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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Mensajeros de la oscuridad (11 page)

BOOK: Mensajeros de la oscuridad
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Ambas mujeres, como una sincronizada pareja de baile, dieron un paso atrás. La dependienta se puso una mano sobre la boca y la dueña estalló:

—¡Muy señor mío, le ruego que tenga la delicadeza de no mencionar ciertas cosas aquí!

—Está bien, pero sepan que están sucediendo hechos muy graves relacionados con sus velas. De modo que si ese mismo joven u otra persona cualquiera vuelven a por más, tengan la amabilidad de avisarnos inmediatamente. De lo contrario, nos veremos obligados a detenerlas por complicidad.

Me quedé patidifusa ante tamaña arremetida. ¿Qué mosca le había picado a Garzón? Antes de que las dos biempensantes damas se desmayaran, les pregunté:

—¿Reconocerían a ese cliente si volvieran a verlo?

La aterrorizada dependienta asintió, incapaz de abrir la boca. Probablemente estaba representándose a sí misma en una mazmorra con una bola colgando del pie. El subinspector se había excedido, y así se lo hice saber en cuanto ganamos la calle.

—¿Se puede saber por qué...?

No me dejó terminar. Se encontraba galopando en uno de sus corceles furiosos.

—Naturalmente, debíamos habérnoslo imaginado. En cuanto uno se acerca aunque sea a un kilómetro de la Iglesia..., ¡ya está!, surge el oscurantismo y la prohibición.

—¿No cree que está exagerando, subinspector?

—En absoluto. Pero ¿no lo ha oído? Damas Negras, Esclavas de Jesús, Siervas del Espíritu Santo..., todo cosas ofensivas para las mujeres, parece mentira que no lo advierta usted. Y sobre todo, ese lado lúgubre, ceniciento..., la sangre divina, las llagas de Cristo.

Fingió un escalofrío que lo recorría de pies a cabeza y no pude evitar una carcajada.

—Pues a mí me parece pintoresco —dije—. Todas esas historias tienen un punto fascinante, incluso la liturgia eclesiástica en sí. Es un espectáculo lleno de color, de magnificencia.

—Usted dice eso porque lo ha vivido desde la barrera, pero yo me lo tuve que mamar. Primero, en mi familia. Que si la Navidad, que si la Cuaresma, los primeros viernes de mes, Pentecostés, Viernes Santo... ¡tenían el calendario minado! A la que te descuidabas te estallaba una prohibición: no comer carne, no mostrar alegría, no asistir al cine... ¡Horroroso, absolutamente antinatural! Y luego, para postre, vino mi mujer, y ahí qué le voy a decir, aunque algo le haya contado ya.

—Todo eso está muy bien, Fermín, pero no creo que se aplique al caso que nos ocupa.

—Lleva razón, lo que ocurre es que en cuanto sale el tema me pongo fuera de mis casillas. ¡Han sido demasiados años de humillación! Además, del catolicismo vienen todos los males de este país.

—Muy bien, Fermín, pues ya que está inspirado y puesto en faena vamos a ver a las monjas y les pregunta usted.

—¿Qué tengo que preguntar?

—Si han recibido alguna verga por correspondencia.

—¡No bromee conmigo que soy capaz!

Como no estaba segura de que Garzón no fuera, en efecto, capaz, decidí ir yo sola a visitar a las Damas Negras. Me recibió la superiora, que no parecía tener mucho que ocultar. No habían enviado a nadie a comprar velas, y ningún muchacho trabajaba en el colegio ni en los aledaños de la capilla. El cura que les celebraba las misas era conocido de toda la vida y rondaba los sesenta años. Todas las alumnas eran niñas, y lógicamente, también era femenina la comunidad. Sólo aparecía algún hombre por el colegio cuando hacían obras y había albañiles, o, alguna que otra vez, el servicio de mantenimiento de gas y electricidad. No tardé mucho en llegar a la conclusión de que si alguna polla se había perdido no íbamos a encontrarla por allí. La superiora no sólo no ocultaba nada, sino que colaboró cuanto pudo: preguntó a sus subalternas por muchachos que hubieran intervenido en el aprovisionamiento de materiales sin ella enterarse y me llevó a la capilla para que pudiera contemplar las dichosas velas. Incluso me regaló una para que me la llevara. De hecho, colocó su institución patas arriba para que yo aclarara mis dudas. Y todo ello sin hacerme ni una pregunta... hasta el final; porque cuando yo ya creía haberme librado por la gracia de Dios de la embarazosa interrogación, ésta llegó en el último momento. «¿Qué es lo que andan buscando, inspectora? ¿Tenemos algo que temer?» Era natural, tampoco el contacto con lo espiritual tiene por qué anular toda curiosidad humana. Sin embargo, ¿qué podía contestarle: «No se preocupe, madre, ustedes no tienen los atributos que este obseso suele cortar»? Preferí echarle imaginación diciendo que habíamos encontrado cajas de velas que contenían droga. Se mostró interesada y dispuesta a colaborar llamándome si veían algo raro. Era mejor así, el único detalle a evitar estribaba en no confesárselo a Garzón, ¡a saber en qué herejía sempiterna hubiera convertido mi simple dulcificación!

