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Authors: Anne Rice

Memnoch, el diablo (12 page)

BOOK: Memnoch, el diablo
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»¿Por dónde iba? Compré un billete para California y reservé algo de dinero para tomarme un pedazo de tarta y un café en cada parada. Sucedió algo muy curioso. Llegamos a un punto sin retorno. Es decir, al pasar una población en Tejas comprendí que, aunque quisiera, no tenía suficiente dinero para regresar a casa. Era de noche. Creo que estaba en El Paso. De todos modos, yo sabía que jamás regresaría.

»Me dirigía hacia el Haight Ashbury, en San Francisco, donde pensaba fundar un culto religioso basado en las enseñanzas de Wynken, que propugnaban el amor y la unión carnal, alegando que ésta equivalía a la unión con Dios, y mostraría sus libros a mis seguidores. Era mi gran sueño, aunque a decir verdad Dios no me inspiraba ningún sentimiento personal.

»Al cabo de tres meses comprobé que mi credo no era una rareza. Toda la ciudad estaba llena de hippies que creían en el amor libre y subsistían de las limosnas que les daban. Aunque di varias conferencias sobre Wynken ante unos círculos de amigos, sosteniendo en alto sus libros y recitando los salmos, los más recatados, claro...

—Ya lo supongo.

—... mi tarea principal consistía en trabajar como representante de tres músicos de rock que querían hacerse famosos y siempre estaban demasiado pirados para recordar sus compromisos de trabajo o cobrar el dinero que habían ganado. Uno de ellos, a quien llamábamos Blue, cantaba muy bien; tenía voz de tenor y un registro muy amplio. El grupo sonaba francamente bien. Al menos, eso creíamos.

»Cuando recibí la carta del padre Kevin me había instalado en el ático de la Mansión Spreckles, en Buena Vista Park. ¿Conoces esa casa?

—Sí. Es un hotel.

—Exacto. En aquellos días era una casa particular. El ático consistía en una sala de baile con un baño y una cocinita. Eso fue mucho antes de que la restauraran. Todavía no se había inventado lo del «alojamiento y desayuno», así que alquilé la sala de baile y los músicos tocaban allí; todos usábamos el asqueroso baño y la cocina, y durante el día, cuando los otros dormían tirados en el suelo, yo soñaba con Wynken. Deseaba averiguar más cosas sobre ese hombre y el significado de sus poemas de amor. No dejaba de pensar en él.

»Me pregunto qué habrá sido de aquel ático. Tenía unas ventanas que daban a tres puntos cardinales y unos asientos adosados a la pared que estaban cubiertos con unos raídos cojines de terciopelo. Disfrutábamos de una amplia vista de San Francisco, excepto por el este, según creo recordar, pero tal vez me equivoque, pues carezco de todo sentido de la orientación. Nos encantaba sentarnos junto a los ventanales y charlar durante horas. Mis amigos me pedían que les hablara sobre Wynken. Queríamos escribir unas canciones inspiradas en sus poemas, pero no llegamos a hacerlo.

—Estabas obsesionado con ese hombre.

—Absolutamente. Lestat, en cuanto acabemos de hablar quiero que vayas a recoger esos libros, sea cual fuere la opinión que yo te merezca. Todos los libros que escribió Wynken están en el apartamento. Dediqué mi vida entera a reunirlos. Me introduje en el negocio de las drogas a causa de ellos. En realidad, empecé con eso en Haight.

»Te hablaba sobre el padre Kevin. En su carta me decía que había consultado el nombre de Wynken de Wilde en unos manuscritos y así averiguó que éste había sido el líder de un culto herético y que murió ejecutado. Wynken de Wilde había fundado una religión cuyos seguidores eran únicamente mujeres, y sus obras habían sido condenadas formalmente por la Iglesia. El padre Kevin dijo que eso era «historia», y me recomendó que vendiera aquellos libros. Prometió volver a escribirme, pero no lo hizo. Dos meses más tarde cometí un múltiple asesinato de forma espontánea, sin premeditación, que cambió el curso de mi vida.

