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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Mensajeros de la oscuridad (25 page)

BOOK: Mensajeros de la oscuridad
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La gente que nos rodeaba por todos lados parecía animada y feliz. Pensé que la crisis en la que el país se hallaba sumergido dejaba algunos resquicios por los que escapar. Claro que Rusia era una inmensa tierra y Moscú una enorme ciudad; habría gente pasándolo peor. Sentía curiosidad por la nueva pobreza, y le hubiera hecho a Rekov muchas preguntas, pero temía ofender su orgullo nacionalista. Me dediqué a gozar de la música electrizante y a beber como todos los demás. Al cabo de un rato estaba en paz conmigo misma, desinhibida y alegre. Empecé a mirar a Rekov con todo descaro, sin pretender nada, sólo por el placer de verlo, de adivinar cómo sería su carácter, qué cosas habrían sucedido en su vida. Me gustaba el esculpido regular y pétreo de su cara, los signos de las batallas en su frente, la boca de labios finos y amargos, el pelo lacio. Creí adivinar que tenía una historia larga y profunda detrás de sí, un conocimiento desencantado de los hombres, un cansancio contra el que combatía en cada gesto. Supuse que creía en casi tan pocas cosas como yo. Una historia plagada de episodios duros, quizá alguna tragedia, muchas mujeres. Yo nunca lo sabría, a pesar de que casi con toda seguridad aquella noche iba a acostarme con él. Y no sabría nada porque no iba a preguntárselo. ¿Para qué hablar?, ¿para qué recopilar el pasado, saber cosas que no podrán cambiarse?, ¿para qué estropear los encuentros que el Destino nos regala con frases, con mentiras? «¡Ah, mi querido Alexander! —pensé euforizada y plácida por obra del vodka—. ¡Vamos a aprovechar hasta el último minuto del presente y después seguiremos viviendo sabiendo de nuestra mutua existencia, y nada más.»

Él tampoco me quitaba los ojos de encima, sin buscar coartada o excusa para hacerlo, y al final de la cena el deseo que fluía entre nosotros era tan consistente que temí que se volviera evidente y material como la sopa que habíamos tomado. Pero no había caso, Silaiev había acabado dignamente con la bebida y hubiera jurado que se tambaleaba en su asiento. En cuanto a Garzón, había sufrido un transporte tan intenso comiendo, que ahora se reponía en silencio como un monje budista tras la oración.

En la puerta del restaurante el segundo de Alexander se despidió con un taconazo de sus recias botas. Me inquieté cuando vi que se alejaba entre la nieve con paso vacilante. Se lo hice saber a Rekov, y éste se echó a reír.

—¿Dimitri? Podría continuar bebiendo dos o tres horas más. No te preocupes, el paseo hasta su casa lo despejará del todo. Vamos, os llevaré al hotel.

Al llegar aparcó el coche y nos acompañó hasta el
hall
. Pero Garzón no daba señales de querer largarse, de modo que lo invité a tomar una copa en el bar. No había más que un par de grupos de hombres bebiendo cansinamente. Pedimos vodka de nuevo. Estuve escudriñando si el subinspector andaba tocado, pero tenía una apariencia bastante normal. Aunque no normal al ciento por ciento, ya que de repente le espetó a Rekov:

—Se han cargado ustedes la Unión Soviética, y eso hay mucha gente que no se lo perdonará jamás.

El ruso no se inmutó demasiado cuando me vi obligada a traducir.

—Dile a tu ayudante que lleva razón. Y dile que no estoy seguro de si eso es malo o bueno, pero debes añadir que Rusia es un país grande, complicado, trágico, y que estamos cansados de ser un símbolo para el mundo. Queremos perder nuestra grandeza de una vez e intentar solucionar de manera pragmática nuestros problemas. Nos merecemos un descanso histórico. Vamos, tradúceselo.

