Read Memnoch, el diablo Online
Authors: Anne Rice
Bajé la vista y miré el cuerpo que yacía a mis pies, roto, exánime, asesinado por un manazas. Tenía el negro y sedoso cabello alborotado, los ojos entreabiertos. La camisa blanca presentaba unas siniestras manchas rosadas, producto de la sangre que había brotado de las heridas que yo le había causado de forma involuntaria mientras lo aplastaba entre mis brazos. El torso yacía en una curiosa posición con respecto a las piernas. Le había partido el cuello y la espina dorsal.
Era preciso sacarlo de allí cuanto antes. Me desembarazaría de su cadáver y durante mucho tiempo nadie tendría noticia de lo ocurrido. Nadie sabría que mi víctima había muerto; los investigadores no acosarían a Dora, haciéndola sufrir innecesariamente. Luego ocultaría las reliquias en algún lugar para que más adelante, cuando las autoridades hubieran archivado el caso de su padre, las heredara Dora.
Registré los bolsillos de mi víctima y hallé varias tarjetas y documentos de identidad, todos ellos falsos.
Su nombre auténtico había sido Roger.
Yo lo sabía desde el principio, pero sólo Dora lo llamaba así. En su trato con los demás mi víctima utilizaba una serie de exóticos apodos con curiosas resonancias medievales. En el pasaporte que sostenía en mis manos figuraba el nombre de Frederick Wynken. Un nombre bastante cómico, Frederick Wynken.
Guardé todos sus documentos de identidad en mis bolsillos para destruirlos más tarde.
Luego cogí el cuchillo y me puse manos a la obra. Le amputé ambas manos, no sin sentir admiración ante la delicadeza de éstas y sus cuidadas uñas. Mi víctima era un enamorado de sí mismo, y con razón. Acto seguido le corté la cabeza, aunque de forma más chapucera que artística, abriéndome paso con el cuchillo a través de tendones y huesos. No me molesté en cerrarle los ojos. La mirada de los muertos no ofrece el menor interés; es una burda imitación de la mirada de un ser vivo. Tenía la boca fláccida, sin el menor rictus, y las mejillas suaves y tersas. Lo de costumbre. Coloqué la cabeza y las manos en dos bolsas de basura, doblé el cuerpo, por así decirlo, y lo introduje en una tercera bolsa.
La alfombra estaba manchada de sangre, así como otras cuantas que cubrían el suelo de la estancia, que parecía un bazar. Pero lo importante es que el cadáver estaba a punto de desaparecer. El hedor a podredumbre no atraería la atención de los vecinos y, si no existía un cadáver, es posible que nadie averiguara jamás lo que había sido de mi víctima. Era mejor para Dora ignorarlo que verse obligada a contemplar unas fotografías de la macabra escena que yo había organizado allí.
Eché un último vistazo al hosco semblante del ángel, diablo o lo que fuera, con su feroz melena, sus bellos labios y sus inmensos y pulidos ojos. Luego, cargado con los tres sacos, como Papá Noel, salí del apartamento para deshacerme de los restos de Roger.
No me representó ningún problema.
Dispuse de una hora para pensar en ello mientras me arrastraba por las nevadas calles desiertas de la parte alta de la ciudad en busca de un solar abandonado o un vertedero donde se hubiera acumulado la suciedad y la podredumbre, y no se le ocurriera a nadie examinar lo que se hallaba enterrado allí.
Enterré la bolsa que contenía las manos debajo de un paso elevado, entre un montón de basuras. Los escasos mortales que pululaban por allí, envueltos en unas mantas y sentados junto a un fuego que ardía en un bidón, ni siquiera se fijaron en lo que hacía. Sepulté la bolsa debajo del montón de basura, a fin de que nadie intentase rescatarla. Luego me acerqué a los mortales, que ni siquiera alzaron la vista, y dejé caer unos billetes junto al fuego. En aquel momento se levantó una ráfaga de aire que por poco se lleva el dinero. De pronto vi asomar la mano de uno de los vagabundos, agarró apresuradamente los billetes y los ocultó debajo de la manta.
