Read Memnoch, el diablo Online
Authors: Anne Rice
—Advertir a los humanos. Prevenirlos para que en lugar de ir al
sheol
vengan a mí.
—¿Pero dejarás que haga las cosas a mi modo? ¿Dejarás que les diga que eres un Dios cruel e implacable, que matar en tu nombre es una infamia, que el sufrimiento en vez de redimir deforma y condena a sus víctimas? ¿Podré contarles la verdad? ¿Que si quieren ir al cielo, tendrán que abandonar tus religiones y tus guerras santas y tu magnífico martirio? ¿Qué deben tratar de comprender el misterio de la carne, el éxtasis del amor? ¿Me autorizas a explicarles la verdad?
—Puedes decirles lo que quieras. Pero cada vez que a través de tus manipulaciones y engaños consigas alejar a un ser humano de mis iglesias y mis revelaciones, tendrás un alumno más en tu escuela infernal, otra alma a la que deberás reformar. ¡El infierno estará lleno a rebosar!
—Si eso sucede no será a debido a mis manipulaciones, Señor —replicó Memnoch—, sino gracias a ti.
—¡Cómo te atreves a pronunciar semejante blasfemia!
—Deja que el universo siga su curso, tal como has dicho. Pero de ahora en adelante el infierno y yo formaremos parte de él. ¿Dejarás que me acompañen los ángeles que opinan como yo para que trabajen para mí y compartan conmigo la región de las tinieblas?
—¡No! No te proporcionaré a ningún espíritu angelical. Deberás reclutar a tus ayudantes entre los mortales. Ellos serán tus demonios. Los observadores que cayeron contigo se arrepienten de su error. No permitiré que te acompañe ningún espíritu de mi corte celestial. Eres un ángel, te bastas solo.
—Muy bien. Aunque me obligues a asumir una forma terrenal, triunfaré. Enviaré más almas al cielo a través del
sheol
que tú a través de tus absurdas enseñanzas y revelaciones. Enviaré a más almas reformadas cantando al paraíso que tú a través de tu estrecho túnel. ¡Seré yo quien consiga llenar el cielo y magnificar tu gloria!
Ambos guardaron silencio. Memnoch, furioso, y Dios Encarnado, no menos furioso, se miraron cara a cara. Ambas figuras tenían las mismas dimensiones, pero Memnoch había desplegado sus alas para demostrar su poder y de Dios emanaba una luz muy potente e increíblemente hermosa.
De improviso, Dios Encarnado sonrió y dijo:
—De un modo u otro, yo triunfaré.
—¡Yo te maldigo! —exclamó Memnoch.
—No —respondió Dios suavemente, con tristeza.
Luego tocó la mejilla de Memnoch y al instante desapareció de su angélica piel la huella del violento bofetón que le había propinado.
—Te quiero, mi valiente adversario —dijo Dios—. Me alegro de haberte creado, al igual que me alegro de haber creado el universo. Envíame tantas almas como puedas. Tú mismo formas parte del ciclo, de la naturaleza, eres tan prodigioso como un rayo o la erupción de un volcán, como una estrella que estalla de improviso en las galaxias, a tanta distancia de la Tierra que transcurren miles de años antes de que los mortales puedan contemplar su luz.
—Eres un Dios implacable —respondió Memnoch, negándose a ceder—. Enseñaré a los seres humanos a perdonarte por ser como eres, majestuoso, infinitamente creador e imperfecto.
Dios Encarnado sonrió y besó a Memnoch en la frente.
—Soy un Dios sabio y paciente —dijo—. Soy tu Creador.
Las imágenes se esfumaron. No se disiparon paulatinamente, sino que desaparecieron de pronto.
Me quedé solo, postrado en el campo de batalla.
El intenso hedor formaba una capa de gases que contaminaba el aire, casi me impedía respirar.
El campo de batalla estaba sembrado de cadáveres.
De repente oí un ruido que me sobresaltó. Un lobo de aspecto depauperado se aproximó a mí con la cabeza gacha, olfateando el aire. Todos los músculos de mi cuerpo se tensaron. Vi sus ojos estrechos y rasgados mirándome fijamente mientras acercaba el morro a mi rostro. Percibí su aliento cálido y acre y volví la cabeza. Le oí husmear mi oreja y mi cabello. Le oí emitir un gruñido ronco y profundo. Cerré los ojos y palpé el velo que llevaba dentro de la chaqueta.
Noté los dientes del lobo junto a mi cuello. Al instante me incorporé y lo derribé de una patada, haciendo que el animal echara a correr aullando entre los cadáveres de los soldados.
Respiré hondo. Al levantar la vista hacia el cielo comprendí que era de día. Contemplé las nubes blancas y el lejano horizonte que se extendía bajo ellas. Oí el zumbido de los insectos —moscas y mosquitos que revoloteaban sobre los cadáveres— y vi a los grandes y grotescos buitres acercarse sigilosamente para participar en el festín.
A lo lejos oí el sonido de un llanto humano.
Pero el cielo estaba radiante y despejado. Las nubes se deslizaban, permitiendo que el sol derramara sus cálidos y potentes rayos sobre mis manos y mi rostro, sobre los cadáveres que se descomponían a mi alrededor.