Lo hice mientras contemplaba con paciencia infinita los ojos bovinos de Garzón fijos en el aire y la caída lentísima de sus pestañas. Hubo un silencio y por fin mi compañero replicó:

—Sí, pero ¿qué culpa tenemos de eso los demás? Dígale que España es también un país trágico de cojones. ¿Sabe decir cojones en inglés? Bueno, pues lo malo es que nosotros somos pequeños y necesitamos una ilusión externa para funcionar y pedir justicia.

—¡Ni hablar, Fermín, no voy a traducir nada de eso porque es tardísimo y además es una gilipollez y creo que lo mejor que podríamos hacer es irnos a la cama ya!

Asintió mansamente. Nos levantamos y fuimos hasta recepción. Le dejé que pidiera su llave ante la mirada de Alexander, pero el muy cabrón no se marchó y estuvo esperando a que yo cogiera la mía. No tuve otro remedio que despedirme del ruso para no hacer la situación más violenta.

Mientras subíamos en el ascensor ni siquiera le dirigí la palabra al subinspector; y ya en mi piso, salí sin darle las buenas noches. No sé si se enteró. Me daba igual. Lo hubiera asesinado rebanándole el pene para mi colección. Claro que la culpa era mía. ¿Por qué coño no había subido con Rekov ante sus propios morros?, ¿qué era aquello, un té Victoriano? Me quité el abrigo y lo eché con rabia sobre la cama haciendo que se desplomara una lamparilla. «¡Joder, vaya mierda de material que tienen estos rusos!», grité al borde de la exasperación. Entonces llamaron a la puerta. Me planté frente a ella en tres zancadas pensando que era Garzón. Seguro que quería que le tradujera las instrucciones para usar el lavabo... Pero no, era Alexander Rekov, con sonrisa irónica y en silencio. Jugaba fuerte, tal y como yo había intuido. Abrió los brazos desplazando los faldones de su pelliza, en tono de súplica. Hasta mí llegó su olor maravilloso a tabaco y lana y calor y piel. Lo dejé entrar.

Demonio, nunca he sido amante de belicismos, pero debo reconocer que aquella noche comprendí por qué el imperialista de Napoleón y el hijoputa de Hitler lamentaron tanto no conquistar Rusia. Las montañas, las tundras nevadas, las estepas que se pierden hasta la línea del horizonte. La inmensidad.

A la mañana siguiente despedí a Alexander casi a las puertas del hotel; nos veríamos una hora más tarde en comisaría. Garzón ya estaba desayunando y nos vio pasar. Sonrió forzadamente cuando me senté, y preguntó enseguida:

—¿Ya está el inspector Rekov por aquí? ¿Es que hay alguna novedad?

—No. Acaba de marcharse —comenté, y para que no quedara ninguna duda, añadí—: Ha pasado la noche conmigo.

Cabeceó aparentando indiferencia. ¿Estaba sufriendo una alucinación o Garzón me ponía cara larga? Me serví el desayuno con una energía innecesaria y no abrí la boca en ningún momento. Tampoco él. Al ver que se disponía a acopiar una nueva ración de bollos en su plato, lo apremié:

—Dése prisa, subinspector, nos esperan a primera hora.

Asintió con cara de malas pulgas.

Rekov ya estaba en su despacho, y también Dimitri Silaiev, ambos bebiendo té como si nada hubiera pasado. Observé que el primero me miraba con absoluta profesionalidad, sin sobrentendidos ni ternuras. Perfecto, sabía hacer bien las cosas.

—Para empezar diré que Ivanov no figura con su nombre en nuestros archivos. Hemos seleccionado los expedientes en los que podría aparecer. Hay algo de este material en ordenador, pero poco. Casi todo son fichas que tendrás que ir mirando una por una. ¿Listos para empezar?

Permanecimos más de una hora viendo rostro tras rostro en la pantalla, de frente y de perfil. Luego pasamos a los legajos que Rekov y Silaiev iban acumulando sobre la mesa. De vez en cuando se servía una taza de té.

A media mañana un funcionario hizo su aparición trayéndole a Rekov unos papeles.

