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Authors: Eduardo Galeano

Tags: #Historico,Relato

Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982 (25 page)

BOOK: Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982
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Sir Thomas Dale. Gobernador de Virginia hasta el año pasado. Autorizó la boda de John Rolfe y la princesa Pocahontas, primer matrimonio anglo-indio en la historia de Virginia, en el entendido de que era un acto de alta conveniencia política, que contribuiría al pacífico suministro de granos y brazos por parte de la población indígena. Sin embargo, en su solicitud de permiso, John Rolfe no mencionaba este aspecto del asunto. Tampoco mencionaba para nada el amor, aunque sí se ocupaba de negar terminantemente cualquier desenfrenado deseo hacia su hermosa novia de dieciocho años de edad. Decía Rolfe que quería casarse con esa pagana de ruda educación, bárbaras maneras y generación condenada, por el bien de esta plantación, por el honor de nuestro país, por la gloria de Dios, por mi propia salvación y para convertir al verdadero conocimiento de Dios y Jesucristo a una criatura incrédula.

Pocahontas. También llamada Matoaka mientras vivió con los indios. Hija predilecta del gran jefe Powhatan. Desde que casó con John Rolfe, Pocahontas renunció a la idolatría, pasó a llamarse Rebeca y cubrió con ropa inglesa sus desnudeces. Luciendo sombrero de copa y altos encajes al cuello, llegó a Londres y fue recibida en la corte. Hablaba como inglesa y creía como inglesa; devotamente compartía la fe calvinista de su esposo y el tabaco de Virginia encontró en ella a la muy hábil y exótica promotora que necesitaba para imponerse en Londres. De enfermedad inglesa murió. Navegando por el Támesis de regreso a Virginia, y mientras el barco esperaba vientos favorables, Pocahontas exhaló su último suspiro en brazos de John Rolfe, en Gravesend, en el mes de marzo de este año de 1617. No había cumplido veintiún años.

Opechancanough. Tío de Pocahontas, hermano mayor del gran jefe Powhatan. Fue Opechancanough quien entregó a la novia en la iglesia protestante de Jamestown, desnuda iglesia de troncos, hace tres años. No dijo una palabra durante la ceremonia, ni antes, ni después, pero Pocahontas contó a John Rolfe la historia de su tío. Opechancanough vivió en otros tiempos en España y en México, fue cristiano y se llamó Luis de Velasco, pero no bien lo devolvieron a su tierra arrojó al fuego el crucifijo y la capa y la gola, degolló a los curas que lo acompañaban y recuperó su nombre de Opechancanough, que en lengua de los algonquinos significa el que tiene el alma limpia.

Alguien que fue actor del Teatro del Globo en los años de Shakespeare, ha reunido los datos de esta historia y se pregunta ahora, ante una jarra de cerveza, qué hará con ellos. ¿Escribirá una tragedia de amor o un drama moralizante sobre el tabaco y sus poderes maléficos? ¿O quizá una mascarada que tenga por tema la conquista de América? La obra tendría un éxito seguro, porque todo Londres habla de la princesa Pocahontas y su fugaz paso por aquí. Esa mujer… Ella sola era un harem. Todo Londres la sueña desnuda entre los árboles, con flores aromosas en el pelo. ¿Qué ángel vengador la atravesó con su espada invisible? ¿Ha expiado ella los pecados de su pueblo pagano? ¿O fue esa muerte una advertencia de Dios a su marido? El tabaco, hijo ilegítimo de Proserpina y Baco… ¿No ampara Satanás el misterioso pacto entre esa hierba y el fuego? ¿No sopla Satanás el humo que marea a los virtuosos? Y la escondida lascivia del puritano John Rolfe… Y el pasado de Opechancanough, antes llamado Luis de Velasco, traidor o vengador… Opechancanough entrando a la iglesia con la princesa del brazo… Alto, erguido, mudo…

—No, no —concluye el indiscreto cazador de historias, mientras paga sus cervezas y sale a la calle—. Esta historia es demasiado buena para escribirla. Como suele decir el galeno Silva, poeta de las Indias: «Si la escribo, ¿qué me quedará para contar a mis amigos?».

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1618 - Lima

Mundo poco

El amo de Fabiana Criolla ha muerto. En su testamento, le ha rebajado el precio de la libertad, de doscientos a ciento cincuenta pesos.

Fabiana ha pasado toda la noche sin dormir, preguntándose cuánto valdrá su caja de palosanto llena de canela en polvo. Ella no sabe sumar, de modo que no puede calcular las libertades que ha comprado, con su trabajo, a lo largo del medio siglo que lleva en el mundo, ni el precio de los hijos que le han hecho y le han arrancado.

No bien despunta el alba, acude el pájaro a golpear la ventana con el pico. Cada día, el mismo pájaro avisa que es hora de despertarse y andar.

Fabiana bosteza, se sienta en la estera y se mira los pies gastaditos.

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1618 - Luanda

El embarque

Han sido atrapados por las redes de los cazadores y marchan hacia la costa, atados unos a otros por el cuello, mientras resuenan los tambores del dolor en las aldeas.