Creo que perdí el conocimiento. Lo deseaba. Deseaba desplomarme de nuevo en el suelo, yacer con la frente apoyada en la tierra y deslizar la mano dentro de mi chaqueta para asegurarme de que aún conservaba el velo.
Era como el jardín destinado a la espera, la antesala del cielo. Un lugar tranquilo y radiante del que de vez en cuando regresan las almas, cuando la muerte las conduce hasta él y les comunican que todavía no ha llegado el momento, que pueden volver a la Tierra.
A lo lejos, debajo del espléndido firmamento azul cobalto, vi cómo las almas de los humanos que acababan de expirar saludaban a los que habían muerto hacía tiempo. Vi cómo se abrazaban y oí sus exclamaciones. Por el rabillo del ojo avisté los elevados muros y las puertas del cielo. También vi numerosos coros de ángeles, menos sólidos que las otras formas, que se movían libremente a través del cielo y descendían para acoger a los grupos de mortales que atravesaban el puente. Los ángeles, ora visibles ora invisibles, se desplazaban de un lado a otro mientras observaban y ascendían, para luego desvanecerse en el infinito azul del cielo.
Al otro lado de los muros del cielo percibí unos sonidos tenues y profundamente seductores. Cuando cerraba los ojos casi podía ver los colores zafirinos. Todos los cantos contenían el mismo estribillo: «Entra sin temor. El caos ha cesado. Esto es el cielo.»
Pero yo me hallaba lejos de ese lugar, en un pequeño valle. Estaba sentado entre flores silvestres, unas diminutas flores blancas y amarillas, a orillas del río que atraviesan todas las almas para acceder al cielo, aunque su aspecto era el mismo que el de cualquier otro río límpido e impetuoso. Sus aguas desgranaban una canción que decía así: después del humo y la guerra, después del hollín y la sangre, después del hedor a muerte y el sufrimiento, todos los ríos son tan magníficos como éste.
El agua canta en múltiples voces a medida que se desliza sobre las rocas, cae a través de pequeñas cañadas y fluye a través del escabroso terreno para precipitarse de nuevo en una melodiosa cascada, mientras las hierbas se inclinan para contemplar el espectáculo.
Me apoyé en el tronco de un árbol similar a un melocotonero, cuyas ramas estaban siempre cargadas de frutas y flores y pendían no en señal de sumisión, sino debido a la abundancia de fragantes frutos, en una fusión de los dos ciclos que marca una perenne riqueza. Más arriba, entre los delicados pétalos de flores, cuya profusión parecía inextinguible, vi el fugaz movimiento de unas pequeñas aves. Más allá, contemplé una multitud de ángeles que parecían hechos de aire, unos espíritus ligeros y luminosos que por momentos se desvanecían en la brillante cúpula celeste.
El paraíso de los murales, de los mosaicos, si no fuese porque ningún arte puede compararse con esto. Pregúntenselo a quienes han pasado por aquí. A los seres humanos cuyo corazón dejó de latir sobre una mesa de operaciones y sus almas volaron hacia este jardín, para luego regresar a la Tierra y asumir de nuevo su forma mortal. Nada es comparable a esto.
El aire que me rodeaba, fresco y perfumado, fue eliminando lentamente las capas de hollín y suciedad que se adherían a mi chaqueta y mi camisa.
De pronto, como si me despertara de una pesadilla, metí la mano dentro de la camisa y saqué el velo. Lo desdoblé y lo sostuve por sus bordes.
El rostro del Señor seguía impreso en él como si estuviera grabado a fuego, sus ojos observándome fijamente, la sangre de un rojo tan intenso como antes, la piel de una tonalidad perfecta. La imagen poseía una profundidad casi holográfica, aunque el rostro variaba ligeramente de expresión a medida que la brisa agitaba el velo. Afortunadamente, no se había manchado, roto o perdido.
Al contemplarlo noté que mi corazón latía aceleradamente y mis mejillas ardían.
Los ojos castaños reflejaban la misma serenidad que en el momento en que Verónica había enjugado el rostro de Cristo. Estreché el velo contra mi pecho, luego lo doblé apresuradamente y lo guardé dentro de la camisa, en contacto con mi piel. Por fortuna, no había perdido ningún botón de la camisa. La chaqueta estaba sucia pero intacta, aunque le faltaban todos los botones, incluso los de las mangas, que eran meramente decorativos. Al mirar los zapatos observé que estaban destrozados, pese a ser de un excelente cuero.
Al pasarme la mano por el pelo cayó sobre mis pantalones y mis zapatos una cascada de pétalos rosas y blancos.
—¡Memnoch! —dije de pronto, mirando a mi alrededor. ¿Dónde se había metido? ¿Me había dejado solo? A lo lejos divisé la procesión de almas que cruzaba alegremente el puente. Me pareció que las puertas del cielo se abrían y cerraban, pero no estoy seguro.