—Gracias, hermano.
—Amén —respondí.
Deposité la cabeza en otro montón de desperdicios frente a la puerta trasera de un restaurante. Olía que apestaba. No eché un último vistazo a la cabeza antes de enterrarla. No quería verla. No la consideraba un trofeo. Jamás se me ocurriría conservar la cabeza de un hombre a modo de trofeo. Me parecía una idea deplorable. No me gustaba notar su duro tacto a través del plástico. Si la hallaban unos vagabundos hambrientos, no se molestarían en denunciar el hallazgo. Además, los vagabundos acudían a ese lugar en busca de restos de tomates, lechuga, espaguetis y trozos de pan seco. El restaurante había cerrado hacía horas y los desperdicios estaban tan helados que me costó bastante sepultar la cabeza debajo de aquel montón de basura.
Regresé al centro a pie, cargado con la última bolsa, la cual contenía el torso, los brazos y las piernas de mi víctima. Enfilé la Quinta Avenida y pasé frente al hotel donde dormía Dora, la catedral de San Patricio y los elegantes comercios. Los mortales atravesaban apresuradamente los portales cubiertos por toldos y marquesinas; los taxistas tocaban con furia el claxon para azuzar a las lujosas limusinas que circulaban lentamente por la avenida.
Seguí andando. Me sentía tan irritado conmigo mismo que propiné una patada a la sucia nieve que se acumulaba junto a la alcantarilla. El olor del cadáver de mi víctima me ponía enfermo. Sin embargo, me había dado un magnífico festín y, en cierto modo, aquello era como recoger y ordenarlo todo después de una fiesta.
Los otros —Armand, Marius, todos mis compinches, amantes amigos y enemigos inmortales— siempre me regañaban por no «deshacerme de los restos». Pues bien, esta vez Lestat se había portado como un vampiro pulcro y diligente.
Había llegado casi al Village cuando me topé con otro lugar perfecto, un inmenso almacén, al parecer abandonado. Las ventanas de los pisos superiores estaban destrozadas, y el interior estaba lleno de todo tipo de desperdicios. Incluso percibí el olor a carne descompuesta. Alguien había muerto allí hacía tres semanas. Sólo el frío evitaba que el hedor se propagara hasta cualquier nariz humana. O puede que no le importara a nadie.
Al penetrar en la cavernosa estancia percibí un olor a gasolina, metal y ladrillos rojos. En el centro se alzaba una gigantesca montaña de basura, como una pirámide mortuoria. Junto a ella había una furgoneta aparcada que aún mantenía el motor caliente. Pero no vi un alma.
El montón más grande de basura contenía al menos los restos diseminados de tres cadáveres, o quizá más. El hedor era insoportable, de modo que no perdí el tiempo en analizar la situación.
—Adiós, amigo mío, entrego tus restos a un cementerio —dije, hundiendo la bolsa entre los restos de botellas, latas, fruta, cartón, madera y demás basura. Al hacerlo casi provoqué un alud. Durante unos segundos la precaria pirámide tembló, pero por fortuna no llegó a derrumbarse. Lo único que se oía era el sonido que producían las ratas. Una botella de cerveza rodó hasta el suelo y fue a detenerse a unos pocos metros del monumento, reluciente, silenciosa, solitaria.
Observé durante unos minutos la destartalada y anónima furgoneta, la cual emitía un olor a seres humanos. ¿Qué me importaba a mí lo que hicieran allí? El caso es que entraban y salían por las grandes puertas metálicas para alimentar esos montones de basura o haciendo caso omiso de ellos. Seguramente, pocas eran las veces que se fijaban en ellos. ¿Quién iba a aparcar la furgoneta junto al cadáver de un tipo al que acababa de asesinar?
