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Authors: Bernardo Atxaga

Tags: #Infantil y juvenil

Memorias de una vaca (8 page)

BOOK: Memorias de una vaca
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Que estuvieron cerca de media hora cargando los caballos, eso fue lo que mi oído me hizo saber. ¿Qué cargaban? Pues, por el ruido que metió uno de ellos al caer, sacos, sacos repletos. Repletos de ¿qué? Imposible saberlo. El oído tiene sus limitaciones.

Después de cargar, cenaron todos, bastante rápido y hablando poco. Se le oía sobre todo al Encorvado, que mencionaba la palabra «guerra» una y otra vez: «Serapio el que murió en la guerra, después de perder la guerra, los que ganaron la guerra…». Pero, con todo, me costaba coger el hilo de la conversación. La Vache también escuchaba atenta lo que venía de la sala, y era, junto conmigo, la única vaca que estaba despierta… Sin duda, una buena oportunidad para reconciliarnos y para volver a hablar. Pero, con todo, no me atrevía a acercarme a ella. Pensaba que estaría enfadada, que jamás me perdonaría que hubiese preferido la compañía de las vacas tontas a la suya.

Cuando acabó la cena, se oyeron de nuevo los pasos ligeros y elegantes de los caballos. Como iban cargados, les costaba caminar, pero no por ello perdían su toque de distinción. Al final, se alejaron montaña arriba, y ya no hubo nada más que hacer. Sólo cabía dormir.

Al día siguiente, en cuanto nos abrieron la puerta del establo, me fui derecha a donde estaban las vacas rojizas.

—¿Qué clase de gente ha andado esta noche por aquí? —le pregunté a Bidani. Desde el cercado en que ellas habían pasado la noche, todo el frente de Balanzategui quedaba visible. Por decirlo así, era un punto estratégico.

—¿Y a mí qué me importa la gente que haya andado? Yo no he visto nada. Eso sí, he dormido de maravilla —me contestó Bidani. En aquel momento acabé de decidirme: abandonaría el grupo de las vacas tontas. Las vacas tontas eran la cosa más tonta del mundo. Costara lo que costara, tenía que reconciliarme con La Vache.

Capítulo 5

Abandono la compañía de las vacas tontas, y eso me lleva al desierto.

La camioneta Chevrolet trae cada vez más pienso.

Descubro uno de los secretos de Balanzategui.

Una vaca que quiera ser vaca de verdad, y no una vaca tonta, acabará por toparse con el desierto; no conseguirá cumplir su deseo sin antes conocer el amargo reino que, lejos de este mundo, sólo puede ofrecerle arena. Y entre la arena, sin una brizna de hierba, sin una gota de agua, la vaca que quiera ser vaca de verdad creerá enloquecer, y a veces, los días en que el sol castigue con más fuerza, se arrepentirá de haber comenzado el viaje y soñará con las dulzuras del establo que dejó. Pero ella, que recuerda bien lo tontas que suelen ser las vacas tontas, no cederá al desaliento; seguirá adelante hasta atravesar el desierto y tener ante sus ojos los montes húmedos y los bosques sombreados. Entonces, recordando lo que dijo el poeta, declarará así: Cela s'est passé, ya todo ha pasado, he salido del infierno, veo el mundo con ojos y corazón nuevos. Antes me faltaba la balanza de medir el valor de las cosas; pero ahora, en el desierto, la he encontrado.

Yo también quería ser una vaca de verdad, y apartarme de la tontería lo más posible, reunirme de nuevo con La Vache, mi primera y única amiga; pero el camino que llevaba del grupo de las tontas hasta ella era un camino que cruzaba el desierto. Y el desierto, en mi caso, tenía un nombre: Soledad. No Pobreza, Enfermedad o Cárcel, como se llaman los desiertos de tanta y tanta gente, sino Soledad. Por decirlo de otra manera, era un desierto opuesto al de Pauline Bernardette, pues el de ella era el que habitualmente se conoce con el nombre de Matrimonio.

