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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Mensajeros de la oscuridad (4 page)

BOOK: Mensajeros de la oscuridad
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Se produjo un silencio inseguro.

—Veamos, imagínense una tabla de cortar carne y un gran cuchillo tipo machete de carnicero. Colocando el pene sobre la superficie y dándole un impulso muy fuerte a la herramienta podría lograrse un tajo de estas características; pero díganme, ¿en qué postura colocar a un hombre para hacer una cosa de ese tipo? Casi imposible; siempre se produciría un corte inferior, nunca a la altura que presenta este resto. ¿Lo entienden ahora?

—Sí —contesté con rotundidad. Miré a Garzón. Tenía la frente perlada de gotas de sudor grandes como rocío—. ¿Lo entiende, subinspector? —inquirí cortésmente.

—Sí —musitó con un hilillo de voz temblorosa.

—Eso y la naturaleza de la incisión indican con muy poca probabilidad de error que este miembro ha sido emasculado médicamente —prosiguió Montalbán—. El método habrá sido probablemente atar una goma a la base del pene para cortar el flujo sanguíneo, quizá por eso tiene una marca azulada en la base. Si se ha hecho así, lo que procede después es practicar un nudo en los ligamentos para evitar la retracción y más tarde, introducir un pequeño tubo en la uretra para que cicatrice abierta. Al final debe cauterizarse la herida.

—Por la complicación de la maniobra todo parece indicar que sólo un médico pudo hacerlo.

Montalbán se apartó de la camilla y se quitó la máscara, nos hizo retirarnos también y pudimos hablar a cara descubierta. Tras el desvelamiento pude ver la expresión meditativa del médico y el rostro pálido y desencajado de mi compañero.

—Veamos, inspectora, yo no he dicho eso. Saber si lo hizo un médico o no cae completamente fuera de mis dictámenes. Pudo hacerlo un enfermero, un estudiante de medicina, un biólogo acostumbrado a trabajos de laboratorio..., incluso alguien ajeno a lo sanitario que tuviera buenas manos. Le aseguro que en el ejercicio de mi profesión he visto cosas asombrosas en ese sentido. En una ocasión me llegó el caso de un jefe de estación que tuvo que cortar el brazo de un mozo de tren. Se produjo un accidente y el brazo de aquel hombre quedó medio arrancado. El jefe de estación, viendo que el socorro clínico tardaría en llegar hasta donde estaban, acabó de cortarle el brazo, evitó la septicemia, restañó la hemorragia y conservó el miembro refrigerado. Cuando llegó la ambulancia no tuvieron más que aplicarse a un traslado rápido. Vi el trabajo que aquel aficionado había realizado sin siquiera instrumental y me quedé patidifuso. Era perfecto, ningún cirujano lo hubiera hecho mejor. Hay que contar con que la amputación es una maniobra relativamente fácil, y cuanto menor sea la envergadura del miembro amputado más sencilla aún. Otra cosa es el empalme, ¿comprenden?

—Sin embargo, usted opina que el corte se hizo con bisturí.

—Estoy casi seguro de que se empleó instrumental quirúrgico, pero eso tampoco prueba que fuera un cirujano quien lo manipuló. Hay tiendas de material médico que están abiertas a cualquiera.

—¿Y qué me dice del formol?

—Lo mismo. No existe un preparado comercial, pero las farmacias lo venden a granel.

—¿Sin receta, sin saber qué utilidad se le dará?

—¿Tienen ustedes hijos en edad escolar? ¡Es obvio que no! Los míos han comprado mil veces botellitas de formol por indicación del maestro. Diseccionan ranas en el laboratorio de Ciencias Naturales, conservan saltamontes durante meses... Cualquier escuela o instituto, cualquier profesor o estudiante, todos ellos pueden ser usuarios habituales de formol. Obviamente, las farmacias no van a venderles una cuba para mantener un cadáver flotando, pero sí una pequeña cantidad, una cantidad mucho mayor de la que había en el interior de esa bolsita.

—¿Hay algo más que pudiera ser de uso médico, doctor, la propia bolsita, la caja en la que venía?

