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Authors: Isak Dinesen

Tags: #Drama

Memorias de África (28 page)

BOOK: Memorias de África
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Allí en las colinas hay búfalos. En mis primeros tiempos, cuando no podía vivir si no mataba un ejemplar de cada tipo de caza africana, había matado a un búfalo. Más tarde, cuando preferí mirar a los animales salvajes que cazarlos, fui a visitarlos de nuevo. Acampé en las colinas, junto a un manantial a la mitad del camino hacia la cumbre, llevando conmigo a mis sirvientes, tiendas y provisiones, y Farah y yo gateábamos y nos arrastrábamos en las heladas mañanas, a través de la maleza y de las hierbas altas, con la esperanza de poder echar un vistazo a la manada; pero por dos veces tuve que volver a casa sin éxito. Porque la manada que allí vivía, de vecinos míos por el oeste, seguía siendo algo muy impor­tante para la granja, pero sus miembros eran muy serios, autosuficientes, la vieja nobleza de las colinas, ahora un tanto disminuida; no recibían mucho.

Pero una tarde, cuando tomaba el té con unos amigos del interior, fuera de la casa, Denys llegó volando desde Nairobi y pasó sobre nuestras cabezas hacia el oeste; poco después volvió y aterrizó en la granja. Lady Delamere y yo fuimos en automóvil hasta el aeroplano para recogerle, pero él no salió.

—Los búfalos están paciendo en las colinas —dijo—. Venid y vamos a echarles un vistazo.

—No puedo —dije—. Tenemos una merienda en casa.

—Iremos, los veremos y estaremos de vuelta en un cuarto de hora —dijo él.

Me sonó como esas proposiciones que te hacen en los sueños. Lady Delamere no quería volar, así que fui yo con él. Volamos bajo el sol, pero las laderas de las colinas estaban envueltas en una transparente sombra marrón, en la que pronto nos metimos. No tardamos mucho en poder ver a los búfalos desde el aire. Sobre uno de los largos y redondeados lomos que corren como pliegues de una tela todos unidos en cada pico, hacia el lado de la montaña de Ngong, estaba paciendo un rebaño de veintisiete búfalos. Primero los vimos desde lejos, como ratones moviéndose graciosamente por el suelo, pero bajamos, dando vueltas y a lo largo de la ladera, ciento cincuenta pies por encima de ellos y al alcance de un arma; los contamos mientras estaban pacíficamente mezclados y separados. Había un macho negro y grande, muy viejo, en la manada, uno o dos más jóvenes y una cantidad de crías. La extensión de césped por donde andaban estaba limitada por la maleza; si se acercaba un extraño por el suelo podían olerlo u oírlo, pero no estaban preparados para que les llegara desde el aire. Tuvimos que seguir moviéndonos sobre ellos sin parar. Oyeron el ruido, de nuestro avión y dejaron de pastar, pero no parecían tener ganas de mirar hacia arriba. Finalmente comprobaron que había algo muy extraño; el viejo búfalo, primero se puso delante de la manada, levantando sus pesadísimos cuernos, enfrentándose al invisible enemigo, las cuatro patas plantadas en el suelo; de repente comenzó a trotar ladera abajo y, al cabo de un momento, a galopar. Le siguió el clan entero, la cabeza baja, en plena estampida, y al meterse en la maleza levantaron polvo y piedras sueltas. En la espesura se detuvieron y se quedaron muy juntos, parecía que un pequeño claro en las colinas hubiera sido pavimentado con piedras de color gris oscuro. Allí se creían a cubierto de las miradas y, en efecto, lo estaban de quien anduviera por la tierra, pero no podían ocultarse de los ojos de un pájaro. Recuperamos altura y nos alejamos. Fue como entrar en el corazón de las colinas de Ngong por un camino secreto y desconocido.