—Aquí tenemos toda la información sobre los negocios recientes de Anatoli Esvrilenko, todo lo que es posible averiguar sobre ellos.

Mientras él trabajaba sobre aquellos documentos, yo seguía con mi difícil tarea. Silaiev ponía frente a mis ojos las fotografías y Garzón las reintegraba a su expediente tras el reconocimiento. Podía decirse que formábamos un equipo bastante sincronizado.

Tomamos un simple sándwich a mediodía y Alexander nos explicó:

—Los últimos negocios de Esvrilenko tienen un aspecto completamente legal. Es cierto que ha invertido en países extranjeros, en España, Portugal e Italia. No tenemos información exhaustiva sobre estas transacciones, pero parece que en España hará, en efecto, una urbanización de lujo. Nada relacionado con jóvenes ni con el comercio sexual; aunque no podemos fiarnos de eso. Sin embargo, el sexo como negocio no es una de las especialidades de Esvrilenko.

—¿Qué quieres decir?

—Sin poder establecer reglas concretas, los mafiosos se han repartido un poco las competencias. Un tal Drosogui parece ser el más boyante en asuntos de prostitución. Esvrilenko le da más al juego, a las drogas y a las salas de fiesta. Eso no quiere decir que no haya montado una red de pederastia o cualquier otra historia de ese cariz. Mis colegas están intentando investigar.

—¿Algo sobre Ivanov?

—No es uno de sus hombres habituales. Quizá se trata de un nuevo fichaje.

—¿Manda a un nuevo fichaje para que se haga cargo de sus asuntos en un lugar donde no puede controlarlo? No parece muy lógico.

—Cierto, en apariencia no lo es, pero por alguna razón debe de confiar mucho en él.

—¿Podremos ver a Esvrilenko?

—Le veremos, aunque no servirá de nada.

—Quizá fuerce a que haga algún movimiento que se refleje en Ivanov. Algunos hombres de mi departamento están vigilándolo.

—Mañana iremos a su cuartel general.

Durante toda la tarde fotos y más fotos pasaron ante mí. Sin ningún resultado. La fisonomía de Ivanov era tan característica que por mucho que se hubiera transformado, estaba segura de no caer en ninguna equivocación. Hacia las siete mis ojos habían enrojecido hasta escocerme. Tuvimos que parar. Rekov se ofreció a que diéramos una vuelta turística que sirviera de descanso. Por la noche iríamos a una sala de fiestas propiedad de Esvrilenko donde sus hombres solían reunirse. El primer plan no incluía a Garzón ni a Silaiev, que pasearían por su cuenta. Tuve que aguantar las protestas de mi compañero cuando se lo expliqué.

—¡Pero si no hablamos ninguna lengua común!

—A Silaiev eso le da igual, ¡como tampoco habla!

—¡Pues vaya panorama!

—No hemos venido aquí para divertirnos —le dije con todo cinismo. Reprimió la respuesta que estaba pensando y se largó con el bueno de Dimitri, que no había sonreído ni una sola vez.

—Hacen una pareja armoniosa —bromeó Alexander mientras los veía alejarse.

—Es estupendo perderlos de vista un rato; Garzón está insoportable.

—Yo creo que tiene celos.

Lancé una aviesa mirada hacia él y por fin nos largamos de aquella maldita comisaría donde sólo había polvo y fotos.

Pasear con Alexander Rekov por la Plaza Roja fue una experiencia inolvidable. A su lado me sentía como Ana Karenina junto al conde Vromsky, sólo que menos angustiada. Pensé que era excitante tener un amante ruso, un auténtico hombretón del que no conocía sino su apostura. ¡Eso era el verdadero turismo, y no visitar monumentos! Caminamos y charlamos incansablemente sobre la grandeza de Rusia, la profundidad del alma rusa, su misterio.

—A veces pienso que sólo somos un pueblo de campesinos bárbaros; otras estoy más optimista y noto sobre mis hombros el peso de miles de años de cultura.

—No siempre es agradable pensar que se pertenece a antiguos imperios.