Miré hacia la izquierda, donde crecía un grupo de olivos, y descubrí junto a ellos una figura que al principio no reconocí. Luego me di cuenta de que era Memnoch, el Hombre Corriente. Permanecía inmóvil, observándome muy serio; luego la imagen empezó a crecer y a extenderse. Su cuerpo se fue transformando poco a poco y adoptó unas gigantescas alas negras y patas de macho cabrío, mientras su rostro angelical relucía como si estuviera tallado en granito negro. Era el Memnoch que había visto la primera vez, bajo la forma de un demonio.
No me resistí ni traté de cubrirme el rostro. Examiné los detalles de su torso, la forma en que la túnica caía sobre sus grotescas patas cubiertas de pelo y rematadas por unas pezuñas que se clavaban en el suelo, pero sus manos y brazos eran humanos. El aire agitaba su larga melena, negra como el ala de cuervo. Memnoch constituía la única nota sin color de todo el jardín, un ser opaco, o al menos visible para mí, y en apariencia sólido.
—El argumento es muy simple —dijo—. Supongo que no tendrás ninguna dificultad en comprenderlo.
Sus alas negras parecían envolver su cuerpo; los extremos inferiores se curvaban hacia delante, rozando sus pezuñas pero sin tocar el suelo. Memnoch avanzó hacia mí despacio, su perfecto torso y cabeza sostenidos por unas patas de animal, un ser horripilante y deforme que simbolizaba el concepto humano de la maldad.
—Bien, hablemos —dijo, sentándose de forma lenta y pesada sobre una piedra.
Las alas desaparecieron de nuevo y Memnoch, el dios-macho cabrío, me miró fijamente. Tenía el cabello encrespado pero su rostro estaba sereno como de costumbre, ni más duro ni más suave, ni más sabio ni más cruel, pues parecía tallado en piedra en lugar de ser de carne y hueso. Luego prosiguió:
—Dios no hacía más que repetirme: «Todo cuanto existe en el universo es utilizado... consumido... ¿comprendes?» Y Él había descendido a la Tierra, había sufrido, había muerto y resucitado para santificar el sufrimiento humano y convertirlo en un medio para alcanzar un fin; ese fin era la iluminación, la superioridad del alma.
»Pero el mito del Dios agonizante y doliente, tanto si nos referimos a Tammuz de Sumer, Dionisio de Grecia o cualquier deidad cuya muerte y desmembramiento fueran anteriores a la Creación, es una concepción humana. Una idea concebida por los humanos, que no podían imaginar una Creación surgida de la nada y que no implicara un sacrificio. El Dios agonizante que da origen al hombre era una idea joven en la mente de aquellos mortales demasiado primitivos para concebir nada tan absoluto y perfecto. De modo que Él —el Dios Encarnado— se convirtió en un mito humano a fin de explicar las cosas como si éstas tuvieran un significado, cuando tal vez no lo tengan.
—Sí.
—¿Qué sacrificio le costó el hecho de crear el mundo? —preguntó Memnoch—. No era Tiamat, que fue asesinado por Marduk. No era Osiris, el cual acabó despedazado. ¿A qué tuvo que renunciar Dios Todopoderoso para crear el mundo material? No recuerdo que nadie le arrebatara nada. Es cierto que brotó de Él, pero no recuerdo que resultara lastimado, diezmado, mutilado o debilitado por el hecho de crear el mundo. Ese mismo Dios creó los planetas y las estrellas. En todo caso, su gloria se incrementó, al menos a los ojos de sus ángeles, quienes no cesaban de cantar sus alabanzas. Su naturaleza como Creador cobró dureza ante nosotros a medida que la evolución seguía su curso.
»Pero cuando vino a la Tierra como Dios Encarnado, imitó unos mitos que los hombres habían creado para santificar el sufrimiento, para tratar de decir que la historia no era un horror, sino que tenía un significado. Creó una religión en torno a su figura humana y aportó su gracia divina a las imágenes religiosas, y sancionó el sufrimiento mediante su muerte, el cual no había sido santificado en su Creación, ¿comprendes?
—Fue una Creación incruenta, sin sacrificios de ninguna clase —dije. Mi voz sonaba cansada pero mi mente se hallaba más despierta que nunca—. ¿Es eso lo que tratas de decirme? Pero Dios cree que el sufrimiento es sacrosanto, o puede llegar a serlo, que nada se pierde, que todo se utiliza.
—Sí. Pero lo que yo sostengo es que en lugar de eliminar el grave defecto que presentaba su cosmos: el dolor humano, la desgracia, la capacidad de padecer terribles injusticias, Dios halló un lugar para él dentro de las peores supersticiones del hombre.
—Pero cuando las personas mueren, ¿qué sucede? ¿Consiguen hallar sus creyentes el túnel, la luz, a sus seres queridos?
—Si han vivido en paz y prosperidad, generalmente sí. Ascienden al cielo sin odio ni rencor. Al igual que algunos que no creen en Él ni en sus enseñanzas.
—Porque ellos también están iluminados...
—Sí. Eso complace a Dios y hace que el cielo se expanda y enriquezca con las nuevas almas que ascienden a él de todos los rincones del mundo.
—Pero el infierno también está lleno de almas.