Mercedes volvió a negar.
—Esperaba esto de ti, no hay problema.
Augusto se levantó para coger una bolsa de plástico y el precinto. Se acercó a ella y se la puso en la cabeza. Mercedes empezó a mover la cabeza de un modo violento en todas direcciones. Augusto volvió a sentarse.
—Resulta bastante molesta, ¿verdad? Lo sé porque la he probado yo mismo.
Mercedes continuaba luchando y emitiendo gruñidos mientras Augusto contemplaba plácidamente. Cuando advirtió que podía respirar —aunque con dificultad— dentro de la bolsa, se fue calmando.
—Voy a colocártela un poco mejor para que entre algo más de oxígeno, no quiero que te desmayes; todavía —recalcó.
Lo hizo y volvió a tomar asiento.
—Perfecto, ya estás más tranquila. ¿Puedes ver esto? Es un precinto con el que evitaré que siga entrando aire en la bolsa. Te lo vuelvo a preguntar: ¿vas a decirme dónde está?
Mercedes no contestó.
—Como diría Cicerón,
Dum spiro spero
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.
Sin precintar la bolsa, Augusto aguardó el tiempo necesario para que el dióxido de carbono se fuera haciendo dueño del aire que respiraba. Cuando detectó los primeros síntomas de pérdida de consciencia, le quitó la bolsa. Mercedes tenía la frente empapada en sudor y la cara desencajada, pero supo aprovechar el momento para coger todo el aire que pudo a través de sus fosas nasales inclinando la cabeza hacia atrás.
—¿Me vas a decir dónde la tienes escondida? —preguntó de nuevo intentando no levantar la voz.
Mercedes alargó el cuello todo lo que pudo hacia él y declaró sus intenciones con un grito amortiguado por el calcetín:
—¡Nnn!
—Bien, si así lo prefieres.
Augusto le puso de nuevo la bolsa y esta vez sí hizo uso del precinto. Se sentó a contemplar.
Residencia de Ramiro Sancho
Barrio de Parquesol
El comentarista insistía en recalcar la importancia que tiene el dinamismo de los delanteros en el rugby moderno, que a las primeras líneas ya no solo les valía con disputar y ganar las fases estáticas y que un claro ejemplo de ello era Martín Castrogiovanni, jugador italoargentino de los Leicester Tigers.
—Italoargentino. ¡Puta casualidad! —exclamó Sancho acordándose de la ascendencia de Martina.
A esas alturas del partido, ya había dado buena cuenta de la primera botella de Mauro y se debatía sobre la conveniencia de continuar con caldos de la tierra o hacer un viaje a la verde Irlanda de la mano de Jameson. Mientras esperaba en la puerta de embarque para coger el vuelo hacia el botellero, sonó el móvil. Deseó que fuera Martina, pero comprobó con desánimo que el número era desconocido. Dudó entre aceptar o no la llamada.
—Sancho.
—Buenas tardes, inspector. Disculpa que te moleste en domingo. Soy Bragado.
Sancho hizo un esfuerzo por poner cara a un nombre que le resultaba familiar, pero supuso que los taninos le estaban provocando una prosopagnosia
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temporal que le impedía contestar.
—Tu predecesor en el cargo, Jesús Bragado —aclaró—. Nos conocimos fugazmente justo el día que llegaste a comisaría.
—Vale, sí. Disculpa, estaba un tanto traspuesto —mintió—. ¿En qué puedo ayudarte?
—Más bien es al contrario. Tengo algo que puede ayudarte a ti en el caso de la muchacha que encontraron mutilada.
Sancho no dio con una respuesta que le pareciera válida, por lo que decidió no decir nada.
—Sería muy interesante que nos pudiéramos ver —insistió Bragado.
—Claro —atinó a responder.
—El caso es que, para demostrarte lo que he descubierto, tengo que pedirte que nos veamos en el lugar en el que se encontró el cuerpo como muy tarde a las ocho de la mañana. ¿De acuerdo?
—Bragado, ¿qué tienes entre manos?
—Mañana lo entenderás todo.
—Está bien, allí estaré a las ocho en punto —aseguró.
—Mañana nos vemos.
—Mañana nos ve… —quiso repetir antes de que se cortara la llamada—. ¡Hay que jodeeerse!
