Melocotones helados (9 page)

Read Melocotones helados Online

Authors: Espido Freire

BOOK: Melocotones helados
4.82Mb size Format: txt, pdf, ePub

Y así enfrentó a Esteban contra Melchor, los dos hombres que más le habían servido, los que con mayor provecho habían caído en su red. Esperaba el resultado del encuentro sin prisas, porque sabía que no eran aquéllos hombres de acción y de impulsos, y que cuanto más tiempo albergaran el rencor y la inquietud, más favores estarían dispuestos a ofrecerles a ellas:
Melchor es un caballero,
decía a uno.
Oh, sí, Esteban es un caballero,
decía al otro.
Ojalá conociera a más como él,
añadía, para los dos.

Por las noches, después de acudir al encuentro de Esteban, o de Melchor, dormía con la conciencia tranquila. Al fin y al cabo, la selección del más fuerte era algo extendido entre las hembras de cualquier especie.

De vez en cuando, Esteban, el abuelo, recordaba las hogueras de la víspera de Navidad, los aullidos de entusiasmo y de miedo vencido, pero inclinaba la cabeza para vencer el recuerdo de la combinación rosada de Silvia Kodama. A fuerza de intentarlo, había olvidado el retal de tela que había arrancado de esa prenda cuando la encontró en la basura, desdeñosamente apartada, y que Elsa miraba al trasluz, sentada en el suelo en la habitación contigua, indiferente al sabor de los melocotones helados.

Olvidar a Silvia le recordaba a Antonia. Antonia no le recordaba a nada, trabajo de largas horas, la calidez de un abrazo suave, de una tristeza muy menuda pero siempre presente, una melancolía con nombre, un nombre que buscaron varios días por los alrededores de Virto; no iba más allá. También él, su padre, había olvidado a la niña Elsa.

Buscaron a la niña durante cuatro días. Sin descanso, con una calma desesperante, peinaron cuidadosamente los campos cercanos, la montaña; trajeron una bomba de Duino para vaciar dos pozos, y removieron el agua de las acequias hasta dejarla enlodada y turbia. Recorrieron varios kilómetros a lo largo de la vía del tren, y sacudieron los matorrales y los montones de hierba.

El pueblo se paralizó, y mientras los hombres caminaban con linternas y un par de cuchillos, guiados por Esteban y sus hijos, Miguel y Carlos, día y noche, las mujeres se turnaban para acompañar a Antonia, a la que mantenían sentada o en la cama; una de ellas hablaba, o más bien la escuchaba hablar, en la habitación, y las otras curioseaban por la casa, con la excusa de echar una mano.

—¿Se sabe algo? ¿Han encontrado algo?

Se servían vasitos con anís y agua helada, y charlaban en voz baja. La rutina de la pastelería apenas se alteró, pese a la ausencia de la dueña y a que César se encontraba con los hombres, en la batida, porque la tata había tomado las riendas, sabedora de que un encargo incumplido no haría sino acrecentar la desgracia de la familia y de la casa.

—Yo no hago falta aquí —había dicho, entre el remolino de las mujeres, y se había quitado el delantal—. Si se sabe algo, venid a decírmelo al obrador.

Hacía mucho tiempo que no faltaba de casa ningún niño, ni de Virto ni de los pueblos de los alrededores. Quince años antes una criatura medio retrasada había caído a un pozo y se había ahogado, pero las malas lenguas acusaban a la madre de haberla arrojado ella misma. Y mucho antes, en la época en la que la propia Antonia era una niña y sólo iba al pueblo de vacaciones, se extendió el miedo por la región, porque varios bebés murieron repentinamente y se rumoreaba que eso había atraído a la zona a un sacamantecas, un hombre que vendía grasa de niños para confeccionar medicinas y embrujos.