—Cuando yo vivía en Altzürükü —me contó un día—, vivía feliz et contente. Pasaba el día completo en la montagne, cuidando el ganado de mis padres, y con eso y con las oraciones que le hacía a Mon Dieu, tenía suficiente. Pero yo fui creciendo y más creciendo, y me puse una chica très belle très belle, y entonces mon père me dijo: «Tendrás que casarte, así pues tendrás que ir al baile los domingos». Yo le dije: «Mais non, yo soy feliz et contente cuidando el ganado». Et mon père, una otra vez: «De aquí en adelante no irás a la montagne, irás al baile, porque eres una demoiselle y tienes que casarte».

»Aquel día yo caí á l'enfer, Mo, porque yo iba a bailar y todos querían bailar avec moi. Et non los de Altzürükü seulement, también los de Urdinarbe, Brissac, Ganges, Laroche y otros muchos lugares. Pero yo decía «non», et non bailaba con nadie. Yo no quería ser con aquellos chicos, yo quería ser á la montagne con mes vaches. Un día, me dijo mon père: «Pauline, ma cherie, veo cuánto sufres con tantos galanes. No es preciso que tú sufras más. Nuestro vecino Pierre me ha demandado tu mano, y yo he dicho que oui. Es un hombre muy bueno, tiene sesenta vacas y muchos terrenos».

»Aquel día sí que fue très triste pour moi, Mo. Antes un enfer, ahora enfer et demi. Llevaba cinco meses sin andar con el ganado en la soledad de la montagne, y el futuro era más y más oscuro. Pierre me venía todos los días a la casa: «Ma cherie Paulinette», me decía, «cuando nos desposemos, yo venderé los ganados y los terrenos y nos iremos a París a poner un bistrot restaurant». De verdad te digo, Mo: la primera vez que oí esa cosa del bistrot restaurant a París, yo me caí al suelo sin sentido. Al otro día yo le dije: «Pierre, je ne t'aime pas, y no iré a París a poner un restaurant bistrot». Y decía él: «Pero, c'est ridicule ça, ma cherie Paulinette. Yo sé que tu m'aimes». Y yo que non, y él que oui. Entonces, me encerré con llave en mi habitación y ya no salí más. Después de eso, Pierre venía todas las tardes debajo de mi balcón y me cantaba. Et finalement, yo decidí saltar le balcón, mon Dieu me pardonne, et partir de mi casa. Et, ¿qu'est ce que s'est passé alors?

—Pues pasó que te caíste del balcón encima mío, Soeur Pauline Bernardette. Menos mal que eras más ligera que un pájaro.

—Así se pasó, Mo, dices la verdad. Tú eras recién venida a Altzürükü, y resultaste debajo de mi balcón. Bien seguro, Mo, que Mon Dieu te puso allí. Si no fuera por ti, yo no sería ahora en el couvent. Algún día yo te tengo que pagar la faveur que me hiciste.

—La deuda está bien pagada, Soeur. Mejor que bien —le contesté acordándome del trébol y la alholva.

Así pues, el desierto de Pauline Bernardette se llamaba Matrimonio, y a fin de cuentas no le resultó tan difícil de cruzar: le bastó con caer encima de mí y luego entrar en el couvent. En cambio el mío, Soledad, parecía más árido y largo. Por un lado, estaba decidida a no tener ninguna relación con las vacas tontas del establo: no les negaría el saludo, pero sí todo lo demás. Sería inútil que me dieran conversación o que me ofrecieran buenas hierbas o buenos sitios para tumbarme. Todo aquello había acabado. Por otra parte, en cambio, la relación que había tenido con La Vache estaba dañada, y había que dar tiempo al tiempo. No podía ir al molino viejo y plantarme delante de ella diciendo: «Ya ves, aquí estoy de nuevo. Tienes que contarme lo que Gafas Verdes y los dentudos han hecho últimamente». No, de esa manera era imposible. Cuando se rompe la amistad con alguien, hay que actuar como Pauline Bernardette con las ramas rotas del geranio: poniendo esa amistad en una maceta y una tierra nuevas y esperando a que prenda.