—¿Debido al negocio de las drogas?

—Sí, aunque no fui yo quien metió la pata. Blue estaba más introducido en el tráfico de drogas que yo. Las transportaba en una maleta. Yo las vendía en saquitos y eso me reportaba unos beneficios parecidos a lo que ganaba con el grupo. Blue las compraba por kilos y un día perdió dos kilos. Nadie sabía lo que había pasado. Supusimos que se los había dejado en un taxi, aunque nunca conseguimos averiguarlo.

»En aquella época abundaban los jóvenes estúpidos e incautos. Se metían en el negocio de las drogas sin darse cuenta de que los peces gordos eran unos canallas que no tenían el más mínimo reparo en cargarse a alguien de un tiro. Blue creyó que podría convencerlos de su inocencia, explicarles que le habían timado unos amigos. Decía que sus contactos se fiaban de él, que incluso le habían facilitado una pistola.

»La pistola estaba en el cajón de la cocina. Los individuos con los que trataba Blue le habían dicho que quizá tendría que utilizarla algún día, pero él nos aseguró que no lo haría jamás. Supongo que cuando uno está tan zumbado como él, cree que los demás también lo están. Esos hombres, según dijo Blue, no eran más que unos yonquis como nosotros, y no le preocupaban lo más mínimo. Estaba convencido de que no tardaríamos en ser tan famosos como Big Brother, la Holding Company o Janis Joplin.

»Vinieron a buscarlo de día. Yo era el único que estaba en casa, aparte de Blue.

»Blue se encontraba en el salón de baile, junto a la puerta, hablando con esos hombres y tratando de justificarse. Yo estaba en la cocina y no prestaba atención a lo que decían; probablemente estaba estudiando los libros de Wynken. El caso es que poco a poco me fui dando cuenta de lo que pretendían.

»Esos dos hombres iban a matar a Blue. Repetían con voz fría y monótona que no se preocupara, que todo estaba bien, que tenía que acompañarlos, que se diera prisa, tenían que irse, no, no tenía que ir ahora mismo, no, tenía que apresurarse. Al fin uno de ellos dijo con voz áspera: "Venga, no perdamos más tiempo." Por primera vez Blue se quedó mudo, incapaz de seguir con sus pláticas hippies del tipo "la verdad acabará imponiéndose" y "no soy culpable de ningún delito, hermano". Se produjo un denso silencio y comprendí que iban a matarlo y arrojar su cuerpo a un vertedero o algo por el estilo. No sería la primera vez que se cargaban a un joven camello. Estaba cansado de leer ese tipo de noticias en los periódicos. Sentí que se me erizaba el vello del cogote. Sabía que Blue no tenía escapatoria.

»No pensé en lo que iba a hacer. Ni siquiera me acordé de la pistola que había en el cajón de la cocina. De forma impulsiva, entré en el salón. Los dos individuos que hablaban con Blue eran unos tipos de mediana edad, duros, nada hippies; ni siquiera eran unos Ángeles del Infierno. Eran unos matones, sin más. Ambos se quedaron bastante cortados al comprobar que no les sería tan fácil llevarse a mi amigo de allí.

»Ya me conoces, sabes que soy tan vanidoso como tú. Estaba convencido de que yo era especial, de que tenía una importante misión en la vida, por lo que me dirigí hacia esos individuos echando chispas, con gesto arrogante y seguro. Si algo tenía claro, era que si mataban a Blue también podían matarme a mí, y no iba a permitir que esos tíos se salieran con la suya, ¿comprendes?

—Lo comprendo.

—Empecé a hablar precipitadamente, como una especie de filósofo psicodélico, utilizando palabras de cuatro sílabas mientras me dirigía a ellos para condenar la violencia, quejándome de que con sus voces me habían molestado a mí y a «los otros» que había en la cocina. Les dije que estábamos estudiando.