Residencia de Mercedes Mateo
Barrio de Arturo Eyries
Cuando rompió la bolsa de plástico y entró aire nuevo cargado de oxígeno, el diafragma se contrajo de forma violenta para aumentar la capacidad torácica. Acompañó el momento de la inhalación con un bramido. Las fosas nasales, faringe, laringe y tráquea se convirtieron en una autopista por la que circulaba la vida a mucha mayor velocidad de la permitida. Los bronquios, bronquiolos y alvéolos hicieron lo propio para lograr que se produjera el intercambio gaseoso en sus pulmones. Entre todos ellos, consiguieron llevar el oxígeno hacia el torrente sanguíneo poniendo un punto y seguido a la agonía de Mercedes. La hipoxia había dejado huella en su cara tiñendo la piel de un azul violáceo pálido y desencajando sus facciones. Parecía como si todos sus poros estuvieran tratando de inhalar aire.
Augusto la contempló con la misma indiferencia con la que las vacas miran pasar el tren, y esperó el tiempo necesario para que recuperara la capacidad de entendimiento.
—Sé que no ha sido nada agradable. Soy muy consciente de ello, te lo aseguro, pero mira, ¿ves el número que pone en este rollo? —Indicó con un dedo el número cien que se mostraba visiblemente con tipografía negra sobre fondo amarillo—. Lo has adivinado, es la cantidad de bolsas que tenemos para repetir esta operación. Como te he dicho, tengo mi propia empresa, no es necesario que vaya a trabajar mañana; ni pasado. Es decir, tenemos tiempo de sobra. Solo necesito que me digas dónde escondes la maldita cajita de música para terminar con todo esto.
Mercedes sostuvo la mirada sin contestarle, impasible.
Residencia de Ramiro Sancho
Barrio de Parquesol
Sancho llevaba tanto tiempo sin levantar la vista de la pantalla de su móvil mientras se tiraba de los pelos de la barba que tenía que evitar aquellas zonas de la cara que empezaba a notar bastante doloridas. Había visto dos partidos de la Premiership inglesa y, aunque muy bien acompañado por Jameson —su inseparable consejero irlandés—, notaba ya cierto empacho de whisky y de rugby. Su cuerpo no admitía más tragos ni más placajes. Animado por el color verde esperanza de la botella, apretó el botón de llamada. Al tercer tono, escuchó:
—Hola, Sancho.
—Hola, Martina. Perdona que te moleste de nuevo, pero llevo toda la tarde haciendo conjeturas y es algo que detesto. —La «ese» en «detesto» se le resbaló retratándole.
—¿Has bebido?
—Para ser exactos, diría que estoy bebiendo.
—Bueno, al menos tú estás teniendo una tarde entretenida.
—Pero no precisamente la que me habría gustado tener.
—No se consigue todo en la vida.
—Está claro.
—¡Tina!, tengo que irme ya. Te llamo en unos días.
Una voz masculina se había filtrado por el micrófono del móvil de Martina para golpear el oído del inspector.
—Vale, de puta madre —atinó a decir—. Finalmente, parece que tu tarde ha sido bastante más entretenida que la mía.
—Sancho, es lo que te quería explicar.
—No hace falta que me des explicaciones. Siento haberte molestado, ya nos veremos.
Colgó y miró su reloj: las 20:41.
—Me da tiempo a otro —se justificó encaminándose hacia la cocina a por más hielo.
Residencia de Mercedes Mateo
Barrio de Arturo Eyries
—Voy a cambiarte la bolsa y a limpiarte un poco la cara, quiero enseñarte algo.
Augusto miró la hora en el reloj de pared del salón: las 20:40.
«Hora de terminar, ya me he divertido bastante», reflexionó.
Le secó el sudor y sacó la cajita de música de su mochila.
—¿Puedes ver esto? ¿La reconoces?
Dejó pasar unos instantes para disfrutar viendo cómo la inesperada derrota hacía mella en la debilitada resistencia de Mercedes y se iba reflejando en su cara.
—Ahora es mía y solo mía —le susurró al oído—. Tengo que confesártelo, la encontré antes de que llegaras. Sabía muy bien dónde buscarla. Se dice que uno encuentra las cosas en el último sitio donde las busca, pero en este caso yo la encontré en el primero. Solo quería saber hasta dónde eras capaz de aguantar. Enhorabuena, has superado todas mis expectativas; estoy orgulloso de ti.
Augusto se deleitó con el llanto ahogado de Mercedes, y decidió hacer un pequeño alto en el camino.
—
Memento mori
. Ya no tenemos más tiempo. Bueno, puntualizo: es a ti a quien se le ha acabado el tiempo.
Augusto encendió otro cigarro y le colocó una nueva bolsa en la cabeza. Uno a uno, hizo sonar sus nudillos con calma y destreza antes de continuar.
