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Authors: Isak Dinesen

Tags: #Drama

Memorias de África (40 page)

BOOK: Memorias de África
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Posteriormente el Comisionado del Distrito de Voi me escribió y me contó los detalles del accidente. Denys y él habían pasado la noche juntos y salió del aeropuerto por la mañana, con el criado que le acompañaba hacia mi granja. Después de despegar giró y volvió rápidamente, volando bajo, a doscientos pies. De repente el aeroplano se inclinó, dio la vuelta y cayó a tierra como un pájaro que vuela en picado. Al chocar contra el suelo comenzó a arder, la gente que acudió se vio rechazada por el calor. Cuando trajeron ramas y tierra y las arrojaron al fuego, se encontraron con que el aeroplano estaba aplastado y que las dos personas que había dentro se habían matado en la caída.

Muchos años después de aquel día, la colonia siguió sintiendo que la muerte de Denys era una pérdida de la que no podía recuperarse. Algo muy hermoso se produjo en la actitud del colono medio hacia él, una reverencia hacia valores que estaban fuera de su comprensión. Cuando hablaban de él la mayoría de las veces era como de un atleta; hablaban de sus hazañas como jugador de cricket y de golf, de cosas que jamás había oído, así que me enteré entonces de su gran fama como deportista. Después de hablar de él como deportista añadían que era muy brillante. Por lo que ellos le recordaban era por una absoluta carencia de vanidad, o de egoísmo, una sinceridad incondicional que aparte de él sólo he encontrado en los tontos. En una colonia generalmente esas cualidades no son consideradas dignas de imitación, pero después de la muerte de un hombre son, quizá, admiradas con más sinceridad que en otros lugares.

Los nativos conocían a Denys mejor que los blancos; para ellos su muerte era acongojante.

Cuando en Nairobi me comunicaron la muerte de Denys intenté ir hasta Voi. La Airway Company iba a enviar a Tom Black para que hiciera un informe sobre el accidente y fui en automóvil hasta el aeródromo para que me llevara consigo, pero cuando llegué su aeroplano ya había despegado hacia Voi.

Es posible ir en automóvil, pero ya habían empezado las grandes lluvias y no sabía cómo iba a encontrar las carreteras. Mientras esperaba que me informaran de su estado recordé que Denys me había dicho que quería que lo enterraran en las colinas de Ngong. Era extraño que no lo hubiera recordado antes, pero es que lo último en que hubiera pensado es que lo iban a enterrar. Ahora lo recordaba con toda nitidez.

Había un lugar en las colinas, sobre la primera loma en el cazadero, que yo misma, cuando pensaba que iba a vivir y morir en África, se la había señalado a Denys como mi futuro enterramiento. Por la tarde, cuando estábamos sentados y contemplábamos las colinas desde mi casa, me dijo que a él le gustaría también que lo enterraran allí. Desde entonces, cuando íbamos en automóvil por las colinas, Denys decía:

—Vamos a ir hasta nuestras tumbas.

Una vez, cuando acampamos en las colinas en busca de búfalos, fuimos por la ladera en la tarde para ver más de cerca el lugar. Hay una vista infinitamente grande desde allí; a, la luz del crepúsculo vimos los montes Kenya y Kilimanjaro. Denys, que estaba tumbado en el suelo, comiendo una naranja, dijo que le gustaría quedarse. Mi propia tumba estaba un poco más arriba. Desde los dos lugares se podía ver a lo lejos, al este, mi casa en el bosque. Volveríamos al día siguiente, para siempre, pensé, a pesar de la extendida opinión de que todo debe morir.

Gustav Mohr se fue desde su granja a mi casa cuando se enteró de la muerte de Denys y, cuando no me encontró, fue a buscarme a Nairobi. Al cabo de un rato vino Hugh Martin y se sentó con nosotros. Les conté el deseo de Denys, lo de la tumba en las colinas y ellos telegrafiaron a la gente de Voi. Ames de que yo volviera a la granja me informaron que traerían el cuerpo de Denys en el próximo tren de la mañana, así que el funeral podría celebrarse al mediodía en las colinas. Debía tener su tumba preparada para entonces.

