Memnoch, el diablo (45 page)

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Authors: Anne Rice

BOOK: Memnoch, el diablo
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»—Señor, tienes hambre. Estás sediento. Utiliza tu poder para convertir estas piedras en pan y aplacar así tu hambre, o deja que vaya en busca de comida.

»—Por una vez escúchame, Memnoch —dijo Dios con una sonrisa—. Deja de hablar de agua y comida. Yo soy quien ha asumido un cuerpo mortal. ¡Eres incorregible! No haces más que discutir. Calla y escucha. Soy de carne y hueso. Ten piedad de mí y déjame hablar.

»El Señor me miró con afecto y se echó a reír.

»—Asume tú también un cuerpo mortal y siéntate junto a mí, como si fueras mi hermano en lugar de mi adversario —dijo—. Siéntate a mi lado, junto al Hijo de Dios, y hablemos.

»Yo le obedecí de inmediato, y me creé un cuerpo similar al que ves ahora como si fuera la cosa más natural del mundo. Me vestí con una túnica parecida a la suya y me senté en una piedra, junto al Señor. Al darme cuenta de que era más grande que Él, me apresuré a reducir mi talla para que ambos tuviéramos unas proporciones parecidas. Pese a haber asumido un cuerpo humano, seguía conservando mi forma angélica y no tenía hambre ni sed, ni estaba cansado.

»—¿Cuánto tiempo llevas en el desierto? —le pregunté—. En Jerusalén dicen que hace casi cuarenta días que estás aquí.

»Dios asintió con un movimiento de cabeza,y respondió:

»—Sí, aproximadamente cuarenta días. Debo iniciar mi ministerio, el cual durará tres años. Tengo que impartir importantes lecciones a los hombres a fin de que puedan acceder al cielo. Es preciso enseñarles a apreciar la Creación y su desarrollo, su belleza y las leyes que permiten al hombre aceptar el sufrimiento, la injusticia y el dolor. A aquellos que sean capaces de conocer a Dios y reconocer su Obra, les prometeré la gloria eterna, que es, precisamente, lo que me pediste que hiciera.

»No me atreví a responder.

»—He aprendido a amarlos como tú deseabas, Memnoch. He aprendido a amar como aman los hombres y las mujeres; he yacido con mujeres y he conocido el éxtasis, la chispa de júbilo a la que te referiste con tanta elocuencia cuando yo no podía siquiera concebir tal cosa.

Y prosiguió:

»—Les hablaré sobre todo del amor. Diré cosas que los hombres y las mujeres acaso no comprendan e incluso tergiversen mis palabras. Pero mi mensaje será un mensaje de amor. Tú me has convencido por completo de que eso es lo que sitúa a los humanos por encima de los animales, aunque el hombre es un animal.

»—¿Pretendes enseñarles la forma en que deben amar? ¿A poner fin a las guerras y unirse para adorarte...?

»—No, sería una intromisión absurda por mi parte, y sólo conseguiría estropear el plan que he puesto en marcha. Entorpecería la dinámica del universo. Para mí los seres humanos forman parte de la naturaleza, como ya te he dicho, Memnoch, aunque son superiores a los animales. Es una cuestión de jerarquías. Los humanos se rebelan porque sufren y son conscientes de su sufrimiento, pero en cierto sentido se comportan como los animales inferiores, en tanto que el sufrimiento es el motor que los hace evolucionar. Son lo suficientemente inteligentes para comprender el valor del sufrimiento, mientras que los animales sólo aprenden a evitarlo de un modo instintivo. Los humanos pueden mejorar a través de una vida de sufrimientos, pero siguen formando parte de la naturaleza. El mundo sigue su curso en su forma habitual, lleno de sorpresas. Algunas de esas sorpresas serán terribles, otras maravillosas. Pero lo cierto es que el mundo seguirá desarrollándose y la Creación seguirá evolucionando.

»—Tienes razón, Señor —dije—, pero el sufrimiento es injusto.

