Memnoch, el diablo (54 page)

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Authors: Anne Rice

BOOK: Memnoch, el diablo
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Estas eran las últimas novedades.

Cogí la manta y atravesé, andando con un pie descalzo, el apartamento.

Entré en la pequeña habitación. Me envolví en la manta. La persiana estaba bajada, impidiendo que penetraran los rayos del sol.

—Dejadme tranquilo —dije—. Necesito dormir como un ser mortal. Necesito dormir veinticuatro horas, y luego os lo contaré todo. No me toquéis, no os acerquéis a mí.

—¿Me permites que duerma en tus brazos? —preguntó Dora desde la puerta.

Contemplé su figura blanca y vibrante, llena de sangre, custodiada por sus vampíricos ángeles.

La habitación a estaba oscuras. Sólo quedaba un arcón, que contenía unas pocas reliquias, pero en el pasillo quedaban todavía varías estatuas.

—No. Cuando salga el sol mi cuerpo hará cuanto pueda para protegerse de cualquier intromisión mortal. No puedes acompañarme en mi sueño. Es imposible.

—Entonces deja que me acueste un rato contigo.

Los otros dos, que se hallaban detrás de Dora, observaban cómo mi párpado izquierdo se agitaba de forma convulsiva sobre la cavidad vacía del ojo. Quizá tuviera aún algunas gotas de sangre pegadas al párpado. Pero la sangre de los vampiros se restaña rápidamente. Memnoch me había arrancado el ojo de cuajo. ¿Cómo era la raíz de un ojo? Todavía guardaba el olor y el sabor de la deliciosa sangre de Dora en mis labios.

—Déjame dormir —contesté.

Cerré la puerta con llave y me tumbé en el suelo, con las rodillas encogidas, abrigado y a salvo bajo la manta; percibí el olor a pinos y tierra que emanaba de mi ropa, a humo, excrementos y sangre, sangre humana, la sangre de los campos de batalla, la sangre del cadáver del niño que había caído sobre mí en Hagia Sofía, y a estiércol y marga.

El calor de la manta intensificaba los olores del infierno que habían quedado adheridos a mi ropa. Introduje la mano en la chaqueta con el fin de palpar el velo que ocultaba junto a mi pecho.

—¡No os acerquéis a mí! —ordené una vez más a los mortales que se hallaban al otro lado de la puerta, confundidos y perplejos.

Luego me quedé dormido.

Me sumí en un dulce y profundo letargo. Una dulce oscuridad.

Ojalá la muerte fuera así. Ojalá pudiéramos dormir eternamente.

23

Permanecí inconsciente durante veinticuatro horas. Me desperté a la tarde siguiente, cuando el sol moría detrás del cielo invernal. Sobre el arcón de madera alguien había dispuesto unas prendas limpias y un par de zapatos.

Traté de imaginar quién habría elegido esas prendas entre la ropa que David recogió del hotel donde yo me había hospedado. Probablemente, el mismo David. Sonreí al recordar las numerosas veces en que él y yo nos habíamos visto envueltos en una complicada aventura relacionada con la ropa.

Pero si un vampiro se desentiende de ciertos detalles, como la ropa, la historia carece de sentido. Incluso los personajes míticos más importantes —si son de carne y hueso— tienen que preocuparse de cosas como las hebillas de unas sandalias.

De pronto me di cuenta de que me hallaba de nuevo en el ámbito terrenal, donde la ropa cambia de forma a antojo del ser humano. También advertí que estaba cubierto de polvo y tierra y que sólo llevaba puesto un zapato.

Me levanté, completamente despejado, y saqué el velo sin desdoblarlo ni examinarlo, aunque me pareció ver la oscura imagen a través del tejido. Me desnudé y coloqué con cuidado todas las prendas sobre la manta, para que no se extraviara ni una hoja. Luego me dirigí al baño —el habitual cuarto revestido de baldosines e invadido de vapor— y me bañé como un hombre al que estuvieran bautizando en el Jordán. David había dispuesto junto a la bañera todos los juguetes de rigor: peines, cepillos, tijeras. En el fondo, los vampiros casi no necesitamos nada más.