Cuando volví a mi té la tetera que había sobre la mesa de piedra seguía tan caliente que me quemé los dedos al tocarla. El Profeta tuvo la misma experiencia cuando tiró una jarra de agua y el Arcángel Gabriel le cogió, lo llevó volando a través de los siete cielos, y cuando volvió el agua todavía no había salido de la jarra.

En las colinas de Ngong vivían también un par de águilas. Denys, por la tarde, solía decir:

—Vamos a visitar a las águilas.

Una vez había visto a una de ellas posada en una roca cerca de la cumbre de la montaña y luego levantar el vuelo, pero se pasaban la vida en el aire. Muchas veces habíamos perseguido a una de esas águilas, carenando y ladeándonos sobre un ala primero y luego sobre la otra, y me parece que el pájaro de aguda vista jugaba con nosotros. Una vez, cuando volábamos a su lado, Denys detuvo el motor y así pudo escuchar el graznido del águila.

A los nativos les gustaba el aeroplano y durante un tiempo estuvo de moda en la granja dibujado, de manera que encontraba hojas de papel en la cocina o en sus muros, cubiertos con dibujos que lo representaban, con las letras cuidadosamente copiadas. Pero no se tomaron ningún interés en él ni en nuestros vuelos.

A los nativos les disgusta la velocidad, como a nosotros nos disgusta el ruido, que es para ellos, en el mejor de los casos, difícil de aguantar. Viven también en buenas relaciones con el tiempo y el plan de engañado o matado no se les ocurriría nunca. De hecho, cuanto más tiempo les das, más felices se sienten y si le encargas a un kikuyu que te guarde el caballo mientras vas a hacer una visita, puedes ver en su expresión que espera que tardes lo más posible. No intenta pasar el tiempo, sino que se sienta y vive.

Los nativos tampoco sienten simpatía alguna por ninguna clase de maquinaria o mecánica. Algunos de la joven generación han sido arrastrados por el entusiasmo europeo hacia los automóviles, pero un anciano kikuyu me dijo que morirían jóvenes, y es posible que tuviera razón, porque los renegados proceden de la estirpe más débil de una nación. Entre las invenciones de la civilización que los nativos admiran y aprecian se cuentan las cerillas, las bicicletas y los rifles, pero de todas maneras nada de eso es comparable para ellos con una vaca.

Frank Greswolde-Williams, del valle Kedong, se llevó a un masai consigo a Inglaterra como
sice
y me dijo que una semana después de su llegada cabalgaba por Hyde Park como si hubiera nacido en Londres. Le pregunté a aquel hombre qué es lo que más le había gustado de Inglaterra. Reflexionó sobre mi pregunta con rostro serio y, después de un largo rato, me dijo que los hombres blancos tenían unos puentes muy buenos.

Nunca he visto a un anciano nativo que ante cosas que se mueven por sí mismas, sin aparente interferencia del hombre o de las fuerzas de la naturaleza, mostrara más que disgusto y un cierto sentimiento de vergüenza. La mente humana aparta su vista de la brujería como algo de mal gusto. Puedes tener que interesarte por sus efectos, pero eso no tiene nada que ver con lo que hay dentro, y nadie ha intentado sacarle a una bruja la composición exacta de sus brebajes.

Una vez, cuando Denys y yo habíamos estado volando y aterrizamos en la pradera de la granja, un kikuyu muy anciano se acercó y nos habló:

—Habéis estado muy alto hoy —dijo—, no podíamos verlos, sólo escuchar el aeroplano cantando como una abeja.

Le dije que, efectivamente, habíamos volado muy alto.

—¿Habéis visto a Dios? —preguntó.

—No, Ndwetti —dije—, no hemos visto a Dios.

—Ajá, luego no habéis subido lo bastante alto —dijo—. Pero ahora dime: ¿crees que podréis subir tanto que lleguéis a verlo?

—No lo sé, Ndwetti —dije.

—Y tú, Bedar —dijo volviéndose hacia Denys—, ¿qué piensas? ¿Llevarás tan alto tu aeroplano que verás a Dios?

