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Authors: Eduardo Galeano

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Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982 (30 page)

BOOK: Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982
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[36][207]

1645 - Quito

Mariana de Jesús

Año de catástrofes para la ciudad. Una cinta negra cuelga de cada puerta. Los invisibles ejércitos del sarampión y la difteria han invadido y están arrasando. La noche se ha desplomado en seguida del amanecer y el volcán Pichincha, el rey de nieve, ha reventado: un gran vómito de lava y fuego ha caído sobre los campos y un huracán de ceniza ha barrido la ciudad.

—¡Pecadores, pecadores!

Como el volcán, el padre Alonso de Rojas echa llamaradas por la boca. Desde el púlpito refulgente de la iglesia de los jesuitas, iglesia de oro, el padre Alonso se golpea el pecho, que retumba mientras llora, grita, clama:

—¡Acepta, Señor, el sacrificio del más humilde de tus siervos! ¡Qué mi sangre y mi carne expíen los pecados de Quito!

Entonces una muchacha se alza al pie del púlpito y serenamente dice:

—Yo.

Ante el gentío que desborda la iglesia, Mariana anuncia que es ella la elegida. Ella calmará la cólera de Dios. Ella será castigada por todos los castigos que su ciudad merece.

Mariana jamás ha jugado a ser feliz ni ha soñado que lo era, ni ha dormido nunca más de cuatro horas. La única vez que un hombre le rozó la mano, quedó enferma, y con fiebre, durante una semana. Desde muy niña decidió ser la esposa de Dios y no le brinda su amor en el convento sino en las calles y los campos: no bordando ni haciendo dulces y jaleas en la paz de los claustros, sino orando de rodillas sobre las espinas y las piedras y buscando pan para los pobres, remedio para los enfermos y luz para los anochecidos que ignoran la ley divina.

A veces, Mariana se siente llamada por el rumor de la lluvia o el crepitar del fuego, pero siempre suena más fuerte el trueno de Dios: ese Dios de la ira, barba de serpientes, ojos de rayo, que en sueños se le aparece desnudo para ponerla a prueba.

Mariana regresa a su casa, se tiende en la cama y se dispone a morir en lugar de todos. Ella paga el perdón. Ofrece a Dios su carne para que coma y su sangre y sus lágrimas para que beba hasta marearse y olvidar.

Así cesarán las plagas, se calmará el volcán y la tierra dejará de temblar.

[176]

1645 - Potosí

Historia de Estefanía, pecadora mujer de Potosí (en versión abreviada de la crónica de Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela)

Nació Estefanía en esta Villa imperial y creció en hermosura a tal grado que más no pudo subirlo la naturaleza.

A los catorce años de su edad se salió de casa la bellísima doncella, aconsejada de otras perdidas mujeres, y habiendo entendido su madre la abominable determinación con que esta hija se le apartaba, llena de pesar en breves días acabó la vida.

No por ello se enmendó la hija, que habiendo ya perdido el tesoro inestimable de la virginidad, vistiéndose profanamente se hizo pública y escandalosa pecadora.

Viendo su hermano tanto descrédito y mala fama, la llamó a su casa y díjole: «Aunque te pese me has de oír, que mientras estuvieres en pecado mortal eres enemiga de Dios y esclava del demonio, y demás de esto degeneras de tu nobleza y deshonras todo tu linaje. Mira, hermana, lo que haces, levántate de ese cieno, teme a Dios y haz penitencia». A lo cual Estefanía respondió: «¿Qué necesidad tienes de mí, hipocritón?». Y mientras el hermano la reprendía, en un momento desnudó ella la cortadora daga que de la pared colgaba y con diabólica fiereza arremetió diciendo: «Sólo esta respuesta merecían tus razones». Dejólo muerto en un lago de sangre y después disfrazó aquella maldad con fingido sentimiento, vistiéndose de luto y ponderando la lástima.

También su anciano padre, pesaroso por la muerte del buen hijo y el escándalo de la mala hija, procuró reducirla con buenas razones que contra su voluntad escuchaba la despiadada. En vez de la enmienda, dio ella en aborrecer al venerable viejo y a la medianoche puso fuego a la techumbre de su casa. Saltó de la cama el turbado anciano, gritando a toda voz: «¡Fuego, fuego!», mas cayeron las vigas que sustentaban el techo y allí mismo lo abrasó el terrible elemento.

Viéndose libre Estefanía, con más desenfreno se dio a mayores vicios y pecados.

Arribó en esos días a esta Villa de Potosí un hombre de los reinos de España, mercader de los más opulentos que en aquellos galeones vinieron al Perú, y llegó a sus noticias la hermosura y gracia de aquella pública pecadora. Solicitóla, y cuando más gustosos se hallaban en sus torpezas, un amante antiguo de la dama, armado de todas las armas y con dos bravas pistolas, apareció decidido a vengar su agravio.

Halló el antiguo amante sola a la mujer, mas con engañosas palabras detuvo ella su airado ánimo, y cuando hubo mitigado tan arrebatada cólera, con gran presteza sacó de la manga un cuchillo y cayó al suelo muerto el infeliz.

