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Authors: Isak Dinesen

Tags: #Drama

Memorias de África (7 page)

BOOK: Memorias de África
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Kamante poseía una facultad especial que le resultó muy útil en mi casa. Podía, me parece, llorar cuando quería.

Si le reñía en serio se mantenía erguido ante mí y me miraba a la cara con aquella vigilante y profunda tristeza que adquieren de pronto los rostros de los nativos; luego sus ojos se llenaban de lágrimas que lentamente, de una en una, se derramaban por sus mejillas. Sabía que eran simplemente lágrimas de cocodrilo y en otras personas no me hubieran afectado. Pero con Kamante era diferente. Su rostro chato e inexpresivo, en estas ocasiones se sumergía en el mundo de oscuridad e infinita soledad donde había vivido tantos años. Aquellas lágrimas pesadas y silenciosas se parecían a las que derramaba cuando era un chiquillo en la pradera, rodeado por sus ovejas. Me hacían sentirme incómoda y le daban a los pecados por los que le reñía un aspecto diferente, insignificante así que no quería seguir hablando de ellos. En cierto modo era desmoralizante. Sigo creyendo que debido a la fuerza de la auténtica comprensión humana que existía entre nosotros, Kamante sabía dentro de su corazón que yo conocía lo que había tras sus lágrimas de contrición y no las tomaba por más de lo que eran —para él no eran más que una ceremonia que se debía a los altos poderes, y no un intento de engaño.

Con frecuencia hablaba de sí mismo como cristiano. Yo no sé qué ideas vinculaba a ese nombre y una o dos veces intenté catequizarle, pero él me explicó luego que creía lo que creía yo, y puesto que yo tenía que saber lo que creía, no tenía ningún sentido que le hiciera a él preguntas. Me di cuenta que era más que una evasión, que era a su modo un programa positivo o una profesión de fe. Se había entregado al Dios de los blancos. A su servicio estaba dispuesto a cumplir cualquier orden, pero no veía por qué tenía que dar las razones de una forma de actuar que podía ser tan irracional como la de los propios blancos.

A veces sucedía que mi comportamiento chocaba con las enseñanzas de la Misión escocesa donde le habían convertido; entonces me preguntaba qué era lo justo.

La carencia de prejuicios en los nativos es algo que te resulta llamativo porque esperas encontrar siempre oscuros tabúes en la gente primitiva. Se debe, supongo, a su trato con una variedad de razas y tribus y al intenso intercambio humano que ha habido en el África oriental, primero con los antiguos comerciantes de marfil y de esclavos y, en nuestros días, con los colonos y cazadores. Casi todos los nativos, hasta los pastorcillos de las praderas, se han encontrado alguna vez con una amplia gama de naciones tan diferentes entre sí y de ellos mismos, como un siciliano de un esquimal: ingleses, judíos, boers, árabes, indios, somalíes, swaheli, masai y kavirondo. En cuanto a la aceptación de ideas, el nativo es mucho más hombre de mundo que los colonos de los suburbios o provincianos, o que los misioneros, que se han desenvuelto en una comunidad uniforme y de ideas estables. Muchos de los malentendidos entre los blancos y los nativos tienen ahí su origen. Es una experiencia alarmante que tu persona represente a la cristiandad para los nativos.

Había un joven kikuyu llamado Kitau, que procedía de la reserva kikuyu, al que tomé como sirviente. Era un muchacho reflexivo, observador y un competente sirviente, así que estaba contenta con él. Al cabo de tres meses un día me pidió que le diera una carta de recomendación para mi viejo amigo el jeque Alí bin Salim, el Lewali de la costa, en Mombassa, porque lo había visto en casa y quería ir allá y trabajar para él. Yo no quería que Kitau se fuera cuando ya había aprendido el trabajo de la casa y le dije que prefería aumentarle el sueldo. Me dijo que no. No se iba en busca de una paga más alta, pero no podía quedarse. Me contó que había decidido en la reserva convertirse en cristiano o en mahometano, pero que no sabía aún. Por esa razón había trabajado para mí, porque yo era cristiana y había permanecido tres meses en mi casa para ver las
testurde
—las maneras y costumbres— de los cristianos. Desde aquí se iría tres meses con el jeque Alí en Mombassa para estudiar las
testurde
de los mahometanos; luego decidiría. Creo que hasta un arzobispo hubiera dicho, o al menos hubiera pensado, lo mismo que yo dije ante su conducta:

—Dios mío, Kitau, podías habérmelo dicho cuando viniste.