»De pronto uno de ellos sacó una pistola. Supongo que pensó que iba a liquidarnos sin mayor problema. Recuerdo perfectamente cómo ocurrió. Sacó la pistola y me apuntó con ella, pero yo se la arrebaté, le propiné una patada y lo maté a él y a su compañero de un balazo.

Roger se detuvo.

Yo no dije nada. Me sentí tentado de sonreír. Me gustaba su historia. Pero me limité a asentir. Era lógico que hubiera empezado así. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? No era un asesino nato; en tal caso, no me habría parecido tan interesante.

—Así fue como me convertí en un asesino —dijo Roger—. Imagínate, en un abrir y cerrar de ojos. Los dejé secos en el acto.

Roger bebió otro trago y se quedó ensimismado durante unos momentos, evocando aquel episodio. Parecía hallarse bien dentro de su cuerpo de fantasma, acelerado como una moto.

—¿Qué hiciste después? —pregunté.

—En aquellos instantes decisivos cambió el curso de mi existencia. Pensé en entregarme a la policía, en acudir a un sacerdote, en que iría al infierno, en llamar a mi madre, en que había destrozado mi vida, en llamar al padre Kevin, en arrojar la hierba por el retrete, en pedir auxilio a los vecinos y muchas cosas más.

»Luego cerré la puerta, Blue y yo nos sentamos y no paré de hablar durante una hora. Él no despegó los labios. Yo confiaba en que nadie hubiera visto el coche de esos individuos aparcado frente a nuestra casa, pero si sonaba el timbre estaba preparado, porque tenía una pistola con el cargador lleno de balas y me había apostado frente a la puerta.

«Mientras hablaba y esperaba, sin dejar de observar los dos cadáveres que yacían en el suelo, pensé en la forma de salir de aquel atolladero; Blue tenía la mirada perdida en el infinito, como si estuviera bajo los efectos del LSD. ¿Por qué iba a pasarme el resto de la vida en la cárcel por haber matado a aquellos cabrones? Tardé una hora en llegar a una conclusión lógica.

—Ya.

—Blue y yo limpiamos inmediatamente el apartamento, retiramos todas nuestras pertenencias, llamamos a los otros dos músicos y les dijimos que fueran a recoger sus cosas a la estación de autobuses. Les explicamos que temíamos que la policía registrara la casa. Jamás se enteraron de lo ocurrido. El ático estaba tan repleto de huellas dactilares debido a nuestras fiestas, orgías y sesiones de rock, que era imposible que dieran con nosotros. Ninguno de nosotros teníamos antecedentes penales. Además, disponía de pistola.

»Cogí el dinero que llevaban los individuos. Blue no quería tocarlo, pero yo necesitaba pasta para salir de allí.

»Blue y yo nos separamos y jamás volvimos a vernos. Tampoco volví a ver a Ollie y a Ted, los otros dos músicos. Creo que se trasladaron a Los Angeles. Supongo que Blue se convertiría en un drogadicto terminal. En cualquier caso, yo seguí mi camino. Me tenía sin cuidado lo que hicieran mis compañeros. Aquel episodio me marcó para siempre y nunca volví a ser el mismo.

—¿En qué sentido te marcó? —pregunté—. ¿A qué te refieres exactamente? ¿Te divirtió matar a esos tipos?

—No. Más que divertirme, fue un éxito. Matar nunca me ha parecido divertido. Es un trabajo duro y arriesgado. Comprendo que a ti sí te divierta matar a la gente, puesto que no eres humano. No, no fue eso. Fue el hecho de haberlo conseguido, de acercarme a aquel cabrón y arrebatarle la pistola sin darle tiempo a reaccionar, porque ni siquiera llegó a sospechar que fuera a hacerlo, y cargármelos a los dos sin vacilar. Murieron con la estupefacción pintada en sus rostros.

—Creyeron que Blue y tú erais un par de críos.

