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Authors: Isak Dinesen

Tags: #Drama

Memorias de África (37 page)

BOOK: Memorias de África
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—Cuarenta toneladas,
Memsahib
.

Entonces supe que no podíamos seguir adelante. Todo el color y la vida del mundo que me rodeaba se desvanecieron la sombría y sofocante habitación de hotel en Mombasa, con su suelo de cemento, con la vieja cama de cabecera de hierro y el desgastado mosquitero, adquirieron una tremenda significación como símbolos, la vida humana al desnudo y sin ninguna belleza. No fui capaz de decide nada más a Farah y él no pudo hablar más tampoco, sino que se fue, el último ser amigo en el mundo.

Pero el espíritu humano tiene grandes poderes de recuperación y en la mitad de la noche pensé, como el viejo Knudsen, que cuarenta toneladas eran algo, pero que el pesimismo era un vicio fatal. Y en cualquier caso estaba de vuelta a casa, subiría el camino una vez más. Mi gente estaba allí y mis amigos vendrían a visitarme. Dentro de diez horas en el tren iba a ver, hacia al suroeste, la silueta azul recortándose contra el cielo de las colinas de Ngong.

En aquel mismo año las langostas cayeron sobre la tierra. Se decía que venían de Abisinia; después de dos años de sequía viajaban hacia el sur y se comían toda la vegetación que encontraban a su paso. Antes de que las viéramos nos empezaron a llegar extraños relatos del país que dejaban devastado. Por el norte las granjas de maizales, trigo y frutas se habían convertido en un vasto desierto por donde ellas pasaron. Los colonos enviaban mensajeros a sus vecinos del sur para anunciarles la llegada de las langostas. Pero no podías hacer gran cosa, aunque estuvieras prevenida. Los granjeros preparaban grandes pilas de leña y de tallos de maíz y les prendían fuego cuando llegaban las langostas, los trabajadores de las granjas eran enviados con latas y se les decía que gritaran y chillaran, al tiempo que las batían para asustarlas. Pero eso suponía un corto respiro, porque por mucho que los granjeros pudieran asustar a las langostas éstas no se podían mantener indefinidamente en el aire, así que lo único que podías esperar era mandarlas hacia la granja más próxima en el sur, ya medida que las iban echando de un lado y de otro, más hambrientas y más desesperadas estaban cuando por fin se posaban. Hacia el sur yo tenía las grandes praderas de la reserva masai y todo lo que podía desear era mantenerlas volando y enviarlas al otro lado del río, hacia donde estaban los masai.

Me habían llegado tres o cuatro mensajeros anunciándome la llegada de las langostas, enviados por los granjeros vecinos del distrito, pero no acababan de aparecer y empecé a pensar si no sería una falsa alarma. Una tarde iba a nuestra dhuka, al almacén general de la granja que usaban los trabajadores y los aparceros y que llevaba Abdullai, el hermano pequeño de Farah. Estaba en la carretera cuando un indio que iba en un carrito tirado por una mula me llamó y me hizo señas para que me acercara, porque no podía alcanzarme en la llanura.

—Las langostas están llegando a tu tierra, señora —me dijo cuando cabalgué hacia él.

—Me lo han dicho muchas veces —dije—, pero no he visto ninguna. A lo mejor no es tan grave como dicen.

—Por favor, señora, date la vuelta —dijo el indio.

Me di la vuelta y miré: a lo largo del horizonte septentrional había una sombra en el cielo, como la ancha banda de humo de una ciudad, «una ciudad con un millón de habitantes vomitando humo en el aire resplandeciente», pensé, o como una delgada nube subiendo.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Langostas —dijo el indio.

Al regresar vi a unas cuantas langostas, tal vez veinte en total, en el sendero que atravesaba la llanura. Pasé por la casa de mi administrador y le di instrucciones para que todo estuviera preparado para recibir a las langostas. Cuando miramos hacia el norte la negra humareda en el cielo se había hecho un poco mayor. De vez en cuando, mientras mirábamos, una langosta pasaba silbando por el aire o caía en tierra y salía gateando.

A la mañana siguiente, cuando abrí mi puerta y miré hacia afuera todo el paisaje era del color mate pálido de una terracota. Los árboles, el prado, el camino, todo estaba cubierto por la tintura, como si por la noche hubiera caído una espesa capa de nieve de color terracota sobre la tierra. Allí estaban las langostas. Mientras permanecía de pie, mirando, el escenario comenzó a agitarse, las langostas se movían y se levantaban, al cabo de unos momentos la atmósfera vibró con las alas: se estaban marchando.

Aquella vez no habían hecho mucho daño en la granja, porque permanecieron sólo durante una noche. Vimos que eran de alrededor de una pulgada y media, de un gris amarronado y rosado, pegajosas al tacto. Rompieron dos grandes árboles que había en mi camino simplemente posándose encima; cuando mirabas los árboles y recordabas que cada una de las langostas sólo pesaría la décima parte de una onza, empezabas a concebir cuál sería su número.

