el estudio; Blanca ahorraba para un coche, y Elsa para la hipoteca de un futuro piso, porque Rodrigo y ella pensaban casarse pronto. Sabían que en Desrein, de vez en cuando, las pequeñas mafias, o los rateros, se ensañaban con un comerciante al que las cosas le fueran sorprendentemente bien. Cuando así ocurría, los robos se sucedían, y una de las tiendas atravesaba, de pronto, una temporada de mala suerte. Pero nunca habían molestado a Miguel, el padre de Elsa, y ellas no pensaban que su relativa prosperidad hubiera podido atraer la atención.
Cuando las amenazas se iniciaron, repasaron concienzudamente la trayectoria de ambas: no se trataban con nadie conflictivo, no debían dinero, no las rondaban admiradores ni novios despechados que las quisieran mal. Las llamadas de teléfono habían aparecido de la nada, y parecían regresar a la nada algunos días. Pese a que Blanca, con su avasallador sentido de la amistad, consideró que las amenazas alcanzaban a las dos, a Elsa no le cabía ninguna duda. Era ella. Iban a por ella.
En Desrein ocurrían cosas extrañas y terribles, como siempre habían ocurrido y como ocurrían en cualquier gran ciudad. Sin embargo ni aquel tipo de crímenes ni las amenazas qué Elsa grande recibía hubieran sucedido treinta años atrás, cuando Miguel, su padre, se había instalado en la ciudad procedente de su pueblecito. Entonces era joven y creía que escapaba de una situación desesperada.
En parte lo era. Varios años de sequía y de pérdidas en las cosechas afectaron la economía de la zona de Duino, como si la región no se hubiera despertado aún de las hambres medievales. La industria, pobre e insuficiente, estaba en manos de unos pocos capitalistas, y Miguel se veía con demasiada energía como para resignarse a trabajar para otros.
—Aquí no puedo continuar, y no valgo para la pastelería —había dicho en su casa—. Que se encargue Carlos de explotarla, si quiere. Yo mejor me voy.
Se marchó en el tren, con una maleta medio vacía y el traje de los domingos envuelto en papel de estraza. Su padre le facilitó los nombres de unos cuantos compañeros a los que había conocido en la guerra, que le ayudaron a abrir un comercio: una pequeña tienda de muebles. Baratos, funcionales, un poco toscos. La ciudad crecía, se edificaba por doquier, y no se pedía otra cosa que maderas de bajo precio y fórmicas.
Con el tiempo, la tienda cambió de género, y en los últimos años vendían azulejos, baldosas y sanitarios: paneles para duchas, y espejos, accesorios de baño, e incluso figuritas y polveras de porcelana de dudoso gusto. Aunque no había prosperado tanto como hubiera deseado, no añoraba Virto. Salvo a sus padres, no recordaba con agrado nada de lo que dejaba allí.
Su hermano Carlos también terminó en Desrein. Trabajaba en una empresa de autobuses, de la que se decía que había llegado a ser inspector. Se trataban poco. De no haber sido por sus mujeres, que se llevaban bien y tomaban un café juntas una o dos veces al mes, hubieran perdido todo contacto. Miguel creía que sus palabras le habían enfurecido, y que por eso no había querido hacerse cargo de la pastelería. Carlos sabía desde muy niño que él prefería morir antes que obedecer algo que Miguel hubiera sugerido. Para Miguel, Carlos era algo que había dejado en Virto. Para Carlos, Miguel le había obligado a salir de allí.
Durante mucho tiempo la preocupación mayor de Desrein fue la falta de empleo. Los periódicos incorporaban cuadernillos con ofertas y demandas, y si los políticos querían conquistar el corazón de los electores, no tenían más que aludir al paro y sus soluciones.
Sin embargo, cuando Miguel y Carlos, aún solteros, llegaron a aquella ciudad treinta y cinco años antes, se acogía con los brazos abiertos a quienes desearan trabajar en ella: hacían falta peones, obreros no cualificados, gente que por poco dinero se metiera en las nuevas empresas. Y también carpinteros, ebanistas, torneros, ferrallas, albañiles. Costureras y sastres, hombres que no sintieran miedo al trepar por los andamios y mujeres que escogieran tornillos en las fábricas. Por fin, tantos años después, Desrein se recuperaba de los destrozos de la guerra, y lo hacía con el vigor y la urgencia de un recién nacido.
Poco a poco, la fiebre se calmó; una vez construidos los pisos, y bien asentadas las industrias, necesitaban atraer a gente con dinero: inversores y terratenientes que sintieran debilidad por Desrein y quisieran entroncar con su rancia burguesía. Aún hicieron falta obreros, porque resultaba imprescindible adecentar las carreteras, planear nuevas vías y autopistas; cuando aquello terminó, el engranaje de la máquina había quedado bien engrasado, y pudo funcionar sin necesidad de ayuda. Pese a la cara lavada y la nueva riqueza, Desrein no había variado ni un ápice: los otros, los forasteros, comenzaron a estorbar.
—Yo he perdido la confianza al salir a la calle —decían las señoras que merendaban en las pastelerías—. Da asco ver cómo se está poniendo todo.
Y, en otro tono, sus maridos opinaban algo similar, y estaban de acuerdo en que había que tomar medidas. No fue algo que sucediera de un día para otro: primero puso fin a las facilidades de trabajo. Luego se buscaron modos de restringir el poder de los inmigrantes: como aquello no hubiera resultado justo a los ojos de nadie, optaron por métodos discretos. Se acallaba a los sindicatos, se daba fin a las facilidades para el ascenso, las horas extras se convirtieron en un recuerdo. Con la misma suave persistencia con la que atrajeron a la gente cuando la necesitaron, comenzaron a rechazarla.
Desrein crecía, se desbordaba: los barrios que rodeaban la ciudad se infestaron de malos vientos. Faltaba dinero, sobraba la droga y la violencia. Desrein se dividía en anillos bien distintos: el centro antiguo, con su catedral y sus tiendas venerables; la parte nueva, donde tenían lugar los negocios y habitaba la gente diurna; las afueras, las casas de construcción pobre y suelos irregulares, donde gente llegada de fuera, o gente de Desrein que no había sabido prosperar, que no hallaba lugar, miraba pasar sus días.
Poco a poco todos fueron cayendo en la miseria: los mayores, los antiguos peones, los obreros no cualificados, los carpinteros y los ebanistas que sobraron, los torneros, ferrallas y albañiles que no encontraban hueco, las costureras y los sastres que fueron sustituidos por las máquinas textiles, los hombres que trepaban audaces por los andamios y las mujeres con la vista quemada tras largas horas de escoger tornillos en las fábricas. Muchos de ellos comenzaron a beber. Era común encontrar a viejos prematuros que se sentaban en los portales con una botella de vino. Pedían dinero. Algunos se trasladaban de un lugar a otro con bolsas sucias, y estorbaban en los parques y las avenidas.