Refírió Estefanía el suceso al rico mercader. Pasados algunos meses, estando él muy atormentado por los celos, amenazóla con acusarla a la justicia del homicidio hecho. En esos días fueron juntos a bañarse a la laguna de Tarapaya. Arrojó ella de sí sus ricos vestidos, quedando patente la nieve de su cuerpo salpicada de bellísimo carmín, y desnuda se echó al agua. Siguióla el descuidado mercader y estando juntos en la mitad de la laguna, con toda la fuerza de sus brazos metió ella la cabeza del desventurado dentro del agua.

No se crea que pararon allí sus abominaciones. De un golpe de alfanje acabó con la vida de un caballero de ilustre sangre; y a otros dos mató con veneno que envió en una merienda. Por sus intrigas traspasáronse otros los pechos a estocadas, quedando Estefanía alegrísima de que se derramara sangre por su causa.

Y así fue hasta el año de 1645, cuando escuchó la pecadora un sermón del padre Francisco Patiño, siervo de Dios de cuyas admirables virtudes gozaba en este tiempo Potosí, y socorrióla Dios con un rayo de su divina gracia. Y fue tan grande el dolor de Estefanía que comenzó a derramar arroyos de lágrimas, con grandes suspiros y sollozos que parecía se le arrancaba el alma, y cuando acabó el sermón arrojóse a los pies del sacerdote pidiéndole confesión.

Exhortóla el padre a penitencia y absolvióla, que bien se sabe con cuánta felicidad se entregan las mujeres en manos de la serpiente, por tachas heredadas de la que tentó a Adán. Se levantó Estefanía de los pies del confesor cual otra Magdalena y cuando iba camino de su casa, ¡oh, dichosa pecadora!, mereció que se le apareciese María Santísima y le dijese: «Hija, ya estás perdonada. Yo he pedido por ti a mi Hijo, porque en tu niñez rezabas mi rosario».

[21]

1647 - Santiago de Chile

Se prohíbe el juego de los indios de Chile

El capitán general, don Martín de Mujica, proclama por caja y pendón la prohibición del juego de la chueca, que los araucanos practican, según su tradición, golpeando una pelota con palos de punta corva, en cancha rodeada de ramajes verdes.

Con cien azotes serán castigados los indios que no cumplan; y con multa los demás, porque mucho se ha difundido la infame chueca entre la soldadesca criolla.

Dice el bando del capitán general que se dicta la prohibición para que se eviten pecados tan contra la honra de Dios Nuestro Señor y porque corriendo la pelota los indios se entrenan para la guerra: del juego nacen alborotos y así después corre la flecha entre ellos. Es una indecencia, dice, que en la chueca se junten hombres y mujeres casi desnudos, vestidos apenas de plumas y pieles de animales en los que fundan la ventura de ganar. Al comienzo invocan a los dioses para que la bola sea favorable a sus proezas y carreras y al final, todos abrazados, beben chicha a mares.

[173]

1648 - Olinda

Excelencias de la carne de cañóne

Era niño cuando lo arrancaron de su aldea africana, lo embarcaron en Luanda y lo vendieron en Recife. Ya era hombre cuando huyó de los cañaverales y se refugió en uno de los baluartes negros de Palmares.

No bien los holandeses entraron en Brasil, los portugueses prometieron la libertad a los esclavos que combatieran contra los invasores. Los cimarrones de Palmares decidieron que esa guerra no era la suya: tanto daba que fueran holandeses o portugueses quienes empuñaran el látigo en los cañaverales y los ingenios. Pero él, Henrique Dias, acudió a ofrecerse. Desde entonces comanda un regimiento de negros que pelean por la corona portuguesa en el nordeste brasileño. Los portugueses lo han hecho hidalgo caballero.

Desde Olinda, el capitán Henrique Dias envía una carta de intimidación al ejército holandés acantonado en Recife. Advierte que de cuatro naciones se compone su regimiento, el Tercio de los Henriques: Minas, ardas, angolas y criollos: estos son tan malévolos que no temen ni deben; los minas tan bravos, que donde no pueden llegar con el brazo llegan con el nombre; los ardas tan fogosos, que todo quieren cortar de un solo golpe; y los angolas tan robustos, que ningún trabajo los cansa. Consideren ustedes, ahora, si no han de romper a toda Holanda hombres que todo rompieron.

[69][217]

1649 - Sainte Marie des Hurons

El lenguaje de los sueños

—Pobrecitos,

piensa el padre Ragueneau, mientras contempla a los indios hurones rodeando de regalos y rituales a un hombre que ha soñado, anoche, un sueño misterioso. La comunidad le da de comer en la boca y danza para él; lo acarician las muchachas, lo frotan con ceniza. Después, sentados todos en rueda, se ponen a adivinarle el sueño. Persiguen el sueño a flechazos de imágenes o palabras y él va diciendo: «No, no», hasta que alguien dice: «Río», y entonces, entre todos, consiguen atraparlo: el río, una corriente furiosa, una mujer sola en una canoa, ella ha perdido el remo, el río se la lleva, la mujer no grita, sonríe, parece feliz… «¿Soy yo?», pregunta una de las mujeres. «¿Soy yo?», pregunta otra. La comunidad llama a la que tiene ojos que penetran hasta los más escondidos deseos, para que ella interprete los símbolos del sueño. Mientras bebe un té de hierbas, la vidente invoca a su espíritu guardián y va descifrando el mensaje.