En fin, aquello era un lío del carajo, y la inclusión en la historia del joven comprador de velas vino a complicarla mucho más. Visitar una a una todas las parroquias y capillas de la ciudad estaba fuera de cualquier abordaje. Por lo tanto, tuvimos que llegar hasta el arzobispado para que nos ayudara a buscar una solución. Pensé en la posibilidad de que pasaran una circular interna o algo por el estilo, pero fue en ese punto donde topamos con la Iglesia, golpetazo que a mi particular Sancho no le vino de nuevas.

Para abrir boca, informado el comisario Coronas sobre nuestra pretensión, lo primero que aconsejó fue extremar la prudencia y andar con pies de plomo. No tenía el más mínimo interés en que nos granjeáramos antipatías entre la jerarquía divina. «Bien dicho —pensé—. La teoría es tan perfecta que todo el mundo parece conocerla: cautela con la Iglesia, cautela a raudales. Sin embargo, a ver con qué pies pesados se le puede preguntar a nadie si tiene un sospechoso de ser asesino castrador entre las filas de sus simpatizantes.» Tarde o temprano, habría que abrir fuego.

Nos recibió un obispo auxiliar bastante joven y animoso. Daba la sensación de que, entre todas sus posibles cualidades, había escogido la modernidad y adaptación a los tiempos para presentarse en sociedad. Él sí empezó por preguntarnos las características del caso antes de que abriésemos la boca. Como era de esperar, se quedó horrorizado, o al menos eso aparentó. Una vez que hubo comentado todo el escándalo que le producía la violencia del mundo actual, se dedicó a poner cuidadosamente obstáculos a cualquier intento de ayudarnos en la investigación. Pasar una circular preguntando a los párrocos si tenían jóvenes sospechosos en su entorno quedaba fuera de cuestión. Se trataba de una medida que fomentaría la alarma social entre los propios curas dando origen a desequilibrio y comentarios innecesarios. Además, se atrevía a opinar que semejante cosa no sería muy efectiva desde el punto de vista policial. También se negó a que metiéramos algún infiltrado en sus organizaciones juveniles o a que procediéramos a entrar en ellas para un interrogatorio masivo. Es decir, que desde el punto de vista eclesiástico institucional teníamos las manos atadas y no sería él quien fuera a liberarnos de un solo nudo. Lo bueno de todo aquello era que el príncipe de la Iglesia estaba negándonos el pan y la sal con la mejor de sus sonrisas y lleno de preocupación por nosotros. Admiré su enorme habilidad diplomática, el modo convincente en que aparentaba estar obrando todo el tiempo a nuestro favor. Incluso el anticlerical Garzón guardaba un silencio respetuoso. Intenté oponer, sin embargo, una minúscula y desactivada resistencia.

—Entonces, dígame qué podemos hacer si no hay manera de contar con la cooperación de la Iglesia a escala oficial.

—Yo me atrevería a decir que su planteamiento desde el principio ha sido injusto, inspectora. Sólo porque han relacionado un tipo de velas con su caso deciden hacer recaer las sospechas sobre nuestra grey.

—Le recuerdo que son velas de uso religioso, y que se compraron dos cajas en circunstancias no aclaradas.

—Inspectora, se lo ruego, pongamos en funcionamiento la lógica más elemental. No todas las cosas reciben el uso para el que fueron concebidas. Es como cuando usted se sube a una silla para llegar a una altura determinada y alcanzar un libro en un estante superior. Las sillas no son, sin embargo, escaleras, ¿o sí?

Le rogué una explicación que desentrañara mejor su viciado estilo parabólico.

—Lo que quiero decir es que pudieron comprarse velas votivas para un uso no católico. Fíjese que digo «no católico», y que en esa expresión incluyo la posibilidad de que se tratara de ritos propios de otras religiones como el hinduismo o el budismo, amén de toda la gran cantidad de sectas que existen y que van captando cada vez más adeptos entre la juventud. Por cierto, no sé si sabrán que ese asunto mantiene al Papa muy preocupado.

—No, no lo sabíamos.

—Pues así es. Además, inspectora, no todo el que usa velas es religioso. Eso sería como pretender que todo el que come liebre es cazador o que todo el que sube en un autobús sabe mecánica. La vida tiene más recovecos que las simples apariencias. ¿Qué me dice de los hombres solitarios que crean su propio mundo en una insana desesperación? Todo es un misterio, señores.

Al salir de allí estaba confusa. Entre parábolas, misterios añadidos, comparaciones, exhortaciones y menciones papales no sabía muy bien qué era lo que habíamos solicitado al comienzo de la reunión. Garzón también debía de estar algo mareado, porque no abrió la boca hasta casi un cuarto de hora después, mientras caminábamos por la calle con rumbo incierto.

—¡Este tío nos ha liado! —exclamó cayendo en la cuenta por fin—. El muy maricón no piensa cooperar en nada y encima nos suelta un sermón de la montaña.

—Y lo malo es que lleva razón.