En la costa africana, un esclavo vale cuarenta collares de vidrio o un pito con cadena o un par de pistolas o un puñado de balas. Los mosquetes y los machetes, el aguardiente, las sedas de China y los percales de la India se pagan con carne humana.

Un fraile recorre las filas de cautivos en la plaza principal del puerto de Luanda. Cada esclavo recibe una pizca de sal en la lengua, una salpicadura de agua bendita en la cabeza y un nombre cristiano. Los intérpretes traducen el sermón: Ahora sois hijos de Dios… El sacerdote les manda no pensar en las tierras que abandonan y no comer carne de perro, rata ni caballo. Les recuerda la epístola de San Pablo a los efesios (Siervos, ¡servid a vuestros amos!) y la maldición de Noé contra los hijos de Cam, que quedaron negros por los siglos de los siglos.

Ven el mar por primera vez y los aterroriza esa enorme bestia que ruge. Creen que los blancos se los llevan a un lejano matadero, para comérselos y hacer aceite y grasa de ellos. Los látigos de piel de hipopótamo los empujan a las enormes canoas que atraviesan las rompientes. En las naves, los amenazan los cañones de popa y proa, con las mechas encendidas. Los grillos y las cadenas impiden que se arrojen a la mar.

Muchos morirán en la travesía. Los sobrevivientes serán vendidos en los mercados de América y otra vez señalados con el hierro candente.

Nunca olvidarán a sus dioses. Oxalá, a la vez hombre y mujer, se disfrazará de san Jerónimo y santa Bárbara. Obatalá será Jesucristo; y Oshún, espíritu de la sensualidad y las aguas frescas, se convertirá en la Virgen de la Candelaria, la Concepción, la Caridad o los Placeres, y será santa Ana en la isla de Trinidad. Por detrás de san Jorge, san Antonio o san Miguel, asomarán los hierros de Ogum, dios de la guerra; y dentro de san Lázaro cantará Babalú. Los truenos y los fuegos del temible Shangó transfigurarán a san Juan Bautista y a santa Bárbara. En Cuba Elegguá seguirá teniendo dos caras, la vida y la muerte, y al sur del Brasil Exú tendrá dos cabezas, Dios y el Diablo, para ofrecer a sus fieles consuelo y venganza.

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1618 - Lima

Un portero de color oscuro

Los amigos revuelcan sus capas rotosas y barren el piso con sus sombreros. Cumplida la mutua reverencia, se elogian:

—¡Maravilla ese muñón!

—¿Y esa llaga tuya? ¡Tremenda está!

Atraviesan juntos el descampado, perseguidos por las moscas.

Conversan mientras mean, de espaldas al viento.

—Tiempo sin verte.

—Como mosca he corrido. Sufriendo, sufriendo.

—Ay.

Lagartija extrae un mendrugo de la bolsa, le echa aliento, le saca lustre y convida a Pidepán. Sentados en una piedra, contemplan las flores de los abrojos. Pidepán muerde con sus tres dientes; y cuenta:

—En la Audiencia, buenas limosnas había… El mejorcito lugar de Lima. Pero me ha echado el portero. A las patadas me ha sacado.

—¿El Juan Ochoa?

—Satanás, ha de llamarse. Allá sabe mi Dios que yo nada le hice.

—Ya no está el Juan Ochoa.

—¿Cierto?

—Como a perro lo han echado. Ya no es portero de la Audiencia, ni nada. Pidepán, vengado, sonríe. Estira los dedos de sus pies descalzos.

—Por sus maldades, habrá sido.

—No, pues.

—¿Por bruto, lo han echado?

[31]

1620 - Madrid

Las danzas del Diablo vienen de América

Gracias al cadáver de san Isidro, que en las últimas noches ha dormido a su lado, el rey Felipe III se siente mejor. Este mediodía ha comido y bebido sin ahogarse. Sus platos favoritos le han encendido los ojos y ha vaciado de un trago la copa de vino.

Moja ahora sus dedos en la fuente de agua que un paje, arrodillado, le ofrece. El panetier alcanza la servilleta al mayordomo semanero. El mayordomo semanero la pasa al mayordomo mayor. El mayordomo mayor se inclina ante el duque de Uceda. El duque recoge la servilleta. Humillando su frente, la tiende al rey. Mientras el rey se seca las manos, el trinchante le sacude las miguitas de la ropa y el sacerdote eleva una oración de gracias a Dios.

Felipe bosteza, se desata el alto cuello de encajes, pregunta qué hay de nuevo.

El duque cuenta que han venido a palacio los de la Junta de Hospitales. Se quejan de que el público se niega a ir al teatro desde que el rey prohibió los bailes; y los hospitales viven de los corrales de comedias. «Señor», han dicho los de la Junta al duque, «desde que no hay bailes no hay entradas. Los enfermos se mueren. No tenemos con qué pagar las vendas ni los médicos». Los actores recitan versos de Lope de Vega que elogian al indio americano:

Taquitán mitanacunl,

español de aquí para allí.

…En España no hay amor,

créolo ansí:

allá reina el interés

y amor aquí.

