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Authors: Isak Dinesen

Tags: #Drama

Memorias de África (38 page)

BOOK: Memorias de África
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II
La muerte de Kinanjui

En el mismo año el jefe Kinanjui murió. Uno de sus hijos vino a mi casa a última hora de la tarde y me pidió que fuera con él a la aldea de su padre porque se estaba muriendo:
Na taka kufa
—quiere morir—, como dicen los nativos.

Kinanjui era ahora un anciano. Se había producido recientemente un gran acontecimiento en su vida: se habían levantado las regulaciones de cuarentena de la reserva masai. Tan pronto como se enteró el viejo jefe kikuyu se fue en persona, con unos cuantos de sus seguidores, hasta muy al sur de la reserva, para resolver de una vez sus múltiples cuentas con los masai, y traer consigo las vacas que le pertenecían junto con los terneros que hubieran tenido en su exilio. Mientras estaba allá se había puesto enfermo; por lo que pude entender había sido corneado en un muslo por una vaca y la herida se le gangrenó. Fue una muerte digna de un jefe kikuyu. Cuando decidió volver a casa, Kinanjui llevaba demasiado tiempo con los masai o ya se sentía demasiado enfermo para emprender el largo viaje. Probablemente estaba tan empeñado en traer su ganado que no quiso moverse hasta que estuvo todo reunido y es también posible que se hubiera dejado cuidar por una de sus hijas casadas hasta que sintió una ligera sospecha de que no tenía muchas ganas de que se curara. Por fin se fue y parece que sus seguidores hicieron todo lo que pudieron por él y les supuso un gran trabajo traer hasta su casa al anciano agonizante en una camilla y a lo largo de una gran distancia. Ahora se estaba muriendo en su cabaña y había enviado a buscarme.

El hijo de Kinanjui había venido a casa después de la cena y ya era de noche cuando Farah, él y yo condujimos hasta la aldea, pero la luna había salido y estaba en su cuarto creciente. Por el camino, Farah planteó la cuestión de quién iba a suceder a Kinanjui como jefe de los kikuyus. El anciano jefe tenía muchos hijos, parecía que había diversas influencias en juego en el mundo de los kikuyus. Fatah me dijo que dos de sus hijos eran cristianos, pero uno era católico romano y el otro un converso a la Iglesia de Escocia, y las dos misiones era seguro que harían todo lo posible para que su pretendiente fuera proclamado. Los kikuyus parecían preferir a un tercer hijo, más joven y pagano.

En la última milla el camino no era más que una senda para el ganado entre el césped. La hierba estaba gris por el rocío. Antes de llegar a la aldea había que cruzar el lecho de un río con una pequeña y serpenteante corriente plateada en medio; por allí pasamos a través de una blanca neblina. La gran
manyatta
de Kinanjui, cuando llegamos; estaba tranquila a la luz de la luna, un amplio recinto de cabañas, cabañas pequeñas con techo puntiagudo que servían de almacén y
bomas
para el ganado. Cuando entrábamos, a la luz de nuestros faros vi, bajo una techumbre de bálago, el automóvil que Kinanjui le compró al cónsul norteameri­cano por el tiempo en que vino a la granja a dar su juicio en el caso de Wanyangerri. Parecía completamente abandonado, todo oxidado y estropeado, y ahora Kinanjui no le dedicaría ni un pensamiento, sino que habría vuelto hacia la manera de vivir de sus padres y pediría ver a las vacas y a las mujeres rodeándole.