—¿Cómo que lleva razón?

—Sí, subinspector, lo que ha dicho en pocas palabras es que carecemos de evidencia suficiente para iniciar una línea de investigación y remover Roma con Santiago. Es algo que figura en cualquier manual y que nosotros estamos olvidando.

—¡¿Y la cruz de cera en el pene?! ¡¿Y el muchacho no eclesiástico que compra dos cajas de velas?!

—No es suficiente para señalarnos una dirección.

Garzón coincidía conmigo en el fondo, pero le reventaba no haber presentado un poco de batalla al obispo, y más que éste nos hubiera convencido con sus buenas palabras. Procuré tranquilizarlo.

—Usted ya sabe cómo son las religiones, Fermín, utilizan palabras volátiles y conceptos ambiguos. Nunca se expresan con la suficiente claridad. Confucio decía: «Cuando la flor de loto se abra, será el momento de que el hombre mire en su interior.»

—¿Y qué quería decir con eso?

—Nada en particular, pero suena hermoso, profundo, ¿y no tenemos todos deseos de belleza, de profundidad?

—Sí, ya sé a qué se refiere. Es como todo aquel embrollo de la indulgencia plenaria, el propósito de enmienda, las virtudes teologales, las bienaventuranzas... ¡La de Dios!, nunca tuve muy claro en qué consistía cada cosa, pero cuando las oía me imponían una barbaridad.

—Algo así.

—Y entonces, ¿qué vamos a hacer?

—Pues no lo sé, Garzón; de momento comer algo, que a mí estas cosas espirituales siempre me dan un poco de hambre por contraposición.

—Si quiere vamos al Efemérides. Los martes Hamed hace cuscús. Allí podremos recapitular con toda tranquilidad.

—Sí, pero no delante de Pepe, recuerde que su mujer actual es periodista.

—Parece mentira que, habiendo sido su marido, se fíe tan poco de él.

—Mucha más desconfianza debo tenerle aún por ese motivo. Ya sabe lo que dice el refrán: «Nunca te fíes de un marido presente, pasado ni por venir.»

—Creo que ese refrán se lo ha inventado usted.

—¿Y eso lo hace menos cierto?

El cuscús de Hamed estaba directamente inspirado por el Profeta. Garzón y yo dimos buena cuenta de él regándolo con una jarra de tinto. Después de haber comido, las impresiones de la mañana cobraron mayor nitidez. Cualquier intento de peinar parroquias de todos los barrios de la ciudad como si fueran bares de putas quedaba descartado. Con más rotundidad tras saber que el arzobispo no enviaría una nota interna de busca y captura. No podíamos obligarlo a una cosa así cuando nos movíamos en una indefinición tal que dificultaba incluso el hipotético texto. ¿Qué incluiríamos como petición? «¿Rogamos ponerse en contacto con comisaría en caso de observar rasgos castradores o castrados en algún muchacho?» Incluso pretenderlo había sido una gilipollez. Sólo sería posible llevarlo a término si contáramos con alguna prueba más en el mismo sentido. Entonces sí sería cuestión de rastrear las parroquias individualmente, aunque nos dejáramos en el empeño tiempo y humor.

Mientras tanto Garzón se sentía cada vez más dolido contra las abstractas fuerzas de la gran reacción eclesial. Lanzaba denuestos heréticos y maldiciones bíblicas sin que casaran demasiado bien en momento y circunstancia con la ocasión; pero no sería yo quien ejerciera más represión sobre sus libertades. A la hora del café se acercaron Pepe y Hamed con una botella de licor.

—¿Por qué estás enfadado, Fermín? —preguntó el marroquí con su acento delicioso.

—Reniega de las religiones en general —atajé yo por lo que pudiera pasar.

—¡Ah, la religión! —exclamó Hamed, condensando en esa frase toda una filosofía de coexistencia pacífica.

—La religión es el opio del pueblo, decían antes —soltó Pepe—. E incluso la cocaína del burgués —remató entre las risas de todos—. ¿Y por qué hablabais de religión?

—En relación a un caso secreto del que nada podemos comentar.

—Pepe y Hamed tienen muchos conocimientos sobre religiones, ¿sabe, inspectora? Algunas noches mantenemos largas conversaciones en plan profundo.

—¡No me diga! Y confesadme, queridos expertos, ¿qué religión sería la que llevaría al hombre a cometer mayores excesos, crímenes o alguna que otra aberración?

A ambos les lució en las pupilas la lucecilla de la curiosidad.

—¿Qué tipo de aberraciones?

—He dicho que no podemos explicar nada concreto, pero vosotros sí podéis contestar.

Se miraron el uno al otro como si no supieran por dónde empezar. Por fin, Pepe demarró.

—El integrismo musulmán no tiene muy mala marca; cortar la mano de un ladrón no está nada mal, ¿verdad?

—También el catolicismo habla de que si tu ojo te ofende, sácatelo —objetó Hamed.

—Supongo que el quid reside en el grado de fanatismo que pone el practicante de cualquier religión.

—El budismo parece el más pacifista —declaré.

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