»—¿Recuerdas lo que te dije, Memnoch, cuando acudiste a mí por primera vez con el reproche de que era injusto que el cuerpo mortal pereciera y se descompusiera? ¿Es que no comprendes el valor del sacrificio humano?

»—No —respondí—. Sólo veo en él la destrucción de la esperanza, el amor, la familia; la destrucción de la paz de espíritu; veo el indescriptible dolor que sufre la humanidad, veo al hombre doblegarse ante él y caer en la amargura y el odio.

»—No has profundizado en la cuestión. No eres sino un ángel, Memnoch. Te niegas a comprender a la naturaleza. Aportaré mi luz a la naturaleza, a través de esta forma de carne y hueso, durante tres años. Enseñaré a los hombres las cosas más sabias que sepa y pueda expresar con mi mente y mi cuerpo mortal; luego, moriré.

»—¿Morirás? ¿Por qué? ¿Quieres decir que tu alma...? —Me detuve, vacilante.

»Dios sonrió con benevolencia.

»—Porque tienes un alma, ¿no es cierto? —proseguí—. Eres mi Dios, encarnado en el Hijo del Hombre, cuya luz inunda cada partícula de tu ser, pero... ¡No tienes un alma! ¡No tienes un alma humana!

»—Esos detalles carecen de importancia, Memnoch. Soy Dios Encarnado. ¿Cómo quieres que tenga un alma humana? Lo importante es que permaneceré en este cuerpo mientras me torturan y me matan; y mi muerte demostrará mi amor hacia los seres que he creado y he permitido que sufran. Compartiré su sufrimiento y conoceré su dolor.

»—Perdóname, Señor, pero hay algo que no comprendo, algo que no encaja.

»Dios sonrió de nuevo, como si le divirtiera mi perplejidad.

»—¿Qué es lo que no comprendes, Memnoch? ¿Que asuma la forma del Dios Agonizante del Madero?, ¿ese que hombres y mujeres han imaginado, soñado y cantado desde tiempos inmemoriales, un dios agonizante que simboliza el ciclo de la naturaleza en la que todo cuanto nace debe morir? Moriré y resucitaré, como el dios de los mitos del eterno regreso de la primavera tras el invierno que alimentan todas las naciones del mundo. Seré el dios destruido y el dios resucitado, pero sucederá de forma real aquí, en Jerusalén, no en una ceremonia ni con sustitutos humanos. El Hijo de Dios cumplirá esos mitos. Santificaré esas leyendas con mi muerte.

»Y prosiguió:

»—Abandonaré el sepulcro. Mi resurrección confirmará el eterno regreso de la primavera después del invierno. Confirmará que en la naturaleza todas las cosas que han evolucionado ocupan el lugar que les corresponde. Lo terrible es que me recordarán por mi muerte, Memnoch, no por mi resurrección, pues muchos no creerán en ella. Sin embargo, mi muerte vendrá a ser una confirmación de la mitología, superior a todos los mitos que la han precedido. Mi muerte será el sacrificio de Dios para conocer su Creación, tal como me pediste.

»—Pero, Señor, hay un error...

»—Olvidas quién eres y con quién estás hablando —respondió Dios afablemente.

»Lo miré, obsesionado por la mezcla de lo humano y lo divino que veía en su rostro, maravillado de su belleza y su divinidad. No obstante, estaba seguro de que había un error en el plan que había descrito.

»—Memnoch, te he contado algo que nadie sabe, excepto yo —dijo el Señor—. No me hables como si estuviera equivocado. No desperdicies estos momentos con el Hijo de Dios. ¿Es que no puedes aprender de mí en tanto Hombre como aprendiste de los seres humanos? ¿Crees que no tengo nada que enseñarte, mi amado arcángel? ¿Por qué te empeñas en discutir conmigo? ¿Qué es lo que te preocupa?

»—No lo sé, Señor, sinceramente no conozco la respuesta. Sólo sé que hay algo que no entiendo. En primer lugar, ¿quiénes van a torturarte y matarte?

»—Las gentes de Jerusalén —contestó el Señor—. Conseguiré ofender a todo el mundo, a los hebreos conservadores, a los crueles romanos, todos se sentirán ofendidos por mi mensaje de amor y lo que éste exige a los seres humanos. Mostraré mi desprecio hacia los usos y costumbres de otros, sus ritos y sus leyes. Al fin, caeré en los engranajes de su justicia. Me condenarán por traidor cuando hable de mi condición divina, cuando afirme ser el Hijo de Dios, Dios Encarnado... Mi mensaje les sublevará y me torturarán de forma tan despiadada que el mundo jamás olvidará mi tormento, mi muerte por crucifixión.

»—¿Por crucifixión? ¿Has visto a hombres morir de esa forma, Señor? ¿Sabes el sufrimiento que entraña? Los clavan al madero y mueren asfixiados, incapaces de sostener su peso sobre los pies clavados en la cruz, ahogándose en su propia sangre y en medio de indecibles dolores.

»—Naturalmente que he visto a hombres morir así. Es un método de ejecución muy común. Es repugnante y muy humano.

»—¡No! —exclamé—. ¡No lo creo! Sería absurdo que coronaras tus enseñanzas con esa ejecución tan espectacular como inútil, con tu propia y salvaje muerte.

»—Mi muerte no será inútil —respondió el Señor—. Seré un mártir de mis propias enseñanzas, Memnoch. Desde que existe el mundo los humanos han sacrificado el cordero inocente a su Dios. Le ofrecen lo que es valioso para ellos para demostrarle su amor. ¿Hay alguien que sepa mejor que tú quién les espió en sus altares y escuchó sus plegarias, e insistió en que yo también debía escucharlas? En esos ritos se conjugan el sacrificio y el amor.

»—Señor, esos sacrificios los hacen por temor. No tiene nada que ver con el amor a Dios. ¿Y los niños que son sacrificados a Baal o cientos de ritos, a cual más bárbaro, que se llevan a cabo en el mundo? ¡Los hacen movidos por el temor! ¿Qué tiene aquí que ver el amor con el sacrificio?

»De pronto me tapé la boca con las manos. No podía seguir razonando. Estaba horrorizado. No podía reprimir el horror que me inspiraba aquel disparatado plan. Luego, como si pensara en voz alta, dije:

»—Es injusto, Señor. Es injusto que Dios se vea degradado como el ser humano más vil, es inconcebible; pero permitir que los hombres hagan eso a Dios... ¿Acaso sabrán lo que hacen? ¿Sabrán que eres Dios? Me refiero a que no podrán... No podrán hacerlo a menos que estén confundidos, que no sepan a quién ejecutan. ¡Eso significa el caos, Señor! ¡Las tinieblas!

»—Naturalmente —respondió el Señor—. ¿Quién en su sano juicio iba a crucificar al Hijo de Dios?

»—¿Entonces qué significa? —pregunté.

»—Significa que me habré sometido a la justicia humana por amor a los seres que he creado. Soy un hombre de carne y hueso. Hace treinta años que me he encarnado en un hombre. ¿Quieres explicarte, Memnoch?

»—Es injusto que mueras de esa forma, Señor. Es una muerte horrenda, un ejemplo terrible que ofrecer a la raza humana. Tú mismo has dicho que te recordarán más por tu muerte que por tu resurrección o por la luz de Dios que brotará de tu cuerpo mortal para aliviar el sufrimiento humano.

»—La luz no brotará de este cuerpo —respondió Dios—. Este cuerpo perecerá. Experimentaré la muerte. Penetraré en el reino de las tinieblas y permaneceré allí tres días, entre las almas de los difuntos. Luego me encarnaré de nuevo en este cuerpo y resucitaré de entre los muertos. Sí, será por mi muerte que me recordarán. ¿Cómo podría resucitar si no muero antes?

»—No quiero que mueras ni resucites —dije—. Te lo imploro. No hagas ese sacrificio. No te sometas a ese sangriento y bárbaro ritual. ¿Has percibido alguna vez el hedor que emana de los altares donde se practican sacrificios? Sí, sé que te he pedido que atendieras las plegarias de los humanos, pero no que descendieras de tu trono celestial para oler el hedor de la sangre y del animal muerto, ni contemplar el mudo terror que expresan sus ojos cuando lo degüellan. ¿Has visto alguna vez a criaturas humanas sacrificadas como tributo al feroz dios Baal?

»—Memnoch, éste es el camino que el hombre ha ideado para llegar hasta Dios. En todo el mundo los mitos cantan la misma canción.

»—Sí, pero porque tú nunca quisiste impedirlo, dejaste que pasara, dejaste que los hombres evolucionaran y contemplaran con horror a sus antepasados animales, contemplaran su propia mortalidad y trataran de recuperar a un dios que los ha abandonado. Señor, buscan el significado de las cosas, pero no lo han hallado.

»Dios me miró en silencio, como si me hubiera vuelto loco.

»—Me has decepcionado, Memnoch —dijo con suavidad—. Fuiste tú quien me convenciste, quien logró conmover mi corazón humano. —Luego me acarició el rostro con sus ásperas manos, las de un hombre que había trabajado de forma tan dura, como yo jamás lo había hecho durante mi breve visita a la Tierra.

»Cerré los ojos y guardé silencio. Pero de pronto tuve una revelación, comprendí dónde estaba el error, pero no sabía explicarlo. No conseguí articular palabra.

»Abrí los ojos de nuevo y dejé que Él me acariciara; sentí los callos de sus dedos, contemplé su enjuto rostro. Había ayunado durante cuarenta días. ¡Cómo debió de sufrir en este desierto! ¡Cuan duramente había trabajado durante esos treinta años!

»—¡No, es un error!

»—¿Qué ocurre, mi arcángel? —preguntó el Señor con infinita paciencia y una consternación humana.

»—Señor, los hombres eligieron esos ritos que implican sufrimiento porque no pueden evitar el padecer en el mundo natural. Es en el mundo natural donde reside el error. ¿Por qué debe alguien padecer como lo hacen los humanos? Sus almas llegan al
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deformadas por el dolor, negras como las cenizas debido al calor de la pérdida, la desgracia y la violencia que han presenciado. El sufrimiento es el mal que aqueja al mundo. El sufrimiento significa muerte y putrefacción. Es terrible. Señor, no puedes creer que el sufrimiento beneficie a nadie. Este sufrimiento, esta indescriptible capacidad de sangrar y conocer el dolor y la aniquilación es lo que debe erradicarse del mundo para que los hombres lleguen a Dios.

»Dios no respondió.

»—Mi amado ángel —dijo, retirando las manos de mi rostro—, siento por ti un afecto aún mayor ahora que poseo un corazón humano. ¡Qué simples son tus razonamientos! ¡Qué poco sabes sobre la vasta Creación material!

»—¡Pero fui yo que te pedí que descendieras a la Tierra! ¡Cómo puedes decir que no sé nada sobre ella! Me nombraste tu observador, vi lo que otros ángeles no se atrevían a mirar por temor a romper a llorar y a despertar tu cólera.

»—No conoces la carne, Memnoch. El concepto es demasiado complejo para ti. ¿Cómo crees que las almas del reino de las tinieblas alcanzaron su perfección? ¿Acaso no fue el sufrimiento? Sí, llegan deformadas y quemadas cuando no han conseguido ver más allá del sufrimiento de la Tierra. Algunas caen en la desesperación y desaparecen. Pero en el reino de las tinieblas, a través de siglos de sufrimiento y ansia de ver a Dios, otras almas han sido purificadas. Memnoch, la vida y la muerte forman parte del ciclo, y el sufrimiento constituye un elemento de ese ciclo. La capacidad humana para conocer el sufrimiento no exime a nadie. Las almas iluminadas que sacaste del reino de las tinieblas lo conocían, habían aprendido a aceptar su belleza; el sufrimiento es lo que las había hecho dignas de acceder al cielo.

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