Pero en estas densas y modernas ciudades, me refiero a las grandes metrópolis, esos centros de perversión —Nueva York, Tokio o Hong Kong—, se dan las más extrañas configuraciones de actividades humanas. Había empezado a sentirme fascinado por las múltiples facetas de la criminalidad. Eso fue lo que me llevó hasta Roger.
Roger. Adiós, Roger.
Di media vuelta y salí del almacén. Había dejado de nevar. El panorama era desolador, y triste. En la esquina de la manzana yacía un colchón cubierto de nieve. Las farolas estaban rotas. No sabía exactamente dónde me encontraba.
Eché a andar en dirección al río, hacia el extremo de la isla, cuando de pronto vi una iglesia muy antigua, una de esas iglesias que se remontan a los tiempos en que los holandeses ocupaban Manhattan. Junto a ella, rodeado por una cerca, había un pequeño camposanto con unas lápidas en las que figuraban unas fechas tan antiguas como 1704 e incluso 1692.
Se trataba de un hermoso edificio gótico, una joya como San Patricio, posiblemente incluso más complejo y misterioso, una maravilla arquitectónica en cuanto a detalle, organización y convicción que destacaba entre los anodinos edificios de la gran ciudad.
Me senté en los escalones de la iglesia, con la espalda apoyada en las venerables piedras, y admiré las superficies labradas de los arcos de punta deseando sumirme en la oscuridad que ofrecía el interior del templo.
Comprendí que mi perseguidor no andaba al acecho, que los acontecimientos de la noche no habían propiciado una visita del más allá ni la presencia de pasos sospechosos, que la estatua de granito no era más que un objeto inanimado, que todavía guardaba en el bolsillo los documentos de identidad de Roger y que eso proporcionaría a Dora un respiro de vanas semanas o incluso meses, antes de que empezara a preocuparse por la desaparición de su padre, cuyos detalles jamás llegaría a descubrir.
La aventura había concluido. Me sentí mejor, mucho mejor que cuando había hablado con David. Había hecho bien en regresar para examinar la monstruosa estatua de granito y cerciorarme de que no era sino un objeto inanimado.
El único problema era que apestaba a Roger. ¿Hasta cuándo había sido «la víctima»? De pronto había empezado a llamarlo Roger. ¿Acaso era un síntoma emblemático de amor? Dora le había llamado Roger, papá o Rogé indistintamente. «Cariño, soy Rogé —le había dicho él al llamarla desde Estambul—. ¿Por qué no te reúnes conmigo en Florida para que pasemos unos días juntos? Quiero hablar contigo...»
Saqué del bolsillo el pasaporte de Roger. Soplaba un viento frío, pero había dejado de nevar y la nieve que cubría el suelo se estaba endureciendo. Ningún mortal habría permanecido allí sentado, en el portal de una iglesia gótica, pero yo me sentía a gusto.
Examiné el documento de identidad, tan falso como los otros. Algunos estaban escritos en un idioma incomprensible para mí. Había un visado expedido en Egipto, de donde seguramente había sacado alguno de sus tesoros de contrabando. El apellido Wynken me hizo sonreír, pues era uno de esos nombres absurdos que provocan la carcajada de los niños. Wynken, Blinken y Nod. ¿No era un poema infantil?
Sólo quedaba romper estos documentos en pedacitos y dejar que se los llevara el viento. Los fragmentos de papel se esfumaron como cenizas sobre las lápidas del pequeño camposanto, como si la identidad de Roger hubiera sido incinerada y sus restos esparcidos a los cuatro vientos en un último tributo a su persona.
Me sentía cansado, repleto de sangre, satisfecho y ridículo por haber mostrado temor al hablar con David. David debía de pensar que yo era un idiota. Pero ¿qué era lo que yo había constatado? Sólo que la cosa que me perseguía no protegía a mi víctima ni tenía nada que ver con ella. ¿Acaso no lo sabía ya? Aunque eso no significaba que mi perseguidor hubiera desaparecido.