Los mahometanos no pueden tomar carne de ningún animal si no ha sido degollado por otro mahometano de manera ortodoxa. Con frecuencia eso es origen de problemas en un safari, donde llevas pocas provisiones, y dependes de la caza que consigas para tus sirvientes. Cuando disparas a un kongoni y se cae, tus mahometanos corren hacia él, como si tuvieran alas, para llegar a tiempo de cortarle el cuello antes de que muera y entonces permaneces mirando impaciente, con ojos inquietos, porque si se quedan con los brazos colgando y la cabeza gacha quiere decir que el kongoni ha muerto antes de que pudieran llegar, y tendrás que cazar otro o tus porteadores de rifles no comerán.

En una ocasión, a principios de la guerra, iba a salir con mis carros de bueyes, y la noche anterior me encontré con el jerife mahometano en Kijabe; le pregunté si no podría dispensar de la ley a mi gente mientras durara el safari.

El jerife era un hombre joven, pero prudente, y habló con Farah e Ismail, y luego se pronunció:

—Esta señora es discípula de Jesucristo. Cuando dispare su rifle dirá, o al menos lo dirá en su corazón:
En el nombre de Dios
, lo que hará que las balas equivalgan al cuchillo del mahometano ortodoxo. Durante todo ese viaje podréis tomar la carne de los animales que ella mate.

El prestigio de la religión cristiana en África se debilita por la intolerancia que las Iglesias cristianas muestran entre sí.

Siempre que estaba en África en Navidad solía ir a la Misión francesa para oír la Misa del Gallo. Generalmente en esa época del año hacía calor; mientras atravesabas conduciendo la plantación de acacias escuchabas el campaneo de la torre de la Misión en el aire límpido y caluroso. Cuando llegabas la iglesia estaba rodeaba por una alegre y bulliciosa multitud, allí estaban los tenderos italianos y franceses de Nairobi con las monjas de la escuela del convento y la congregación nativa vestida con chillones ropajes. La hermosa iglesia estaba iluminada por centenares de velas y grandes transparencias que hacían los propios padres.

En Navidad, en el primer año que Kamante pasó en mi casa, le dije que iba a llevarlo a la misa conmigo, como un cristiano más, y le describí las hermosas cosas que iba a ver, en el estilo de los propios padres. Kamante escuchó todo aquello, profundamente conmovido y se puso las mejores ropas que tenía. Pero cuando el automóvil estaba en la puerta volvió presa de gran agitación y me dijo que no podía venir conmigo. No me quiso dar las razones y esquivó mis preguntas; al final se descubrió. No, no podía venir conmigo porque se había dado cuenta que era a la Misión francesa adonde quería llevarle, y cuando había estado en el hospital le habían advertido muy seriamente en contra de esa Misión. Le expliqué que todo eso era un malentendido y que debía venir. Pero se puso rígido y empezó a palidecer, al tiempo que ponía los ojos en blanco y el rostro se le cubría de sudor.

—No, no
Msabu
—susurró—. No voy a ir contigo. Sé muy bien que dentro de esa iglesia tan grande hay una
Msabu
que es
mbaia sana
, terriblemente mala.