—De verdad no lo sé —dijo Denys.

—Entonces —dijo Ndwetti—, no sé por qué vosotros dos voláis.

4
DE LA AGENDA DE UN INMIGRANTE
I
El salvaje viene en ayuda del salvaje

Durante la guerra mi administrador compraba bueyes para el Ejército. Me contó que había comprado en la reserva masai una cierta cantidad de bueyes jóvenes que eran resultado del cruce entre ganado masai y búfalos. Se ha discutido bastante si es posible cruzar animales domésticos con animales salvajes; muchos han intentado crear un tipo de caballito adecuado al país, mezclando cebras y caballos, aunque yo nunca he visto híbridos semejantes. Pero mi administrador me aseguró que aquellos bueyes eran de verdad medio búfalos. Los masai le habían dicho que crecían más lentamente que el ganado ordinario y, aunque se sentían muy orgullosos de ellos, por aquel entonces estaban deseosos de quitárselos de encima porque eran muy salvajes.

Era muy difícil adiestrar a esos bueyes para arrastrar carretas o para la labranza. Uno de esos jóvenes y vigorosos animales le dio a mi administrador y a los carreteros nativos infinidad de problemas. Atacaba a las personas, rompía el yugo, echaba espumarajos y bramaba; cuando lo ataban pateaba levantando una polvareda negra y espesa, los ojos se le inyectaban de sangre y, según decían los hombres, le salía sangre por la nariz. Al final el hombre, como la bestia, quedaba rendido, corriéndole el sudor por el cuerpo dolorido.

—Para domar a ese buey —contaba mi administrador— lo llevé al cercado de los bueyes con las patas atadas y una rienda por bozal, pero aun así, tumbado y acallado, lanzaba chorros de espuma hirviente por la nariz y terribles resoplidos y quejidos por la garganta. Quería verle uncido al yugo durante muchos años. Me fui a acostar a mi tienda de campaña y soñé con el aquel buey negro. Me despertó una gran algarabía, los perros ladraban y los nativos chillaban y gritaban en el corral. Dos pastores irrumpieron en la tienda temblando y me dijeron que creían que había un león entre los bueyes. Fuimos corriendo hasta el recinto, con linternas y yo tomé mi rifle. Cuando nos acercábamos al corral el ruido comenzó a disminuir. A la luz de las linternas vi una cosa moteada que se escapaba. Un leopardo había atacado al buey atado y le había devo­rado la pata derecha. Ahora ya no lo vería nunca con el yugo. Luego —dijo el administrador— cogí el rifle y maté al buey.

Las Luciérnagas

Aquí, en las tierras altas, cuando han pasado las grandes lluvias y en la primera semana de junio las noches comienzan a enfriar, aparecen las luciérnagas en los bosques.

Una tarde veías dos o tres, audaces estrellas solitarias que flotaban en el aire claro, subiendo y bajando como si montasen sobre una ola o como si hicieran reverencias. Siguiendo el ritmo de su vuelo sus diminutas lámparas se encendían o se apagaban. Podías coger un insecto y resplandecía en la palma de tu mano; producía una curiosa luz, un misterioso mensaje que convertía la carne verde pálido en un pequeño halo a su alrededor. A la noche siguiente había centenares y centenares en los bosques.

Por alguna razón se mantenían a una cierta altura, a cuatro o cinco pies sobre el suelo. Era imposible no imaginar que toda una pandilla de chiquillos de seis o siete años corría por el oscuro bosque con velas, varitas con un fuego mágico, mientras saltaban alegremente, hacían cabriolas, y giraban sus pequeñas y pálidas antorchas. Los bosques se llenaban de una vida salvaje y retozona y todo quedaba en un perfecto silencio.

Los caminos de la vida

Cuando yo era niña me enseñaban unos dibujos, una especie de dibujos animados que se iban formando ante tus ojos y, mientras, el artista contaba su relato. Este relato se contaba siempre con las mismas palabras.