Significaba que mi perseguidor elegía los momentos que le parecían más oportunos y que, probablemente, nada tenían que ver con lo que yo hiciera o dejara de hacer.
Admiré la pequeña iglesia, ese maravilloso e insólito tesoro que contrastaba con los edificios de la parte baja de Manhattan, dejando a un lado el hecho de que nada en esta extraña ciudad resulta insólito, pues la mezcla de los estilos gótico, antiguo y moderno estaba muy de moda. El cartel indicador de la calle adyacente rezaba: Wall Street.
¿Me había convertido en el idiota de Wall Street? Me apoyé contra las piedras y cerré los ojos. David y yo nos reuniríamos la noche siguiente. ¿Y Dora? ¿Dormía como un ángel en su lecho del hotel frente a la catedral? ¿Me perdonaría a mí mismo por espiarla unos breves instantes en su cama antes de archivar esta aventura? La aventura había concluido.
Lo mejor era olvidarme de la chica; olvidarme de la figura que atravesaba los inmensos y tenebrosos pasillos del abandonado convento de Nueva Orleans con una linterna en las manos. ¡Qué valiente era Dora! Tan distinta de la última mujer mortal a la que había amado. No, no quería recordar ese episodio. Olvídate de ello, Lestat, ¿me oyes?
El mundo estaba lleno de posibles víctimas, si uno lo pensaba en términos de modelo vital: el ambiente que envolvía una existencia, una personalidad completa, por decirlo así. Quizá regresara a Miami si conseguía que David me acompañara. La noche siguiente David y yo charlaríamos.
Temía que David se enojara por haberlo enviado a buscar refugio en la Torre Olímpica y ahora le anunciara que había decidido trasladarme al sur. En cualquier caso, cabía la posibilidad de que no lo hiciéramos.
Sabía que si en esos momentos percibía unos pasos sospechosos, si intuía la presencia de mi perseguidor, la siguiente noche temblaría entre los brazos de David. A mi perseguidor no le importaba adonde me dirigiera, y era real.
Unas alas negras, la sensación de que algo siniestro se cernía sobre mí, una densa humareda, y la luz. No pienses en ello. Ya has pensado en bastantes cosas desagradables esta noche.
¿Cuándo volvería a tropezarme con un mortal como Roger? ¿Cuándo vería a otro ser que emitiera una luz tan brillante y especial? El muy cabrón no había dejado de preguntarme quién era yo mientras le partía los huesos y le chupaba la sangre. Además había logrado hacer que la estatua pareciera cobrar vida a través de un débil impulso telepático. Sacudí la cabeza. No, debí de ser yo mismo quien provocó aquella reacción. Pero ¿cómo? ¿Qué es lo que había hecho?
¿Es posible que durante los meses que había seguido a Roger hubiera llegado a amarlo hasta el punto de hablarle mientras le estaba matando, a través de un silencioso soneto de amor? No, había bebido su sangre y me había apoderado de él, de su vida. Roger estaba dentro de mí.
En aquel momento apareció un coche que circulaba lentamente en la oscuridad y se detuvo junto a mí; unos mortales me preguntaron si no tenía dónde dormir. Respondí con un vago movimiento de cabeza, atravesé el pequeño camposanto, pisando las tumbas mientras me abría camino entre las lápidas, y me dirigí corriendo hacia el Village.
Supongo que los amables mortales se quedaron estupefactos al ver a un joven rubio, con un elegante traje azul marino y un vistoso
foulard
alrededor del cuello, sentado en los fríos escalones de la pequeña iglesia, que de golpe se esfuma. Lancé una sonora carcajada, cuyo eco se propagó entre los altos muros de ladrillo. Oí una música que sonaba cerca, vi a unas parejas que iban cogidas del brazo, percibí voces humanas, el aroma de comida. Por la calle transitaban numerosos jóvenes lo bastante fuertes y sanos para sostener que los rigores del invierno resultaban divertidos.