Memento mori (4 page)

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Authors: César Pérez Gellida

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Memento mori
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Hoy voy a decirlo: ¡Cómo me amo
!

Tú ya no puedes hacerme daño
.

Soy un ser divino, ven a adorarme
.

¡
Qué buena suerte, amarme tanto
!

Se reía y aplaudía mientras seguía caminando. Sabía perfectamente adónde quería ir, y estaba pletórico. Giró a la izquierda para llegar a la zona del estanque.

—Es domingo. ¡Cojones! —pensó en alto.

El lugar estaba infestado de familias con niños que esperaban pacientemente para darse una vuelta en la barca del Catarro.

Oh, el síndrome universal
,

la vida te sentó en un diván
,

contando todo tipo de traumas
.

Oh, podrías pensar un rato en él
,

quería estudiar, recuerda cómo te empujaba
.

Y quedó segundo, uuuhhh
.

—Mierda de niños —murmuró con desdén mientras se paraba un momento buscando el sitio adecuado.

Hoy voy a decirlo: ¡Cómo me amo
!

Tú ya no puedes hacerme daño
.

Soy un ser divino, ven a adorarme
.

¡
Qué buena suerte, amarme tanto
!

Entonces, le asaltaron imágenes de ese mismo lugar algunos años atrás. De domingo con sus padres adoptivos. Su madre le había contado miles de veces la historia del Catarro, un hombre que llevaba treinta años dedicado a pasear a los niños en su barca,
La Paloma
, mientras amenizaba el viaje con vivaces historias. De repente, se vio subido en esa barca, escuchando otra vez el mismo maldito cuento de la bruja que vivía en una gruta detrás de la cascada. Por aquel entonces, tendría ocho años y ya sabía lo que era una bruja. Lo sabía perfectamente, y nada tenía que ver con lo que contaba ese viejo estúpido a los niños, que le escuchaban boquiabiertos, estupefactos. Le hubiera gustado tanto tirarle por la borda con su ridícula gorra de marinero puesta…

Se rio bruscamente al pensarlo, y una pareja que pasaba a su lado se sobresaltó antes de dedicarle una mirada cargada con cierto hálito de desprecio. Recordó también cuando su madre adoptiva le contó que se había muerto el Catarro. Sintió algo parecido a la pena, pero no podía tratarse de eso, pues él ya no podía sentir pena por nada ni, mucho menos, por nadie.

De vuelta al presente, se dirigió al kiosco en el que se agolpaban varios niños comprando aperitivos para dar de comer a los animales a pesar de los carteles que lo prohibían expresamente. Pero en el Campo Grande, la tradición se impone a las normas. Se apartó para evitar cualquier contacto con los pequeños, esperó ansioso su turno y compró una bolsa pequeña de patatas fritas por un euro.

—Ladrones —murmuró.

Siguió caminando, buscando un sitio que estuviera bastante menos concurrido. Ya no deseaba encontrarse con miradas, sino con anátidas.

«Quizá un poco más adelante», lucubró.

Recorrió visualmente todo el escenario hasta que dio con el sitio. Siguiendo un camino que subía por la parte de atrás del estanque, la presencia humana disminuía de forma proporcional al incremento de aves acuáticas. Unos pocos metros más arriba, había una zona seca bastante apartada, alejada de posibles miradas entrometidas. Caminando sin dejar de estudiar cuanto le rodeaba, llegó hasta el lugar y comprobó con satisfacción que allí descansaban, al cobijo de una gran palmera, dos ocas, tres patos y un cisne negro.

—Afrodita, preciosa, precisamente a ti te estaba yo buscando —le confesó al cisne con notable júbilo.

Algo inquieto, se metió la mano en el bolsillo trasero de los vaqueros para sacar una bolsa de pequeño tamaño. Miró a su alrededor y quitó el sonido de su iPhone, no había nadie. Estrujó el envase de las patatas y tiró la mitad de su contenido al alcance de las aves que, inmediatamente, se acercaron a picotear. Examinó de nuevo el lugar para cerciorarse de que nadie estaba observando. Era el momento. Mezcló a conciencia el contenido de su bolsa con las patatas, esperó unos segundos y lo volcó todo a escasos centímetros de las ocas, que ya habían ganado la partida a los patos. El cisne negro, de mayor tamaño que las otras, se unió al festín abriéndose paso con la distinción de una dama de alta alcurnia.

En el suelo, entre las patatas, podían distinguirse los cuatro trocitos de carne.

—¡Vamos, vamos, vamos! Todo vuestro —animaba a las anátidas sin perder detalle de la escena.