Creen los hurones, como todos los pueblos iroqueses, que el sueño transfigura las cosas más triviales y las convierte en símbolos al tocarlas con los dedos del deseo. Creen que el sueño es el lenguaje de los deseos no realizados y llaman ondinnonk a los secretos deseos del alma, que la vigilia ignora. Los ondinnonk asoman en los viajes que hace el alma mientras duerme el cuerpo.

—Pobrecitos —piensa el padre Ragueneau.

Para los hurones, se hace culpable de gran crimen quien no respeta lo que el sueño dice. El sueño manda. Si el soñador no cumple sus órdenes, el alma se enoja y enferma al cuerpo o lo mata. Todos los pueblos de la familia iroquesa saben que la enfermedad puede venir de guerra o accidente, o de la bruja que mete en el cuerpo dientes de oso o astillas de hueso, pero también viene del alma, cuando ella quiere algo que no le dan.

El padre Ragueneau discute con otros jesuitas franceses que predican en la región. El defiende a los indios del Canadá: Resulta tan fácil llamar sacrilegio a lo que es mera estupidez…

Algunos sacerdotes ven los cuernos de Satanás asomando en estas supersticiones; y están escandalizados porque dos por tres sueñan los indios contra el sexto mandamiento y al día siguiente se libran a terapéuticas orgías. Habitualmente andan los indios casi desnudos, mirándose y tocándose en demoníaca libertad, y se casan y se descasan cuando quieren; y basta con que el sueño lo ordene para que se desate la fiesta del andacwandat, que es siempre ocasión de frenéticos pecados. El padre Ragueneau no niega que puede encontrar el Diablo tierra abonada en esta sociedad sin jueces, ni comisarios, ni cárceles, ni propietarios, donde las mujeres comparten el mando con los hombres y juntos adoran dioses falsos, pero reivindica el fondo de inocencia de estas almas primitivas, todavía ignorantes de la ley de Dios.

Y cuando otros jesuitas se estremecen de pánico porque cualquier noche de éstas algún iroqués puede soñar que mata un cura, Ragueneau recuerda que eso ha ocurrido ya, varias veces, y que entonces basta con permitir que el soñador destripeuna sotana mientras danza su sueño en una inofensiva pantomima.

—Éstas son costumbres tontas —opina el padre Ragueneau—, pero no son costumbres criminales.

[153][222]

Una historia iroquesa

Nieva en el mundo y en el centro de la casa grande habla el viejo narrador, de cara al fuego. Sentados sobre pieles de animales, todos escuchan mientras cosen la ropa y reparan las armas.

—En el cielo había crecido el árbol más grandioso —cuenta el viejo—. Tenía cuatro largas raíces blancas, que se extendían en las cuatro direcciones. De ese árbol nacieron todas las cosas…

Cuenta el viejo que un día el viento arrancó el árbol de cuajo. Por el agujero que se abrió en el cielo cayó la mujer del gran jefe, llevando en la mano un puñado de semillas. Una tortuga le trajo tierra sobre el caparazón, para que ella plantara las semillas, y así brotaron las primeras plantas que nos dieron de comer. Después esa mujer tuvo una hija, que creció y se hizo esposa del viento del oeste. El viento del oeste le sopló ciertas palabras al oído…

El buen narrador cuenta su historia y hace que ocurra. El viento del oeste está soplando, ahora, sobre la casa grande; se mete por la chimenea y la humareda vela las caras.

El hermano lobo, que enseñó a los iroqueses a reunirse y a escuchar, aúlla desde los montes. Es hora de dormir.

Una mañana cualquiera, el viejo narrador no despertará. Pero alguno de los que han escuchado sus historias, las contará a otros. Y después ese alguno también morirá, pero las historias continuarán vivas mientras haya casas grandes y gentes reunidas en torno al fuego.

[37]

Canto del canto de los iroqueses

Cuando yo canto,

puedo ayudarla.

¡Sí, puedo, sí!

¡Fuerte es el canto!

Cuando yo canto,

puedo levantarla.

¡Sí, puedo, sí!

¡Fuerte es el canto!

Cuando yo canto,

enderezo sus brazos.

¡Sí, puedo, sí!

¡Fuerte es el canto!

Cuando yo canto,

enderezo su cuerpo.

¡Sí, puedo, sí!

¡Fuerte es el canto!

[197]

1650 - Ciudad de México

Los vencedores y los vencidos

El escudo familiar se alza, pomposo, sobre el encaje de hierro del portón, labrado como un altar. En carroza de caoba entra el dueño de casa, con su séquito de libreas y caballos. Adentro, calla el clavicordio; se oyen crujidos de gorgoranes y tisúes, voces de hijas casaderas, pasos en las alfombras de suave pisar. Después, tintinean en la porcelana las cucharitas de plata labrada.

BOOK: Memoria del Fuego. 1.Los nacimientos.1982
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