Montalbán negó con la cabeza. Me volví hacia Garzón y vi que se tambaleaba.

—¿Se encuentra mal, Fermín?

—Creo que sí —contestó desfalleciente—. Si ustedes me disculpan..., la esperaré en el bar, inspectora, estoy mareado.

Me quedé desconcertada viéndolo salir. Montalbán sonrió.

—¿Qué le ha ocurrido? —dije—, es un hombre acostumbrado a estas cosas, ha visto infinidad de autopsias, quizá...

El forense me atajó, comprensivo y paternalista.

—No sé si se hace cargo, inspectora, pero el pene representa para los hombres algo muy especial. Las reconstrucciones mentales de su pérdida suelen vivirse de modo muy nítido. Hable usted de castraciones frente a un auditorio masculino y verá cómo instintivamente todos cierran las piernas.

—Me alegro que lo diga, doctor, había acabado por pensar que eran figuraciones de mi exceso de celo feminista.

—A lo mejor eso sucede también.

Me miró pícaramente y se echó a reír. Me gustaba aquel forense. Era un hombre ecléctico, sereno, ponderado. Si no hubiera tenido siete hijos y una adorable mujer le hubiera propuesto matrimonio.

—Hay algo muy importante, doctor, ¿puede saberse si este miembro fue cercenado a un hombre vivo o a un hombre muerto?

—Claro que puede saberse. Opino que el hombre a quien se le cortó aún estaba vivo cuando lo hicieron. Se aprecia en ese miembro lo que nosotros llamamos la reacción vital; ha habido coagulación y retracción de los tejidos. No sabemos si murió en el mismo acto en el que fue emasculado o incluso a consecuencia de éste, pero no se trataba
a priori
de un cadáver, de eso puede estar usted segura.

—Eso descarta la posibilidad de que sea un resto tomado furtivamente en una sala de disección.

—¿Pensaba usted en bromas de estudiantes?

—Es algo que debo descartar.

—Pues descártelo, los restos que emplean en Anatomía son viejos cadáveres que a veces llevan años en piscinas de formol. Están acartonados como mojama y tienen una coloración bien especial, algo parecido al pergamino. Le aseguro que nunca se trataría de un pene así, fresco y rozagante.

—¿Cree que hace mucho tiempo que fue cortado?

—No sabría decirle exactamente; el formol fija los tejidos y desvirtúa ese hallazgo. Lo que está claro es que fue metido en formol poco después de ser separado del cuerpo, digamos que en un plazo inferior a veinticuatro horas. Después de ese tiempo comienza la putrefacción y no veo aquí síntomas de ella.

—¿Hay algo más que pueda añadir a este dictamen, doctor?

—No gran cosa. Dentro de un par de días tendremos unos análisis más precisos hechos al microscopio; quizá ahí salga algo que se me ha pasado a mí. Sabremos además el grupo sanguíneo y el ADN. ¿Tienen algún sospechoso?

—Ninguno en absoluto.

—Entonces, por el momento, de poco nos van a servir esos datos. Ustedes ya saben que sólo son válidos cuando se usan comparativamente para determinar la identidad, pero si no hay víctima ni verdugo aparente... tendremos un pene y una identidad biológica fantasma; no mucho, ¿verdad? Aunque más adelante quizá sí puedan servir, cuando encuentren un cadáver o tengan sospechosos en la lista.

—Eso no es muy alentador.

—Le confesaré que es la primera vez que hago un trabajo así, inspectora; todo esto me parece raro de verdad.

—Lo es; tenemos pocas pistas y no resulta razonable que no se encuentre acogido en ningún hospital un tipo a quien han cortado el pene civilizadamente.

—La ablación del pene es una operación que se hace rarísimamente. Por lo general sólo cuando hay un cáncer localizado. ¿Ha preguntado si se realizó alguna en los últimos meses?

—El subinspector buscó en todos los hospitales sin ningún resultado. Simplemente, no se hizo esa operación.

—Es muy poco frecuente, ya le digo.

—Doctor Montalbán, ¿adónde van a parar los miembros que se amputan en los quirófanos?