Iba contando mentalmente los pedacitos de piel que quedaban al tiempo que eran engullidos por las aves. El cisne se tragó el último párpado con suma elegancia y, en ese momento, le pareció el animal más hermoso del mundo. Cuando no quedó nada, le susurró con fingida solemnidad y caricaturizada sonrisa:

—Ya nos veremos, querida Afrodita.
Ad kalendas graecas
[2]
.

Acto seguido, sacó del bolsillo de la sudadera los guantes que había utilizado la noche anterior. Se agachó para coger una piedra de tamaño medio y la metió junto con los guantes dentro de la bolsa. Una vez hecho esto, la cerró herméticamente, caminó hasta otra zona con mejor acceso al agua, volvió a cerciorarse de que nadie le miraba y la dejó caer al estanque sin más.

Dio media vuelta y se encendió un Moods. Subió el volumen de la música, sonaba
La parábola del tonto
, y se acercó a la fuente de la Fama para disfrutar por un instante de la tranquilidad que reinaba en aquel espacio natural.

Sentado en un banco, se entretuvo unos minutos cuestionándose a cuántos metros podría llegar de una buena patada ese caniche recién salido de la peluquería que estaba olisqueando la papelera situada frente a él. Reconoció de inmediato el ritual canino que precede a la inminente impronta de orina sobre el mobiliario urbano. Sin perder detalle del evento, pensaba en cuál sería la mejor opción. La primera era la que le pedía el cuerpo: darle una patada con carrerilla empleando toda la fuerza que le nacía de la repulsión. La otra alternativa era fruto de la táctica y la estrategia. Consistía en acercarse a su objetivo con la serenidad de un banderillero, buscar la precisión del golpe y ajustar bien el ángulo para que cogiera altura, ganando así el máximo número de metros. Descartó la primera al sopesar la posibilidad de despanzurrar al animal en el envite, porque no estaba dispuesto a adornar sus Bikkembergs blancas con pedazos de distintos órganos internos caninos. Así, al final de su debate interior, estaba prácticamente seguro de que podría superar con creces la altura de la fuente golpeando con la fuerza adecuada en la caja torácica. Solo le quedaban por disipar algunas dudas razonables: por un lado, si el animal moriría en el momento del despegue o al tocar tierra; por otro, si el chillido del chucho amortiguaría el sonido del crujir de sus costillas. Cuando el caniche terminó de marcar el territorio, ajeno al peligro, le dedicó una mirada de desprecio al tiempo que iniciaba, con suma arrogancia, un trote altivo hacia su dueña.

—Si tú y yo estuviéramos solitos, no me mirarías de esa forma, estúpido chucho disfrazado de oveja. Ahora estarías bien reventado por dentro y con tu sucia lengua por fuera —aseguró dejando escapar el humo de la última calada.

Algo frustrado y aburrido de ver carreras de madres con carritos y niños disfrazados de domingo, se levantó del banco en busca de la salida. En el camino, se cruzó con el busto de Rosa Chacel y se paró a mirarlo. Siempre le había llamado la atención, no sabía por qué. Se quitó las gafas de sol y le declaró con rotundidad:


Deus dedit, Deus abstulit
[3]
. ¿Verdad, doña Rosa?

Paseando por los senderos del Campo Grande, de regreso a casa, algo inesperado le hizo detenerse en seco. Unos tres metros delante de él, un pavo real estaba cruzando el sendero. Los había visto cientos de veces, pero este era especial y parecía querer decirle algo. Tenía el cuello azul turquesa, brillante, y una enorme cola verde que arrastraba por el suelo con la elegancia de una modelo de sangre azul. El animal se detuvo, le miró y, repentinamente, extendió la cola mostrando decenas de ojos azul turquesa y verde que parecían estar diciendo: «Te hemos visto». Durante esos segundos, sintió algo raro parecido al miedo recorriéndole el cuerpo. Se quedó paralizado ante el pavo real sin poder dejar de mirar a todos aquellos ojos acusadores. Pasados unos segundos que se le hicieron eternos, el ave recogió la cola y emprendió la marcha buscando encontrarse con miradas, gustándose.

Se perdió por la acera de Recoletos, pensativo, algo intranquilo, casi malhumorado.

A GRANDES RASGOS, PODRÍAS SER TÚ

Comisaría de distrito
Barrio de las Delicias (Valladolid)
12 de septiembre de 2010, a las 15:44

A
pesar de que las dependencias policiales de Delicias eran relativamente nuevas y razonablemente confortables, el inspector Sancho trataba de pasar el mínimo tiempo posible en su interior, como haría un adolescente en el hogar del jubilado. Sujetándose la cabeza con la mano izquierda, se masajeaba las sienes como queriendo acelerar su actividad neuronal para completar, por tercera vez, la lectura del informe de la autopsia. Con la derecha, cuando no tenía que pasar una página, se tiraba sin miramientos de los pelos de su pelirroja y, cada vez más, tupida barba.