Como no quería ser una vaca cualquiera, ni pasar de vacío el tiempo de soledad que me esperaba, me dedicaba a pensar en los problemas de Balanzategui y a ponerme tarea a mí misma:

—Mo, llevas ya un buen tiempo en este valle, y todavía no conoces todos sus rincones —me decía—. ¿Por qué no exploras los alrededores? ¿Por qué no buscas aquel avión caído al que se refirió La Vache?

Me dediqué a aquella exploración con bastante alegría, porque eso es lo que tiene el desierto llamado Soledad, que al principio no parece duro, sino agradable, tranquilizador, estimulante. Mientras subía y bajaba por el valle en busca del avión, me sentía como nunca en mi vida, y me felicitaba de haber perdido de vista a las vacas tontas del establo. Luego, cuando a mediados de aquel otoño llegué hasta unas rocas y vi el avión, me pareció una buena idea quedarme allí a pensar. Y eso es lo que hice, aposentarme junto a una de las alas rotas, y pensar en la guerra y en el piloto que había llevado aquella máquina de acero por los aires, y pensar también en lo pequeño que tenía que ser aquel piloto para caber en la carlinga… En realidad, pensaba en cualquier cosa, no tenía ninguna prisa. La temperatura era buena, el panorama que se divisaba desde allí —casi todo el valle—, inmejorable. ¿Qué más necesitaba para vivir bien? A mí me parecía que nada en absoluto. Como dice el refrán:

La vaca sola bien se lame.

Por desgracia, esa felicidad sólo se suele dar al principio, porque enseguida hace su aparición el peor enemigo de quienes tienen que atravesar el desierto de Soledad: el Aburrimiento. Y eso fue lo que, al igual que cuando me quedé atrapada en la nieve, me sucedió a mí. Me aburría estar siempre pensando. Me aburría estar siempre junto al avión. Me aburría de hablar sola. Así las cosas, comencé a buscar nuevos entretenimientos: un día, iba al pequeño cementerio del bosque y me tumbaba frente a las tres cruces; al siguiente día, esperaba a la camioneta Chevrolet de los sacos de pienso y le hacía una carrera hasta Balanzategui, como si fuera una apuesta.

—¡Tranquila, negra! ¡Tranquila! —me gritaba el conductor de la Chevrolet sacando la cabeza fuera de la cabina—. ¡Nadie te va a quitar tu pienso!

Naturalmente, no eran las ganas de comer pienso, sino las ganas de pasar el tiempo. Porque el tiempo, en aquel otoño, casi no pasaba, o pasaba tan despacio que me daba dolor de cabeza. Por mi parte, seguí buscándome tareas.

—Mo, hace tiempo que no vas al viejo molino —reflexioné una tarde algo más interminable que las otras interminables tardes de aquella época—. ¿Por qué no vas a explorar un poco? Quizá puedas aclarar lo que Gafas Verdes y los dentudos están haciendo allí.

No se me había olvidado el susto que me había dado aquella gente nada más nacer, y aquel nuevo plan me daba miedo. Pero, tal como estaban las cosas, hasta el mismo peligro me resultaba atractivo: aceleraba el paso del tiempo.

Mis temores resultaron infundados. Los dentudos no sólo no me reconocieron, sino que ni siquiera dieron muestras de haberme visto. Uno de ellos estaba delante de la puerta principal del molino, sentado en una silla blanca y leyendo el periódico; el otro, en la ventana nueva del tejado y —aquello sí que era una novedad— mirando por un catalejo largo y grueso. A Gafas Verdes no se le veía por ningún lado.

—¿Qué vigila ése con el catalejo? ¿El valle? ¿Balanzategui?

No pude dar respuesta cumplida a la pregunta.