—A una fosa común. Es prescriptivo inscribir esos miembros en un legajo que existe en el registro civil, aunque a alguien puede pasársele. ¿Han mirado allí también?

—Sí, sabíamos lo del registro y lo hemos consultado, pero sin ningún resultado. Si hubiera figurado un pene en esos legajos nos habría hecho sospechar que alguien lo inscribió sin llevar a cabo el enterramiento, pero no es así.

—Haré mucho hincapié en que los analistas busquen restos cancerosos en los tejidos. No se me ocurre otra cosa, pero la verdad, no me parece muy efectivo. ¡Vaya follón que se les presenta!

—Ni que lo jure, doctor, de ese individuo sólo sabemos que era un hombre.

—Y para colmo, igual con un sexo postizo colocado en Casablanca que se le cayó —dijo entre carcajadas. Luego, enigmático y más serio, añadió—: ¡Pobre subinspector, si es tan sensible a este tema como parece, lo va a pasar mal! ¿Usted sabe la de bromas que tendrá que oír mientras dure la investigación?

—Procuraré que no salgan de mí.

—Demostrará usted una gran amabilidad.

Observé su bondadosa cara. ¿Por qué un hombre tan encantador como él tenía que tratar con muertos pudiendo hacer las delicias de cualquier paciente? ¡Ah, la vida era así, todo parecía dispuesto para funcionar al revés!

Encontré a Garzón en la cafetería de la esquina reponiéndose del trauma genital. Le compendié lo que me había dicho Montalbán y me sumé al café que tomaba. Tenía mejor aspecto, por lo menos a su cara había vuelto el color habitual. Intenté quitarle importancia a su defección.

—¿Se encuentra mejor, Fermín? No me extraña que se mareara, ahí dentro hacía un calor...

Pero él no aparentaba tener necesidad de ningún disimulo, porque comentó:

—Nada de calor, ha sido ese dichoso médico con sus explicaciones. ¿Cómo se puede ser tan bruto? «Imagínense una tabla de cortar carne», ¡por Dios, tampoco eran necesarias unas imágenes tan exactas!

—Pues yo le he entendido muy bien.

—¡No, claro, usted sí!

Se acercó el camarero con presteza y una cantinela obsequiosa:

—¿Alguna pasta, señores, unos churritos que los acaban de hacer?

El subinspector mostró un gesto de rechazo y retiró los churros de su vista.

—¡Quite eso de ahí! Voy a pasarme un mes sin comer salchichas ni espárragos ni churros, ¡nada que tenga forma alargada!

—¿No está exagerando?

—Me da repelús todo este asunto. Un cadáver es otra cuestión; pero pensar en la posibilidad de que un tío ande paseándose sin polla por ahí... o de que se haya muerto desangrado por ese sitio... ¿Con qué cree que nos enfrentamos, inspectora?

—Sinceramente, no lo sé. El primer juicio del forense me ha dejado desconcertada.

—A mí también. Lo lógico era pensar que hubieran cortado ese miembro de manera violenta. Yo había llegado a imaginarme que se trataba de alguna muchacha que tuvo la oportunidad de castrar a su violador. Por eso ninguno de los dos daba parte a la policía, ambos cargaban con alguna culpabilidad. Entonces ella, en un gesto de venganza, se lo envió a usted.

—Ya ve que tal cosa es imposible.

—¿Y si la chica era enfermera y a punta de cuchillo lo obligó a ir hasta algún lugar donde pudiera operarlo?

No daba crédito a mis oídos, Garzón estaba lanzado hacia la conjetura cada vez más artificiosa.

—¿Ha pensado en dedicarse a la literatura policial?

Pidió un donut al camarero sin contestarme.

—Todo este meneo me ha dado hambre.

—Coma y déjese de fantasías. No hay nada que hacer hasta que no tengamos los análisis.