Gustav Mohr se vino conmigo a la granja, para quedarse allí a dormir y ayudarme por la mañana. Debíamos estar en las colinas un poco antes del amanecer para decidir el lugar y abrir la fosa a tiempo.

Llovió durante toda la noche y lloviznaba cuando salimos de casa. Las rodadas de los carros en el camino estaban llenas de agua. Conducir en las colinas era como conducir entre nubes. No veíamos la llanura abajo, a nuestra izquierda, ni las laderas ni los picos de las colinas a nuestra derecha; los criados, que venían con nosotros en un camión, desaparecieron detrás a una distancia de diez yardas y la niebla se hacía más espesa a medida que subía el camino. Por un cartel en la carretera supimos que estábamos en el cazadero, así que seguimos en el automóvil unos cuantos cientos de yardas y luego lo dejamos. El camión y los criados se quedaron en la carretera hasta que encontramos el lugar. El aire de la mañana era tan frío que nos hacía daño en los dedos.

El lugar de la tumba no debía estar muy lejos de la carretera ni el suelo ser tan escarpado que no permitiera llegar a un camión. Caminamos juntos durante un ratito, hablando entre la niebla, luego nos separamos y fuimos por diferentes senderos, y en pocos segundos nos perdimos de vista. La gran comarca de las colinas se abría con desgana a mi alrededor y se cerraba de nuevo, parecía un día lluvioso en un país nórdico. Farah caminaba a mi lado con un rifle mojado; pensaba que podíamos encontrar una manada de búfalos. Las cosas cercanas, que surgían súbitamente delante de nosotros, parecían fantásticamente grandes. Las hojas de los grises matorrales de aceitunas silvestres y las hierbas, más altas que nosotros, goteaban y despedían un olor muy fuerte —llevaba un impermeable y botas de goma, pero al cabo de un rato estaba empapada como si hubiera vadeado una corriente—. Las colinas estaban muy silenciosas, sólo de vez en cuando, al llover más fuerte, se oía un susurro por todas partes. Una vez la niebla se levantó y vi enfrente y a lo lejos una extensión de tierra azul índigo como una pizarra —quizá fuera uno de los picos altos de lejos—, que un momento después fue cubierta por una oleada de lluvia gris y de niebla. Seguí caminando y al final me detuve. No había nada que hacer hasta que aclarara el tiempo.

Gustav Mohr gritó mi nombre tres o cuatro veces para encontrarme y se me acercó, con el rostro y las manos empapadas. Me contó que había estado dando vueltas en la niebla durante una hora, y que si no podíamos localizar la tumba no estaría dispuesta a tiempo.

—Pero es que no puedo ver en dónde estamos —dije—, y no podemos enterrarlo en una loma donde no hay vista alguna. Vamos a esperar un poco más.

Permanecimos en silencio entre las altas hierbas y yo fumé un cigarrillo. En el momento en que lo tiré, la niebla despejó un poco y una claridad pálida y fría comenzó a llenar el mundo. En diez minutos pudimos ver dónde estábamos. A nuestros pies se extendían las praderas y distinguí la carretera por la cual habíamos venido, que serpenteaba entre las laderas, trepaba hacia nosotros y serpenteaba de nuevo. Muy lejos, hacia el sur, bajo las nubes cambiantes, se veían las quebradas estribaciones del Kilimanjaro, de color azul oscuro. Al volvernos hacia el norte la luz iba aumentando, había cálidos rayos oblicuos y una línea plateada y brillante salía de detrás del monte Kenya. De repente, mucho más cercano, hacia el este debajo de nosotros, una manchita roja, el único rojo que había, entre el gris y el verde, el tejado de mi casa en su claro del bosque. No tenía que ir más lejos, estábamos en el sitio. Poco después comenzó la lluvia otra vez.