Antonia estaba segura de que su hija no había corrido esa suerte, sino que se la habían raptado para entregársela a otros padres. Había leído hasta la saciedad casos similares en las novelas; imaginaba a Elsita asustada, en la verja de una mansión blanca y dorada, donde la esperaban una legión de sirvientes y una habitación con cortinas y alfombras rosas. Era una niña muy linda, con el pelo rubio, aún más rubio porque ella se lo aclaraba al sol con manzanilla, y unos ojos enormes que debieron de ser azules, manitas pequeñas y piernas delgadas.

—Una niña preciosa, un pajarito…

A nadie que la hubiera visto se le hubiera ocurrido darle trabajo; era juiciosa y tranquila, y estaban seguros de que no se había escapado por una travesura.

—Y las que buscan para las casas de mala vida —decía, negándose a pensar en esa posibilidad— son mayores, ¿verdad? Han cumplido ya los doce o los trece años.

Sólo quedaba la opción de un accidente, de que hubiera sufrido un mareo o se hubiera roto una pierna y permaneciera inmóvil y debilitada en algún rincón que aún no hubieran explorado. O, como todo parecía indicar, que se la hubieran llevado.

La vecina de turno tranquilizaba a la madre, y se asomaba cada poco al pasillo, por si traían nuevas noticias; pero Antonia no callaba. A ella también le habían dado anís rebajado para beber, y lo sentía en la cabeza, impulsándola a hablar y a dormir, a dar cabezadas y continuar hablando.

—Sin permiso no se ha escapado de casa. Ay, mi niña, mi niña… ¿Quién tendrá a mi niña, Dios mío?

Prefería que se la hubieran llevado, antes de imaginar a la nena herida y muerta de hambre en cualquier recodo del monte. Era remilgada y mala comedora, y no soportaba bien el frío. Una princesita. Aunque no volviera a verla más, confesaba entre lágrimas, prefería pensar que estaba bien cuidada.

Carlos, sin embargo, rezaba por encontrarla, aunque fuera muerta: durante tres días había dado palos en los arbustos y se había hundido hasta la cintura en el barrizal de la acequia, y sentía el cuello y la espalda doloridos y tensos. Les habían preguntado, a su hermano y a él, por escondites a los que fueran con la pequeña, por lugares secretos o cuevas que sólo ellos conocieran. Él apenas podía hablar, de modo que Miguel contestó con voz serena:

—No solemos marcharnos al monte y, además, Elsita nunca viene con nosotros. Es muy pequeña y se cansa. Si se ha marchado por el monte, de fijo se ha extraviado. No conoce el camino de vuelta y andará por ahí perdida.

A su espalda, las linternas de los hombres formaban un cortejo de luciérnagas desorientadas.

Los guardias repitieron las, preguntas, e impusieron un poco de método a la búsqueda. Uno de los cabos se llevó a Carlos de vuelta al pueblo, le esperó mientras se bañaba y se cambiaba de ropa y compartió con él la comida en la cocina: carne cocida en el horno, pan y queso, y leche con sopas.

—¿Por qué no te quedas y duermes un rato? —le sugirió, con una amabilidad sorprendente—. Quédate con tu madre. Ya continúan tras tu hermana los mayores. Has trabajado sin parar durante tres días.

Carlos, que tenía aún el pelo mojado, se enfureció.

—Ya no soy un niño chico. Y al fin y al cabo, no ha sido a mí a quien se le ha escapado Elsita.

Se sintió un poco avergonzado de levantarle la voz a un hombre con uniforme y no dijo nada más. Humilló la cabeza y, mientras removía las sopas con nata y azúcar, le suplicó que le permitiera regresar al campo.

—Aunque no sea más que esta noche… sólo por esta noche, y mañana me quedaré con mi madre.

El cabo apagó la colilla que fumaba, sonrió tristemente mientras asentía con la cabeza y lo devolvió con el resto de los hombres. Anochecía ya, y entre la oscuridad y las primeras linternas, observó cómo Miguel, silencioso y pálido, permanecía en pie juntó a su padre, y a César, tan angustiado como si perteneciera a la familia, rebuscando entre los bordes y las lindes.