Llevaba ya bastante tiempo aburriéndome en aquel desierto, y —como cuando estuve aguardando a los lobos en la nevada— tenía la cabeza obstruida, una losa me impedía pensar como es debido. Hubiera debido bastarme el recuerdo de los jinetes que la noche de nuestro banquete habían bajado a Balanzategui para, nada más ver el catalejo, llegar a una conclusión clara:

—Los dentudos quieren saber cuándo bajan del monte, por eso vigilan Balanzategui y los caminos vecinos. Pero les va a costar dar con ellos. Esa cuadrilla del monte se vale del amparo de la noche.

Esa conclusión la saco ahora que estoy escribiendo las memorias, sabiendo lo que ahora sé. Pero aquel día no me di cuenta de nada, la pesada losa del aburrimiento me aplastó todas las ideas. Di una vuelta por los alrededores del molino y, tras comprobar que La Vache no andaba por allí, me volví por donde me había venido. Todavía quedaban unas cinco horas hasta el anochecer. Realmente, ¡qué largos eran los días de aquel otoño…!

Ya muy dentro del desierto, cada vez más sola y aburrida, comencé a sufrir los primeros decaimientos, y sólo mi voluntad, sólo mi capacidad de sufrimiento, me impedía volver al calor del establo de Balanzategui; a su calor y a su música, porque tal como vivía, alejada de las vacas tontas, me perdía la ocasión de escuchar los discos de Genoveva. Como no estaba dispuesta a ceder ni un ápice en mi propósito de ser una vaca de verdad, me dediqué a inventar nuevas formas de pasar el tiempo. Entre esas formas estaba lo que llamé Juego de las Hojas.

El entretenimiento consistía en acertar cuándo iba a caer una determinada hoja. Me adentraba en el bosque y, después de tumbarme en un sitio mullido, elegía una hoja en un árbol; una hoja muy verde, que más pareciera primaveral que de otoño. A continuación, clavaba los ojos en la hoja elegida, y me quedaba vigilándola, un día entero, o dos días, o tres días, todo el tiempo que hiciera falta. Y, en general, las hojas se tomaban su tiempo para saltar de la rama al aire y del aire al suelo. Solía ocurrir que, primero, les salía una mancha amarilla en el verde, y enseguida otra mancha, más amarilla y más grande; un poco más tarde, se quedaban totalmente amarillas, pero con una mancha marrón. Cuando esta mancha marrón se extendía, hacían su aparición unos puntitos rojos, lo cual era señal inequívoca de que la hoja estaba a punto de caer. Y durante todo ese proceso, yo hacía apuestas conmigo misma, «a que para hoy a la tarde sale otra mancha, a que cae mañana a primera hora». La verdad sea dicha, el juego me distraía mucho, y me hacía olvidar mis problemas. Encima, de vez en cuando me llevaba el alegrón de acertar el momento justo de la caída.

Sin embargo, aquella diversión duró poco. El invierno se iba acercando, y el bosque se fue quedando cada vez más pelado. Cuando, algunas semanas después, ya no quedó hoja a la que mirar, lo intenté con las ramas. Pero no tenía gracia: o no caía ninguna, o —cuando había temporal— caían un montón a la vez. Desistí de seguir jugando, y la losa del aburrimiento volvió a caer sobre mí.

Un día, sería por la tarde, reparé en una vaca que se me acercaba. En un primer momento, no la reconocí; pero cuando se paró al lado del árbol que tenía delante, distinguí la gran cabezota de mi antigua amiga.

—¡La Vache qui Rit! —grité sin poder reprimir mi alegría.

Me levanté y fui a su encuentro. Pero fue inútil, porque al lado del árbol no había nadie.

—¿Dónde te has metido? —grité. Pero pronto me di cuenta de lo que había pasado. La Vache qui Rit que había visto no era una vaca real, sino producto de una alucinación. Así como las vacas o los camellos del Sahara, Gobi y otros desiertos ven espejismos, y en los espejismos lo que más desean, un pozo de agua o la sombra de las palmeras, los seres que andan por desiertos como soledad creen ver amigos. Así me sucedió a mí aquella tarde: que necesitaba compañía, y que la imaginación hizo el resto, creando el fantasma de La Vache.

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