Dejé la puerta del baño abierta. De haber entrado alguien en la habitación, habría saltado de la bañera para obligarle a abandonarla de inmediato.

Al fin salí del baño, limpio y chorreando, me peiné, me sequé y me puse la ropa limpia, desde las prendas interiores a las exteriores, es decir, desde los calzoncillos, camiseta y calcetines de seda hasta el pantalón de lana, la camisa, el chaleco y la chaqueta cruzada de color azul marino.

Luego me incliné y cogí el velo, sin atreverme a desdoblarlo.

Pero vi la imagen oscura que se transparentaba a través del tejido. Esta vez estaba seguro. Guardé el velo dentro de mi chaleco y abroché todos los botones.

Por último me miré en el espejo. Parecía un loco vestido con un traje de Brooks Brothers, un demonio con el pelo alborotado, el cuello desabrochado, que contemplara su propia imagen con el único ojo que le quedaba.

¡Dios mío, mi ojo!

Examiné la cuenca vacía, el párpado levemente arrugado que trataba de taparla. ¿Qué iba a hacer? De haber tenido un parche negro, como el que utilizan los caballeros que pierden un ojo
,
me lo habría puesto.

Mi rostro estaba deformado por la ausencia del ojo izquierdo. Me di cuenta de que estaba temblando violentamente. David había dejado dispuesto un
foulard
de seda morado que me enrollé alrededor del cuello, con lo que mi atuendo adquirió cierto toque antiguo. Parecía Beethoven.

Oculté los extremos del pañuelo dentro del chaleco. Al mirarme de nuevo en el espejo vi que en mi ojo derecho se reflejaba el color morado del
foulard.
Luego miré la cuenca vacía del ojo izquierdo; me obligué a hacerlo, en lugar de tratar de disimular el hecho de que lo había perdido.

Me calcé los zapatos, contemplé el montón de ropa sucia y rota que yacía sobre la manta y salí al pasillo.

El ambiente del apartamento estaba caldeado e impregnado de un olor a incienso que, sin embargo, no resultaba agobiante. El olor me recordó las iglesias católicas, cuando el monaguillo hace oscilar el incensario de plata que lleva colgado de una cadena.

Al entrar en el cuarto de estar vi a los tres con toda claridad, sentados en el alegre e iluminado espacio. La intensa luz convertía las ventanas en espejos, más allá de los cuales seguía cayendo la nieve sobre Nueva York. Deseaba contemplar la nieve. Me acerqué a la ventana y pegué el ojo derecho al cristal. El tejado de San Patricio estaba cubierto por un manto blanco, al igual que las elevadas agujas. La calle se había transformado en un valle blanco impracticable. ¿Acaso habían dejado de retirar la nieve?

Los ciudadanos de Nueva York transitaban por las calles. ¿Estaban todos vivos? Los observé atentamente con mi ojo derecho. Sólo veía lo que parecían ser unos individuos mortales vivos. Escruté el tejado de la iglesia, temiendo ver una gárgola tallada en él y descubrir que estaba viva y me observaba.

Pero no noté la presencia de nadie más que las personas que se hallaban conmigo en la habitación, a las que conocía y amaba, y aguardaban pacientemente a que yo abandonara mi melodramático mutismo.

