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Authors: Bernardo Atxaga

Tags: #Infantil y juvenil

Memorias de una vaca (16 page)

BOOK: Memorias de una vaca
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(Eres como el mismísimo sol

como la mismísima flor

como un espejo limpísimo.

Si llegara a ver tu rostro

no sería posible

esta paciencia que ahora tengo.

¡Eres tan digna de alabanza!)

Era un hombre enorme de grande, de los que dominan una pareja de bueyes sin esfuerzo, pero de su pecho —quizá por los efectos de aquella canción de amor— salía una voz muy dulce. Parecía mentira que aquel pedazo de hombre tuviera una voz tan delicada.

Cuando terminó con el canto, se quedó mirando hacia arriba, como si esperara que alguien saliera al balcón. Y, en efecto, entre las cortinas del balcón había una sombra o figura que yo —al tener más campo de visión que él— podía distinguir sin esfuerzo. Desgraciadamente, la sombra no hacía ademán de salir al balcón, y el hombre sintió la necesidad de cantar de nuevo:

Zü zira zü, ekhiaren paria,

Liliaren floria…

Pero la sombra seguía entre las cortinas. Al final, después de unas cinco o seis repeticiones, el hombrón se dio por vencido y se fue a la casa de al lado.

«¡Menos mal que no vive lejos!» —pensé.

Aquella escena se repetía cada tarde, y cada tarde estaba yo entre el público, lo mismo que la sombra del balcón. Pero aunque el hombrón cantaba cada vez con mayor sentimiento aquello de «zü zira zü ekhiaren paria, liliaren floria», la sombra no daba su brazo a torcer. Aquel balcón parecía Troya.

«¡Pues sí que es esquiva!» —pensaba yo mirando a la sombra, y, recordando otras épocas, me hacía apuestas a mí misma: a que el grandullón se aburre en tres días sin contar el de hoy, a que antes del próximo lunes tira una piedra contra los cristales del balcón.

Pero el grandullón era hombre de mucha paciencia, y no interrumpió sus sesiones. Aunque, eso sí, cambió de canción. Con más aliento que nunca, cantaba la canción de los ocho molinos:

Zazpi eihera baditut erreka batean,

Zortzígarrena aldiz etxe saihetsean;

Hiru uso doazi karrosa batean,

Hetarik erdikua ene bihotzean.

(Tengo siete molinos en un río

y el octavo junto a mi casa.

Tres palomas van en carroza.

De las tres, la del medio va en mi corazón.)

No cabía duda de que ocho eran muchos molinos, pero eso no parecía importarle a la sombra del balcón. Se acercaba a las cortinas, pero nunca pasaba de ahí. Y así un día y otro día. ¡Qué paciencia la del grandullón! De haber estado yo en su situación habría bramado hasta despertar a todos los del pueblo. Pero él era diferente. Le bastaba con cantar y mirar arriba.

Un buen día, como a perro flaco todo son pulgas, comenzó a llover, y las tardes se volvieron tristonas. El grandullón acusó el golpe. Volvió a cambiar de canción, y le dedicó a la sombra estas palabras:

Xarmegarria, zure berririk,

nehondík ez dut aditzen;

Ni zonbat gisaz malerusa naizen,

ez duzia, ba, kontsideratzen?

Zutaz aiphatzeak, aditzeak berak

Bihotza deraut nigarrez urtzen.

(Adorada mía, no tengo noticias tuyas.

¿Acaso no quieres considerar lo desgraciado que soy?

Sólo con escuchar tu nombre, mi corazón se hace llanto.)

Era una canción terriblemente melancólica, y quizá por ello la sombra desapareció de entre las cortinas. Poco tiempo después, estaba el grandullón cantando lo de «Xarmegarria, zure berririk», cuando, de pronto, la hoja de un árbol cercano pasó volando por delante de sus ojos. Enmudeció de golpe. Comprendió que el verano se había terminado. Comprendió que no tenía nada que hacer. Comprendió que a veces nos quedamos solos. Cuando tuvo esa seguridad, giró sobre sus talones y entró en su casa. Las sesiones del grandullón se habían acabado para siempre.

Pero la vaca es un animal de costumbres, y seguí con mi forma de vida habitual. Cada tarde, tras dar buena cuenta de mi ración de alholva y trébol, me daba una vuelta por los alrededores del balcón. Sin siquiera sospecharlo, estaba poniendo los cimientos de mi futuro.

Ocurrió un atardecer ventoso de comienzos de aquel otoño. Estaba yo paseando bajo el balcón donde se escondía la sombra, cuando de repente algo me cayó encima. Y no sólo se me cayó encima: se me quedó allí, a horcajadas alrededor del cuello.

—Yo te demando pardon, vaca. No sabía que tú eres aquí —me dijo aquello que estaba encima de mí. Naturalmente, se trataba de la sombra: una chica muy pequeña y muy guapa, con el aspecto de ser una tremenda segadora. En otras palabras, era Pauline Bernardette.

—¿Por qué querías tirarte? —le pregunté.