—¿Tú crees que españoles y rusos conservamos un poco de fiebre imperialista en nuestras venas?

—Cierto orgullo, quizá, una pizca de fiereza.

—Muy suavizada, Petra, muy suavizada. Mírame a mí, sólo soy un lobo solitario que se contenta con un trabajo duro y un pequeño apartamento destartalado.

—¿Qué es para ti lo peor de vivir en soledad?

—Supongo que no tener a nadie con quien compartir la alegría. La tristeza prefiero aguantarla solo, pero la alegría... ¿Y para ti?

—Bueno..., la monotonía; sí, la monotonía. Me gustaría tener a alguien a mi lado que fuera capaz de proponerme experiencias insólitas, cambios. Mi carácter presenta un lado aventurero, pero no me veo capaz de alimentarlo por mí misma; al menos no con la frecuencia necesaria.

Sonrió, rió después. Pasó su mano por mi hombro.

—Una mujer fuerte la tal Petra Delicado, ¿no te parece?

—Endurecida por las circunstancias, pero no me quejo.

—Me gusta la gente que no se queja. Detesto a algunos compatriotas míos que ahora hablan de los tiempos comunistas como si hubieran sido una maldición del cielo. No hay que olvidar el pasado, pero tampoco el pasado del pasado. No hay que pensar que las soluciones son fáciles, no hay que creer en las promesas ni reclamarlas histéricamente. La vida es dura, cruel, atroz, y nada nos hace pensar que vaya a cambiar demasiado.

Su tono se había hecho lóbrego, y su ceño oscuro. Luego, de pronto, volvió a sonreír, a reír por fin.

—¡Experiencias insólitas, eso está bien! ¡Alguien debería proponerte experiencias insólitas!

Cenamos en una taberna y a las diez en punto salimos corriendo hacia Rex, la sala de fiestas donde habíamos quedado citados con nuestros ayudantes.

Era un enorme local demodé, decorado con lujos un poco astrosos imitación años veinte. Un montón de mesas con lamparita roja rodeaba la pista central. La gente empezaba a llegar. Había algunos grupos de turistas. Sonaba música de balalaikas y en el techo una gran esfera de cristal tallado en mil facetas lanzaba destellos en todas direcciones. Un horror.

—Ésta es la principal guarida del ogro. Hay un primer espectáculo para turistas y matrimonios. A la una de la madrugada se van todos y empieza un segundo turno mucho más sustancioso. Suelen acudir los secuaces de Esvrilenko. Aquí se relacionan, se ultiman negocios de todo tipo.

—¿Y el propio Esvrilenko?

—Unas veces está y otras no.

—Sabiendo lo que sabéis, ¿por qué no le metéis mano?

—Lo hacemos a veces en cosas concretas, pero no es fácil cazarlo. Lo sometemos a un cierto acoso continuo.

—¿Es cierto lo de la corrupción policial en esta ciudad?

—Lo es.

—¿Eres tú uno de esos policías corruptos?

—¿Tú qué crees?

—¿Cómo puedo saberlo? Que me haya acostado contigo no significa que seas angelical.

—Pero puede significar que creas en mi sinceridad cuando te digo que no lo soy.

—En efecto, tendré que creer.

Las pupilas le bailaban, más burlonas que nunca, en los ojos inquietos. Miré el reloj, Garzón y Silaiev tardaban mucho.

—¿No se están retrasando nuestras manos derechas?

—Es extraño, pero ya que sucede, creo que debemos empezar a beber con las izquierdas.

Pidió una botella de champán. Los grupitos de turistas endomingados seguían afluyendo. De pronto, la pista se iluminó y apareció una hermosa zíngara acompañada por tres gitanos con instrumentos de cuerda. Se lanzó sonriente a cantar una serie de hermosas canciones que simultaneaban arrebatos de loca animación con pasajes lentos y tristísimos. Sólo reconocí
Ojos negros
. Alexander escuchaba la música con evidente placer, casi con emoción. Se dio cuenta de que estaba observándole.

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