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Authors: Bernardo Atxaga

Tags: #Infantil y juvenil

Memorias de una vaca (10 page)

BOOK: Memorias de una vaca
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Estábamos las dos tumbadas sobre el musgo helado, ella a un lado del avión y yo al otro, charlando tranquilamente por encima de los trozos de metal oxidado. No queríamos entrar directamente en el tema que nos había llevado allí. Ya habría tiempo para sopesar el descubrimiento del arroz.

—Un día lo pasé muy mal en esas nieves —le dije, dejándome llevar por el recuerdo—. Estaba comiendo esa hierba pequeñita del monte, y antes de que me diera cuenta, tenía una manada de lobos siguiéndome. Una sorpresa muy desagradable, a decir verdad.

—¿Lobos? ¿Y a cuántos destrozaste con tus cuernos? —se entusiasmó La Vache, cambiando de expresión y levantando su cabezota. Su salvaje voz interior hablaba por su boca.

—No llegué a destrozar a ninguno. Ahora bien, el que debía de ser jefe de la manada se fue sin dientes. Le di una patada tremenda en plena boca.

—¡Soberbio! ¡Muy bien hecho! —se alegró La Vache, enderezándose más.

—Claro que también él se llevó su premio. Me mordió en el rabo.

—¡Y eso qué importa!

La Vache tenía la vista fija en las faldas nevadas de los montes. Estaba comprobando si los lobos aún andaban por allí.

—¡Qué pena no haber estado contigo ese día! —suspiró luego—. ¡Cómo me gustaría habérmelas con los lobos! ¿Dónde has dicho que los viste?

—En esa pendiente larga que hay encima de Balanzategui, donde está aquella roca negra.

Se puso a mirar la roca, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. De tanto en tanto, como en sueños, susurraba las palabras que en aquel momento le dictaba su voz interior, palabras que, naturalmente, eran de lucha: «¡Golpea! ¡Golpea otra vez! ¡Clávale el cuerno de abajo arriba!».

—¡Los destrozaría a todos! —suspiró al final, antes de volver en sí y calmarse.

—Te creo, La Vache —concedí.

—Por un lado, ¡qué pena ser vaca! —siguió ella, girando la cabeza hacia mí—. Si fuéramos como los jabalíes o como las águilas, tendríamos que luchar para comer, y a cambio de eso andaríamos a nuestro aire. Todas las montañas para nosotras, todos los caminos para nosotras. ¡Sin establo! ¡Sin pienso! ¡Siempre libres, hoy aquí y mañana allí!

—Atiende, hija mía —escuché entonces en mi interior—. No cabe duda de que tu amiga es una vaca inteligente y de mucho carácter, pero, junto a esas virtudes, tiene también el grave defecto de la inmadurez. ¿Cómo es eso de que son los jabalíes los que disfrutan de libertad? ¿Qué tontería es ésa de decir que las águilas hacen lo que quieren y vosotras las vacas, no? ¿Dónde estáis, pues, ahora? ¿Acaso no estáis donde os ha dado la real gana? ¿Acaso no podéis quedaros aquí cuanto deseéis? Por decirlo en pocas palabras: ¿En verdad crees que las bestias del monte viven más libres que vosotras? Seamos serias, hija mía: yo creo que no. No tengo nada en contra del jabalí o el águila, pues ambos son animales nobles y de buena voluntad, pero, a decir verdad, han quedado un poco atrasados. Yo diría que, en este proceso que de Alfa a Omega llevamos todos los seres vivos, ellos han quedado muy Alfa. Carecen de establo o de cualquier otro lugar donde recogerse. Y carecen también de horario Para las comidas, pues dependen de la caza. Sin embargo, las vacas lo tenéis todo. Por un lado, vuestra libertad, y por otro, vuestros refugios y esa regularidad alimenticia tan necesaria para la salud. Para decirlo en una palabra: la vaca es notablemente Omega, no Alfa. Hija mía, haz el favor de comprender la verdad: las vacas somos algo grande.

—¿Qué te dice la voz de dentro? —me preguntó La Vache.

—Que nosotras las vacas somos Omega, en tanto que los jabalíes o las águilas se han quedado bastante Alfa.

—¡Bah, teorías! —exclamó La Vache. Y con una capacidad de reflexión que hasta entonces no le conocía, siguió así—: Tu voz interior filosofa mucho, pero no tiene experiencia de la vida. ¿Qué le importa al jabalí ser Alfa? El jabalí sabe lo esencial, es decir, que el mundo es inmenso y que él puede marchar a cualquier lugar de ese inmenso mundo: al Norte, al Sur, al Este o al Oeste. Esa capacidad de elegir es lo que le da alegría, una alegría que las esclavas como nosotras jamás conoceremos. Puede que el jabalí sea muy Alfa, pero, en mi opinión, tiene más categoría que la vaca.

Sin duda alguna, era su salvaje voz interior la que profería aquellas palabras. El Pesado comenzó a impacientarse:

—Atiende, hija mía, no te enfrentes a ella —me dijo—. No merece la pena que discutas. ¿Qué puede saber tu amiga acerca de la vida del jabalí? Absolutamente nada. Y, sin embargo, ultraja a las vacas en nombre de aquél. No sé, no puedo comprenderlo, quizá esté pasando por un mal momento personal. De cualquier forma, lleváis mucho tiempo tumbadas junto a esos pedazos de avión, y aún no habéis entrado en el tema. No os he oído ni una palabra acerca de lo que está sucediendo en Balanzategui.

Tenía razón El Pesado al decir estas últimas palabras. También yo estaba deseando llegar al asunto de Balanzategui, y ello porque, gracias al sol pálido que acababa de salir en aquella tarde de invierno, veía el catalejo del molino; o mejor dicho, veía el reflejo que de vez en cuando daba el cristal del catalejo. Cuando los dentudos hacían girar el instrumento y éste se ponía cara al sol, en el molino surgía una especie de chispa.

—Mira a los gemelos —le dije a La Vache.

—Sí, están de guardia. Andan siempre husmeando, a ver si ven a alguien acercarse a Balanzategui.

—Según tú, ¿qué es lo que está pasando aquí? —le pregunté, entrando directamente en el tema.

—Ya te lo dije antes. Todavía no ha terminado la guerra que empezó en el treinta y seis. Al menos, no en nuestro valle. Los que bajan del monte a escondidas no se quieren rendir, y siguen en pie de guerra contra el General. Una actitud muy peligrosa, sin duda.

—¿Gafas Verdes es el General? —pregunté con ingenuidad.

Aunque me estaba haciendo muy juiciosa, todavía estaba en pañales en asunto de guerras. Esas historias las aprendí después, cuando crucé la frontera y conocí a Pauline Bernardette. Porque la pequeña monja, en aquella otra guerra de Europa que tuvo lugar en Francia, Inglaterra, Alemania y otros sitios trabajó para los maquis; es decir, para los batallones que no querían rendirse. Recuerdo que vino a verla un sacerdote, uno que llamaban Père Larzabal:

—Toma estos papeles, petite Pauline —le dijo entregándole un paquete—. Y ya sabes, hoy por la tarde, coges tu vaca negra y vas hacia Altzürükü por el camino de la montaña. Los del maquis te reconocerán y saldrán a tu encuentro en el momento que les parezca apropiado.

La Madre Superiora del couvent, que estaba delante, arrugó el ceño:

—¡Me da miedo, Père Larzabal! C'est un grand péril pour Soeur Pauline Bernardette! En todos los caminos hay puestos de soldados. Si registran sus ropas, cogerán presa a nuestra petite Pauline.

—Tranquilícese, Mère —le contestó Père Larzabal—. Mire la cara de Pauline. Y mire la cara de la vaca. De registrar a alguien, los soldados registrarán a la vaca.

—¡Pero yo no quiero que se le haga daño a Mo! —intervino la pequeña monja.

—No te preocupes, Pauline —le dijo Père Larzabal—. Hacéis muy bonita pareja, y no va a pasar absolutamente nada.