Las langostas volvieron; durante dos o tres meses tuvimos continuos ataques de ellas en la granja. Pronto renunciamos a asustarlas, porque era una tarea desesperada y tragicómica. A veces venía una pequeña nube, una avanzadilla separada de la fuerza principal, que pasaba de súbito. Pero otras veces las langostas llegaban en grandes bandadas que tardaban días en pasar sobre la granja, doce horas de incesante avance por el aire. Cuando la bandada estaba en su momento culminante era como una ventisca en mi país, silbando y aullando como un viento muy fuerte, alitas duras y furiosas por todas partes, te rodeaban, resplandecientes como finas hojas de acero al sol, pero a la vez lo oscurecían todo. Las langostas formaban un cinturón, desde el suelo hasta la copa de los árboles, más allá el aire era claro. Chocaban contra tu cara, se metían en tu cuello, en tus mangas, en tus zapatos. Su acometida te mareaba y te llenaba de una rabia y desesperación enfermizas, el horror a la masa. Lo individual no cuenta; mátalas y no importa. Después de que hayan pasado las langostas y se hayan ido hacia el horizonte como una fina mancha de humo, el sentimiento de disgusto en tu rostro y en tus manos, que ellas han recorrido, permanece contigo durante mucho tiempo.

Una gran bandada de pájaros seguía al avance de las langostas, volaban en círculos sobre ellas, posándose y paseando por los campos donde se quedaban, alimentándose magníficamente de la horda: cigüeñas y grullas, pomposas acaparadoras.

De vez en cuando las langostas se instalaban en la granja. No hacían mucho daño en la plantación de café porque las hojas de las plantas, semejantes al laurel, eran demasiado duras como para que pudieran mascarlas. Lo único que podían hacer era romper un árbol aquí y allá en el campo.

Pero ver los maizales después de que hubieran pasado por ellos era muy triste, no quedaban más que unas cuantas hojas secas que colgaban de los tallos quebrados. Mi jardín al lado del río, que se regaba y estaba verde, se convirtió en un montón de flores, verduras y hierbas trituradas, todo había desaparecido. Las
shambas
de los aparceros eran como extensiones de tierra saqueada y quemada, aplastado por los arrastrados insectos, con las langostas muertas en el polvo como si fueran el único fruto que daba el suelo. Los aparceros se las quedaban mirando. Las viejas que habían cavado y plantado las
shambas
encorvadas, confundidas, agitaban sus puños contra la última y débil sombra negra que desaparecía en el cielo.

Detrás del ejército, en todas partes, quedaba una gran cantidad de langostas muertas. En la carretera, donde se habían posado y donde carros y carretas habían pasado sobre ellas, las rodadas estaban marcadas, hasta donde alcanzaba la vista, como la vía del ferrocarril, por los pequeños cuerpos de las langostas muertas.

Las langostas dejaban sus huevos en el suelo. Al año siguiente, después de las grandes lluvias, aparecerían los pequeños insectos de color marrón oscuro, saltamontes en el primer estadio de su vida, que no podían volar pero que se arrastraban y comían todo lo que encontraban en su camino.

Cuando se me acabó el dinero y las cosas ya no eran rentables, tuve que vender la granja. La compró una gran compañía de Nairobi. Pensaron que el lugar estaba demasiado alto como para cultivar café y no querían tampoco otro tipo de cultivos. Lo que querían era arrancar las plantas, dividir la tierra y abrir caminos para con el tiempo, cuando Nairobi se extendiera hacia el oeste, vender la tierra y construir en ella bloques de construcciones. Eso era hacia el final del año.

Incluso como estaban las cosas yo no creo que hubiera encontrado fuerzas para renunciar a la granja si no hubiera sido por una cosa.

La cosecha de café, que aún no estaba maduro, pertenecía a los antiguos propietarios de la granja o al banco que había realizado la primera hipoteca. Aquel café no sería recogido, manipulado en la granja y exportado hasta mayo o después. Durante ese período yo seguiría dirigiendo la granja y las cosas continuarían aparentemente como siempre. Y durante ese tiempo, pensaba, podría ocurrir algo que lo cambiara todo porque, al fin y al cabo, el mundo no era un lugar regular o previsible.

De esta manera comenzó una extraña época de mi existencia en la granja. La verdad, que subyacía en todo, era que ya no me pertenecía, pero que tal y como iban las cosas, esa verdad podía ser ignorada por la gente que no lo sabía, y no cambiaba el curso diario de las cosas. Fue, de hora en hora, una lección del arte de vivir el momento o, por así decirlo, la eternidad, porque lo que estaba pasando no importaba nada.

Era algo muy curioso que yo, durante aquel período, nunca me creyera que tenía que ceder la granja o dejar África. Quienes me rodeaban, todas personas razonables, me decían que debía hacerlo; recibía cartas de mi país en cada correo que lo probaban y los hechos de mi vida cotidiana apuntaban en esa dirección. Al mismo tiempo nada podía estar más lejos de mi pensamiento y seguía creyendo que dejaría mis huesos en África. Aquella firme fe no tenía otro fundamento ni otra razón que mi compleja incapacidad de imaginarme otra cosa.