Había un hombre que vivía en una casita redonda, que tenía una ventana redonda y un jardín triangular delante.

No lejos de la casa había un estanque con muchos peces.

Una noche el hombre se despertó con gran ruido y se metió en la oscuridad para encontrar la causa. Tomó el camino hacia el camino hacia el estanque.

En este punto el narrador comenzaba a dibujar, como sobre un mapa de los movimientos de un ejército, un plano de los caminos que tomaba el hombre.

Primero corrió hacia el sur. Allí tropezó con una piedra grande que había en medio del camino y, un poco más allá, cayó en una zanja, se levantó; cayó en otra zanja, se levantó; cayó en una tercera zancada, y salió de ella.

Luego se dio cuenta que se había equivocado y corrió hacia el norte. Pero allí otra vez le pareció que el ruido venía del sur y de nuevo corrió hacia allá. Primero tropezó con una piedra grande que había en medio del camino, un poco más allá cayó en una zanja, se levantó; cayó en otra zanja, se levantó; cayó en una tercera zanja, y salió de ella.

Ahora escuchó claramente que el ruido procedía del fondo del estanque. Se precipito hacia allí y vio que había hecho una brecha grande en el dique y que salía el agua junto con los peces. Se puso a la obra y cerró el agujero y sólo cuando hubo terminado se fue de vuelta a la cama.

Cuando a la mañana siguiente el hombre se puso a mirar a través de la ventanita redonda —el cuento terminaba de la manera más dramática posible—, ¿qué es lo que vio?

—¡Una cigüeña!

Me alegro mucho de que me contaran ese cuento. Lo recordé en momentos de necesidad. El hombre del cuento es cruelmente engañado y encuentra toda clase de obstáculos en su camino. Podía haber pensado: «¡Cuántas idas y venidas! ¡Vaya mala suerte!». Podía haberse preguntado cuál era la causa de todas sus tribulaciones, no podía saber que era una cigüeña. Pero con todo siguió teniendo un propósito, nada le hizo abandonar y volver a casa, terminó su trabajo, conservó su fe. Aquel hombre tuvo su recompensa. Por la mañana vio a la cigüeña. Cuánto debió de reírse.

El aprieto en que me encuentro, el pozo oscuro en que ahora estoy sumida, ¿de qué pájaro será el calcañar? Cuando el dibujo de mi vida esté completo, ¿veré yo, verá la gente, la ciglieña?
Infandum, Regina, iubes renovare dolorem.
Troya en llamas, siete años de exilio, trece buenos barcos perdidos. ¿Qué sale de allí? «Insuperada elegancia, majestuosa grandeza y suave ternura».

Nos quedamos perplejos al leer el segundo artículo de fe de la Iglesia cristiana: Que fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos y, al tercer día, resucitó de entre los muertos, ascendió a los cielos y desde ellos volverá.

Cuántas idas y venidas, tan terribles corno las del hombre del cuento. ¿Qué sale de todo eso?: El segundo artículo del Credo de medio mundo.

Historia de Esa

Durante la guerra tenía un cocinero llamado Esa, un anciano de mucho sentido común y de carácter bondadoso. Un día en que estaba en la tienda de comestibles de Mackinnon en Nairobi, comprando té y especias, se me acercó una señora pequeña y de cara angulosa, y me dijo que sabía que Esa estaba a mi servicio; le dije que así era.

—Pero estuvo conmigo antes —dijo la señora— y quiero que vuelva.

Le dije que lo sentía, pero que no podía llevárselo.

—Oh, no lo creo —dijo—. Mi marido es funcionario del Gobierno. ¿Querría usted decirle a Esa, por favor, cuando llegue a casa que quiero que vuelva y que, si no lo hace, le reclutarán en el Cuerpo de Porteadores? Entiendo —añadió— que tiene usted suficientes sirvientes sin Esa.

BOOK: Memorias de África
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