En el momento qué escuché eso me quedé muy triste, pero pensé que debía llevarle conmigo para que la propia Virgen le iluminase. Los padres tenían en la iglesia una imagen de tamaño natural, en cartón, blanca y azul, y los nativos generalmente se impresionan mucho con estas figuras mientras que les es muy difícil concebir siquiera la idea de un cuadro. Le prometí a Kamante que le protegería y cuando estuvo en la iglesia, pegado a mis talones, olvidó todos sus escrúpulos. Sucedió que fue la mejor Misa del Gallo que se hubiera hecho nunca en la Misión. Había en la iglesia un Nacimiento muy grande —una gruta con la Sagrada Familia, recién llegada de París, que estaba iluminada por radiantes estrellas de un cielo azul, y rodeada por un centenar de animales de juguete, vacas de madera y corderos de resplandeciente blancura, hechos de puro algodón, sin ninguna mezquina consideración sobre proporciones, que debió de extasiar los corazones de los kikuyus.

Desde que Kamante se hizo cristiano perdió el miedo a tocar un cadáver.

Antes le aterrorizaba y cuando trajeron un hombre en camilla hasta la terraza de mi casa y murió allí, Kamante, como los otros, fue incapaz de ayudar para llevárselo; pero no retrocedió, como los otros, hasta el prado, sino que se quedó inmóvil en el pavimento, como un pequeño oscuro monumento. Por qué los kikuyus, que personalmente tienen muy poco miedo de la muerte, se aterran tanto ante el contacto de un cadáver, mientras que los blancos, que temen morir, los tocan sin mayor problema, es algo a lo que no puedo responder. En este caso, una vez más, te das cuenta que su realidad es diferente de nuestras realidades. Pero todos los granjeros saben que ese es un dominio en el cual no pueden controlar a los nativos y que te evitas contratiempos si te haces a la idea enseguida, porque prefieren morir a comportarse de otro modo.

El terror desapareció del corazón de Kamante; despreciaba este miedo en sus parientes. Incluso presumió un poco, como si se enorgulleciera del poder de su Dios. Tuvo ocasión de probar su fe porque Kamante y yo tuvimos que vérnoslas con tres muertos durante nuestra vida en la granja. La primera fue una joven kikuyu atropellada por un carro delante de mi casa. El segundo un joven kikuyu que se mató mientras cortaba árboles en el bosque. La tercera fue un anciano blanco que vino a vivir a la granja, compartió su vida con nosotros y allí murió.

Era un paisano mío, un anciano danés ciego llamado Knudsen. Un día, en Nairobi, se acercó a tientas a mi automóvil, se presentó y me pidió que le diera un cobijo en mi tierra porque no tenía sitio en el mundo donde quedarse. Por aquel tiempo estaba reduciendo el personal blanco de la plantación y tenía un bungalow vacío que podía prestarle, así que se vino y vivió en la granja durante seis meses.

Era una figura singular para tener en una granja de las tierras altas: una criatura del mar, que parecía un viejo albatros con las alas cortadas entre nosotros. Estaba deshecho por las adversidades de la vida, las enfermedades y el alcohol, encorvado y torcido, con ese curioso color del pelo de los pelirrojos cuando encanecen, como si le hubieran echado ceniza por la cabeza, como si hubiera sido marcado por su propio elemento y salado. Pero en él había una llama inextinguible que las cenizas no podían cubrir. Era de una familia de pescadores daneses y había sido marinero y más tarde uno de los más antiguos pioneros en África —quién sabe los vientos que lo habían traído hasta allí.

El viejo Knudsen había intentado muchas cosas en su vida, con preferencia que tuvieran que ver con el agua, los peces y los pájaros, pero ninguna le había salido bien. Una vez, me contó, había tenido un hermoso negocio de pesca en el lago Victoria, con muchas millas de las mejores redes del mundo, y con una motora. Pero durante la guerra lo había perdido todo. Al volver a contar la historia siempre había un momento siniestro de fatal equívoco, o de traición de un amigo. No sé muy bien de qué, porque el relato no era siempre igual y el viejo Knudsen sufría una terrible agitación cuando llegaba a ese punto. Debía de haber, de todas maneras, algo de verdad en esa historia porque, en compensación de sus pérdidas, el Gobierno, mientras estuvo conmigo, le pagó una especie de pensión de un chelín diario.