Me volví bruscamente. Armand ostentaba de nuevo un
look
romántico y moderno, que conseguía con sus terciopelos y encajes, como el que uno veía en cualquier escaparate de las tiendas del profundo valle que se extendía más abajo. Llevaba el pelo suelto y largo, como en épocas pretéritas, cuando en calidad de santo patrón de los vampiros de Satanás, en París, no se habría permitido la vanidad de cortarse ni un mechón. Pero lo llevaba limpio y reluciente, y sus reflejos castaño dorados contrastaban con el intenso tono carmesí de la chaqueta. Observé sus ojos tristes y juveniles, las lozanas mejillas, los labios angelicales. Estaba sentado frente a la mesa, y mostraba un aire reservado, lleno de amor y curiosidad, e incluso una cierta y vaga humildad que parecía expresar: «Olvidemos nuestras disputas. Estoy aquí para ayudarte.»

—Sí —dije—. Gracias.

David también se hallaba sentado ante la mesa, el atlético anglo indio de cabello castaño, y ofrecía un aspecto tan atrayente y suculento como la noche en que yo lo había convertido en uno de los nuestros. Llevaba una chaqueta de mezclilla inglesa con parches de cuero en los codos, un chaleco con todos los botones abrochados, como yo, y un pañuelo de cachemir que le protegía el cuello del frío de Nueva York, al que, pese a su robusta naturaleza, no estaba acostumbrado.

Es curioso cómo de pronto sentimos frío. Uno puede hacer caso omiso de él, pero de pronto lo percibes como algo personal.

Mi radiante Dora estaba sentada frente a Armand y David se hallaba frente a mí, sentado entre ambos. La única silla vacante estaba colocada de espaldas al ventanal y al cielo, dispuesta para que la ocupara yo. Miré durante unos instantes aquel sencillo objeto, una silla lacada en negro de diseño oriental, con vagas reminiscencias chinas, funcional y sin duda cara.

Dora se levantó, como si sus piernas se hubieran enderezado de repente. Llevaba un vestido largo de seda color burdeos, muy sencillo, de manga corta, pero el calor artificial de la estancia la protegía de un posible resfriado. Su rostro expresaba preocupación; su casquete de cabello negro y reluciente estaba rematado por dos puntas a ambos lados de la cara que se adherían a las mejillas, un peinado tan de moda ochenta años atrás como en la actualidad. Sus ojos me seguían recordando a los de un búho, inmensos y llenos de amor.

—¿Qué ha pasado, Lestat? —preguntó—. Cuéntanoslo todo, por favor.

—¿Cómo perdiste el ojo? —preguntó Armand, en su estilo franco y directo, sin moverse de la silla. David, el educado caballero inglés, se levantó porque Dora se había puesto en pie, pero Armand seguía sentado, mirándome y formulando una pregunta tras otra—. ¿Qué ocurrió? ¿Conseguiste rescatarlo?

Yo miré a Dora.

—Pudieron haber salvado el ojo —dije, repitiendo las palabras que ella utilizó al contarme la historia del tío Mickey y los gángsters que lo habían dejado tuerto— si aquellos canallas no lo hubieran pisoteado.

—¿Qué dices? —preguntó Dora.

—No sé si lo pisotearon —contesté, irritado por el temblor y el tono dramático de mi voz—. No eran unos gángsters, sino unos fantasmas. Huí sin molestarme en recoger el ojo del suelo. Era mi única oportunidad de escapar. Puede que lo pisotearan y lo machacaran como si fuera una bola de grasa, no lo sé. ¿Enterraron al tío Mickey con el ojo de cristal?

—Creo que sí —respondió Dora, perpleja—. Nadie me lo dijo.

Los otros dos observaban con atención a Dora. Armand me miró y captó unas imágenes del tío Mickey yaciendo medio muerto en el suelo del Corona's Bar en la calle Magazine mientras uno de los gángsters le aplastaba el ojo con la punta del zapato.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó Dora, con impaciencia.

—¿Habéis trasladado ya casi todas las cosas de Roger? —pregunté.