La aldea que parecía tan oscura no estaba dormida, la gente estaba levantada y nos rodeó cuando oyó el automóvil. Pero no estaba igual que siempre. La
manyatta
de Kinanjui era siempre un lugar ruidoso y lleno de vida, como un manantial que brota del suelo y el agua sale por todos los lados; se entrecruzaban planes y proyectos en todas las direcciones, bajo la mirada de la pomposa, benevolente y central figura de Kinanjui. Ahora el ala de la muerte se cernía sobre la
manyatta
y como un poderoso imán alteraba los modos de vida, formando nuevos grupos y constelaciones. Estaba en juego el bienestar de cada miembro de la familia y de la tribu, y esas escenas e intrigas que siempre se desarrollan en torno a un lecho de muerte real, las sentías bullir, entre el olor de las vacas y bajo la mortecina luz de la luna. Cuando salimos del automóvil llegó un chiquillo con un farol y nos llevó hasta la cabaña de Kinanjui, un grupo numeroso vino con nosotros y se quedó afuera.

Nunca había estado antes dentro de la casa de Kinanjui. Esta mansión real era notablemente mayor que la cabaña kikuyu normal, pero su moblaje no tenía nada de lujoso. Había la armadura de una cama hecha de palos y correas y unas cuantas banquetas de madera, así como dos o tres hogueras sobre el suelo de arcilla pisoteada. El calor en la cabaña era sofocante y el humo tan denso que al prin­cipio no pude ver quién estaba allí, aunque había un farol en la tierra. Cuando me acostumbré un poco a aquella atmósfera vi a tres ancianos calvos en la habitación, consejeros o parientes de Kinanjui, una mujer muy vieja que llevaba un bastón y estaba junto a la cama, una muchacha muy, bonita y un chico de trece años: ¿qué nueva constelación era ésta, atraída por el imán, en la cámara mortuoria del jefe?

Kinanjui estaba completamente tumbado en la cama. Se moría, estaba a mitad del camino entre la muerte y la descomposición y el hedor que despedía era tan sofocante que al principio no me atreví a abrir la boca para hablar por miedo a ponerme enferma. El anciano estaba completamente desnudo, echado sobre una alfombra de tela escocesa que yo le había regalado, pero probablemente no podía soportar el más mínimo peso sobre su pierna infectada. La pierna tenía un aspecto terrible, estaba tan hinchada que no podías distinguir dónde estaban las rodillas y, a la luz de la lámpara, pude ver que la tenía cubierta desde la cadera hasta los pies con manchas negras y amarillas. Bajo la pierna, la tela estaba oscura y húmeda como si saliera agua de ella continuamente.

El hijo de Kinanjui, que había venido a la granja a buscarme, me trajo una vieja silla europea con una pata más corta que las otras y la colocó muy cerca de la cama, para que me sentara.

La cabeza y el tronco de Kinanjui habían enflaquecido tanto que por todas partes sobresalía la estructura de su gran esqueleto, parecía una enorme escultura de madera negra, rudimentariamente trabajada con un cuchillo. Sus dientes y su lengua aparecían entre sus labios. Sus ojos estaban medio nublados, lechosos en la oscuridad de su rostro. Pero podía ver y cuando me acerqué a la cama, volvió sus ojos y estuvo mirándome durante todo el tiempo que permanecí en la cabaña. Lenta, muy lentamente, arrastró su mano derecha a lo largo de su cuerpo para tocar mi mano.

Tenía unos dolores terribles, pero seguía siendo él mismo, con todo su peso, desnudo en la cama. Por su aspecto pensé que había vuelto triunfante de su viaje, trayendo su ganado consigo, a pesar de sus yernos masai. Recordaba allí sentada y mientras le miraba que tenía una debilidad: sentía terror del trueno y cuando estallaba una tormenta, si estaba en mi casa, parecía un ratón y no hacía más que mirar en torno buscando una madriguera. Pero ahora ya no temía los rayos, ni las amenazadoras descargas: sencillamente, pienso, había cumplido su tarea en el mundo, de regreso a casa y recibía su salario en todos los sentidos. Si su mente estaba aún clara para recordar su vida, encontraría pocos momentos en los que no hubiera extraído lo mejor de ella. Una gran vitalidad y capacidad de goce se terminaban allí, en el lecho donde reposaba Kinanjui. «Muere tranquilo, Kinanjui», pensé.