—Estos días he pensado mucho en la despedida. Tengo un poema que escribí para ti hace ya muchos años, creo que tenía diecisiete. Lo he retocado un poco y había pensado en leértelo, pero finalmente he decidido que no te lo mereces. Incluso me había planteado darte una noticia que no esperas, pero tampoco te lo has ganado. Te irás con otras palabras que no son mías, son de Till Lindemann; supongo que no le conoces. Eso sí, te lo voy a traducir para que puedas entender lo que digo, aunque dudo mucho que seas capaz de comprenderlo. Lo mismo da.
Cerró la bolsa con el precinto y se sentó para recitar lo mejor que pudo el texto que tenía en su cabeza:
Un hombrecillo aparentó morir,
pues quería estar a solas.
El corazoncito se le detuvo durante horas;
entonces, se le dio por muerto.
Se le enterró en arena mojada
con una caja de música en la mano.
Augusto no quería perder detalle. Ella tenía los ojos cerrados y hacía movimientos bruscos con la cabeza, como en las ocasiones anteriores, pero algo menos violentos, fruto del agotamiento. Repentinamente paró en seco y abrió los ojos: tan pequeños, negros y afilados como los de él. Augusto se enfrentó sin temor alguno a su mirada. La bolsa ya casi no se movía, y estaba tan adherida a la piel que sus rasgos faciales se perfilaban con nitidez. La escasez de oxígeno se hacía patente en los sonidos, cada vez más intermitentes, más agudos, que salían de su garganta.
—¡Que empiece el viaje ya! Adiós, madre.
Tras algunos espasmos, enmudeció definitivamente.
Permaneció inmóvil, absorto en el proceso de retención de esa imagen. Cuando volvió en sí, buscó su iPhone. Había previsto la canción idónea para ese momento; solo podía ser de Bunbury:
… Y al final
. Le dio al
play
y, tras los primeros acordes de guitarra, empezó a canturrear:
Permite que te invite a la despedida
,
no importa que no merezca más tu atención
,
así se hacen las cosas en mi familia
,
así me enseñaron a que las hiciera yo
.
Permite que te dedique la última línea
,
no importa que te disguste esta canción
,
así mi conciencia quedará más tranquila
,
así en esta banda decimos adiós
.
… Y al final
te ataré con todas mis fuerzas
,
mis brazos serán cuerdas al bailar este vals
.
… Y al final
quiero verte de nuevo contenta
,
sigue dando vueltas
si aguantas de pie
.
Permite que te explique que no tengo prisa
,
no importa que tengas algo mejor que hacer
,
así nos podemos pegar toda la vida
,
así, si me dejas, no te dejaré de querer
.
… Y al final
Todavía tenía cosas importantes que hacer antes de irse, pero la canción le animó. Tarareando la letra, se puso manos a la obra.
Residencia de Ramiro Sancho
Barrio de Parquesol
1 de noviembre de 2010, a las 8:04
E
l sonido del despertador de Sancho se confabuló con el del móvil para sacarle a patadas del plácido estado onírico en el que se encontraba y llevarle, contra su voluntad, al abominable estado resacoso. Otra vez. Miró el reloj: las 7:04. Volvió a sonar el móvil. Era Bragado, o eso le pareció leer en la pantalla del teléfono. Volvió a mirar la hora en el despertador y juntó todas las facultades que tenía operativas para conseguir dar al botón correcto.
—Sancho.
—¿Dónde demonios estás?
Miró en derredor y, tras reconocer su propia habitación, se ubicó.
—En mi puta cama, creo.
—¡La madre que me parió! Te pedí que estuvieras aquí antes de las 8:00 de la mañana —le recordó Bragado.
Sancho se frotó la barba tratando de comprender la situación.
—¡Joder, Bragado! ¿Y cuánto tiempo crees que necesito para llegar allí? ¿Una hora?
—Sancho, coño, ayer cambió la hora. ¡Son las ocho y cinco!
—¡Hay que joderse! ¡Me cago en mi puta vida! —gritó golpeándose la cabeza con la mano que tenía libre.
Quizá el golpe surtió efecto, porque recuperó en ese instante el control de sí mismo.
—Si te das prisa, todavía puedo enseñártelo. Créeme, es muy importante.
—¿Cuánto tiempo tengo?
—Diecinueve minutos.
Sancho hizo un cálculo del tiempo que le llevaría vestirse con la ropa que tenía tirada al lado de la cama, lavarse la cara, encontrar las llaves del coche, bajar al garaje y llegar hasta allá con la sirena puesta. Eliminó la parte de lavarse la cara y garantizó: