Memnoch, el diablo (13 page)

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Authors: Anne Rice

BOOK: Memnoch, el diablo
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»De todos modos, no me hice rico como asesino a sueldo. Primero fue la heroína, luego la cocaína. Con la cocaína viví algo así como las aventuras de vaqueros que había conocido antes, los cuales se encargaban de transportar la mercancía a través de la frontera por las mismas rutas, con los mismos aviones. Ya conoces la historia. Todo el mundo lo hace hoy en día. Los traficantes de antaño utilizaban unos métodos más toscos. Los aviones que se empleaban eran más veloces que los del Gobierno y a veces, cuando aterrizaban, estaban tan repletos de cocaína que el piloto no podía salir de la cabina. Nosotros corríamos a descargar la mercancía del avión, la cargábamos en el coche y nos largábamos a toda velocidad.

—Lo sé.

—Actualmente existen verdaderos genios en el negocio, gente que sabe utilizar teléfonos celulares, ordenadores y técnicas de blanqueo de dinero para borrar cualquier pista. En mi época, yo era el genio de los narcotraficantes. A veces la operación era tan dura y pesada como mover muebles. Yo lo organizaba todo, elegía a mis confidentes y a mis mulas para cruzar las fronteras. Antes de que la cocaína se pusiera de moda, por decirlo así, tenía unos contactos muy importantes en Nueva York y Los Ángeles entre la gente rica, ya sabes, el tipo de clientes a quienes entregas personalmente la mercancía. Ni siquiera tienen que abandonar sus mansiones palaciegas. Recibes una llamada y te presentas con la mercancía, la más pura que existe en el mercado. Incluso les caes bien. Pero al fin tuve que dejarlo. No quería depender de eso.

»Yo era muy listo. Hice unos negocios inmobiliarios realmente brillantes, puesto que disponía del dinero y, como bien sabes, en aquellos días había una inflación galopante. Gané una fortuna.

—¿Pero cómo conociste a Terry, la madre de Dora?

—Por pura casualidad. O quizá fuera el destino. ¿Quién sabe? Regresé a Nueva Orleans para ver a mi madre, conocí a Terry y la dejé embarazada. Fui un imbécil.

»Yo tenía veintidós años, mi madre se estaba muriendo y me pidió que regresara a casa. Aquel estúpido novio con el rostro lleno de arrugas había muerto y ella se había quedado sola. Yo solía enviarle dinero con regularidad.

»La pensión se había convertido en la casa particular de mi madre, disponía de dos doncellas y un chófer para pasearla en Cadillac cuando le apeteciera. Se lo pasaba estupendamente y jamás me hacía preguntas sobre la procedencia del dinero. Yo había empezado a coleccionar los libros de Wynken. Por aquella época adquirí otros dos libros suyos y la casa donde guardar mis tesoros en Nueva York, pero de eso hablaremos más tarde. De todos modos, ten presente el nombre de Wynken.

»Mi madre nunca me había pedido nada. Ocupaba el dormitorio principal, que se hallaba en el piso superior. Me dijo que hablaba con todos los que la habían precedido: su pobre y difunto hermano Mickey, su difunta hermana Alice y su madre, la doncella irlandesa —fundadora de nuestra familia, por decirlo así—, quien había heredado la casa de una señora loca de remate que vivía allí. También me contó que hablaba con frecuencia con Little Richard, un hermano suyo que había muerto a los cuatro años de edad a causa del tétanos. Mi madre dijo que Little Richard la seguía por todas partes, repitiéndole que había llegado el momento de reunirse con ellos.

»Mi madre estaba empeñada en que yo regresara a casa. Me quería en aquella habitación, junto a ella. Yo lo comprendía. Ella había atendido a varios huéspedes que habían fallecido en la pensión sin apartarse de su cabecera, al igual que había hecho yo con el viejo capitán. De modo que regresé a casa.

»No revelé a nadie a dónde me dirigía, ni mi verdadero nombre ni de dónde provenía, de forma que me resultó muy fácil abandonar Nueva York sin que nadie se diera cuenta. Me dirigí a la casa de la avenida St. Charles y me senté junto al lecho de mi madre, dispuesto a sostener bajo su barbilla el recipiente para que vomitara, a limpiarle las babas y obligarla a utilizar el orinal para enfermos que guardan cama cuando la agencia no podía enviar una enfermera. Teníamos sirvientes, sí, pero mi madre no quería que ellos la atendieran, sobre todo la chica de color, como ella la llamaba; ni tampoco la horrible enfermera. Descubrí con asombro que esas cosas no me repugnaban tanto como había supuesto. He perdido la cuenta de las sábanas que lavé. Por supuesto, teníamos una lavadora, pero había que cambiarle las sábanas cada dos por tres. De todos modos, no me importaba. Quizá nunca fui una persona muy normal. El caso es que hice lo que debía hacer. Lavaba el orinal mil veces a lo largo del día, lo secaba, le echaba unos polvos de talco y lo colocaba junto a su lecho. No existe ningún hedor que dure eternamente.

—Al menos, en la Tierra —murmuré. Afortunadamente, Roger no me oyó.

—Esa situación se prolongó durante dos semanas. Mi madre no quería que la ingresara en el hospital Mercy. Contraté a dos enfermeras, que se turnaban día y noche, para que me ayudaran y le tomaran las constantes vitales cuando yo me asustaba. Cumplí con las obligaciones de rigor, como rezar el rosario en voz alta con mi madre y todo lo que suele hacerse cuando una persona está a punto de morir. De dos a cuatro de la tarde mi madre recibía visitas. «¿Dónde está Roger?», preguntaron unos viejos primos a los que hacía tiempo no veía. Yo me negué a aparecer.

—Deduzco que su agonía no te afectó en exceso.

—No me trastornó, si te refieres a eso. Mi madre estaba consumida por el cáncer y ni todo el dinero del mundo habría podido salvarla. Yo quería que muriera de la forma más rápida, pues no soportaba contemplar su sufrimiento, pero siempre he tenido un carácter duro e hice lo que debía hacer. Permanecí con ella en su habitación, sin dormir, día y noche hasta que murió.

»Mi madre hablaba mucho con los fantasmas, pero yo no los oía ni los veía. Yo no hacía más que repetir: "Little Richard, ven a buscarla. Tío Mickey, si ella no puede ir a reunirse con vosotros, ven a buscarla."

»Un día antes de producirse el desenlace apareció Terry, una enfermera no diplomada que mandó la agencia porque las otras estaban ocupadas. Un metro setenta, rubia, la tía más vulgar y atractiva que he visto en mi vida. Todo encajaba. La chica era basura, aunque en un envoltorio muy apetitoso.

—Uñas con laca de color rosa, labios rosas y jugosos —apunté con una sonrisa. Había visto su imagen en la mente de Roger.

—Cada detalle rezumaba vulgaridad: el chicle, la esclava dorada en el tobillo, las uñas pintadas de los pies, la forma en que se quitaba los zapatos para que pudiera verlas, los botones desabrochados de su bata de nailon blanca, que dejaban entrever el canalillo, y sus ojos de párpados caídos y mirada estúpida, bien perfilados con lápiz y rímel. Solía limarse las uñas delante de mí. Pero, ya te digo, jamás había visto algo tan acabado, tan... Era una obra de arte.

Ambos soltamos una carcajada.

—La encontraba irresistible —prosiguió Roger—. Era como un pequeño animal desprovisto de pelo. Me la tiraba cada vez que se presentaba la ocasión. Mientras mi madre dormía lo hacíamos en el baño, de pie. En un par de ocasiones nos acostamos en uno de los dormitorios; nunca tardábamos más de veinte minutos, cronometrados. Terry se bajaba las braguitas de color rosa hasta los tobillos. Apestaba a un perfume que se llamaba Vals Azul.

Yo sonreí.

—Te comprendo perfectamente —dije—. Y, a pesar de todo, te enamoraste de ella.

—Me encontraba a tres mil doscientos kilómetros de mis mujeres y mis chicos de Nueva York y de ese poder barato que ofrece el negocio de las drogas, de los guardaespaldas que se apresuran a abrirte la puerta de la limusina y las chicas que te dicen que están locas por ti mientras te prestan sus favores en el asiento trasero sólo porque ha corrido la voz que la noche anterior te cargaste a un tipo.

—Somos más parecidos de lo que había imaginado. He vivido una mentira basada en los dones que poseo.

—¿A qué te refieres? —preguntó Roger.

—No tengo tiempo de explicártelo. No es necesario que me conozcas. Sigue hablándome de Terry. ¿Cómo es que nació Dora?

—Terry se quedó embarazada. Me dijo que tomaba la píldora. Creía que yo estaba forrado. Le tenía sin cuidado que yo no la amara; tampoco ella me quería. Era la persona más estúpida e ignorante que he conocido. Me pregunto si no sientes nunca la tentación de chupar la sangre a cretinos como ella.

—Y nació Dora.

—Sí. Terry me amenazó con abortar si no me casaba con ella, de modo que hicimos un trato; utilicé un alias, por lo que nunca fue legal excepto sobre el papel, lo cual es una ventaja porque de este modo Dora y yo no estamos legalmente emparentados. Le ofrecí cien mil dólares cuando nos casáramos y otros cien mil cuando naciera la niña. Después le concedería el divorcio y me quedaría con mi hija.

—«Nuestra hija», imagino que diría ella.

—Exacto, «nuestra hija». Fui un imbécil. No tuve en cuenta algo que saltaba a la vista, que esa mujer, esa enfermera de ojos pintados, zapatos con suela de goma y un flamante anillo de brillantes que se pasaba el día limándose las uñas y mascando chicle, aunque fuera estúpida no dejaba de ser un mamífero y no estaba dispuesta a que nadie le arrebatara a su retoño. De modo que el juez fijó los días en que yo podía visitar a mi hija.

»Me pasé seis años yendo y viniendo de Nueva Orleans para pasar un rato con Dora, para abrazarla, hablar con ella y llevarla de paseo. ¡Era mi hija! Carne de mi carne. En cuanto me veía echaba a correr y se arrojaba en mis brazos.

»A veces íbamos en taxi al Quarter y nos paseábamos por el Cabildo; a Dora le encantaba contemplar la catedral. Luego íbamos a comprar
muffaletas,
unos bocadillos rellenos de aceitunas, a la tienda de ultramarinos.

—Ya lo sé.

—Dora me contaba todo lo que había sucedido durante la semana, desde la última vez que nos habíamos visto. Me sentía tan feliz que me ponía a bailar y cantar con ella en medio de la calle. Dora siempre ha tenido una voz preciosa, que por cierto no ha heredado de mí. Mi madre poseía una bonita voz, y Terry también. Supongo que la heredó de ellas. Dora era una niña muy inteligente. Cogíamos el transbordador y dábamos un paseo por el río. Nos situábamos junto a la barandilla para ver el paisaje y cantábamos. La llevaba a D. H. Holmes y le compraba unos vestidos muy bonitos. A su madre no le importaba que le comprara ropa y, de paso, también compraba algo para Terry con el fin de tenerla contenta: un sostén de encaje, un estuche con productos cosméticos de París o un perfume que costaba a cien dólares los 30 mililitros. ¡Cualquiera menos el Vals Azul! Dora y yo nos divertíamos mucho. A veces pensaba que era capaz de soportarlo todo con tal de poder verla cada pocos días.

—Era una niña muy expresiva e imaginativa, como tú.

—Sí, siempre llena de sueños y visiones. Dora es muy ingenua, sabes. Es una teóloga. Qué curioso, ¿no? Le atrae lo espectacular, como a mí. Pero su fe en Dios, en la teología, no sé de quién la ha heredado.