—Sí, están en la capilla de St. Elizabeth, a salvo —respondió Dora. St. Elizabeth, ése era el nombre del orfelinato. Era la primera vez que se lo oía pronunciar—. A nadie se le ocurrirá buscarlas allí. La prensa ha perdido interés en mi persona. Los enemigos de Roger persiguen a sus contactos de negocios como perros de presa; tratan de investigar sus cuentas y giros bancarios, la caja fuerte. Serían capaces de asesinar con tal de apoderarse de la llave de ésta. Entre sus allegados, su hija ha sido declarada un personaje marginal, sin importancia, arruinada. Pero no me preocupa.

—Gracias a Dios —contesté—. ¿Les dijiste que Roger había muerto? ¿Crees que archivarán pronto esa historia? ¿Qué papel desempeñas en ella?

—Hallaron su cabeza —dijo Armand suavemente.

Con voz queda, me explicó que unos perros habían descubierto la cabeza entre un montón de basura y habían comenzado a pelearse por ella debajo de un puente. Un viejo mendigo que estaba sentado junto al puente, al calor de una hoguera, contempló la escena durante una hora hasta darse cuenta de que se trataba de una cabeza humana. Entonces avisó a las autoridades y a través de las pruebas genéticas que practicaron en el cabello y la piel comprobaron que era la cabeza de Roger. Las placas dentales no sirvieron de nada, pues Roger tenía una dentadura perfecta. Luego Dora fue a identificarla.

—Supongo que Roger quería que encontraran su cabeza —dije.

—¿Por qué lo dices? —preguntó David—. ¿Dónde has estado?

—Vi a tu madre —dije a Dora—. Vi su cabello rubio platino y sus ojos azules. No tardarán mucho en subir al cielo.

—¿Pero qué dices, cariño? No entiendo una sola palabra —respondió Dora—. Ángel mío, ¿qué es lo que tratas de decirme?

—Sentaos. Os contaré toda la historia. Escuchad con atención, sin interrumpirme. No, yo no quiero sentarme, no quiero estar de espaldas al cielo, al torbellino, a la nieve y a la iglesia. Prefiero pasearme por la habitación. Prestad atención.

»Tened presente una cosa: todo lo que voy a contaros me sucedió en persona. Pudo tratarse de un truco, de una engaño, pero os aseguro que lo vi con mis propios ojos y lo oí con mis propios oídos.

Lo expliqué todo, desde el principio. Algunos detalles ya los conocían, pero no sabían toda la historia: desde mi primer y fatal encuentro con Roger, mi pasión por su descarada sonrisa y sus ojos negros y relucientes de mirada culpable, hasta el momento en que había irrumpido la noche anterior en el apartamento.

Se lo conté todo. Cada palabra pronunciada por Memnoch y Dios Encarnado. Todo lo que había visto en el cielo, el infierno y la Tierra. Les hablé sobre el olor y los colores de Jerusalén. Hablé y hablé y hablé sin parar...

La historia ocupó toda la noche. Devoré las horas mientras me paseaba de un lado a otro de la habitación repitiendo ciertos pasajes que debían quedar perfectamente claros, hablándoles sobre los estadios de la evolución que habían asombrado y escandalizado a los ángeles, las inmensas bibliotecas del cielo, el melocotonero cubierto de flores y frutas, y Dios, sin olvidar al soldado que yacía postrado boca arriba en el infierno, negándose a ceder. Describí los pormenores del interior de Hagia Sofía. Les hablé sobre los hombres desnudos que había visto en el campo de batalla. Describí el infierno con todo lujo de detalles, y también el cielo. Repetí mis últimas palabras a Memnoch, cuando le dije que no podía ayudarle, que no podía enseñar en su escuela infernal.

Los tres me miraron en silencio.

—¿Tienes el velo? —preguntó Dora con voz temblorosa—. ¿Todavía lo conservas?

Me miraba con gran ternura, la cabeza ladeada, como si fuera capaz de perdonarme al instante aunque mi respuesta fuese: «No, se quedó en la calle, se lo regalé a un mendigo.»

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