A medianoche, Carlos desapareció.

No fue durante mucho tiempo, apenas una hora, pero los hombres y los guardias asistieron al desmoronamiento de la familia. Hosco y lóbrego, el cabo que había accedido a traerlo de nuevo a la búsqueda daba órdenes y se hundía bajo el peso de la preocupación. El padre se dejó caer sobre una piedra, y comenzó a temblar. Nadie quería acercarse al pueblo y dar la noticia a la pobre Antonia. Miguel, demasiado reservado para mostrar su dolor, o demasiado joven para comprender la gravedad del caso, no pareció inmutarse, y continuó incansable, con los ojos rojos y fijos en el suelo.

—¿A quién de los dos buscamos ahora? —preguntó, como si el cansancio no hiciera mella en él.

Permanecieron casi sin moverse, mientras el rocío les calaba las mantas con las que se cubrían los hombros y todos pensaban en los absurdos de la vida. Entonces, cuando el cielo comenzaba a clarear, escucharon unos pasos, y uno de los hombres se puso en pie para observar mejor al recién llegado. Era Carlos, con una expresión enloquecida en los ojos, que se acercaba.

El alivio que para todos supuso su regreso marcó el fin de la búsqueda. En el amanecer de aquel cuarto día Esteban se dio por vencido.

—Volvamos al pueblo. He recuperado un hijo… ya no me importa nada más.

—Me acerqué a la loma por última vez —explicó Carlos, nervioso por el sufrimiento que había causado—. Desde allí puede verse todo Virto, y la pendiente del monte. Pensé que había visto algo allí.


¿Y había algo? —preguntó Miguel.

Carlos señaló hacia el punto que indicaba antes de contestar.

—No.

—Ya da igual —dijo el padre, y luego repitió—: Ahora da igual.

Se encaminaron al pueblo, abrazaron a la madre, ya completamente borracha, y espantaron de dos manotazos a las mujeres, que escapaban como pájaros alborotados.

Los guardias y algunos hombres rastrearon la zona unas horas más. Luego, con un suspiro, el cabo se acercó hasta la casa, completaron los informes y se marcharon. En unos pocos días, Antonia se levantó y retomó el trabajo en la pastelería. César continuaba por allí, pálido y frenético. A cada momento creía ver que la niña entraba de nuevo por la puerta.


Juguemos un ratito, César… ¿Has terminado ya el trabajo?

Antonia quería ser fuerte, pero a veces la derrotaban los sollozos, y deseaba que su niña apareciera, viva o muerta, pero que se diera fin de alguna manera a aquella agonía.

—No es vida. Esto no es vida. ¿De qué me quejaba yo antes, Dios mío, si éramos felices, si estábamos juntos, si no nos faltaba de nada?

Carlos, sin embargo, rezaba para que Elsa no apareciera, para que la vida normal cayera como un manto cálido sobre ellos y alejara de una vez las sensaciones descarnadas de las noches de búsqueda, el llanto de su madre y el prolongado sufrimiento del padre.

Al día siguiente de abandonar la búsqueda, mientras los padres aún dormían y se extendía por el pueblo un aire de tragedia, él zarandeó a su hermano hasta despertarlo y lo obligó a levantarse.

—Toma —le dijo, y le arrojó una cuchilla de afeitar—, porque vamos a hacer un juramento.

Miguel se hizo un corte en el dedo pulgar y luego apretó la carne hasta que asomaron unas gotitas de sangre. Carlos le tendió un vaso de agua, y los dos mojaron el dedo herido allí. La sangre apenas enturbió el agua.

—Juremos que jamás olvidaremos a Elsa —dijo Carlos, y levantó el vaso en alto y bebió un sorbo de agua.

Luego se lo pasó a su hermano.

—Jamás olvidaremos a Elsa.

Bebió también. Arrojaron el resto al tiesto de un geranio que su madre había colocado en la ventana.