Durante aquellos meses formé en mi mente un programa, o un sistema de estrategia, contra el destino y contra la gente que me rodeaba, que eran sus aliados. Cederé, pensé, de ahora en adelante en todos los asuntos menores para evitarme problemas innecesarios. Dejaré que mis adversarios hagan lo que quieran en los asuntos cotidianos, hablando y por escrito. Porque al final saldré triunfante y conservaré mi granja y la gente que hay en ella. Pensaba que no podía perderlos; si no podía imaginarlo, ¿cómo podía suceder?

De este modo yo era la última persona que me daba cuenta que tenía que marcharme. Cuando recuerdo mis últimos meses en África me parece que las cosas inanimadas eran conscientes de mi marcha mucho antes de que lo fuera yo misma. Las colinas, los bosques, el viento, las praderas y los ríos sabían que nos íbamos a separar. Cuando por primera vez llegué a un acuerdo con el destino y se iniciaron las negociaciones sobre la venta de la granja, la actitud del paisaje hacia mí cambió. Hasta entonces yo había formado parte de él y la sequía era para mí como una fiebre y el florecer de la pradera como un vestido nuevo. Ahora el país se separaba de mí y daba un paso hacia atrás para que pudiera verlo claramente y como un todo.

Las colinas hacían lo mismo que la semana antes de que empezaran las lluvias. Una tarde, al mirarlas, de repente hicieron un gran movimiento y se descubrieron, se convirtieron en algo patente, concreto intenso en forma y en color, como si quisieran entregársete con todo lo que contenían, como si desde donde estabas pudieras dar un paso y llegar a las verdes laderas. Piensas: si un gamo se paseara por un claro en este momento, podrías ver sus ojos cuando gira la cabeza, sus orejas moviéndose; si un pajarito se posara en la rama de un arbusto le oirías cantar. En las colinas, en el mes de marzo, este gesto de abandono significa que las lluvias se aproximan, pero aquí, para mí, significa que me marchaba.

Había visto otros países de la misma manera, que se te entregan cuando vas a dejados, pero había olvidado lo que significaba. Lo único que pensaba es que nunca había visto al país tan hermoso, como si su contemplación fuera suficiente para hacerte feliz durante toda tu vida. La luz y la sombra compartían el paisaje; había arco iris en el cielo.

Cuando estaba con otros blancos, abogados y hombres de negocios, en Nairobi, o con mis amigos que me daban consejos sobre el viaje, mi aislamiento me hacía sentir muy extraña, y a veces era algo físico, como si me sofocara. Me consideraba como la única persona responsable entre ellos; pero una o dos veces se me ocurrió que si estuviera loca entre personas cuerdas me sentiría igual.

Los nativos de la granja, con el desolado realismo de sus almas, eran conscientes de la situación y de mi estado de ánimo, como si se lo estuviera diciendo en una conferencia o lo hubiera escrito en un libro para ellos. Al mismo tiempo venían a mí en busca de ayuda y socorro, y en ningún caso intentaron resolver su futuro por sí mismos. Intentaban lo mejor que sabían que me quedara y con este propósito inventaban toda clase de planes, que venían a confiarme. Cuando se hizo la venta de la granja vinieron y se sentaron en torno a mi casa, no tanto para hablar conmigo como para seguir cada uno de mis movimientos. Hay un momento para­dójico en la relación entre un dirigente y sus seguidores: éstos pueden ver cada debilidad y defecto que tiene, juzgarle con agudeza y sin prejuicios, pero siguen necesitándolo, como si en la vida no hubiera, físicamente, posibilidad de abandonarle. Un rebaño de ovejas siente lo mismo hacia su pastorcillo, conocen mucho mejor que él el país y el tiempo, pero continúan siguiéndole, si es necesario, hasta el abismo. Los kikuyus comprendían la situación mejor que yo, teniendo en cuenta su superior conocimiento del bien y el mal, pero se sentaban en torno a la casa y esperaban mis órdenes; quizá hablaban libremente durante todo el tiempo entre ellos acerca de mi ignorancia y mi completa incapacidad.

Se podría pensar que su constante presencia alrededor de mi casa, cuando yo sabía que no podía ayudarles y que su destino pesaba sobre mí, sería muy difícil de soportar. Pero no era así. Sentimos, creo, hasta el último momento, un curioso consuelo y alivio en la compañía de otros. La comprensión entre nosotros era más profunda que cualquier razón. En esos meses pensaba mucho en Napoleón durante la retirada de Moscú. Generalmente se piensa en su agonía al ver a su gran ejército sufriendo y muriendo a su alrededor, pero también es posible que se hubiera muerto allí mismo si no lo tuviera a la vista. Por la noche contaba las horas hasta el momento en que los kikuyus volverían a la casa.

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