Las cosas marcharon como dijo el sacerdote. A mí me registraron un poco, pero a la pequeña monja nada de nada, ni la miraron siquiera. Y antes de llegar a Altzürükü, depositó los papeles en manos de quien correspondía.

Pero, como he dicho, tuve esa experiencia después de haber pasado todo lo de Balanzategui. Por eso le hice a La Vache aquella pregunta cándida de si Gafas Verdes era el General.

—¡No! ¡En absoluto! —me respondió La Vache en aquella ocasión—. Gafas Verdes, o sea, Cuchillos, es un sicario que el General ha enviado aquí para coger a los rebeldes que se mueven alrededor de Balanzategui. Pero nada más, sólo un sicario.

—¿Tú crees que Genoveva y El Encorvado están muy metidos?

—Ya lo creo que sí. Ellos también están en guerra —me aseguró La Vache hablando despacio y sopesando cada palabra—. En Balanzategui las vacas somos verdaderas vacas, y la hierba es verdadera hierba. Pero de todo lo demás, nada es lo que aparenta. Para empezar, no es una explotación agrícola ni una casa de labranza. Lo parece, pero no lo es. Ya has visto que no tienen perro delante de la puerta y que las vacas no hacemos nada. Y además, date cuenta, no tienen gallinas, ni ovejas, ni ningún otro animal doméstico. Y tampoco saben segar, eso es lo más gordo. Ni El Encorvado ni Genoveva saben segar.

—Completamente cierto —admití.

—Y luego está lo que supimos ayer —continuó La Vache—. Que la camioneta no viene a traer el pienso de nuestros banquetes, sino a traer arroz para los del monte. Ése es el servicio que hace ahora Balanzategui, es algo así como un almacén para los del monte. Sin Balanzategui se morirían de hambre, y entonces, se acabó la guerra y se acabó todo.

—¡Realmente asombroso! —exclamé. No por lo que La Vache me estaba contando, pues yo también me había hecho aquella reflexión, sino por lo poco que a La Vache le costaba pensar con lógica. No daba muestras de cansancio ni de que fuera a quedarse dormida.

—Y yo me pregunto lo siguiente —saltó de repente más despierta que nunca—: ¿Por qué no los cogen? ¿Por qué Cuchillos o Gafas Verdes o quienquiera que sea no detiene a los de Balanzategui?

—A los rebeldes que bajan a Balanzategui, querrás decir. Porque con llevar a la cárcel a Genoveva o al Encorvado no gana nada. Su problema es la gente del monte —apunté.

—Claro, por supuesto —admitió ella—. De todos modos, la pregunta sigue siendo la misma: ¿por qué no los cogen? Ahí están los gemelos de los dientes grandes con su catalejo, husmeando todo el día, vigilando hasta el menor movimiento en el valle… y, sin embargo, llega una noche, bajan los del monte con sus caballos, los cargan, cenan en la sala, se van con sus sacos de arroz, y los sicarios ni enterarse.

—Los del monte tienen algún truco —opiné con toda la lógica posible.

—Sí, claro. Pero ¿cuál?

—Cualquiera sabe.

—De todos modos —siguió La Vache, poniéndose seria—, pronto va a suceder algo grave. Ya te lo dije el otro día, todavía oiremos tiros en este valle. Cuchillos está últimamente muy irritado. Cada vez que viene al molino, anda a gritos con los dentudos.

—¿Entiendes lo que les dice?

—Después de las horas que he pasado vigilando el molino, le entiendo bastante bien. La semana pasada, por ejemplo, habló de un sabotaje. Por lo visto, los del monte cortaron la vía del tren.

—¿La vía del tren? —me sorprendí. En aquella época sabía poco de sabotajes.

—Efectivamente. Pusieron una bomba y cortaron la vía. Así es como continúan la guerra los del monte.

Nos quedamos las dos calladas durante un momento, mirando los restos oxidados del avión.

—Por qué no los cogen, eso es lo que yo querría saber —suspiró La Vache pensativa. Asentí con la cabeza, yo sentía la misma curiosidad.

Sin embargo, era imposible que en aquel momento diéramos con la respuesta, ni siquiera con la ayuda de la lógica. Había que esperar a que la Gran Rueda de los Secretos se pusiera a girar y a despedir las salpicaduras de su barro de la verdad. Ese día, el día que tuviéramos suficiente barro en las manos, sabríamos cuál era la realidad.

—Atiende un poco, hija mía —escuché cuando La Vache y yo dimos por terminada nuestra conversación. El Pesado me quería dar su parecer—. El misterio de Balanzategui no puede ser tan indescifrable como parece. Es posible que tu amiga, al ser medio jabalí, no sea capaz de llegar a una conclusión aceptable, pero tú sí. Tú eres una vaca de los pies a la cabeza, una vaca que, alejándose cada vez más de Alfa, está a punto de alcanzar Omega, y no hay duda de que aclararás el misterio. Aguarda sólo un poco, deja que la Gran Rueda de los Secretos dé tres vueltas, y dedícate luego a pensar con toda la lógica posible. Y, sobre todo, ¡arriba ese ánimo! ¡Arriba esa frente de vaca!

Desde luego que El Pesado estaba resentido con La Vache, pero, despechos aparte, su opinión estaba tan bien fundada como de costumbre. En adelante, todo sucedió tal y como él decía. La Gran Rueda de los Secretos giró tres veces, y de ahí, y de la lógica que apliqué, resultó la solución.

La Rueda dio su primera vuelta en primavera, cuando ya todos los árboles estaban llenos de hojas verdes. Oímos el silbido de Genoveva, su llamada para el banquete, y todas las vacas. —La Vache, yo y las otras diez— nos juntamos delante del establo. Contra lo que en toda aquella temporada había sido habitual, el banquete de aquel día iba a ser para las rojizas, y no para nosotras las negras. El Encorvado empezó a hostigarnos con una vara diciendo que nos apartáramos de la casa.

—¡Fuera de ahí! ¡Vosotras, al cercado!

La Vache y yo nos miramos. Íbamos a quedarnos fuera, quizá podríamos ver a la cuadrilla del monte bajar con sus caballos.

Las otras vacas negras, que en su tontera no entendían nada, se empeñaron en entrar al establo, y al Encorvado y a Genoveva les costó meternos dentro del cercado de piedra. Pero, al final, allí estábamos las siete. Y allí estaban, asimismo, escondidos entre la hierba, todos los bichos y bichejos que había traído la primavera: mosquitos, avispas, abejas, lombrices, hormigas, caracoles, gusanos, arañas, babosas, mariquitas, moscas, tábanos, luciérnagas y demás, bichos muy Alfa todos ellos. Y allí estaban, cómo no, esas flores que siempre son las primeras en aparecer, unas flores muy amarillas, muy flojas y muy Alfa. Como tenía todo el día por delante, decidí aplastar un buen montón de bichos y flores, o dicho en otras palabras, tumbarme.

—Vamos a ver cuántas flores he aplastado —me pregunté después de un rato, volviéndome a levantar. En total eran sesenta y dos, nueve más de lo que pensaba y de lo que había apostado conmigo misma. Ni bien ni mal. Un resultado corriente.

Mis apuestas de aquel día no tenían, con todo, el sentido de las que me había hecho en anteriores épocas. Esta vez no se trataba de luchar contra el aburrimiento, sino de luchar contra el nerviosismo que sentía en aquellos instantes. ¿Cómo serían los rebeldes que seguían luchando y no se rendían ante el General? Esa cuestión resumía todas mis preocupaciones.

La noche llegó cuando ya llevaba aplastadas unas setecientas flores, y de repente, como si todos los pájaros, todas las hojas, todos los perros y todas las demás cosas hubieran estado esperando aquella señal para callarse, el valle de Balanzategui quedó en silencio. Ni siquiera de la casa llegaba ningún ruido. Quizá la única excepción fuera el riachuelo, que seguía corriendo y haciendo rodar a las piedrecillas de su lecho; pero su murmullo era tan parecido al silencio, que no lo perturbaba.

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