—Creyeron que éramos unos soñadores. Es cierto, yo era un soñador. Durante el viaje a Nueva York no cesaba de pensar en que me aguardaba un destino fantástico, que iba a convertirme en algo grande, y que este poder, el poder de liquidar a dos tipos, venía a ser la epifanía de mi fuerza.

—¿Una epifanía divina?

—No, una epifanía del destino. Ya te he dicho que Dios no me inspiraba ningún sentimiento personal. En la Iglesia católica dicen que si uno no siente devoción hacia la Virgen, lo más seguro es que se condene. Yo nunca sentí devoción hacia la Virgen. Jamás sentí ninguna devoción hacia una deidad personal ni ningún santo. No me inspiraban la menor emoción. Ése fue el motivo por el que la inclinación religiosa de Dora me sorprendió tanto. Dora es muy sincera. Pero ya hablaremos más adelante de eso. Cuando llegué a Nueva York, comprendí que mi culto no se fundaría en unos principios religiosos sino en el mundo real, con multitud de seguidores, poder y todo tipo de lujos y excesos.

—Comprendo.

—Ésa había sido la visión de Wynken, el mensaje que había comunicado a sus seguidoras: no merecía la pena esperar a morirse para disfrutar del paraíso. Todo debía hacerse aquí y ahora, cometer todo tipo de pecados... ¿No era eso lo que propugnaban los herejes?

—En parte, sí. Al menos, eso decían sus enemigos.

—El siguiente asesinato lo cometí puramente por dinero. Me contrataron para liquidar a un tipo. Yo era el chico más ambicioso de la ciudad. Trabajaba como representante de otro grupo musical, una pandilla de vagos que no habían logrado alcanzar el éxito de otras estrellas del rock. De paso, traficaba con drogas, pero me lo había montado mejor que antes. Personalmente, detestaba las drogas. Era la época dorada en que la gente transportaba la hierba en unos pequeños aviones, como si fuera una aventura del Oeste.

»Me enteré de que el tipo figuraba en la lista negra de un mafioso que estaba dispuesto a pagar treinta mil dólares para que alguien se lo cargara. El tipo era un cabrón. Todo el mundo lo temía. Sabía que iban a por él. Se paseaba a plena luz del día, pero nadie se atrevía a mover un dedo.

»Pensé en la forma más segura de liquidarlo. Había cumplido diecinueve años y me vestí como un universitario, con un jersey de cuello redondo, un
blazer
y un pantalón de franela. Me corté el pelo al estilo de Princeton y cogí unos libros. Averigüé que ese individuo vivía en Long Island, de modo que una noche, cuando se apeó del coche, me acerqué a él y lo maté de un tiro a un par de metros de su casa, donde su esposa y sus hijos estaban cenando.

Roger se detuvo durante unos momentos y luego dijo con tono solemne:

—Hay que ser un animal para hacer eso y no sentir el menor remordimiento.

—Sin embargo, no lo torturaste como yo hice contigo —contesté suavemente—. Al menos, eres consciente de lo que has hecho. Comprendes tus motivaciones. Yo, en cambio, no tenía una idea cabal de ti mientras te seguía. Supuse que eras un tipo más perverso, convencido de tu importancia. Un iluso.

—¿Dices que me torturaste? —preguntó Roger—. No recuerdo haber sentido dolor, sólo ira porque sabía que iba a morir. El caso es que maté a ese hombre en Long Island por dinero. Su muerte no significaba nada para mí. Ni siquiera me sentí aliviado después de haberlo liquidado, sólo una especie de fuerza, de satisfacción por haberlo conseguido, y el deseo de repetir cuanto antes la experiencia.

—Te habías convertido en un asesino profesional.

—Absolutamente. Un excelente profesional, con mucho estilo. Cuando se trataba de un asunto complicado se tenía que llamar a Roger. Era capaz de colarme en un hospital vestido como un joven doctor, con una tarjeta de identificación colgada en la bata y un historial médico en la mano, y liquidar de un tiro a un tipo postrado en la cama antes de que alguien pudiera darse cuenta.

BOOK: Memnoch, el diablo
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