Todo esto me lo contaba cuando venía a visitarme a casa. Con frecuencia se refugiaba a mi lado, porque se sentía incómodo en su propio bungalow. Los chicos nativos que le había dado como sirvientes huían de él una y otra vez, porque les asustaba al arremeter contra ellos a ciegas con la cabeza hacia adelante, al tiempo que agitaba torpemente el bastón. Pero cuando se sentía a gusto se sentaba conmigo en la veranda con una taza de café y me cantaba viejas canciones patrióticas danesas con gran energía. Era un placer para los dos hablar en danés, así que charlábamos de los acontecimientos más insignificantes de la granja sólo por el gusto de hablar. Pero no siempre tuve paciencia con él, porque una vez que llegaba era difícil quitárselo de encima; en nuestras diarias conversaciones traía, como era de esperar, mucho dentro de sí del Viejo Marinero o del Viejo del Mar.

Había sido un gran artista en la confección de redes de pesca —las mejores redes de pesca del mundo, me decía—, y aquí, en el bungalow de la granja, hacía
kibokos
—los látigos nativos hechos con la piel del hipopótamo—. Compraba las pieles de hipopótamo a los nativos o a los colonos del lago Naivasha, y si tenía suerte podía hacer cincuenta látigos de una piel. Todavía conservo una fusta de jinete que me dio; excelente. Ese trabajo esparcía un hedor terrible en torno a la casa, como el hedor que hay alrededor de los nidos de ciertas viejas aves carroñeras. Luego, cuando hice un estanque en la granja, se le encontraba siempre por allí, en profunda reflexión, con su imagen reflejándose frente a él, como una gaviota en un zoo.

El viejo Knudsen conservaba en su frágil y hundido pecho el sencillo, orgulloso, irascible y salvaje corazón de un muchacho que ardía con el auténtico amor al combate; era un romántico pendenciero y luchador. Odiaba con toda su alma, siempre ardía de indignación y rabia contra casi todas las personas e instituciones que conocía; pedía al cielo que hiciera descender sobre ellos un fuego infernal, y «pintaba el diablo en la pared», como decimos en danés, a la manera de Miguel Ángel. Se sentía encantado cuando podía azuzar a unos contra otros, como un chiquillo que pone dos perros a pelear, o un perro y un gato. Era algo impresionante y formidable que el espíritu del viejo Knudsen conservara —después de una vida tan dura y cuando, por así decido, había arribado a una ribera tranquila donde podía reposar con las velas plegadas— su capacidad de oposición y de lucha, como un muchacho. Yo le respetaba, como si tuviera el alma de un berserk.
[1]

Siempre hablaba de sí mismo en tercera persona, como «El viejo Knudsen», y siempre jactándose y vanagloriándose. No había cosa en el mundo que el viejo Knudsen no hubiera intentado y llevado a cabo, ni campeón de lucha que no hubiera vencido. En lo que respecta a los demás, era un total pesimista y predecía un próximo, catastrófico y bien merecido fin de sus actividades. Pero en cuanto a sí mismo era un furioso optimista. Poco antes de morir me confió, bajo promesa de secreto, un plan tremendo. Convertiría finalmente al viejo Knudsen en un millonario y dejaría en ridículo a sus enemigos. Iba, me contó, a sacar del fondo del lago Naivasha los centenares de toneladas de guano que habían sido allí excretadas desde el tiempo de la creación del mundo por las aves acuáticas. En un último y colosal esfuerzo hizo un viaje desde la granja hasta el lago Naivasha para estudiar y concretar los detalles de su plan. Murió en su gloria. El plan poseía todos los elementos que en él eran queridos: aguas profundas, pájaros, tesoros ocultos; hasta el sabor de las cosas que no deben decirse a las señoras. Por encima de todo, con los ojos de su espíritu, se vio a sí mismo como el viejo triunfador Knudsen, con un tridente, ordenando las aguas. No recuerdo que me contara cómo se iba a sacar el guano de las profundidades del lago.

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