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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Mensajeros de la oscuridad (26 page)

BOOK: Mensajeros de la oscuridad
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—A los rusos nos gusta nuestro propio folclore, ¿y a los españoles?

—No está demasiado bien visto el que te guste.

—Eso es difícil de entender.

—Aún es más difícil de explicar.

Creí que no era el momento adecuado para remontarme a la Generación del 98; además, comenzaba a preocuparme la tardanza de Silaiev y Garzón. Habría sido paradójico que al final hubiera sido mi «guardaespaldas» quien necesitara ser protegido.

Tras la cantante, actuó un mago que sacaba muñecos de peluche de unas gorras, nueva modalidad no demasiado original del conejo y la chistera.

—Alexander, estoy preocupada, ¿puede haberles sucedido algo?

Negó con toda rotundidad.

—Nunca yendo con Dimitri. Dimitri es como un viejo oso de las montañas al que hubieran intentado cazar en veinte trampas. Tiene cicatrices por todo el cuerpo, pero cada vez es más difícil acercarse a él, y más peligroso.

En efecto, una hora más tarde, cuando una especie de orfeón de remeros del Volga cantaba a voz en cuello canciones que partían el corazón y los tímpanos, vimos llegar entre las mesas a los dos rezagados. Silaiev estaba como siempre, impasible y compacto, mientras que Garzón llevaba puesta una sonrisa que mostraba todos sus dientes. Cada uno reportó en la oreja de su jefe, y cuando el subinspector se acercó a la mía su aliento me echó atrás.

—¡Fermín, ha estado usted bebiendo!

—Sin parar un instante. ¿Qué quería que hiciera con este pelmazo de Silaiev? ¡Sopla como una bestia, el cabrón!, pero después se queda como si nada. Aunque tiene cierta gracia, no crea, nos hemos reído un rato los dos.

—Ya veo. Debería haber pensado que usted no tiene costumbre de beber así.

—¡Nunca es tarde para un buen hábito! Le advierto que esto del vodka no está nada mal, parece sano.

Miré a Alexander con alarma y él me devolvió la mirada, irónica y divertida. Pidieron vodka a pesar de mi actitud escandalizada. La velada continuó con un rosario de actuaciones convencionales que los turistas aplaudían a rabiar. Por fin salieron a la pista una pandilla de cosacos vestidos de negro y en lo que en apariencia parecía ser el número fuerte, se enzarzaron en danzas vigorosas, en algunos momentos convulsamente rápidas, realizando piruetas que desafiaban la gravedad. Bailaban todos juntos en batería, de dos en dos simulando lucha, en solitario superando el uno la cabriola del anterior. Los espectadores estaban excitados y participativos, lanzaban gritos de animación, prorrumpían en aplausos arrebatados. Uno de los bailarines empezó a pedir al público que subrayara con palmas sincrónicas las evoluciones del que entraba por turno en acción. El efecto de implicación funcionó perfectamente. Cuando esta fórmula ya se había repetido durante al menos cinco minutos, el que actuaba ahora como jefe de pista pasó a invitar con gestos, secundado por los otros danzantes, a alguien del público para que saltara a la pista y se sumara al baile. La gente reía a carcajadas y negaba con la cabeza sin dejar de palmotear. Sonaba
Kalinka
en la megafonía. De repente, ante la sorpresa general de nuestra mesa, se levantó Dimitri Silaiev y, agarrando por el brazo a Garzón, lo arrastró hasta la pista. Se me paró el vodka en el gaznate, aunque enseguida comprendí que haría mejor en toser manteniendo los ojos bien abiertos porque aquello no había hecho más que empezar. Así fue. Como si se hubieran pasado ensayando la noche entera, los dos polizontes se aplicaron a imitar las evoluciones que antes presenciaran. La imagen que Rekov había utilizado para describir a su subordinado resultó exacta, era como un oso de las montañas. Saltaba, elevaba las piernas a la cosaca sin perder el equilibrio y se agachaba y volvía a levantarse como si en realidad no pesara cien kilos. Más me sorprendió ver a Garzón, que hacía lo que podía, y no era poco. También parecía un oso, pero más bien el oso de Cantabria, en vías de extinción. Pero nada de aquel espectáculo deplorable parecía molestar al auditorio; al revés, todo indicaba que estaban pasándolo en grande. Jaleaban, vociferaban, batían palmas rítmicas y soltaban silbidos estentóreos.

Miré angustiada a Alexander y comprobé que se reía a carcajadas.

—¿No puedes hacer nada para pararlos? —pregunté.

—¿Por qué habría de hacerlo?

—Me preocupa Garzón, creo que va a caer redondo al suelo.

—¿Te pagan por cuidarlo como una niñera?

—Sé que mañana lamentará haber ido tan lejos.

—No hay nada que lamentar en bailar y divertirse, en emborracharse, todo son maneras de alejar a la muerte.

¡Joder con el ruso!, pensé, ¿cómo se atrevía a...? Aunque no, llevaba razón, al carajo el subinspector y su congénere. ¡Allá ellos! Me relajé e incluso logré reírme un rato con aquel par de plantígrados en pleno delirio.