Pero no fue tan fácil que se callara, le gustaba especular. Pensó en la teoría del violador, pensó en la posibilidad de que se tratara de un asesino en cadena que no había hecho más que empezar. Me asaeteó con místicas interpretaciones de locos que se creyeran ángeles sin sexo. Estoy convencida de que, al final, estaba dándole pábulo a sus desatadas neuronas sólo por distraerse, pero me había propuesto dejarlo que se explayara y lo dejé. Si en verdad el tema de las castraciones lo hacía sufrir, era mejor que descargara tensiones de modo tan inofensivo.

Conduciendo el coche de vuelta me puse a pensar en todo aquello. A mí también me gustaban las apuestas, pero mi cerebro era mucho más escéptico que el de Garzón. La venganza se me antojaba improbable. ¿Quién hoy en día se arriesga a que lo trinquen por una cuestión abstracta? Porque ¿qué es la venganza sino una satisfacción emocional en la cual no media dinero ni materia? Un asunto obsoleto, incluso romántico en la actualidad. ¿El asesino en serie? Ni hablar, ésas eran cosas propias de guionistas hollywoodenses con recursos manidos. Mi descreimiento feroz me hacía concebir la existencia del crimen como algo de lo que se obtiene beneficio tangible, o como un hecho sucedido fortuitamente que debe ocultarse. Toda aquella literatura del subinspector, todo aquel concepto artístico de la maldad me parecía inconcebible en una birria de sociedad como la nuestra. Si realmente hubieran existido asesinos poéticos que querían devenir ángeles, o justicieras doncellas agresoras, entonces sería cuestión de replantearse el tema y ponerse de parte del rufián en vez de ser policía. Pero mucho me temía que había que buscar culpables en las filas de lo sólito y vulgar. Aunque a decir verdad, incluso a mí empezaba a resultarme excesiva la pretensión de ser lógica y descreída a toda costa en un asunto tan oscuro. ¿Acaso el subinspector llevaba razón y había un mundo oculto, subterráneo, un universo solitario y espeluznante que pertenecía al lado oscuro del hombre? ¿O la sociedad sólo era un listado de prácticas comunes, un compendio de comportamientos homologables? No, puede que me sintiera más tranquila afirmándolo, pero no era así. Debía considerar mi vena racionalista como la base de toda deducción, pero sin descartar aquella turbadora tiniebla de la que hablaba Garzón.

Embebida en mis pensamientos había llegado hasta casa, había abierto la puerta e incluso me había instalado en la mesa de la cocina dispuesta a trabajar un rato más. Tenía otros asuntos rutinarios que revisar, aunque me daba cuenta de que el pene seccionado empezaba a actuar como un faro que centraba toda mi atención. Siempre pasa de esa manera con los casos que provocan pasión investigadora: una comienza como si se tratara de un escalón habitual y de repente hay algo que se desprende del conjunto, una especie de virus, una chispa de fuego intenso que acaba por atraparte de pies a cabeza, consumiéndote. Comprendí entonces que me encontraba frente a una de aquellas ocasiones y me estremecí. Hay algo estimulante y peligroso en esa sensación. Y yo la noté a conciencia, viva y casi dolorosa como una cerilla quemándose lentamente en mi piel.

Trabajé y trabajé procurando no pensar en nada de aquello, y lo hice con éxito, puesto que casi me olvidé de cenar. Eran las once cuando decidí prepararme una tortilla de queso y beberme un buen vaso de yogur. Batía los huevos con ímpetu guerrero y de repente los recordé: «¿Estarían aún allí?» Me asomé a la ventana, busqué brevemente y sí, allí estaban, los dos paladines dueños y señores de mi seguridad. Sentí enseguida aquella molestia anímico-urticante por no estar sola del todo. Semejante precaución seguía pareciéndome el colmo de la ridiculez. Imaginé a aquellos dos pobres diablos bebiendo coca-cola de lata y mirando hacia mi puerta con cada vez menos interés. ¿Les habría dicho el comisario la razón exacta por la que estaban apostados frente a mi casa? Sentí curiosidad. Me dirigí hacia la calle y les hice varios gestos para que se acercaran. Salieron disparados del coche y vinieron a paso ligero, con la mano derecha sospechosamente guardada en el interior de la americana. Se habían alarmado, debí imaginarlo.

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