Teología. Esa palabra me hizo reflexionar.

—Al cabo de un tiempo Terry y yo empezamos a odiarnos. Cuando llegó el momento de enviar a Dora a la escuela comenzaron las peleas. Yo quería que estudiara en el Sagrado Corazón y asistiera a clases de baile y música, así como llevármela dos semanas a Europa. Terry me odiaba. Dijo que no permitiría que convirtiera a su hija en una esnob. Entretanto, Terry había dejado la casa de la avenida St. Charles, pues decía que era vieja y le producía escalofríos, para mudarse a una chabola prefabricada de estilo ranchero que se hallaba en una calle sin plantas ni árboles de los suburbios. Se llevó a mi hija del Garden District para instalarla en un lugar donde el monumento arquitectónico más próximo era la carretera comarcal 7-Once. Yo estaba desesperado. Dora se iba haciendo mayor, quizá demasiado para tratar de arrebatársela en el plano afectivo a su madre, a quien quería mucho. Existía algo inexpresable entre ellas, una relación que nada tenía que ver con las palabras. Terry se sentía muy orgullosa de Dora.

—Entonces apareció ese novio en escena.

—Exacto. De haberme presentado un día más tarde, no habría encontrado a mi esposa ni a mi hija allí. Terry iba a abandonarme. Estaba dispuesta a renunciar a mis generosos cheques para largarse a Florida con un electricista medio muerto de hambre.

»Dora, que no sabía nada, estaba jugando en la acera que había frente a la casa. Terry tenía el equipaje preparado. Maté de un tiro a Terry y a su novio en aquella ridícula casa prefabricada en Metairie, donde Terry había decidido criar a mi hija en lugar de la casa de St. Charles. Los maté a los dos. Dejé la moqueta de poliéster del salón y la encimera de fórmica de la cocina empapadas de sangre.

—Me lo imagino.

—Arrojé los cadáveres a la ciénaga. Hacía mucho tiempo que no me ocupaba directamente de una operación de ese tipo, pero no tuve dificultades. La furgoneta del electricista estaba aparcada en el garaje, así que metí los cuerpos en unas bolsas y los cargué en la furgoneta. Enfilé la autopista Jefferson y me deshice de ellos. No, quizá cogí por Chef Menteur. Sí, era Chef Menteur, cerca de uno de los viejos fuertes que hay junto al río Rigules. Se hundieron en el lodo.

—A mí también me han dejado tirado a veces en el lodo.

Roger estaba demasiado excitado para comprender lo que farfullaba.

—Luego regresé para recoger a Dora, que estaba sentada en los escalones, con los codos apoyados en las rodillas, preocupada porque nadie acudía a abrirle la puerta. Al verme empezó a gritar: «¡Sabía que vendrías, papaíto!» No me atreví a entrar en la casa para recoger su ropa. No quería que ella viera la sangre. De modo que la subí a la furgoneta del novio de Dora y nos largamos de Nueva Orleans. Abandoné la furgoneta en Seattle, Washington. Ésa fue mi odisea con Dora.

»Fue una locura. Recorrimos cientos de kilómetros, los dos solos, hablando sin parar. Creo que trataba de explicarle las cosas que había aprendido. Nada perverso ni destructivo, naturalmente, nada que pudiera perjudicarla, sino todo lo que había aprendido sobre la virtud y la honestidad, lo que corrompe a la gente y lo que merece la pena defender.

»—No puedes cruzarte de brazos y no hacer nada en esta vida, Dora —le dije—. No puedes dejar este mundo tal como lo has encontrado. —También le expliqué que de joven había decidido convertirme en un líder religioso y que ahora me dedicaba a coleccionar objetos hermosos, obras de arte religiosas procedentes de Europa y Oriente. Le hice creer que trataba con antigüedades para quedarme con las piezas que me interesaban, que así era como me había hecho rico, lo cual en cierto modo era verdad.

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