Los ancianos en la cabaña seguían en silencio, como si hubieran perdido la facultad de hablar. Fue el chiquillo, que estaba allí cuando llegué y al que tomé por el hijo más joven de Kinanjui, quien se acercó al lecho de su padre y me dijo, supongo, lo que se había acordado antes de mi llegada.

Me explicó que el médico de la Misión se había enterado de la enfermedad y había venido a vede. Le dijo a los kikuyus que volvería de nuevo para llevarse al jefe agonizante al hospital de la Misión, y estaban esperando un camión que vendría esa misma noche. Pero Kinanjui no quería ir al hospital. Por eso había dicho que me fueran a buscar. Quería que yo le llevara a mi casa pero antes de que volviera la gente de la Misión. Mientras hablaba el chiquillo, Kinanjui me miraba.

Le escuché con tristeza.

Si Kinanjui hubiera enfermado de muerte en cualquier momento del pasado, un año o tres meses antes, le hubiera llevado conmigo, si me lo hubiera pedido. Pero en aquel momento las cosas habían cambiado. Las cosas me iban muy mal últimamente y temía que fueran todavía peor. Me había pasado días enteros en oficinas de Nairobi escuchando a hombres de negocios y abogados, y reuniéndome con los acreedores de la granja. La casa a la que Kinanjui quería que lo llevara ya no era mi casa.

Kinanjui, pensé allí sentada y mirándole, se estaba muriendo y nadie podía salvarle. Se moriría en mi automóvil durante el viaje o al llegar a la casa. La gente de la Misión vendría y me criticarían por esa muerte; cualquiera les daría la razón.

Todo eso, allí en mi silla rota en la cabaña, me parecía una carga demasiado pesada para asumida. Ya no me quedaban fuerzas para enfrentarme contra las autoridades del mundo. Ya no me quedaban ánimos para desafiarlas a todas.

Intenté dos o tres veces decidirme y llevarme a Kinanjui, pero me falló el coraje. Pensé que debía dejarlo donde estaba.

Farah estaba en la puerta y escuchó las palabras del chiquillo. Cuando me vio sentada en silencio se acercó y, en voz baja y ansiosa, comenzó a explicarme la mejor manera de levantar a Kinanjui para meterle en el automóvil. Me levanté y fui con él a la parte de atrás de la cabaña, un poco apartados de la vista y del hedor del anciano que estaba en la cama. Le dije a Farah que no iba a llevar a Kinanjui conmigo. Farah no se esperaba ese giro en las cosas, sus ojos y su rostro se ensombrecieron con la sorpresa.

Me hubiera gustado permanecer un poco más con Kinanjui pero no quería ver a la gente de la Misión llegar y llevárselo.

Me acerqué hasta el lecho de Kinanjui y le dije que no podía llevármelo conmigo a casa. No había necesidad de dar razones, así que lo dejamos tal cual. Los ancianos de la cabaña, cuando comprendieron mi negativa, me rodearon muy nerviosos, el chiquillo se echó hacia atrás y se quedó inmóvil, no tenía más que hacer. Kinanjui ni se movió ni removió, siguió mirándome a los ojos como hizo durante todo el tiempo. Parecía como si algo así le hubiera ocurrido antes, lo cual era muy posible.

—Kwaheri, Kinanjui —le dije—. Adiós.

Sus dedos ardiendo se movieron un poco en mi palma.

Cuando me volví y miré hacia atrás al llegar a la puerta de la cabaña, la opacidad y el humo de la habitación ocultaban la larga figura de mi jefe kikuyu. Al salir de nuevo de la cabaña hacía mucho frío. La luna había bajado en el horizonte, debía de ser pasada la medianoche. En ese momento, en la
manyatta
, uno de los gallos de Kinanjui cantó dos veces.