—Deberías haber cuidado de ella —dijo Carlos, y se metió de nuevo en la cama.

—¿Es que tú te preocupabas por ella cuando te tocaba? —contestó el mayor.

Carlos no contestó y, a través de la pared, escuchó que su madre lloraba. Al cabo de un momento, supo por la respiración pausada que Miguel dormía. Durante años soñó con aquella noche, con aquella búsqueda confusa y a oscuras que no dio sus frutos, con su madre llorando y hablando con la voz que daban las borracheras.

Rompió la promesa de no olvidar a su hermanita, y lo hizo mucho tiempo antes de lo que él suponía; pero ni por un momento olvidó que aquel día era Miguel quien había quedado al cuidado de Elsa.

En el monte quedó, como huella mínima, un cordel tirado en el suelo: la cuerdecita con la que Elsa, como hacían las princesas de la antigüedad, se ataba las piernas.

De aquello hacía casi cuarenta y cinco años. La mayor parte de la gente que buscó a la niña había muerto. Antonia descansaba en paz, el amable cabo que fumaba mientras Carlos cenaba también los había dejado. Los niños crecieron, abandonaron Virto, marcharon aún más allá de Duino, se casaron. Nacieron dos Elsas. Las noticias se espaciaron, y los lazos, incluso los más estrechos, se aflojaron poco a poco, como con desgana.

El tiempo también cambió; las lluvias escasearon, las acequias se secaron y durante varios años la misma sequía que asoló Duino despobló Virto. Ahora sólo quedaban viejos, y algunos jóvenes que comenzaban a escapar de la ciudad porque los pisos en el pueblo eran más baratos y las comunicaciones con éste buenas. Los fines de semana se acercaban también algunos matrimonios de mediana edad. La pastelería continuaba en el mismo lugar, haciendo esquina en la plaza techada por las ramas de los árboles, con el mismo escaparate flamante, el mismo nombre dorado sobre fondo granate. Como si nada hubiera ocurrido. Como si la Elsa de nueve años que abandonó una tarde Virto y la Elsa pintora que, cuarenta y cuatro años más tarde, había abandonado Desrein para vivir en Duino fueran la misma Elsa.

Elsa grande, la que había escapado de Desrein, la ciudad del dinero, la ciudad más al sur, cercana al mar, invadida por una niebla pegajosa y tenaz, una llovizna sutil difícil de evitar. Una ciudad compuesta por muchas telas de araña.

Pero habían ocurrido muchas cosas, demasiadas mentiras, demasiadas historias no contadas, demasiadas palabras ocultas y venenosas que se repetían una y otra vez, como si fueran las mismas. Por eso el tiempo parecía repetirse. Como los nombres se repetían (Elsa grande, Elsa pequeña, la niña Elsa, Antonia, Antonio), se repetían también los hechos, las huidas. Se repetían las palabras. Las historias.

Y aunque eso perteneciera ya al olvido, Antonia repitió una vez, al poco de casados, frases muy parecidas a las de Rosa: no me queda otra cosa… si esto no prospera, mis hijos y yo nos moriremos de hombre… no tenemos dinero, no tenemos amigos… ¿a quién podremos vender?, ¿quién nos comprará lo que ofrezcamos?

Y él mismo, sin recordarlo, contestó algo similar: —La gente comprará lo que le ofrezcamos. Como siempre.

No comprendía la desesperación de Antonia, y sus lagrimones le estaban poniendo nervioso. La madre de Antonia acababa dé morir, y había repartido salomónicamente sus bienes; el piso y la pensión de Duino, para el hermano; la casa de Virto, con la tahona, para Antonia; una cantidad de dinero, no muy grande, para dividir entre los dos, de modo desigual. La mejor parte, como cabía esperar, fue para el hermano.

Other books

A Family Scandal by Kitty Neale
Singing in Seattle by Tracey West
Chump Change by David Eddie
North of Beautiful by Justina Chen Headley
Celestial Inventories by Steve Rasnic Tem