Unas veinte yardas más arriba de donde nosotros estábamos, había una estrecha terraza natural en la ladera de la colina, allí marcamos el lugar para la tumba, con la brújula, de este a oeste. Llamamos a los criados y les indicamos que cortaran la hierba con
pangas
y cavaran el suelo mojado. Mohr se llevó a unos cuantos consigo para abrir un camino al camión desde la carretera hasta la tumba, nivelaron el terreno, cortaron ramas de los arbustos y cubrieron el sendero porque el suelo estaba resbaladizo. No pudimos abrir el ca­mino hasta la tumba porque el suelo era demasiado empinado. Hasta entonces todo había estado silencioso, pero cuando los criados comenzaron a trabajar escuché un eco en las colinas, respondía a los golpes de las azadas, como un perrito ladrando. Llegaron unos cuantos automóviles desde Nairobi y enviamos a un muchacho para que les enseñara el camino, porque en aquel amplio paraje no hubieran visto a un pequeño grupo de gente junto a la tumba en la maleza. Vinieron somalíes de Nairobi, habían dejado sus carros de mulas en la carretera y caminaban lentamente, tres o cuatro juntos, en duelo, al estilo somalí, como cubriendo sus cabezas para apartarse de la vida. Algunos de los amigos de Denys del interior, que se habían enterado de su muerte, vinieron desde Naivasha, Gil-Gil y Elmenteita, con sus automóviles cubiertos de barro por el largo y rápido viaje. El día ya había clareado, y los cuatro altos picos de las colinas aparecían por encima de nosotros recortándose contra el cielo.

A primera hora de la tarde trajeron a Denys desde Nairobi. Habían seguido la antigua ruta de safari hasta Tanganyka, conduciendo despacio por el camino mojado. Cuando llegaron al último tramo empinado, levantaron el estrecho ataúd, que iba cubierto con la bandera y lo trajeron. Cuando lo colocaron en la fosa, el paisaje cambió y se convirtió en su marco, absolutamente silencioso, las colinas se irguieron gravemente, sabían y comprendían lo que se estaba haciendo en ellas; al cabo de un momento se hicieron cargo de la ceremonia, era una acción entre ella y él, y las personas que estábamos presentes formábamos un grupito de espectadores en el paisaje.

Denys había escrutado y seguido todos los caminos de las colinas africanas, y mejor que cualquier otro hombre blanco conocía su terreno y sus estaciones, la vegetación y los animales salvajes, los vientos y los olores. Había observado los cambios atmosféricos, sus gentes, las nubes, las estrellas en la noche. Hacía muy poco tiempo le había visto allí, con la cabeza desnuda bajo el sol de la tarde, mirando con los gemelos para descubrirlo todo. Había absorbido al país, en sus ojos y en su mente, África le había cambiado, marcado por su personalidad, convirtiéndose en parte suya. Ahora esta tierra la recibía, lo tomaba a su cargo y se unía a él.

El obispo de Nairobi, me dijeron, no había querido venir porque no había habido tiempo de consagrar la fosa, pero estuvo otro clérigo presente, que leyó un servicio fúnebre, que yo nunca había oído, y su voz sonó pequeña y clara como la voz de un pájaro en las colinas. Pensé que a Denys le gustaría más cuando hubiese terminado todo aquello. El sacerdote leyó un Salmo: «Elevaré mis ojos hacia las colinas».

Gustav Mohr y yo nos quedamos un poco de tiempo después que los otros blancos se hubieran ido. Los mahometanos esperaron hasta que nos fuimos y luego se acercaron orar en la tumba.

En los días que siguieron a la muerte de Denys sus sirvientes de safari vinieron y se reunieron en la granja. No dijeron por qué venían, ni pidieron nada, sino que se sentaron con la espalda apoyada en la pared de la casa, el dorso de sus manos sobre el pavimento, la mayor parte del tiempo en silencio, contra la costumbre de los nativos. Vinieron Malimu y Sar Sita, los intrépidos, astutos, arrojados porteadores y batidores que le habían acompañado en todos los safaris. Habían estado con el Príncipe de Gales y muchos años después el príncipe recordaba sus nombres y decía que los dos juntos eran imbatibles.