Con todas aquellas alharacas acabó la primera parte del
show
dejando sentados a nuestra mesa a dos hombres que jadeaban intentando recomponerse. Resoplé con alivio. Figuraba en nuestro programa que a partir de aquel momento comenzábamos a trabajar.

Los turistas abandonaron el local en tromba yendo en busca de sus autobuses, y sólo media hora más tarde, éste ya se encontraba concurrido de nuevo por un tipo de gente bien distinta. Disminuyó la luz ambiental, y se pasó de la música folclórica a un hot jazz arrastrado. Bien, la cosa se animaba. Proliferaban los tipos de aspecto macarra y las señoritas de melena teñida de color chillón. Tenían un mal gusto espantoso. También las actuaciones cambiaron de cariz. Chicas embutidas en vestidos ceñidos ocupaban el centro de la pista y bailaban con suaves contoneos simulando cantar.

Alexander me tocó el brazo y señaló con los ojos a un grupo de hombres solos que se sentaban en ese momento.

—Tenemos mucha suerte, hoy Esvrilenko se ha dignado a venir.

Los observé sin poder distinguir en ellos nada especial, eran tan macarras como los otros.

—Acompáñame a hablar con ellos. Es importante que los hayas visto al menos una vez. Nunca puede saberse.

Llegamos hasta allí y Rekov se dirigió a uno en concreto. Nos invitaron a sentarnos pero mi colega declinó. Esvrilenko era gordo y despersonalizado. La grasa que se acumulaba en los rasgos de la cara lograba incluso borrar sus facciones. Sonreía con cinismo y desprecio mientras hablaba en ruso con Alexander. No podía deducir nada de la conversación porque tanto el policía como el mafioso controlaban perfectamente cualquier expresión. Observé cómo las manos y el cuello de aquel hombre tan desagradable estaban adornadas con toda clase de gruesas cadenas, anillos opulentos y dijes de oro. Rekov le miraba con desafío y, de vez en cuando Esvrilenko desviaba la vista hacia mí acentuando la burla de los labios. Al cabo de un par de minutos, seguí a mi compañero de vuelta a nuestra mesa.

—¿Qué ha dicho? —inquirí sin dejar pasar un segundo.

—¿Qué piensas que puede decir? Asegura que el tal Ivanov, su hombre al frente de esas obras en España, se llama realmente así y está totalmente limpio. Dice que ha estudiado en un montón de universidades extranjeras. Le he pedido una fotografía suya y ha dicho que lamentablemente en sus oficinas no disponen de ninguna. Fácil, ¿no? Si pedimos el expediente o el contrato de trabajo de ese tipo nos fabricarán uno a la medida.

—Comprendo.

—Sin embargo, si manda que Ivanov haga algo, si le obliga desde aquí a ejecutar algún movimiento en falso, tus hombres lo advertirán. ¿No es eso?

—Confiemos en que así sea.

—En cualquier caso, mañana seguiremos trabajando con las fotografías. ¿De acuerdo?

No estaba muy animada, cada vez iba dándome más cuenta de que quizá nuestro viaje a Rusia no obtendría ningún resultado. Pero ya que él era tan constante, yo no podía quedar como una derrotista y sonreí.

—¿Qué te parece si nos vamos de este maldito lugar?

Nos levantamos, nosotros con mucha más seguridad que Silaiev o Garzón, y caminamos hacia la salida.

Supuse que en ese momento daría comienzo el numerito para desembarazarme de Garzón y sentí una vaharada de angustia. Le pedí discretamente a Alexander que esa noche me llevara a su casa.

—No es muy confortable —me advirtió.

—Sabremos suplir las carencias.

Nos despedimos de nuestros ayudantes sin ningún tipo de explicación. Incluso trompa, Garzón me miró con cara asombrada. Le sonreí aparentando total indiferencia. Quizá con aquella espantada estaba librándome de llevarlo a hombros hasta su habitación y quitarle los calcetines.

El apartamento de Alexander era minúsculo y destartalado. ¿Era un hombre sin historia? En caso de tenerla no había dejado rastro en su presente. No había fotografías ni recuerdos personales entre los escasos muebles. Una cama, estanterías con libros y papeles y una pequeña cocina donde se amontonaban las tazas de té sucias, eso era todo.

Encendió un samovar determinando que ya habíamos bebido bastante alcohol por aquella noche. Nos sentamos en un sofá desvencijado. La habitación estaba caliente, me explicó que en Moscú la calefacción todavía era gratuita, desde los tiempos soviéticos, aunque no se sabía cuánto tiempo seguiría así.

—Tengo un presentimiento un poco negativo, Petra. No creo que vayamos a encontrar a Ivanov en nuestros archivos. Esvrilenko se ha mostrado muy seguro al decir que se trata de un hombre limpio. Es posible que no tenga antecedentes y por eso lo haya enviado a un país extranjero.

—Entonces mi viaje ha sido inútil.