—Yo no quería tirarme —protestó ella—. Eso es un comportamiento contra Dieu. Yo he saltado, pues quiero ir al couvent. Pierre quiere s'epouser avec moi, mis padres quieren que j'epouse Pierre, mais moi, yo quiero ir al couvent. Por eso me he escapado, por eso soy donde soy.

Lo que se dice estar, estaba encima mío, y no daba señales de querer bajarse. En aquel momento, comprendí lo que deben sentir los caballos.

—No parece que cante mal —le dije, acordándome de Pierre.

—¿Mal? ¡Es el mejor de Altzürükü y de toda la Soule! —exclamó ella—. Yo se lo he dicho mil veces, si tú m'aimes, Pierre, estudia para prêtre y entra al couvent para dar la sainte messe, y así estaremos juntos toda la vida. Mais él dice que n'est pas la même chose. Yo no sé pourquoi dice él eso.

—Yo tampoco —le dije. Y es que, después de pasar tanto tiempo en el monte, sabía muy poco de la vida.

—Y tú, ¿d'où eres tú? ¡Tú no eres nuestra! ¡Y tampoco eres de Pierre!

—Cierto. Como dijo el poeta, yo no soy de aquí.

Pauline Bernardette se quedó pensativa. Luego dijo:

—Yo soy en falta de una dote para entrar al couvent, y no tengo. Mis padres no quieren saber nada del couvent.

No se atrevió a decir nada más, pero la entendí. Pensé para mis adentros: «No puedo volver a Balanzategui. ¿Por qué no ir al couvent? Además, ¡qué buena segadora parece esta chica!».

—Si quieres nos vamos ahora mismo —le ofrecí.

—¡Mil mercis, Mo! —exclamó.

—¿Cómo has adivinado mi nombre?

—Porque soy un petit peu adivina, como los santos.

«También ésta anda un poco mal de la cabeza, como La Vache —pensé—. Será mi suerte, tener que andar con gente que no es totalmente lógica». Con ese pensamiento en la cabeza, salí al camino. A la mañana siguiente, las dos estábamos en el couvent.

Capítulo 9

Aquí se acaban las memorias, al menos de momento.

—ESCUCHA, hija mía, ¿acaso no ha llegado la hora? ¿Acaso no es el momento adecuado, correcto y conveniente? —me llamó El Pesado, La Voz o quien sea ese viejo conocido de mi interior una noche de rayos y truenos, y a continuación me mandó escribir estas memorias. Es decir, que no podía abandonar este mundo sin antes dejar mi testimonio.

Al principio comencé con desgana, y sólo para que El Pesado me dejara en paz; pero enseguida le cogí gusto a escribir y recordar, y me dediqué a ello en cuerpo y alma. Creía que de esa manera me aliviaría de peso, y que, como cuando el arado vuelve la tierra, ordenaría y sanearía mi interior. Línea a línea, capítulo a capítulo, daría respuesta a las preguntas, y la materia de mi vida quedaría al descubierto.

Sin embargo, como la mayor parte de las cosas de este mundo, mi propósito inicial era una ilusión. Porque, por mucho que se esfuerce uno, la pluma no sabe tirar adelante como lo hace el arado: no ahueca la tierra de la memoria en línea recta y con detalle, sino desordenada y torpemente, echando al fondo lo que debe ser dicho, y sacando a la luz lo que se debía haber mantenido en secreto. ¿Aparecerá en estas memorias la materia de mi vida? No me lo parece. Miro lo escrito hasta aquí y me sorprendo. No he contado lo que tenía intención de contar, y hay muchas opiniones que me resultan ajenas. Por ejemplo, nada más empezar, escribí que, de poder, volvería a Balanzategui, y no puedo imaginar confesión más falsa. ¿Ir a Balanzategui? Ni pensar en ello. Bastante mejor vivo en el couvent con Pauline Bernardette.

Pero lo peor, pese a todo, no es que haya muchas inexactitudes y mentiras, pues eso quizá sea una característica de todas las memorias. Lo peor es que recordar y poner en el papel lo recordado no trae alivio alguno. En vez de disminuir, las preguntas se multiplican, y la angustia se hace más honda. Si nosotras las vacas fuéramos manzanas, maduraríamos en la rama hasta estar en sazón, y en ese preciso momento —después de habernos contestado todas las preguntas— caeríamos al suelo. Pero no somos manzanas, nunca maduramos ni nos ponemos a punto, y al caer de la rama llevamos la zozobra de quien todavía está verde. Como dice la sentencia:

Las vacas viejas mueren demasiado pronto.

Podría decirlo de otra manera: cuando la Rueda del Tiempo cumple con la vuelta, grande o pequeña, que se nos tenía reservada, nuestra Rueda de los Secretos apenas si lleva cubierto un trecho. Las respuestas y explicaciones que pedimos una vez, el barro que quisimos recoger en nuestras manos para dar forma a la realidad de nuestra vida, todo eso y muchas cosas más, ya no serán para nosotras.