Los dos grandes batidores habían perdido el rastro y se sentaron inmóviles. Kanuthia, su conductor, vino también; él que había hecho muchos miles de millas de ásperos caminos y era un joven y ágil kikuyu con los ojos vivarachos de un mono, ahora se sentaba como un mono triste y medroso en una jaula.

Bilea Isa, el criado somalí de Denys, vino desde Nairobi a la granja. Bilea había estado dos veces en Inglaterra con Denys, asistió allí a la escuela y hablaba inglés como un caballero. Hacía años Denys y yo habíamos asistido a la boda de Bilea en Nairobi; fue una fiesta magnífica que duró siete días. En aquella ocasión, el gran viajero y estudioso había vuelto a las costumbres de sus antepasados, vestido con un ropaje dorado, haciendo una reverencia hasta el suelo al recibimos y bailado la danza de la espada, lleno del salvaje y desesperado espíritu del desierto. Bilea vino a ver la tumba de su amo, se sentó sobre ella; volvió y habló muy poco, después de un ratito se sentó junto a los otros con la espalda apoyada en la pared y el dorso de sus manos descansando en el pavimento.

Farah salió y habló con los enlutados. Estaba muy serio.

—No sería tan malo que tú te fueras —me dijo—, si Bedar estuviera aún con nosotros.

Los criados de Denys permanecieron allí una semana, luego uno tras otro se fueron marchando.

A menudo iba en coche hasta la tumba de Denys. En línea recta no había más que cinco millas desde mi casa, pero dando un rodeo por la carretera había quince. La tumba estaba mil pies más alta que mi casa, el aire era diferente, claro como un vaso de agua; vientos ligeros te alborotaba el cabello cuando te descubrías; sobre los picos de las colinas vagaban las nubes que venían del este, lanzaban su sombra hecha de vida sobre la tierra amplia y ondulada y luego se disolvían y desaparecían sobre la Falla Grande.

Compré en la
dhuka
una yarda de esa tela blanca que los nativos llaman
americani
, y Farah y yo levantamos tres palos altos en el suelo junto a la tumba, clavamos la tela en ellos y así, desde mi casa, podía distinguir su lugar exacto, como un puntito blanco en la colina verde.

Las lluvias habían sido muy abundantes y temí que las hierbas crecieran tanto que cubrieran la tumba y la hicieran desaparecer. Un día tomamos las piedras blancas que había en el sendero de mi casa, las mismas que había traído Karomenya hasta la puerta principal; las cargamos en el portaequipajes de mi automóvil y fuimos hasta la colina. Cortamos la hierba en torno a la tumba y colocamos las piedras en un cuadrado para señalarla; ahora se podría encontrar siempre.

Como yo iba tan a menudo a la tumba y llevaba conmigo a los hijos de mis criados, se convirtió en un lugar familiar para ellos; enseñaban el camino a quienes venían a veda. Construyeron un pequeño cenador entre los matorrales de una colina cercana. Durante el verano vino de Mombasa Alí bin Salim, que había sido amigo de Denys, se echó en la tumba y lloró, al estilo árabe.

Un día me encontré a Hugh Martin al lado de la rumba., nos sentamos en la hierba y charlamos un largo rato. La muerte de Denys había afectado profundamente a Hugh Martin. Si un ser humano había desempeñado un papel en la extraña y retraída existencia de aquel hombre, había sido Denys. Un ideal es algo muy extraño, nadie hubiera pensado que Hugh podía tener uno, ni que su pérdida le afectara tanto como si, de alguna forma, hubiera perdido un órgano vital. Pero desde la muerte de Denys había envejecido y cambiado, su rostro estaba lleno de ronchas y ojeroso. A la vez conservaba su plácida sonrisa, como la de un ídolo chino, como si supiera algo enormemente divertido que estaba oculto para los demás. Me dijo que durante la noche había hallado de repente el epitafio para Denys. Creo que lo había cogido de un autor griego antiguo, porque me lo citó en griego, luego lo tradujo para que lo comprendiera: «No me preocupa si el fuego se mezcla con la ceniza en mi muerte. Para mí, ahora, todo está bien».

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