—En algún momento pensé que podíamos sacar algo en claro sobre el asunto que ese gusano lleva en España, llegar a averiguar por qué y sobre quién está ejecutando esa venganza de los penes cortados. Pero es difícil, no tenemos confidentes en su organización y, sabiendo los métodos que emplea, dudo que exista un solo hombre que quiera irse de la lengua. Dime entonces por dónde empezar.

Hundí la mirada en mi taza de té. Sacudí la cabeza, desalentada. Entonces Alexander apartó todos los papeles que había sobre la mesa y dijo:

—Pero no desfallezcas, vamos a trabajar un rato. Hay algo que quizá sea de gran interés. Uno de mis hombres ha localizado una importante relación. Al ver las fotografías de tu expediente ha recordado que hace unos meses encontraron varias velas de cera morada en un almacén que pertenece a Esvrilenko. Iban tras un alijo de whisky de contrabando. Junto a las cajas de licor había un saco de tamaño mediano lleno de esas velas. En el interior hallaron una tarjeta que ponía: «El fin del milenio está cercano.» Sintieron curiosidad, pero no pudo probarse que el local perteneciera al propio Esvrilenko. Incautaron el whisky y ahí acabó todo, la historia se olvidó.

Aquéllos no eran los planes inmediatos que yo había hecho, pero la importancia del hallazgo me hizo pensar que el deber es lo primero.

Volvimos a repasar el caso punto por punto. Rekov iba tomando notas incomprensibles en su cirílico rápido y enérgico. Hablamos, comparamos, reincidimos en pruebas y testimonios. El resultado era siempre el mismo: quedaba en el aire una sola prueba de las enviadas: la extraña cruz de cera religiosa. No había posibilidad de relacionarla con nada.

—Y el nombre de Blochín —añadió.

—Esto es un asunto de locos, el subinspector tenía toda la razón.

—Veamos, Petra, tú estás aquí hoy como consecuencia de haber relacionado la prueba de la piedra con la de la nota en ruso. ¿Por qué no seguir relacionando?

—No se puede relacionar si no hay un mínimo nexo lógico.

—Tú ya lo has hecho antes. En realidad, por eso te encuentras aquí. Una nota en ruso y un cliente de la cantera con esa nacionalidad tampoco es algo en exceso concluyente. Pero ahora esa cera relaciona a Esvrilenko con tu caso. Y un contexto de velas y cruces nos lleva hasta el elemento religioso. Tenemos, además, la nota misteriosa que habla de pureza.

—¿Puedes explicarme cómo relacionar a un hombre de negocios con la religión?

—Digamos de momento que eso nos da la fórmula: religión en Rusia. ¿Cierto?

—¿Sugieres que interroguemos al patriarca de la Iglesia Ortodoxa?

—No, tengo una idea mejor. Te llevaré a visitar a un hombre santo. Quizá él sepa hablarnos sobre cruces de cera morada, sobre la pureza, sobre el fin del milenio.

—¿Un hombre santo? Eso me suena a las novelas de Dostoievski.

—Tú lo has dicho, es eso exactamente. Rusia es un país tan místico como pueda serlo la India. Aquí tenemos grandes santones medio ermitaños. No estuvieron bien vistos durante la época soviética, pero eso no significa que llegaran a desaparecer.

—¿La gente les consulta?

—Es difícil hacerlo. Sin embargo, el padre Belinski ya ha colaborado un par de veces con la policía. Hace dos años descubrimos a un asesino gracias a su participación.

—¿Cómo ocurrió?

—Teníamos a tres sospechosos que se acusaban mutuamente del crimen. Según nuestras pruebas, cualquiera de los tres podía ser el culpable. Pues bien, pedimos al padre Belinski que viniera a comisaría y se entrevistara por turno con ellos. Costó convencerlo, pero al final accedió, para que imperara la justicia. Llegó, ocupó una de las dependencias y se dispuso a recibir a los sospechosos en presencia del prefecto general. Nada sucedió con el primero; le dio su bendición y salió de la estancia. Pero cuando el segundo hizo su aparición, inmediatamente el padre Belinski extendió su mano hacia él y le dijo: «Hijo mío, arrepiéntete porque has cometido un crimen deleznable quitando la vida a una persona y sólo así podrás presentarte limpio ante los ojos de Dios.» Entonces el hombre se hincó de rodillas, le besó la mano y acto seguido confesó todos los detalles del asesinato.

—¿Estás hablando en serio?

—¡Por supuesto! No olvides que estás en Oriente, Petra, no toda la lógica aquí proviene de las mismas fuentes.

Le miré atónita y él se echó a reír.

—¿Y con esa falta de fe en lo irracional eres capaz de quejarte por falta de experiencias insólitas? —soltó.

Me eché a reír yo también. Él estaba en lo cierto, cada uno obtiene sólo aquello que abarca con la mente, nada más. Se acercó a mí y, con la tremenda fuerza de sus brazos, me elevó del sofá transportándome en volandas hasta la cama.

No sé a qué demonio de hora llegamos a dormirnos, pero cuando al día siguiente sonó el potente despertador, todas las células de mi cuerpo pedían a gritos una tregua. Petición imposible, Alexander saltó inmediatamente de la cama y me apremió en el más puro estilo soviético.

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