Releo lo escrito y mi cabeza se llena de preguntas: ¿Qué habrá sido de Genoveva? ¿La sacarían de la cárcel? Y el bosque de Balanzategui, ¿habrá crecido de nuevo? ¿Recibiría su merecido Gafas Verdes? ¿Y La Vache? ¿Qué hará ahora La Vache? ¿Vivirá todavía?… Muchas preguntas, demasiadas preguntas, y, sin embargo, no todas las preguntas. Porque, naturalmente, se me ocurren muchas más. Por ejemplo: ¿Qué soy además de vaca? ¿Por qué estoy aquí? Ese Pesado que me habla desde dentro, ¿qué voz es exactamente? Y es que, a pesar de que Pauline Bernardette me dice lo mismo que aquella vaca Bidani, es decir, que esa voz es el Ángel de la Guarda, a mí me resulta imposible creérmelo. A veces pienso que soy yo misma, y que en realidad tengo dos voces, la de dentro y la de fuera. Incluso al leer estas memorias, esa explicación es la que me parece más seria. Pero no hay forma de acabar de saberlo, claro.

Así pues, no hay alivio, el recordar y la tarea de poner en un papel lo recordado no nos quita ningún peso de encima. Al contrario, aumenta ese peso.

—¿Qué es últimamente lo que tú tienes, Mo? —me dijo el otro día Pauline Bernardette cuando estábamos en la huerta del convento, ella sacando zanahorias y yo probándolas.

—Esta última temporada yo te veo très desolée —añadió.

—No tengo nada, Soeur. Sólo que me voy haciendo vieja. Y como en cierta ocasión cantó Uztapide, el árbol viejo no tiene nada, sólo ramas secas y hojarasca.

—¡Que tú haces bromas, Mo! —exclamó, dándome una zanahoria pequeñita—. Tú no eres vieja, absolutamente no. Acuérdate de cómo anduviste el otro día, cuando partimos hacia Altzürükü. Mais non, no es eso lo que se te pasa. Tú tienes otra cosa en la cabeza.

—Sí, es verdad —reconocí, y luego me referí al cansancio que trae consigo el recordar. Que estas memorias no dicen toda la verdad, y que esa cuestión me preocupa mucho—. Por eso ando un poco alicaída —terminé.

—Que tú haces bromas, Mo —se rió ella sin levantar la cabeza de la hilera de zanahorias—. Yo sé que eres escritora courageuse, pero ¡hasta tal punto! No, no, ¡tú tienes otra cosa en la cabeza, Mo!

Hace muchos años que Pauline Bernardette y yo andamos en compañía, y me conoce bien, mejor que nadie. Yo me quedé dudando si confesar la verdad o no.

—Dime, Mo —dijo ella, dejando las zanahorias. Cruzó los brazos y se quedó esperando.

—Pues el problema aquí es que la voz interior me ordenó recordar, repasar todo lo vivido. «Estás en edad avanzada y ya es tiempo», me dijo el de dentro. «Ya es tiempo de escribir las memorias», me dijo. Al principio no sospeché nada, pero ahora últimamente me he dado cuenta de que fue un mandato terrible. Porque, efectivamente, ¿cuándo se escriben las memorias? Pues al llegar a la última vuelta del camino. Y de ahí mis temores, Soeur. ¿Qué pasará el día que termine las memorias?

Allí estaba la verdad. Me quedé cabizbaja.

—Y hasta ahora, ¿cuánto has pasado al papel, Mo?

—Pues hasta la llegada al convento.

—¡Helás! ¡Très bien! —gritó ella dando una patada a una zanahoria—. ¡Está clarísimo lo que tienes que hacer! ¡No escribir más, Mo, no escribir más! ¡Callar todo lo que te ha sucedido en el couvent!

—Pero eso no puede ser, Pauline Bernardette. Mi voz interior me ordena que escriba.

—Sí, bien sur, pero la voz te demandará que escribas très bien. ¿Y qué hay que hacer para escribir très bien?

—¡Cualquiera sabe!

—¡Corregir, Mo! ¡Pulir, Mo! ¡Retocar, Mo! Y es eso lo que debes hacer si quieres obedecer bien a la voz interior: corregir, pulir y retocar lo escrito hasta ahora. ¿Sabes cuántos años necesitó San Agustín para corregir, pulir y retocar sus Confesiones?

—No, no lo sé.

—¡Diez años, Mo! ¡Diez años!

Al oír aquello, respiré más tranquila.

—¿Y luego? ¿Qué le pasó? ¿Se murió? —quise saber.

—¡Absolutamente no! Después de pasar diez años corrigiendo, puliendo y retocando, comenzó la segunda parte de sus Confesiones. Y ahora disculpa, Mo, pero tengo que seguir trabajando.

Dicho y hecho, la pequeña monja comenzó a meter zanahorias en su cesto. Por mi parte, me quedé más tranquila, respirando mejor que otras veces. Luego fui a tumbarme en el césped del jardín del couvent y tomé la decisión: corregiría, puliría y retocaría la primera parte de mi vida. Algún día, en caso de que surgiera la necesidad, seguiría con el resto. Y así hasta hoy. Como dice el refrán:

Mientras vive a sus anchas, la vaca va dando largas.

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