Kinanjui murió aquella misma noche en el hospital de la Misión. Dos de sus hijos vinieron a mi casa a la tarde siguiente para decírmelo. Al mismo tiempo me invitaron al funeral, que se celebraría al día siguiente cerca de su aldea, en Dagoretti.

Cuando pueden, los kikuyus no entierran a sus muertos, sino que los dejan en el suelo para que se encarguen de ellos las hienas y los buitres. Aquella costumbre siempre me había gustado, pienso que sería agradable yacer bajo el sol y las estrellas, y ser rápida, ordenada y abiertamente mondada y limpiada; para fundirse con la naturaleza y ser un componente más de un paisaje. Cuando hubo gripe española en la granja, escuchaba a las hienas rondando las
shambas
durante toda la noche y con frecuencia, después de aquellos días, me encontraba una calavera limpia y parda entre las altas hierbas del bosque, como una nuez caída de un árbol, o en la pradera. Pero la práctica no se conllevaba con las condiciones de la vida civilizada. El Gobierno se tomó un gran trabajo para lograr que los kikuyus cambiaran sus costumbres y enseñarles a enterrar a sus muertos, pero a ellos seguía sin gustarles la idea en absoluto.

Me dijeron que Kinanjui sería enterrado y pensé que los kikuyus se habrían mostrado dispuestos a hacer una excepción por tratarse de un jefe. Quizá querrían montar un gran espectáculo y reunión de nativos. Fui en automóvil a Dagaretti la tarde siguiente pensando encontrar a todos los viejos jefes menores del país y ver un gran festival kikuyu.

Pero el funeral de Kinanjui fue un asunto europeo y clerical. Había unos pocos representantes del Gobierno, el Comisionado del Distrito y dos funcionarios de Nairobi. Pero el clero se había apoderado del día y del lugar; y habían cubierto de negro la pradera bajo el sol de la tarde. Tanto la Misión francesa, como las iglesias de Inglaterra y Escocia, estaban profusamente representadas. Si lo que querían era impresionar a los kikuyus con el sentimiento de que habían puesto su mano sobre el jefe muerto y que ahora les pertenecía, lo consiguieron. Era tan obvio que tenían el poder que estaba fuera de lugar pensar en quitarles a Kinanjui. Es una vieja trampa de las Iglesias. Allí vi por primera vez, en cantidad apreciable, a los chicos de las misiones, los nativos conversos, con atuendo medio sacerdotal, fuera cual fuere su función, jóvenes kikuyus gorditos, con lentes y con las manos cruzadas, con aspecto de antipáticos eunucos. Probablemente los dos hijos cristianos de Kinanjui estaban allí, suspendidas por un día sus diferencias religiosas, pero no les conocía. Algunos de los viejos jefes asistieron al funeral, allí estaba Keoy y hablé con él un rato sobre Kinanjui. Pero se mantuvieron en un segundo plano durante el espectáculo.

Habían cavado la tumba de Kinanjui bajo una pareja de altos eucaliptos, en la pradera, y una cuerda la rodeaba. Llegué temprano y me quedé junto a la cuerda, cerca de la tumba, desde donde podía ver llegar a la gente, que acudía como moscas.

Trajeron a Kinanjui desde la Misión en un camión y lo dejaron cerca de la tumba. Creo que nunca en mi vida he quedado más sorprendida y espantada. Había sido un hombre grande y le recordó como le había visto cuando venía hasta la granja entre sus senadores, incluso como se le veía hacía dos noches, en su cama. Pero el ataúd en que lo había metido era una caja casi cuadrada, que no tenía más de cinco pies de largo. Cuando la miré no pensé que fuera un ataúd; pensé que sería una caja de aparatos para el funeral. Pero era el ataúd de Kinanjui. Nunca supe cómo lo habían escogido, quizá porque era algo que ya tenían en la Misión escocesa. Pero ¿cómo habían podido meter a Kinanjui allí, y cómo estaba dispuesto dentro? Colocaron el ataúd en el suelo, cerca de donde yo me encontraba.

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