«¿Qué tenemos? —se preguntó cerrando los ojos—. Tenemos un cadáver sin párpados debidamente identificado, la autopsia, el informe de la científica, que nos va a aportar más bien poco, un poema y muy poco tiempo. Tenemos un marrón de la hostia», concluyó.

Con una mueca de rechazo, sacó del informe el folio siete, en el que estaba transcrito el poema. Dejó las otras hojas en la bandeja y se dispuso a leerlo de nuevo; esta vez, por partes y tratando de dejar a un lado sus prejuicios para poder así sacar conclusiones. Cogió un bolígrafo y empezó a recitar despacio, subrayando aquellas palabras que, en su opinión, tenían un mayor peso emocional: «lujuria», «fidelidad», «ira», «mentira». Mientras tanto, hacía anotaciones en los márgenes: «El asesino debía de conocer a la víctima», «El autor parece muy dolido por sus mentiras»…

«Tanto como para matarla y arrancarle los párpados. ¡Pufff! —resopló—. No creo estar yendo por el camino correcto».

En ese momento, recordó las palabras que tantas veces le había repetido su padre: «Si no sabes cómo seguir, mejor no sigas».

Sonó el móvil que tenía sobre la mesa y lo cogió al instante, sin mirar.

—Sancho.

—Buenas tardes, soy Mejía.

—Buenas tardes, comisario.

—Me acabo de enterar de todo. Este fin de semana me tocaba ir al pueblo de mi mujer y allí, entre tanta montaña, no hay ni una pizca de cobertura. No te llamo para hincharte las pelotas con preguntas, te llamo solo para saber si necesitas algo y si mañana podemos sentarnos a última hora de la mañana a ver en qué punto estamos y por dónde tiramos.

—Por supuesto, mañana me paso por tu despacho. Espero tener algo consistente por donde empezar para entonces.

—Muy bien, Sancho. Insisto, no dudes en llamarme si necesitas cualquier cosa, a la hora que sea. ¿Estamos?

—Estamos. Muchas gracias y hasta mañana.

—Por cierto, anota este nombre y número de teléfono de una persona que nos puede ayudar con ese poema. Se llama Martina Corvo, es la hija de un buen amigo mío.

Sancho tomó nota y colgó. Se pasó la mano por el mentón y pensó que quizá debería rebajarse la barba con la maquinilla. Sentía que algo importante se le estaba escapando. Era como hacer el maldito cubo de Rubik, ese que requería mucha más paciencia de la que le tocó a él cuando la repartieron. Llegados a un punto, tratar de colocar una pieza en su sitio implicaba irremediablemente descolocar otra. Eso hacía que se le encendiera la mecha de la frustración, que en el inspector era más bien corta.

Recordó que esa sensación ya la había sufrido cuando tuvo que enfrentarse a su primer caso de homicidio en Valladolid. Era junio de 2007, y apenas llevaba cuatro meses al frente del grupo. En el barrio de Girón, un joven de unos treinta años reconocía haber matado a su padre con una katana. Según declaró, lo había hecho en defensa de su hermana, que estaba siendo acuchillada por su propio padre mientras dormía la siesta en el piso de arriba. Todo parecía encajar una vez se comprobaron los problemas del cabeza de familia con el alcohol y los maltratos que habían sufrido durante años todos los integrantes de esa familia. No obstante, en el momento en el que se marchaba de la vivienda donde habían ocurrido los hechos, tuvo esa impresión de estar colocando piezas del cubo que no eran.

«Normalmente, cuando todo encaja con tanta facilidad es que alguien está poniendo la masilla», razonó.

A los pocos días, gracias al trabajo de la científica, se confirmó que había sido el hijo, con graves problemas psicológicos, quien había matado primero a su hermana con un cuchillo y, posteriormente, a su padre con la katana.

Sancho aprendió entonces a no dar nada por sentado sin tener las pruebas incriminatorias que permitieran a un juez dar por resuelto un caso de homicidio. Existía un principio básico: estaban terminantemente prohibidas las construcciones gramaticales que empezaran por «y si…». No se admitían hipótesis ni conjeturas basadas en corazonadas, solo valía una fórmula: si la suma de pruebas o indicios multiplicada por un móvil es mayor o igual que la coartada del sospechoso, el resultado es la imputabilidad, y solo entonces se cursaba la orden de detención. Le vino de nuevo a la cabeza otra de las frases de cosecha paterna: «Piensa con la cabeza y decide con el estómago, deja el corazón para las mujeres».

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