Pero de América el público exige cantares salados y danzas de las que pegan fuego a los más honestos. De nada vale que los actores hagan llorar a las piedras y reír a los muertos, ni que las artes de la tramoya arranquen relámpagos a las nubes de cartón. «Si los teatros siguen vacíos», gimen los de la Junta, «los hospitales tendrán que cerrar».

—Les contesté —dice el duque— que Su Alteza decidiría.

Felipe se rasca la barbilla, se investiga las uñas.

—Si Su Majestad no ha mudado de parecer… Lo prohibido, prohibido está, y bien prohibido.

La zarabanda y la chacona hacen brillar los sexos en la oscuridad. El padre Mariana ha denunciado estas danzas, inventos de negros y de salvajes americanos, infernales en las palabras y en los meneos. Hasta en las procesiones se escuchan sus coplas de elogio al pecado; y cuando brotan sus lascivos sones de las panderetas y las castañuelas, ya no son dueñas de sus piernas las monjas de los conventos y la cosquilla del Diablo les dispara las caderas y los vientres.

La mirada del rey persigue los andares de una mosca gorda, haragana, entre los restos del banquete.

—Y tú, ¿qué opinas? —pregunta el rey a la mosca.

El duque se da por aludido:

—Esos bailes de truhanes son música de aquelarres, como bien ha dicho Su Majestad, y el lugar de las brujas está en las hogueras de la plaza Mayor.

Los manjares han desaparecido de la mesa, pero persiste en el aire el pegajoso aroma.

Balbuceante, ordena el rey a la mosca:

—Decide tú.

—Ni el peor enemigo podría acusar a Su Alteza de intolerancia —insiste el duque—. Indulgente ha sido Su Majestad. En tiempos del rey su padre, que Dios lo tenga en la gloria…

—¿No eres tú quién manda? —murmura Felipe.

—… ¡otros premios recibía quien osara bailar la zarabanda! ¡Doscientos azotes y a remar a galeras!

—Tú, digo —susurra el rey, y cierra los ojos.

—Tú —y un espumoso globito, saliva que siempre le sobra en la boca, asoma entre los labios.

El duque insinúa una protesta y en seguida calla y retrocede en puntas de pie.

Felipe se va hundiendo en el sopor, pesadas las pestañas, y sueña con una mujer gorda y desnuda que devora barajas.

[186]

1622 - Sevilla

Las ratas

El padre Antonio Vázquez de Espinosa, recién llegado de América, es el invitado de honor.

Mientras los criados sirven los trozos de pavo con salsa, estalla en el aire la espuma de las olas, alta y blanca mar enloquecida por la tempestad; y cuando llegan los pollos rellenos se descerraja sobre la mesa la lluvia de los trópicos. Cuenta el padre Antonio que en la costa de la mar Caribe llueve de tal manera que esperando que cese la lluvia quedan embarazadas las mujeres y les nacen los hijos: cuando escampa, ya son hombres.

Los demás invitados, atentos al relato y al banquete, comen y callan; el cura tiene la boca llena de palabras y olvida los platos. Desde el suelo, sentados sobre almohadones, los niños y las mujeres escuchan como en misa.

Ha sido una hazaña la travesía entre el puerto hondureño de Trujillo y Sanlúcar de Barrameda. Han navegado las naves a los tumbos, atormentadas por las borrascas; a varias embarcaciones se las tragó la brava mar y a muchos marineros los tiburones. Pero nada peor, y baja la voz el padre Antonio, nada peor que las ratas.

En castigo por los muchos pecados que se cometen en América, y porque nadie se embarca confesado y comulgado como es debido, Dios sembró de ratas las naves. Las metió en los pañoles, entre los víveres, y bajo el alcázar; en la cámara de popa, en los camarotes y hasta en la silla del piloto: tantas ratas, y tan grandes, que causaban espanto y admiración. Cuatro quintales de pan robaron las ratas de la cámara donde el cura dormía, y los bizcochos que había bajo la escotilla. Devoraron los jamones y los tocinos del tumbadillo de popa. Cuando iban los sedientos a buscar agua, encontraban ratas ahogadas, flotando en las vasijas. Cuando iban los hambrientos al gallinero, no hallaban más que huesos y plumas y alguna que otra gallina tumbada, con las patas roídas. Ni los papagayos, en sus jaulas, se salvaron de las embestidas. Los marineros vigilaban los restos de agua y comida noche y día, armados de palos y cuchillos, y las ratas acometían y les mordían las manos y se devoraban entre sí.

Entre las aceitunas y las frutas, han llegado las ratas. Están intactos los postres. Nadie prueba una gota de vino.

—¿Queréis escuchar las oraciones nuevas que inventé? Como las viejas plegarias no aplacaban las iras del Señor…

Nadie contesta.

Tosen los hombres, llevándose la servilleta a la boca. De las mujeres que deambulaban dando órdenes al servicio, no queda ninguna. Las que escuchaban sentadas en el suelo, bizquean boquiabiertas. Los niños ven al padre Antonio con trompa larga, tremendos dientes y bigotes, y tuercen el pescuezo buscándole el rabo bajo la mesa.

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